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Cuando Milan Kundera conoció a Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Julio Cortázar

El reconocido autor checo de La Insoportable levedad del ser falleció este 11 de julio a los 94 años.

Por  PABLO MONROY

julio 12, 2023

Vacha Pavel - Álbum familiar de GGM / La vanguardia - Revista Mito - Sara Facio

Milan Kundera, célebre autor checo, conocido principalmente por haber escrito obras como La Insoportable levedad del ser, La Broma o El libro de la risa y el olvido, falleció este 11 de julio en París. Nació en 1975 en Checoslovaquia y se instaló en Francia. Kundera formó parte de una influyente generación de escritores que surgió en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.  

Su muerte la informó la Biblioteca de Moravia, una organización de investigación de su ciudad natal. “Milan Kundera, autor checo-francés que figura entre los autores más traducidos del mundo, falleció el 11 de julio de 2023 en su apartamento de París”, publicó la biblioteca. El autor estaba casado con Vera y no tenían hijos. En años recientes su salud se había deteriorado y había perdido la memoria. 

“No he podido olvidar aquel triple encuentro”: Milan Kundera

En diciembre de 1968. Tres meses después de que el ejército soviético ocupara Checoslovaquia, Milan Kundera tuvo un encuentro interesante en Praga con tres escritores latinoamericanos: Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Julio Cortázar. 

Así lo describió en 2002 en un artículo para la revista Tiempo

Era el otoño de 1968, tres meses después de que el ejército ruso ocupó Checoslovaquia. Rusia no estaba en capacidad de dominar de inmediato a la sociedad checa, sumergida en la angustia pero con una cierta libertad por unos cuantos meses más. La Unión de Escritores, acusada por los rusos de ser el fogón de la contrarrevolución, conservaba todavía sus casas, editaba sus revistas, acogía a sus invitados. Fue entonces cuando vinieron a Praga, invitados por ella, tres novelistas latinoamericanos: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes.

Vinieron discretamente, en su calidad de escritores. Para ver. Para comprender. Para alentar a sus colegas checos. Pasé con ellos una semana inolvidable. Nos hicimos amigos. Y justo después de su partida pude leer, todavía en pruebas de imprenta, la traducción checa de Cien años de soledad.

Fue el primer libro de Gabo que leí. Y quedé deslumbrado: pensé en el anatema que el surrealismo había lanzado sobre el arte de la novela al que había estigmatizado como antipoético, y cerrado por completo a la libre imaginación.

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Y resulta que la novela de García Márquez no era más que eso: imaginación libre. Una de las más grandes obras de la poesía que conozco, en cada una de cuyas frases brillaba la fantasía, y cada una era una sorpresa, maravillosamente: una respuesta contundente al menosprecio por la novela proclamado en el Manifiesto del surrealismo (y al mismo tiempo un gran homenaje al surrealismo, a su inspiración, a su aliento de un extremo al otro siglo).

Fue la confirmación a mi antigua certidumbre de que la poesía y el lirismo no son nociones hermanas, sino que deben mantenerse a larga distancia la una de la otra. Pues la poesía de Gabo no tiene nada que ver con el lirismo. No se confiesa, no abre su alma, sino que permanece ebrio por el mundo objetivo que eleva hacia una esfera en la que todo es a la vez real, inverosímil y mágico (es por la intensidad de su poesía como por la virulencia de su antilirismo que la obra de Gabo se distingue tan radicalmente de la novela contemporánea en Europa).

No he podido olvidar aquel triple encuentro: Praga ocupada por el ejército ruso, la visita de Gabo y sus dos amigos, y las primeras pruebas de la traducción checa de Cien años de soledad. Leí esa novela en una sola jornada, y de inmediato le escribí un posfacio, que recibí impreso en las siguientes pruebas, pero que nunca fue publicado. Qué azar maravilloso: el posfacio de Cien años de soledad fue mi primer texto prohibido (a causa de mi nombre) por los nuevos amos del país. Esa prohibición dio inicio a la segunda mitad de mi vida, que es la de un escritor proscrito en su propio país.

Años después, cuando me fui de Checoslovaquia en un pequeño Renault 5, no pude llevar nada conmigo; ningún mueble, por supuesto; ni siquiera mi ropa. Mi biblioteca se redujo a unos cincuenta libros, y el archivo personal de mis propios escritos me pareció entonces tan inútil que los tiré a la basura. Sin embargo, el posfacio para Cien años de soledad lo llevé cuidadosamente conmigo en pruebas de imprenta, como un amuleto protector. Con ese mismo sentimiento leí luego todos los libros de Gabo. No solo me maravilló su belleza, sino además creí escuchar la voz de un amigo que solo podía ver de vez en cuando pero cada vez más querido.

Y algo más: cuando pienso en el arte de la novela, su historia se me figura como un camino en tres etapas: la primera, la más larga, inaugurada por Rabelais; la segunda, que es la del siglo XIX, y la tercera, la de la novela moderna, que creo fue inaugurada por mis compatriotas centroeuropeos Kafka y Musil, y alcanzó su apogeo en América Latina y fue encarnada en mi imaginación por aquellos tres hombres cuarentones, muy guapos, muy viriles, con quienes viví en los amargos días de Praga una felicidad improbable, vigilada por las metralletas del ejército ruso.

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