Desde que Gorillaz cobró vuelo propio en 2001, las prioridades se invirtieron para Damon Albarn. Blur, la banda con la que saltó a la fama pasó de ser su ocupación primaria para convertirse en el lugar de donde descansar de lo que se terminó convirtiendo en su proyecto principal de este lado del milenio. Con la banda animada convertida ya en una máquina moldeada a gusto y necesidad del mercado mainstream, cada regreso con sus viejos compañeros de grupo pareció responder no a una urgencia económica o facilista, sino como un refugio creativo, un lugar en el que no solo repasar el cancionero de su juventud, sino también hacer un reseteo artístico de ser necesario.
Y así como en la transición de Blur a Gorillaz Albarn pasó de retratar con sorna la ciudad que lo rodeaba para pintar un futuro distópico de un mundo que cada vez se empezó a parecer más al real, este regreso parece responder a otra necesidad: la de retratar su mundo privado. Lejos de la trilogía Modern Life is Rubbish (1993) – Parklife (1994) – The Great Escape (1995) que supuso una sátira sobre el chovinismo británico en general (y londinense en particular), el flamante The Ballad of Darren tiene sus puntos de contacto con 13 (1999), el álbum en el que Albarn canalizó el desasosiego tras su separación con Justine Frischmann, vocalista de Elastica, ahora inspirado por la ruptura con su pareja, la artista plástica Suzi Winstanley. Pero lo que en el disco de 1999 había sido puras tribulaciones y experimentación sonora, ahora fluye desde un lugar melancólico y retrospectivo.
“Acabo de revisar en mi vida y todo lo que vi fue que no vas a volver” canta Albarn en “The Ballad”, el tema que abre el disco, una especie de góspel en cámara lenta en el que las piezas se mueven con movimientos mínimos, como si no quisieran quebrar el relato intimista de su cantante. Poco después, la guitarra de Graham Coxon propone un viaje al pasado en “St. Charles Square”, un tema que musicalmente remite al Blur de la primera mitad de los noventa, pero en cuya letra el terror se esconde debajo de las maderas del piso, como en El corazón delator de Poe. Y si hasta ese momento todo se maneja entre lo sugerido y lo no nombrado, “Barbaric” se anima a llamar a las cosas por su nombre. El tema fluye como un pop agridulce sostenido por el tándem rítmico de Dave Rowntree y Alex James en el que Albarn esquiva todo tipo de metáfora: “Me gustaría, si tenés tiempo, de hablar con vos de lo que me hizo esta ruptura / Perdí el sentimiento que pensé que nunca perdería ¿Adónde voy ahora?”.
A medida que las canciones avanzan, la ruptura se perfila como una constante a lo largo de The Ballad of Darren. En la balada “Russian Strings”, el vocalista se pasea por las calles de Belgrado y no puede contemplar lo que lo rodea porque parece tener una sola cosa en mente, una idea que también asoma en “The Everglades (for Leonard)”, una suerte de homenaje a Leonard Cohen tanto en forma (una acústica arpegiada y la voz barítono de Albarn como casi único recurso) como contenido (“Hay muchos fantasmas en mi mente, muchos caminos que desearía haber tomado” y demás versos plagados de remordimiento). Pero el proceso del luto sentimental también requiere de un mea culpa, y ahí es donde entra “The Narcissist”, un hit emotivo en el que el vocalista parece hacerse cargo de su rol en la derrota.
Propulsada por un sintetizador que parece emular el latido de un corazón, “Goodbye Albert” se mueve como un chillwave ralentizado en el que la guitarra de Coxon cobra protagonismo de varias formas: primero con un yeite zizzagueante en la introducción, luego como un zumbido entrecortante en el estribillo a fuerza de fuzz y trémolo, y finalmente con una melodía en ascenso constante en el primer solo formal del álbum. Mientras todo eso sucede, la voz de Albarn es espejada con un vocoder que de algún modo hermana al tema con el track siguiente, “Far Away Island”, que suena como el punto de contacto entre dos de sus proyectos ajenos a Blur: Gorillaz y The Good, the Bad and the Queen. El tema fluye como una canción de calesita abandonada que se mueve vacía entre la bruma.
Envuelta en un aura de sofisticación heredada del disco de Roxy Music con el que comparte título, “Avalon” toma el mito arturiano de una isla remota y mágica en la que Albarn narra los hechos desde la Fortaleza de la Soledad en la que reside actualmente. Y si bien la dinámica general del disco parece tener a los músicos de Blur al servicio de su cantante, el cierre con “The Heights” pone las piezas en su lugar, con un remoloneo acústico que toma fuerza una vez que un redoble de Rowntree oficia de puerta de entrada para el resto de sus compañeros. A tono con su letra, el tema fluye como restándole dramatismo a la nostalgia hasta perderse en un caos de acoples y zumbidos hasta que todo se desmaterializa de golpe.
Cuando Blur decidió quemar las naves para su disco homónimo de 1997, de alguna manera eliminó todo tipo de encasillamiento posible a su obra posterior. El único hilo conductor que parece regir su output creativo es la presencia de sus cuatro integrantes (no por nada la ausencia de Coxon hizo naufragar al grupo en 2003, tras publicar Think Tank), y The Ballad of Darren no es ajeno a esa lógica: la presencia del pasado es sólo discursiva, y así y todo sus canciones fluyen de una manera en la que solo podrían hacerlo con la interacción de las cuatro personas que les dieron forma.