Flea de Red Hot Chili Peppers: “Anthony y yo tuvimos nuestras idas y vueltas”

En 2006, con la salida de Stadium Arcadium, la banda se ubicó en la cima del mundo por primera vez después de 23 años, nueve álbumes y una trama de muerte, amistad y vicios

Por  DAVID FRICKE

agosto 13, 2023

Flea y Anthony Kiedis se hicieron amigos inseparables el mismo día que se conocieron, en una escuela de L.A.

Lisa Haun/Getty Images

Esta nota, publicada originalmente en agosto de 2006, es parte del bookazine de colección, con cien páginas de contenido sobre Red Hot Chili Peppers, que Rolling Stone acaba de lanzar en Argentina.


Anthony Kiedis está sentado en el living de su casa de Los Ángeles con el corazón en las manos: los dos CD del nuevo álbum doble de los Red Hot Chili Peppers, Stadium Arcadium. “Amor y mujeres, embarazos y casamientos, peleas de pareja… esas son las verdaderas y profundas influencias de este disco”, dice el cantante de la banda con voz grave y seria.

“Y es genial –agrega enseguida–, porque no fui yo solo escribiendo sobre el hecho de que estoy enamorado. Fuimos todos los de la banda. Bramábamos de energía basada en el enamoramiento”.

Y se mantuvieron en ese estado. A Kiedis, al bajista Flea, al guitarrista John Frusciante y al baterista Chad Smith les llevó casi dos años escribir, grabar y refinar obsesivamente la ondulación psicodélica y el pegadizo pop atómico de Stadium Arcadium. Smith se casó (por segunda vez) y se convirtió en padre (otra vez), mientras que Flea –quien tiene una hija adolescente de un matrimonio anterior– tuvo otra hijita, Sunny, con su prometida, Frankie Rayder. Kiedis y Frusciante siguen solteros, pero con amor. Frusciante está saliendo con una cantante, Emily Kokal. Y mientras Kiedis habla, parapetado en el apoyabrazos de una silla sobrecargada frente a una enorme chimenea de piedra, se oye a su novia Heather en la cocina, preparando unas tazas de té.

La tapa del nuevo bookazine de Red Hot Chili Peppers de Rolling Stone.

“Puedo mostrarte en todas las canciones una frase o dos que hablan de eso”, declara Kiedis. Luego recorre Stadium Arcadium tema por tema, señalando las referencias al compromiso en general y a Heather en particular en las baladas “Desecration Smile” y “Hard to Concentrate”, el zumbante folk de “If ” y el funk directo de “Charlie”. Habla del sufrimiento y la crisis en “So Much I”, “Wet Sand” y “C’mon Girl”. El primer verso de “She’s Only 18” surgió, cuenta Kiedis, cuando descubrió que “a Heather no le interesaban para nada los Rolling Stones. Es una banda venerada por millones de personas y a ella le importaba un bledo”. Sonríe. “Me pareció una buena manera de empezar una canción”.

Pero cuando Kiedis, de 43 años, llega al tormento de alta velocidad de “Torture Me”, la luz de sus rasgos todavía infantiles, sexies y diabólicos, se enciende: “A veces tiene sentido agradecerle al universo por el dolor que te da, porque de allí viene el crecimiento. Si uno no experimenta nada de dolor ni sufrimiento, no aprende la lección”. Es como si las primeras dos décadas de los Chili Peppers acabaran de pasar frente a sus ojos: la sobredosis fatal del guitarrista original Hillel Slovak en 1988; la larga batalla del propio Kiedis contra la heroína en los 80 y los 90; la disfunción que casi mató a los Peppers justo cuando alcanzaban el multiplatino con Blood Sugar Sex Magik de 1991; los subsiguientes seis años de Frusciante en el exilio y la adicción, que terminaron con la reunión triunfal, en 1999, de Californication.

“Es curioso mirar hacia atrás en nuestra banda”, dice Flea, cuyo verdadero nombre es Michael Balzary y que se volvió amigo inseparable de Kiedis no bien se conocieron, en la secundaria Fairfax de Los Ángeles. “A través de cada situación –muerte, abuso de drogas, perder a un compañero–, cuando las cosas iban bien fue porque fuimos honestos y generosos. Y las cosas no fueron bien cuando no lo fuimos. Hay que tener voluntad para querer a alguien no importa qué pase”, insiste el bajista, también de 43 años. “Eso es algo importante de este disco: amar hasta los errores. Ese es el compromiso. Para que algo sea completo –una vida rica, un disco rico– hay que amar todas sus partes”.

De nuevo en su living, Kiedis habla sobre otro tema del álbum, “Snow (Hey Oh)”, una mezcla suave con destino de hit. La luz de sus ojos se enciende otra vez. “Es acerca de sobrevivir, de empezar de cero”, dice. “Hice un desastre con todo, pero hice borrón y cuenta nueva”. Seis semanas más tarde, Stadium Arcadium sale a la calle, y el amor lo conquista todo. El set de dos CD vende más de 440.000 copias en su primera semana. Es el primer álbum en los 23 años de carrera de los Peppers que alcanza el puesto número 1.

Una tarde a fines de marzo, los chili Peppers realizan un minishow de seis canciones en el living de una mansión estilo español que balconea sobre el bulevar Laurel Canyon. Es la misma casa, convertida en estudio por el productor Rick Rubin, en la que la banda grabó Stadium Arcadium y, quince años antes, Blood Sugar Sex Magik.

Hoy, los Peppers están tocando para camarógrafos, ingenieros de audio y ejecutivos de iTunes, que está lanzando el catálogo de la banda para su venta online.

Pero el verdadero show es el que los Chili Peppers realizan para sí mismos: Flea, Smith y Frusciante improvisando con alta concentración, las miradas pegadas entre ellos, mientras los técnicos todavía ajustan los niveles de sonido y los ángulos de la cámara. Smith sostiene un ritmo firme y duro bajo los estallidos wah-wah de la guitarra de Frusciante; Flea sacude violentamente la cabeza al tiempo de sus brutales líneas de bajo de R&B. Cuando Kiedis entra en la sala, calienta la voz con cantos guturales y se relaja con el ritmo que lo rodea, quebrándose en espásticos movimientos pélvicos y una danza guerrera de fuertes pisotones. “No es una actuación”, dirá más tarde. “Todo lo que tengo que hacer es cerrar los ojos y escuchar a Chad. Estaría actuando si no lo hiciera”.

“Es una locura”, admite Smith. “Pero no es sólo que estemos tocando sin escucharnos. Llevamos eso un poco más lejos”. A la composición. Los Chili Peppers componen como una familia, por voto unánime, la mayoría de las veces en jam sessions en las que la banda, según Rubin, “crea un elemento principal, una estrofa o un estribillo, y desde allí encuentra las partes para armar el resto de la canción. La mayoría de las bandas escribe mucho desde riffs. Los Peppers son más orgánicos: crean piezas que vayan con otras piezas ya existentes”.

“Es una locura”, admite Smith. “Pero no es sólo que estemos tocando sin escucharnos. Llevamos eso un poco más lejos”. A la composición. Los Chili Peppers componen como una familia, por voto unánime, la mayoría de las veces en jam sessions en las que la banda, según Rubin, “crea un elemento principal, una estrofa o un estribillo, y desde allí encuentra las partes para armar el resto de la canción. La mayoría de las bandas escribe mucho desde riffs. Los Peppers son más orgánicos: crean piezas que vayan con otras piezas ya existentes”.

“No me la hacen fácil”, dice Kiedis sobre los otros tres. “Ellos podrían ser un trío de jazz-fusión increíble. Pero de algún modo encuentro las canciones [Kiedis escribe las letras y las partes vocales] en la grandeza de lo que ellos hacen. No es que pueda decidir: ‘Quiero esto’. Es ese momento silencioso de consideración en el que, como unidad, escuchamos estas partes y pensamos en qué sirve más para la canción”.

Ese día en la casa de Laurel Canyon, los Chili Peppers destrozan “Can’t Stop”, de By the Way, de 2002, y el primer single de Stadium Arcadium, “Dani California”, con una fuerza que es funk, punk y heavy metal a la vez, pero que también evoca el poder intuitivo de las instituciones clásicas del rock, como Jimi Hendrix Experience y los Who de la era Live at Leeds. “Flea y yo la sacamos la primera vez que tocamos juntos”, dice Frusciante, que en 1988 tenía sólo 18 años y era un ferviente fan de los Peppers sin experiencia previa en bandas. “Había algo ahí. Pero nosotros lo desarrollamos. Flea una vez leyó algo que [el baterista de jazz] Elvin Jones dijo acerca de tener química con alguien: ‘Hay que tener voluntad para morir por un hijo de puta’”.

“Eso nos pegó, a todos”, continúa Frusciante. “Cuanto más nos queremos, más nos entendemos y más profundo es nuestro material”. Los Chili Peppers también saben que nunca se librarán completamente del estigma de testarudos desnudos de sus primeros años y discos. Smith recuerda una entrevista reciente en otra revista: “El tipo dijo: ‘Gracias por Limp Bizkit’. ¡Me dijo eso a mí en mi propia casa!”.

“Nos malinterpretaron desde el principio”, dispara Kiedis cuando se le pregunta por el pasado: desvestirse en el escenario, quedarse sin nada salvo las medias; bramar himnos hormonales como “Party on Your Pussy”, de The Uplift Mofo Party Plan, de 1987. “Ya pasó tiempo suficiente y ya se sabe bastante de lo que somos capaces de hacer como para que venga un tonto y nos limite a una sola cosa: ‘Ah, esos son los idiotas que se desnudan’. Era una experiencia espiritual, desde la primera nota”.

Flea lo confirma. Incluso antes de que él y Kiedis empezaran formalmente con los Chili Peppers en 1983, junto a su compañero de clases en Fairfax –el israelí Hillel Slovack– y el baterista Jack Irons, Flea dice que él y Kiedis estuvieron “siempre juntos, siempre, todos los días”, desde el primer día de clases en 1977: “Yo era un chico extraño sin amigos. Todos decían que era puto. Pero mi mamá me recuerda llegando a casa y diciendo: ‘Ma, por primera vez encontré a alguien con quien puedo hablar’”.

Los dos provenían de hogares destruidos, de diferentes maneras. Nativo de Melbourne, Australia, Flea tenía 11 años cuando emigró a Nueva York junto a su madre, su hermana mayor y su padrastro, músico de jazz. La familia se mudó a Los Angeles cuando Flea tenía 14 –la misma edad a la que Kiedis, nacido en Grand Rapids, Michigan, llegó a la ciudad para vivir junto a su padre divorciado, John–. Actor de medio tiempo también conocido como Blackie Dammett, el padre de Anthony pronto inició a su hijo en la vida negra de Hollywood de música, sexo, cine y drogas (adolescente extraño, Kiedis luego describió con vívido detalle esa época en sus memorias de 2004, Scar Tissue).

Desde el comienzo, Kiedis y Flea no tuvieron secretos entre sí. Hablaban de “todo”, dice Flea, en todas partes. “Nos íbamos de mochileros, pero llevábamos nuestras cosas en bolsas de papel. Nos quedábamos en la montaña por diez días, sólo caminando, con una bolsa de dormir”. Los dos se metieron en delitos menores: incursionar en jardines ajenos de Hollywood y robar marihuana casera. Comían en restoranes y se iban sin pagar. Engañaban a ancianas y consumían drogas duras.

Con Stadium Arcadium, los Red Hot Chili Peppers consiguieron su primer número uno. (Foto: Gentileza RHCP)

“Estábamos en problemas”, admite Flea tímidamente. Pero “había mucho amor entre nosotros”. Y “nunca lo sentimos como algo transitorio”, incluso luego de que Kiedis se metió más a fondo en la heroína mientras Flea se retiraba. Luego se alejaron juntos. “Siempre estuvo la voluntad de lidiar con los obstáculos. Muchas veces yo quise renunciar”. Como sucedió recientemente, durante la grabación de By the Way, cuando la tensión creativa entre Flea y Frusciante se convirtió en algo personal.

“John hacía las cosas que quería hacer”, explica Flea. “Pero yo sentía que le importaba un carajo lo que yo quería hacer. Ya no lo sentía como parte de mi familia”. Flea, con calma, decidió irse después de girar por el disco, contándoselo sólo a sus mejores amigos fuera de la banda y haciéndoles jurar que conservarían el secreto. Pero un día en un aeropuerto… “Le dije algo a John. Y él dijo: ‘Ya sé que sobrecargué el retorno en el disco. No escuché a nadie’”. Flea decidió quedarse.

El hecho de que Flea nunca le dijo a Kiedis hasta hace poco que él casi se va para siempre es una medida de cuánto –y cuán poco– ha cambiado la cosa entre los Peppers en la mediana edad: “Anthony y yo tuvimos nuestras idas y vueltas, especialmente desde que alcanzamos el éxito. Pero la parte más dolorosa de renunciar, y lo que me detuvo, fue la idea de decírselo a Anthony”.

“Ya no somos esa clase de amigos con los que salís, desde hace un tiempo”, confiesa Frusciante, rascándose con rudeza la barba estilo Jesús una noche en su casa en lo alto de las colinas de Hollywood. “Tal vez nos conocemos demasiado bien. Cuando uno está en una banda, las vidas de todos son una sola. Ganamos el mismo dinero. Vamos a los mismos lugares al mismo tiempo. Está todo sobrecargado. Es mejor tener tu propia vida para crear tu propia identidad. Así, cuando nos juntamos, no estamos hartos de los demás”.

De hecho, la cosa está así: Flea y Smith –quienes compartían habitación desde las primeras giras de Smith con la banda después de emigrar de Michigan y unírseles en 1989– hablan de compartir un micro para niños, con lugar para sus respectivas familias, en la próxima gira de los Chili Peppers por Estados Unidos. Flea y Frusciante, por turnos, practican Vipassana, un estilo de meditación budista. “Es sin canto”, explica Flea. “Uno se sienta tranquilo y observa las imágenes de su cabeza”. Flea, generalmente hipercharlatán, ha llegado al punto de poder mantenerse en silencio “tres días seguidos”. Cuando se le pregunta sobre religión, Kiedis –quien se mantiene sobrio desde fines de los 90– simplemente comenta: “No me gustan las sectas”, aunque se dice que es un seguidor de la conocida rama del misticismo judío, la cábala.

“Ahora todos tenemos diferentes prioridades”, dice Smith. “Cuando no estoy en la banda, quiero estar con Nancy y con Cole”, su esposa y su hijo de un año. “Pero no tengo que meditar con John para sentirme conectado a él. O jugar al golf con Flea, aunque lo hago”. Smith señala que en 2004 la banda se tomó seis meses de descanso y que en ese lapso él vio a los demás “una o dos veces. Estuvo bien. Tengo 43 años. Quiero estar con mi familia”.

Pero cuando los Peppers comenzaron a componer Stadium Arcadium en septiembre de ese año, dice Smith: “No veía la hora de que empezáramos a ensayar. Lo que nos salía era de alta calidad. Y era mucho”.

Incluso Kiedis se sorprende de la tenacidad de su relación con los demás Peppers, particularmente Flea. “Hace poco nos dimos cuenta de que era una verdadera pena que Flea y yo no saliéramos más juntos”, dice Kiedis. “Él me invitaba a ir a andar en kayak y yo le decía: ‘Sí, un día de estos’”.

“Después pasé por una etapa difícil dos meses atrás –redescubrí algunas cosas mías que debía cambiar– y tuve esta revelación: este tipo es importante para mí. Y yo no puedo ser el tipo que dice: ‘Un día de estos, un día de estos…’. Nos volvimos a conectar”, dice Kiedis con alegría. “Y eso está mucho mejor”.

La casa de John Frusciante se parece a su cabeza. Ambas son devotas de la música. En el living, los estantes de piso a techo están llenos de discos de vinilo; entre las inconmensurables pilas de CD, más discos y guitarras, se abren angostos pasillos en el suelo. Sobre lo que queda libre de las paredes, cuelgan pinturas originales de Don Van Vliet, el rockero vanguardista conocido como Captain Beefheart. En la entrevista que transcurre durante una cena de carne y vegetales, cocinada por él mismo en su parrilla George Foreman, Frusciante habla entusiasmado sobre sus pasiones actuales: Hendrix, Mozart y la banda inglesa pop-art The Move, que conoció a través de su amigo Johnny Ramone. “Tengo una personalidad adictiva”, concede Frusciante más tarde, relajado sobre un juego de almohadones en el living mientras habla, entre otras cosas, de su decisión de unirse a los Chili Peppers en 1992 y de los años consumiendo drogas y desafiando a la muerte que vinieron después. “Pero esa parte mía fue en beneficio mío, porque me permite hacer la música que hago”.

En una banda de personalidades muy marcadas –la electricidad de frontman guerrero de Kiedis; la energía hiperkinética de Flea, arriba y abajo del escenario; la bonhomía de oso de Smith–, Frusciante parece un hombre de ritmo calmo, consumido por la música y su devoción hacia la banda. De hecho, en la conversación, él toma una veta celeste y profesa abiertamente su fe hacia las fuerzas cósmicas y su deseo de trascender en el tiempo y el espacio. “Muchas veces, cuando Flea, Chad y yo estamos tocando, hay una sensación inconfundible de que la música estaba allí, antes de que entráramos a la habitación, esperándonos”. Y lo cree.

Frusciante tenía la misma certeza sobre su futuro cuando era adolescente: “Sabía que iba a ser guitarrista de rock & roll. Cuando los maestros me dijeron: ‘Tenés que tener algo sobre qué respaldarte’, sabía que estaban equivocados”. Con el permiso de sus padres, rindió exámenes libres y dejó la secundaria a los 16. Dos años después, era un Chili Pepper.

“Cuando miro hacia atrás el modo en el que crecí –mi progreso como oyente y ejecutor de música–, todo conduce a estar en esta banda”, dice. Aparte de varios álbumes solistas y sesiones para amigos como los Mars Volta, Frusciante, de 36 años, nunca estuvo en otro grupo que no sea los Peppers. Incluso cuando renunció: “No me di cuenta de cuánto de lo que tocaba tenía que ver con Flea. Yo creía que era bueno, con o sin él. Pero no era así”.

Hoy, Frusciante no es sólo el guitarrista. Es un orquestador cuya atención al retorno de la guitarra y al detalle de la segunda voz ha transformado los discos de los Peppers. Su lujuria enciclopédica con la música está en todas partes de Stadium Arcadium: la emotiva alusión a Hendrix en la explosión de guitarra estilo “Purple Haze” al final de “Dani California”; el riff inspirado en “Mountain” de Readymade (tributo a Johnny Ramone, quien adoraba a esa banda); las altas armonías de los 60 en las que Frusciante canta en los dos CD.

“En el estudio es como un científico loco”, dice Smith, “y nosotros lo dejamos”. En un momento, durante las sesiones para Stadium, Frusciante le dio a Smith un CD con siete canciones que había trabajado. “La voz era como la de los Bee Gees, no en el mal sentido, pero no era lo que esperaba”. La esposa de Smith tuvo una reacción más básica: “Guau, eso suena hermoso”.

“Una vez que las bases de una canción están construidas, John sigue la canción hacia arriba”, dice Rubin, quien produjo todos los discos de Chili Peppers desde Blood Sugar Sex Magik. “No es experimentación. John tiene la idea. Y si se va demasiado lejos, los demás lo frenan”.

“John siempre tuvo una seguridad que fue subestimada”, dice Kiedis. “Pero ahora le gusta hacerse escuchar, y parte de eso viene de haber estado con Mars Volta”.

Frusciante es hijo único, nacido en Nueva York y criado en Chatsworth, California, en el Valle de San Fernando (ahora tiene medios hermanos y hermanas de los matrimonios posteriores de sus padres). Su padre, también llamado John, era un concertista de piano profesional quien, tras algunos años de giras y una grave operación de espalda, se inscribió en la facultad de derecho. Ahora es juez en Florida. La madre de Frusciante, Gail, estaba entrenada para ser cantante de teatro pero optó por ser madre de tiempo completo cuando quedó embarazada.

“Yo recibí la combinación de los dos”, dice con orgullo Frusciante. “Mi papá tenía la pasión y la intensidad. Mi mamá, el oído y la agudeza. Yo estaba seguro de que podía realizar el sueño que alguna vez ellos dos habían tenido”. Cuando Frusciante dejó el colegio, se mudó solo a Los Ángeles, donde religiosamente practicaba guitarra. Sus padres lo mantenían con una mensualidad, dice, “para pagar el alquiler”.

Frusciante vio a los Chili Peppers por primera vez en un concierto cuando tenía 15 años en Los Ángeles. No fue simplemente su funk y su lunático desempeño escénico lo que le voló la cabeza. “Ellos tenían –dice– esta fuerza increíble que hacía que todo el mundo en el lugar se sintiera fantástico. Encendían la sala. Eso es tener un poder increíble; cuando no sos distinto de nadie, hasta que te subís al escenario y todo el mundo se vuelve loco con vos. Yo creo que eso es lo que hizo que Anthony y Flea se quedaran ahí, y se quedaran pegados entre ellos: ese poder mágico”.

Sunny Bebop Balzary y Frankie Rayder con Flea en Chicago (Foto: Kevin Mazur/WireImage)

En 1988, poco después de la muerte de Slovak, Frusciante hizo todo lo posible para hacerse conocer ante Kiedis y Flea, que había recomendado a Frusciante a su amigo Bob Forrest de la banda Thelonious Monster, que buscaba un guitarrista. Los dos Peppers acompañaron al nervioso guitarrista a la audición –la primera en la vida de Frusciante– y, después de verlo tocar, decidieron que se lo quedarían para ellos. Para Kiedis, todavía tambaleando por la muerte de Slivack, Frusciante fue un cable a tierra. La brecha de edad y su inexperiencia adolescente no importaban. “Sentía que él era el mejor guitarrista y mi mejor amigo. John y yo nos volvimos inseparables. Nos juntábamos todos los días, a comer, fumar, perseguir chicas, jugar al pool”.

“Después fue como si John se inclinara hacia el otro lado”, recuerda Flea. “Había sido un chico voluntarioso, que hacía cualquier cosa por que la banda funcionara. Después salió Blood Sugar… y él estaba: ‘Estos tipos son unos idiotas, vendidos’. Se volvió un adicto duro, y decidió vivir esa vida por un tiempo; fue la más extrema que vi en mi vida. Y eso que vi bastante”.

“Perseguir chicas, dar vueltas y hacer tonterías, ya no quería seguir con eso”, dice Frusciante. “Pero no sabía cómo ser un artista, una persona creativa en el mundo. Sólo sabía cómo serlo en la privacidad de mi casa”. En un sentido, Frusciante nunca había dejado su dormitorio.

“Debería haber hablado de lo que me estaba pasando, pero no éramos íntimos en esa época”, dice. “Flea estaba atravesando un divorcio. Si yo molestaba con algo, él me habría dicho: ‘Vos estás bien, mirame a mí. Mi vida está arruinada’. Y era verdad, comparado con mis problemas”.

Frusciante dice que él no empezó a consumir heroína hasta que la banda terminó de grabar Blood Sugar Sex Magik. “Si hubiera renunciado la primera vez que se me ocurrió –durante las sesiones–, estoy seguro de que hubiera seguido con una vida tranquila y pacífica”. Frusciante es inflexible sobre su período sabático: “Yo no estaba en lo profundo de la oscuridad”. Habla de estar encerrado en casa, pintando y escribiendo, con la misma concentración y el aislamiento con los que aprendió a tocar la guitarra. Además, es franco sobre su adicción: “No tenía vergüenza. Había un dealer con la mejor heroína persa y la mejor cocaína. Tenía treinta clientes cuando lo conocí. Los dejó a todos para poder negociar conmigo”.

“La experiencia de ser un drogadicto y zafar me hace ver las cosas diferente que el resto”, dice. “Todos los logros que uno obtiene en la vida tienen que ver con algo que se ha superado. Yo tenía mis razones para hacerlo. Y también estaban –Frusciante insiste– las razones por las cuales no hacerlo. El éxito es un monstruo que te dice: ‘Ahora vas a hacer esto, ahora vas a hacer lo otro’. Y todo el mundo hace lo que el monstruo le dice. Yo soy una persona que no quería hacer eso. Y estoy orgulloso de haber dejado la banda cuando lo hice”.

Irónicamente, el regreso de Frusciante a la salud (está libre de drogas desde 1998) y a la banda (conducido por Flea) ayudó a Kiedis a salir de su propia oscuridad. “Yo estaba luchando cuando él regresó”, confiesa el cantante. “Tenía un último relapso. Era su oportunidad de buscarme y decirme: ‘No hagas eso. Están pasando demasiadas cosas buenas aquí’. Lo hizo sin juzgarme, como sólo otra persona con la misma experiencia puede hacerlo”.

Pero en su inagotable amor por la música y su deseo por sobresalir en ello, Frusciante sigue siendo el mismo chico que saltó de su dormitorio a la mayor fantasía del rock & roll. “No me siento un hombre”, admite. “Stadium Arcadium me recuerda al modo en el que me sentía cuando tenía 16. Tocamos como me hubiera gustado hacerlo en ese momento, salvo que no tenía la experiencia de vida para hacerlo”.

John Frusciante en el Pinkpop Festival de Países Bajos, en 2006 (Foto: Peter Pakvis/Redferns)

“Hace un par de semanas tuve una revelación”, dice Kiedis en el living de su casa. “Mi mamá se jubiló después de trabajar fielmente cuarenta años para la misma organización”. Repite el número en voz baja. “Cuarenta años”. La madre de Kiedis, Peggy, trabajaba en Michigan en una firma de abogados. “Y le encantaba”, dice. “Eran sus amigos. Ella era administrativa. Y no era por el dinero. Ese era su cometido. Entonces pensé: ‘Somos una banda desde hace 23 años. En mi círculo de amigos, no conozco a nadie que haya hecho algo durante tanto tiempo’. Pensaba: ‘¿Cómo puede ser que haya tenido el mismo trabajo por 23 años?’. Ah, claro. Uno sigue el modelo de sus padres, le guste o no”.

Si le preguntan por las cualidades que heredó de su madre, Kiedis responde sin dudarlo: “La capacidad de supervivencia. La fuerza. Ella es de Leo. Es tranquila. Pero es la estabilidad para mí. Ese es un gran factor. No es tan llamativa o colorida como las cosas que recibí de mi papá, pero tampoco es tan destructiva ni escandalosa. Pero eso es lo que yo tomé de ella, esa habilidad para quedarse en algo mucho tiempo no importa qué pase: los desastres, los triunfos”, dice con orgullo. “Y por cómo están yendo las cosas, si yo tuviera que dibujar un arco de cómo va la banda, siento que lo mejor está por venir”. Cuando se le señala que aún le faltan 17 años con los Peppers para alcanzar la marca de su madre, Kiedis se ríe. “No me molestaría seguir 17 años más en esta banda”.

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