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Libros para oír

Invitamos a uno de los grandes del periodismo musical colombiano a reflexionar, en medio de recuerdos, sobre la relación entre la música y la literatura

Por  JUAN CARLOS GARAY

abril 18, 2023

EL MELÓMANO Y EL AUTOR: Como periodista musical, Juan Carlos Garay ha centrado su carrera en la radio y en medios escritos. Su listado de los mejores discos colombianos a final de año es una lectura obligada para quienes buscan descubrir nuevas figuras y sonidos.

CORTESÍA PENGUIN RANDOM HOUSE

La relación entre literatura y música es de un enriquecimiento mutuo. Soy un fiel creyente en una escritura “de oído”, y he llegado a aplicar estructuras musicales en mis textos. A veces una manera de resolver qué palabra usar cuando tienes varias opciones, varios sinónimos, está directamente ligada al sonido. Dicen que la poesía es el género literario que más se acerca a la danza, pero yo creo que todos los géneros deberían buscar ese acercamiento. Últimamente he pensado mucho en eso: la escritura debe ser una coreografía de las palabras. Casi todas las novelas de tema musical que conozco alcanzan ese efecto.

La primera novela musical que leí, a mis 13 años, fue Que viva la música de Andrés Caicedo. Creo que es una edad magnífica para leer a Caicedo porque es una prosa coloquial, un poco irreverente, muy vertiginosa. A medida que fui haciéndome adulto descubrí mayor valor en sus relatos (para mí su punto más alto es la trilogía de Angelitos empantanados), pero la novela se me quedó grabada en el recuerdo por un efecto sorprendente: Caicedo va narrando una transformación personal al mismo tiempo que la banda sonora va cambiando. Los primeros capítulos están escritos en clave de rock, con los Rolling Stones y Eric Clapton sonando de fondo. Y luego, más o menos en los dos últimos tercios, irrumpe otro tipo de música: aparecen los discos de Mon Rivera y, por supuesto, de Richie Ray.

El mejor momento de Que viva la música es la narración de un concierto desde el punto de vista de Rubén, el muchacho que llega en un estado alterado, ve a Bobby Cruz en la tarima, siente que la orquesta lo está llamando y se abre paso a empellones hasta llegar al escenario. Hay algo mágico en ese apartado, sobre todo porque concuerda con algo que uno puede escuchar en el disco Live at the Cheetah de la Fania All Stars, y es a Bobby Cruz y los otros coristas improvisando un estribillo que dice: “Adónde está Rubén, adónde está”. Es decir, Caicedo se basa en un registro real para construir esa parte de la ficción. Ahora que lo pienso, creo que algunos apartes de mi primera novela, La nostalgia del melómano, están construidos a partir de un ejercicio similar: escuchar atentamente un disco y dejar que la imaginación complete su contexto.

Durante los dos años que tardé escribiendo La nostalgia del melómano le conté a muy pocas personas el argumento de la novela; un hombre tiene una tienda de discos de segunda y reparte su vida entre la melomanía y los pequeños problemas rutinarios. Casi todos respondían más o menos lo mismo: “¡Ah! Se parece a la historia de Alta fidelidad”. Algunos se referían a la película, otros a la novela de Nick Hornby en que se basó la película. Yo desconocía su existencia, y cuando me enteré, la evité a toda costa. Me prometí no leerla sino hasta después de publicar mi libro, para evitar cualquier tipo de influencia.

Muchos años después leí Alta fidelidad con un poco de temor. ¿El veredicto? Diablos, sí se parece, no tanto en la prosa, pero sí en el espíritu. Tal vez eso signifique que la melomanía es una misma, sea en Holloway o en Chapinero. Mi prima Claudia Cadena, editora profesional que leyó ambos libros consecutivamente, tiene la teoría de que Hornby y yo somos almas gemelas. En cualquier caso, me sirvió mucho cuando mi amigo el periodista argentino Humphrey Inzillo me presentó a sus colegas como “el Nick Hornby colombiano”. Todos entendieron la referencia.

Así que no, Alta fidelidad no fue una influencia, como algunos quisieron ver, sino una coincidencia. La verdadera influencia está en una novela del escritor indio Vikram Seth llamada Una música constante. Es una historia narrada por el violinista de un cuarteto de cuerdas, quien también busca un disco misterioso (en este caso, un quinteto de Beethoven), se enamora de una pianista y participa en un proyecto fallido para grabar El arte de la fuga, una de las obras más complejas de Bach. Lo que me llamó poderosamente la atención fue cómo Seth construyó un relato musical de principio a fin. La profesión del protagonista, músico, facilitaba las cosas. Pero detrás hay una enorme familiaridad, producto seguramente de una buena investigación, con detalles como la diferencia entre un intérprete de música clásica y uno de música antigua, las relaciones tirantes entre los críticos musicales y los músicos, o qué pasaría si a una viola se le agregara una quinta cuerda. Esa novela es un deleite para los amantes de la música clásica.

Porque la novela rockera por excelencia es otra. Se llama El suelo bajo sus pies y su autor ha sido comentado últimamente por la noticia sobrecogedora de un atentado contra su vida: Salman Rushdie. La novela es puro rock en todos los aspectos, no solo porque su protagonista es el guitarrista de una banda que llena estadios sino porque todo sucede rítmicamente y de manera exuberante: hay terremotos, helicópteros, una extraña primera edición del disco Heartbreak Hotel y el descubrimiento explosivo de un mundo paralelo donde, por ejemplo, Simon and Garfunkel existen, pero como dueto vocal femenino. Para que ese vínculo entre literatura y música fuera de ida y vuelta, el cantante Bono compuso una canción llamada justamente ‘The Ground Beneath Her Feet’, que terminó convirtiéndose en parte central de la banda sonora del libro.

Como lector, encuentro un placer especial cada vez que descubro alguna obra de ficción dedicada a la música. Como escritor, he encontrado que la música es una fuente inagotable. En mi más reciente novela, Borealis, entremezclo la ciencia ficción con una alusión a composiciones que podrían ubicarse en el barroco tardío o el clasicismo temprano. Parte de la inspiración vino de un libro de Italo Calvino llamado Todas las Cosmicómicas, y de pensar cómo sería una historia similar, pero con música. Para la banda sonora de Borealis, que es enteramente imaginada, escuché (y estudié las vidas de) Bach, Biber, Pergolesi, Scriabin y Jim Morrison.

Por último, no solamente las novelas pueden ser musicales. El género cuento también me ha traído momentos memorables. La atmósfera del jazz queda bellamente representada en los ocho relatos de Pero hermoso de Geoff Dyer. Y los Nocturnos de Kazuo Ishiguro retratan, entre otros, a un grupo muy particular, el de los músicos callejeros de Venecia. La escritura ideal, para mí, tiene esa cualidad que mencionó alguna vez Truman Capote cuando dijo que uno de los grandes placeres de la literatura es ir notando “la música que las palabras van creando”.

Armonios, cardamomos y avestruces

Por RICARDO DURÁN

La ciencia ficción no necesariamente debe llevarnos a pensar en robots fuera de control, en distopías en el desierto, o en invasiones extraterrestres; esos son apenas algunos tópicos recurrentes que hemos interiorizado gracias a Hollywood y a muchas novelas anglosajonas del siglo XX. En la ruptura con esos imaginarios radica, en gran parte, el encanto de Borealis.

Juan Carlos Garay ha creado un mundo en el que el pasado y el presente conviven sin necesidad de máquinas del tiempo, porque los personajes de dos épocas distintas se conectan a través de la música en un planeta que tiene un par lunas. En ese planeta está ubicada Akiralia, una nación que padece conflictos políticos y armados, mientras su mundo enfrenta la amenaza de una extinción total.

Allí no hay café, ni existe el soma de Aldous Huxley, pero hay cardamomo; tampoco hay caballos o naves espaciales, hay avestruces e hidroplanos, y existe un instrumento musical tan potente, que podría enviar un objeto al espacio.

Arthur Bradley es un virtuoso y reconocido intérprete del armonio, famoso por su trabajo con la música del compositor Apogeo Borealis; los separan siglos de historia, pero los une el sonido de un instrumento fascinante. De forma sutil, el autor también conecta a Bradley y Borealis a través de una reflexión relacionada con el papel de los artistas ante la realidad política, en un mundo –como el nuestro– plagado de tiranos torpes, ignorantes y ostentosos. “¿Acaso alguien puede ser más político que un artista?”, pregunta el maestro Arthur a Flavius, uno de los líderes de la resistencia en Akiralia.

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