Anthony Kiedis: “En la cárcel, en rehabilitación o medio muerto, siempre algo me dice: ‘Vas a salir de esta’”

En esta nota histórica -parte del flamante bookazine coleccionable Rolling Stone-, los Red Hot Chili Peppers demostraban su vigencia luego de siete álbumes y siete guitarristas

Por  GAVIN EDWARDS

agosto 3, 2023

Flea, John Frusiante y Anthony Kiedis, en el festival de Woodstock, el 25 de julio de 1999.

FRANK MICELOTTA-IMAGEDIRECT-GETTY IMAGES

Esta nota, publicada originalmente en abril de 2000, es parte del bookazine coleccionable con cien páginas de contenido sobre Red Hot Chili Peppers, que Rolling Stone acaba de lanzar en Argentina.


Hace veintidós años, antes de los discos de platino, las giras mundiales, las adicciones y las sobredosis, había una amistad. Dos chicos de quince años de Fairfax High, Los Ángeles: uno extrovertido y carismático, se llamaba Anthony Kiedis. El otro, bajito y tímido a muerte, se llamaba Michael Balzary, pero todos lo conocemos como Flea. Se volvieron tan inseparables que, cuando Kiedis faltaba a la escuela, Flea se quedaba caminando solo por ahí y no entraba. “Daba vueltas y vueltas hasta volver a casa”, dice. “No quería que nadie me viera solo”.

Una de las primeras cosas que Kiedis le dijo a Flea, fumando porro en un colectivo rumbo a una pista de esquí en Mammoth Mountain, fue que era un sobreviviente. “Si se cae el avión”, le dijo, “soy el tipo que sobrevive”.

“¿De verdad?”, preguntó Flea y le dio otra pitada al porro.

La tapa del nuevo bookazine de Red Hot Chili Peppers de Rolling Stone.

En parte, lo de Kiedis era un berretín de arrogancia adolescente, pero ahora a los 37 años, y después de una larga historia de conducta extremadamente peligrosa para la vida, dice: “Ese sentimiento no cambió. Ya sea que esté en la cárcel, en rehabilitación o medio muerto en alguna parte, siempre tengo una sensación innata que me dice: ‘Vas a salir de esta’”.

Los Red Hot Chili Peppers sobrevivieron a lo largo de diecisiete años y siete discos a cambios de músicos y varias crisis tremendas que se hubieran llevado puesta a cualquier otra banda. Su último disco, Californication, no sólo es un triple platino, es su mejor trabajo hasta la fecha. ¿Qué significa ser un Chili Pepper en 2000? Significa que todavía vas a tocar funk fiestero con más onda que cualquier otra banda, pero también que tu paleta de sonidos se expandió mucho. Significa que ya no sos un novato siempre semidesnudo y fuera de control. Ahora te parecés más a un jefe de estado semidesnudo y fuera de control. Significa que vas a caminar por la vida con la tragedia en una mano y la alegría en la otra. Y que estás en un grupo cuyos miembros se declaran con frecuencia su amor, pero ya no se juntan tanto como antes.

Cuando voy a ver a los Peppers en Los Ángeles, Kiedis, Flea, el guitarrista John Frusciante y el baterista Chad Smith quieren elegir una actividad grupal a la que yo también pueda asistir. No tienen ensayos y descartan un partido de los Lakers porque a Frusciante no le gustan los deportes. Pregunto qué harían si estuvieran de gira y tuvieran una noche libre. Todos se ríen. Flea explica: “Yo me quedaba en mi habitación y meditaba, Chad se iba a un bar de striptease a emborracharse, John hacía yoga y tocaba la guitarra, y Anthony ni siquiera sé”.

¿Aprendieron a no estar encima uno del otro?

“La verdad que no”, dice Flea. “Vivimos uno encima del otro. Pero ahora nos pedimos perdón, por lo menos”.

Han tenido tantos guitarristas (siete) que podrían adquirir la costumbre de juntarlos a todos en una comida de fin de año. Su formación actual, sin embargo, es la única que grabó más de un álbum. El guitarrista original Hillel Slovak murió de sobredosis de heroína en 1988. Frusciante, que entonces era un fan de los Peppers de 18 años, se unió para Mother’s Milk, de 1989 y el disco con el que la rompieron en 1991, Blood Sugar Sex Magik. Pero Frusciante se fue abruptamente en 1992; Arik Marshall lo reemplazó en el Lollapalooza de ese verano (ahora toca en la banda de Macy Gray). Jesse Tobias duró un poco más que un litro de leche en la heladera. Y Dave Navarro, de Jane’s Addiction, firmó para One Hot Minute de 1996 y se fue en 1998.

Ahora, cuando están de gira, los Peppers no tocan canciones de One Hot Minute. El problema del disco parece haber sido que les gusta improvisar, pero Navarro tenía un estilo de composición diferente. Lo suyo era sacar pistas de guitarra una tras otra en el estudio y después trabajar con recortes. Frusciante dice que ni siquiera se sentó una vez a escuchar el disco. “Igual, nadie me recomienda hacerlo”, explica. Después de dejar los Peppers en 1992, Frusciante cayó en una severa adicción a la heroína y casi se muere. Ingresó en una clínica, en enero de 1998, para hacer un tratamiento. En marzo siguiente, Flea lo invitó a tocar nuevamente.

Kiedis recuerda el primer ensayo con Frusciante como el punto saliente de toda la experiencia Californication: “Cuando John se emociona, es como 8.000 millones de voltios de electricidad. Estaba tirando cosas al piso, todo absolutamente caótico, era como un chico tratando de armar el árbol de Navidad”.

Al final vamos a cenar a un restaurante marroquí. Kiedis pegó el faltazo. Dice que está enfermo, que tiene la cabeza como una pelota de fútbol; los otros tres se burlan abiertamente de esta excusa. “Una vez vine a comer acá con mi mamá”, dice Flea. “Comí demasiado y tomé siete copas de vino. En ese entonces, jugaba al básquet todas las noches. Estaba tan emocionado con el básquet que no iba a dejar de jugar sólo porque estaba borracho y había comido mucho. Así que vomité en la cancha”.

Frusciante: Una vez me hablaste de ir a jugar de ácido y…

Flea: No era ácido, era éxtasis. Estuve despierto toda la noche y fui a jugar tan pronto amaneció, a las 6. No me lo quería perder.

¿Sos el mejor jugador de la banda?

Smith: [Enderezando sus dos metros de altura] Yo soy mejor que él. Pero Flea es muy rápido. Podríamos enfrentarnos a cualquier otra banda.

¿Cómo va Anthony con el básquet?

Flea: Me dio un buen empujón en la cara una vez.

Smith: Es un salvaje. Y pega como trapo mojado. Lo tenés todo el tiempo arriba, como un… [emite un grito de animal primitivo, acompañado de brazos agitados].

Frusciante se tiene que ir temprano; está trabajando en su tercer disco solista y le resulta difícil hablar de cualquier cosa si lo único en lo que puede pensar es el proceso de masterizado. Smith y Flea cuentan amistosamente historias sobre sus hijos y giras con Nirvana en América del Sur. Flea describe un sueño que tuvo recientemente en el que estaba nadando, después llegaba a tierra y se subía a un micro donde tenía relaciones sexuales con Foxy Brown, quien, dice, no le atrae particularmente cuando está despierto.

Smith acota: “Pensaba que habías dicho que Foxy Brown es desagradable”.

“Me atrae Lil’ Kim”, insiste Flea. “Con Lil’ Kim sí me gustaría ir a cenar”.

Después del postre y la odalisca, Flea se queda conmigo en el estacionamiento, charlando en el aire fresco de la primavera. Me muestra su coche, el famoso “auto payaso”: es un Mercedes 1989 con cada lado elegantemente pintado de un color diferente. “Pensé que iba a ser una obra de arte genial”, dice. Últimamente ha tenido dudas. A su hija de once años, Clara, le encantaba al principio, pero ahora pide que la dejen a una cuadra de la escuela.

La voz de los Red Hot Chili Peppers, en el Luna Park de Buenos Aires, en 1999 (Foto: SEBASTIÁN SZYD/ARCHIVO RS)

Anthony Kiedis vive en un edificio de departamentos no lejos del Sunset Boulevard de Hollywood. Cuando llego, él y el manager de giras de la banda están elaborando el itinerario de la próxima gira nacional de los Peppers. Pasaron la mayor parte del último año tocando fuera de Estados Unidos, y hace poco volvieron de Japón y Australia. Este año van a tocar en las principales ciudades del país, pero primero van a ciudades más pequeñas como Chattanooga, Tennessee, en las que no han tocado desde que se subieron a una camioneta Chevy azul por primera vez. Kiedis quiere estar seguro de que la banda sigue viva en lugares donde el color local no se ha “homogeneizado en espuma de poliestireno”.

Terminan la planificación y Kiedis se pone de pie. Lleva pantalón corto y buzo a rayas rojas y negras. “¿Querés tomar algo?”, me pregunta. “¿Una gaseosa? ¿Con hielo?” La respuesta a las tres preguntas es que sí. Así que cuando el manager se va, Kiedis se desliza hacia la cocina. Arriba del escenario es propenso a agitarse; en su departamento, su movimiento es moderado y económico.

El departamento es lindo, pero sin nada que puedas identificar con la personalidad de Kiedis. “Vendí mi antigua casa, casi sin querer”, explica. “Fue hace unos años. No me sentía yo mismo, quería hacer borrón y cuenta nueva”. Puso la casa en venta, pensando que tardaría alrededor de un año en venderse. Pero una semana después, apareció un comprador. Kiedis regresó de un viaje y encontró que sus cosas estaban en una baulera. Dejó todo así mientras rebotaba de un lugar a otro.

Revoloteando alrededor nuestro hay una mujer alta, de cabello rubio corto y una remera ajustada rosa chicle; es Yohanna, la novia de Kiedis desde hace dieciocho meses. Cuando hablamos, ella se va a hablar por teléfono en el dormitorio. Los ojos le brillan cuando habla de ella y de cómo se conocieron: ella trabajaba en Balthazar, un moderno restaurante de Nueva York. Él se enamoró apenas la vio. El primer año, tuvieron una relación a distancia. Ahora viven juntos.

Kiedis, Smith y Flea tienen 37 años. Smith y Flea han tenido hijos; ¿Kiedis piensa sentar cabeza y formar una familia? Traga cuando se lo pregunto. “Bueno, sí y no. Me encantan los chicos, el tema siempre está en el fondo de mi mente. Pero me asusta: me tocó vivir como un viajero solitario. Y tengo miedo de la responsabilidad: o sea, de repente sos padre y no te podés ir corriendo así nomás. Si hacés un trabajo en equipo o tenés socios, no podés decidir todo vos, pero igual, siempre hay una puerta trasera misteriosa. Si tuviera que saltar de este avión, sería un buen paracaidista”.

Entre las etapas de la gira, ha estado haciendo pequeños viajes con Yohanna, en general a lugares con mar como Bali y Hawái. “Soy un surfista bastante patético”, dice riendo. Kiedis adora el agua; aunque también corre y hace ciclismo de montaña, su deporte favorito es la natación.

Hablamos de su pelo: durante años, su larga y oscura melena fue una de las marcas registradas de la banda. Desde 1998, sin embargo, anda de cabello corto y rubio. Kiedis dice que ahora las chicas se sienten más cómodas hablando con él y es menos probable que piensen que es “una especie de hippie raro que preferirían no conocer”. ¿Cambió de pelo por algo que le pasó en la vida? Kiedis reflexiona sobre la pregunta. “No fue lo que pensé en el momento. Pero, sí, definitivamente estaba pasando por un cambio. Había decidido estar limpio. Fue una era completamente nueva para mí y para mi banda”.

Tanto Kiedis como Slovak fueron consumidores regulares de heroína durante los ochenta; Kiedis incluso fue expulsado de la banda durante un mes, en 1986, debido a su adicción. Cuando murió Slovak, decidió estar limpio. Aunque ha tenido recaídas con frecuencia. La última vez, después de un accidente en moto en 1997, los analgésicos lo llevaron de nuevo al hábito. Pero dice que ahora está limpio y le pregunto qué aprendió de sus intentos anteriores. Antes de responder, suspira. “Uno pensaría que habría alguna respuesta coherente. He pasado tantos años bajo la influencia de la adicción que probablemente esté codificada genéticamente en cada célula de mi cuerpo”.

Hablando de sí mismo, Kiedis a menudo cae en lugares comunes. Por ejemplo: relata sus batallas con la heroína de una manera que parece ocultar la lucha, el dolor y la oscuridad. Algunos podrían considerar que trata de engañarme: quiere poner la mejor cara al hablar de su propia vida. Pero parece que, en realidad, describe a la persona que quiere ser. Y año tras año, se acerca más a ser realmente esa persona.

Las letras de Kiedis para Californication incluyen sus típicos requiebros funk sexy, pero más que nada, en este caso ha escrito historias de soledad y remordimiento, como el single “Scar Tissue”. Tres canciones se refieren al matrimonio; Kiedis dice que no lo podría especificar, pero es consciente de que su compromiso con Yohanna ha ido surgiendo en varias de las letras.

El sol se pone sobre las colinas nubladas de Hollywood; la sala se oscurece y el rostro de Kiedis se pierde entre las sombras. Le pregunto qué es lo más estrella de rock que tiene y se queda en blanco. Su cuenta bancaria es grande, reconoce. “Le compré casas a toda mi familia, ando en autos caros”, dice. “Nunca veo las facturas ni me preocupo por el dinero. Probablemente soy la persona equivocada para esta pregunta”.

“¡Yohanna!”, la llama. Su novia vuelve del dormitorio. “¿Qué es lo más estrella de rock que tengo?” Yohanna piensa un segundo y le contesta: “Tus dientes”. Kiedis muestra sus molares y premolares, que brillan intensamente en una amplia sonrisa.

La casa de Chad Smith está a medio camino en una pendiente empinada en Hollywood Hills, donde a veces un ciervo mira hacia el tráfico que pasa. Smith me hace hacer un recorrido por su espacioso y cómodo hogar: la pileta en el patio trasero, con una cerca de seguridad para los niños que usualmente revolotean alrededor, la colección de fotos. Terminamos en el living, que tiene instalada una batería y un hogar con el fuego prendido. Smith trae unas Heineken, prende un pucho y despliega su cuerpo larguirucho en el sofá.

Lleva una gorra de los New York Yankees al revés, aunque su equipo son los Detroit Tigers. Creció en Michigan, donde fue despedido por una empresa de pintura (arruinó un pedido grande), Gap (nunca supo doblar un suéter) y una casa de panqueques (se le volcó una jarra de jarabe de arce). Todo lo que quería hacer era tocar la batería, desde los siete años, cuando les pegaba a los tachos de helado. Y “apenas terminar” la escuela secundaria, empezó a tocar con una gran cantidad de bandas, la mayoría de las cuales empiezan con T: Tilt, Tyrant, Terence. Una de estas bandas, Toby Redd, sacó un disco y salió de gira. Teloneó a Kansas y Smith descubrió, para su asombro y deleite, que había comida gratis en los backstages. Cuando Toby Redd se separó, Smith se fue a Los Ángeles; en 1989, hizo una prueba para los Peppers, y desde entonces es el miembro más estable de la banda. “No soy un enfermito”, dice. “Nunca fui adicto a las drogas ni nada”.

Como baterista, la tiene más fácil. Cuando los Peppers suben al escenario con disfraces extravagantes (bombitas de luz gigantescas, sombreros lanzallamas, etc.), él sigue lo más bien, sentado en su lugar. Aunque no hay nada tan extremo en su gira actual: durante la etapa europea, los miembros de la banda salían de mameluco naranja estampado, pero después descartaron el mameluco porque era incómodo. El disfraz más famoso de los Peppers (nada en absoluto excepto una media blanca de algodón sobre el pitulín colgando) lo guardaron en el armario, al menos por un tiempo. “Ya lo hicimos tantas veces”, gruñe Smith. “Es como volver a maquillarse para Kiss. Poné cien millones de dólares para nuestra gira de despedida en 2022, y lo vamos a volver a hacer, en cada pueblo. No se va a ver la media debajo de nuestras panzas, pero va a estar ahí”.

Voy a ver a John Frusciante a su casa, también en las colinas, a unos diez minutos de la casa de Smith. Es una casa alquilada, modesta: dos salas y un altillo arriba, convertido en habitación. El living está esencialmente vacío, a excepción de un televisor, un par de afiches de películas de Andy Warhol y, escondido en un rincón, un ejemplar de Museum in a Box de Marcel Duchamp. Frusciante pasa la mayor parte de su tiempo en la habitación de al lado, llena de enormes pilas de vinilos y equipos de música, tocando la guitarra.

Solía tener una casa más grande, dice: “Se incendió, después la reconstruyeron, después dejé de pagarla y finalmente me la quitaron. Casi logro quedármela: mi abogado consiguió el dinero para no perderla. Pero el mismo día, se firmó la venta. Por mí todo bien, tenía 50.000 dólares extra que podía gastar en heroína”. El manager quiere que compre otra casa ahora, por razones fiscales, pero a él le gustan estas dos pequeñas salas: tiene todo lo que necesita y es más fácil controlar la temperatura.

Los pantalones de Frusciante le cuelgan hasta la cintura y deambula por su casa con el aire distraído de un científico que reflexiona sobre un experimento sin terminar. Cuando habla, lo hace arrastrando las palabras, a menudo con pausas y retrocesos, como si no estuviera acostumbrado a compartir lo que hay dentro de su cabeza, al menos no en la forma de oraciones. Pasa hora tras hora en su sala de música, simplemente tocando la guitarra. Ahí, sus pensamientos fluyen puros y libres.

El día del trigésimo cumpleaños de frusciante, los Peppers se reúnen para organizar asuntos de la banda y hacer fotos. Flea aparece con una remera en la que ha escrito “Martian + Laker” con marcador. “Pensé que escribiría algo profundo”, dice resignado. “Pero terminé con los nombres de mis perros”. Kiedis llega y le da un abrazo al cumpleañero. Durante un descanso, la banda se apiña alrededor de una tele a ver a los Lakers despachar a Miami Heat. Flea está arrodillado a unos treinta centímetros de la pantalla. “Cuando hay partido, prefiero que nadie me hable”, dice.

La banda y un par de técnicos sorprenden a Frusciante con una torta de chocolate y un enérgico “¡Feliz cumple!”. Frusciante se pone rojo y se lleva las manos a la boca. En tres intentos, apaga las velas.

El afecto por Frusciante, el hermano pequeño y a veces rebelde, es palpable. “Al llegar a la adolescencia temprana”, dice Flea, “Anthony, yo y algunos amigos más, nos criamos en la calle, juntos”. A los Red Hot Chili Peppers los unió la amistad, los separó la heroína y la música los volvió a reunir. Siguen viviendo, todos, a diez minutos en auto uno del otro; diecisiete años después, como banda, son una familia rara, pero inseparable.

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