¿Qué pasa cuando la distopía se convierte en profecía? La razón de ser de Megadeth parece ser la de una banda obligada a sonar cada vez mejor (en términos de heavy metal, esto es: cada vez más ajustada, más violenta, más precisa, más veloz) porque el mundo en el que vivimos está cada vez peor. A los futuros apocalípticos de Mustaine se les contrapone ahora un presente que se les parece demasiado. Entonces el pogo, el agite y el roce de tachas, cueros y transpiraciones son el entrenamiento para salir a la vida curtidos, con una coraza para enfrentar los palos de la vida cotidiana.
Diecisiete temas: dos del último disco y quince que tienen más de 20 años. Una hora y media de show. El segundo de tres Movistar Arena agotados. Está claro, nadie espera mucho de un nuevo disco de Megadeth, nadie espera una nueva gran canción de ellos. Su poder discursivo hoy pasa por la performance, por esa entrega y destreza que lo da todo. Si el público pone el cuerpo, ellos también. Todos van al límite como si en ese ejercicio —sea un pogo, sea un doble bombo o un solo de guitarra a toda velocidad— algo se depurara. “No voy a sentir dolor / ya no soy basura / eso no me mata / solo me hace más fuerte”, cantó Mustaine en “Skin O’ My Teeth” con su clásico estilo al borde del bruxismo.
Porque si el mundo exterior es hostil, el mundo interior se hace eco y nada es fácil para los personajes de las canciones que Mustaine canta en primera persona. “In My Darkest Hour” lidia contra la depresión, “Sweating Bullets” con la locura y “A Tout Le Monde” directamente racionaliza el suicidio como quien ya ni siquiera está demasiado triste por irse de este plano. Si la salud mental empieza a ser tema de preocupación y agenda, para Megadeth lo fue siempre y cada una de esas canciones también suenan proféticas. El cuerpo, entonces, es una barrera permeable entre el caos social y el individual.
“Countdown To Extinction”, “Peace Sells” y “Holly Wars… The Punishment Due” son retratos de otra época pero también de esta. El conflicto con Israel y Palestina, los tratados de paz que son una mentira y un cambio climático que pone a los seres humanos camino a su autoexterminio no han cesado desde que esas canciones fueron compuestas hace 30 años. Más bien, todo lo contrario. Una estética que se resumen en “Symphony Of Destruction”, a cuyo riff, tan simple como efectivo, le devuelve el ya clásico “Megadeth, aguante Megadeth”. Entonces Megadeth, para evitar el ablande de su propuesta frente a la realidad, opta por hacer todo más fuerte, hacer todo mejor. En su estética del apocalipsis social, la salida es también ser mejores. Y no importa que la formación actual no tenga los renombres de antaño (LoMenzo no es Ellefson, Verburen no es Menza y Mäntysaari no es Friedman), la ejecución se acerca mucho a la perfección y el volumen es demoledor.
Mustaine, con su clásica camisa blanca y sus rulos dorados que ya van perdiendo fuerza, estuvo medido en sus discursos. Lejos de la demagogia (bueno, la guitarra con la bandera Argentina estuvo), esta vez todo fue en pos de la puesta en escena de un show que no dio tregua, y que encuentra ahí en ese sprint de 90 minutos su momento de hermandad. Porque para Megadeth la derrota es inexorable, así conformó su personaje Dave Mustaine desde que lo echaron de Metallica hace ya más de 40 años. Esa imagen del metalero que lucha sabiendo que va a perder (algo que no pasa ni en Metallica ni en Iron Maiden, por nombrar a los dos grandes del estilo que aún siguen en carrera) resuena en el metalero argentino como en ningún otro lado. Se puede perder contra el mundo, se puede perder incluso contra uno mismo. Pero la lucha se da siempre y se da en comunidad. Aunque parte de esa vida en comunidad sea ir a cagarse a palos en un pogo, a sabiendas de que todo es una ficción y siempre es mejor que sea más dolorosa que la realidad.