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“Una vez el mundo quite su mirada, estaremos muertos”

La vida sigue en Kabul una semana después del nuevo régimen Talibán

Por  ANDREW QUILTY

agosto 31, 2021

Los combatientes talibanes viajan sobre un Humvee blindado de fabricación estadounidense por las calles del oeste de Kabul mientras son vitoreados por residentes locales y transeúntes después de tomar el control de la ciudad.

Andrew Quilty

El 15 de agosto de 2021 fue un día ambiguo. Por un lado, había escenas -momentos- tranquilos como una madre comiendo helado con su hija mientras pasean en la tarde. Por el otro lado, había accidentes en diferentes lugares de Afganistán, desde un accidente motorizado -que parecía un accidente bien planeado- hasta periodistas afganos que afirmaban que el gobierno de los Estados Unidos les había traicionado. Lo cierto es que ese domingo, después de veinte años, comenzó la retoma de Kabul por el régimen talibán. 

He vivido en Kabul poco más de ocho años, he trabajado como periodista y fotógrafo. Es por eso que apenas supe de los rumores y la expansión irreversible del Talibán cancelé mis compromisos en Europa y regresé el sábado, el día anterior a la toma de Kabul. Inicialmente mi plan, que como todos sabemos nunca va tal cual está pensado, consistía en quedarme, cubrir la toma y luego hacer todo lo necesario para irme apenas mi seguridad estuviera en riesgo.

Dentro de los motivos para regresar a Kabul el principal era el deber que tengo como periodista. Yo quería ser fiel a mis principios y de alguna manera apoyar a mis amigos y colegas. También quería recoger a Mushu, mi compañero de casa, un perro callejero que tiene una personalidad nerviosa que evidencia sus trece años. Pensé en llevarlo conmigo cuando me fuera pero no sobreviviría el viaje y con el ambiente tan agitado supe que prefería darle una última comida llena de sedantes y ketamina antes que abandonarlo a su suerte. 

El domingo a las 10 de la mañana, todos habíamos aceptado la caída inminente de Kabul. Zabihullah Mujahid, el vocero del Talibán, anunció la retoma de Maidan Shahr, Wardak, la provincia más cercana a la capital.

Helicópteros militares estadounidenses transportan a diplomáticos estadounidenses desde la embajada del país en Kabul hasta el aeropuerto internacional Hamid Karzai.
Por Andrew Quilty

A las 11.36 am, mientras terminaba unas diligencias en un banco en Shahr-e Naw, una zona construida alrededor de pinos, canchas de voleibol y bancas de concreto, los guardias dispararon al aire para controlar a la multitud que quería sacar todos sus ahorros e irse. El ruido del disparo avivó a la multitud y resonó con el sonido de la notificación de Twitter en mi celular: Los talibanes estaban en Shahr-e Naw. 

A grandes rasgos, mi plan de salida consistía en tomar un vuelo comercial fuera de Kabul en algún momento la próxima semana. Pero eso se fue por la ventana pues varios amigos y colegas pensaron lo mismo. La solicitud de visas para amparar a afganos en Canadá, Estados Unidos o cualquier parte que les recibiera aumentaron. 

En la medida que me fue posible salí a documentar la ciudad mientras empezaba el cambió. Salí de mi casa con Victor J. Blue -amigo cercano y fotoperiodista- usamos la motocicleta de siempre para navegar el tráfico de la ciudad. Llegamos a la embajada de Estados Unidos en Massoud Circle, en donde hay un monumento que conmemora a Ahmad Shah Massoud, el líder anti-talibán asesinado el 9 de septiembre de 2001. Logramos ver cómo muchos ciudadanos estaban haciendo una evacuación de emergencia. Varios peatones miraban con desconfianza cómo el helicóptero Chinook se dirigía al aeropuerto con los funcionarios de la embajada. Una mujer de mediana edad, que estaba esperando por un taxi, movía sus manos como diciéndonos ‘váyanse váyanse’ con tanta hostilidad, que es de las pocas veces en las que sentí odio dirigido hacia mí. 

Mientras intentábamos salir de ese tumulto, un carro dió la vuelta en la glorieta, varios ciudadanos persiguieron al carro. Uno de ellos se cayó, se levantó y luego nos amenazó con un cuchillo que sacó de su bolsillo. Nos dijo que iba a lastimarnos si no lo llevábamos al hospital y empezó a cortar cables de la moto. El hombre se detuvo y nosotros nos fuimos de ahí, por suerte, con el freno y el embrague intactos. 

Apenas llegué a casa, pensé en los preparativos necesarios para Mushu y para ayudar a mi casero a salir del país. Mi casero estaba preocupado por su vida pues llevaba mucho tiempo alojando a extranjeros y eso lo ponía en riesgo según los estándares del régimen talibán. 

A las 12.27 pm, el régimen Talibán afirma, vía Twitter, que:“Alabado sea Dios que con su ayuda y su poder y el apoyo de nuestra gente hemos podido retomar el control del Emirato Islámico. No estamos interesados en tomar la ciudad a la fuerza o con una guerra. Ya comenzamos las negociaciones para asegurar una transición lo menos violenta posible.” La mayor parte del territorio que habían ganado los talibanes había sido gracias a la negociación. ¿Será que Kabul contaría con la misma suerte? 

El fotógrafo de la Agencia France Presse, Noorullah Shirzada, lleva a su bebé dentro de la zona verde de Kabul, a la espera de ser transportado al aeropuerto internacional para los vuelos de evacuación.

Luego de leer ese tweet, caminé hacia la terraza que da a una morera- un árbol o arbusto que suele alimentar a los gusanos de seda- y me senté. La cacofonía de pitos y gritos de miedo que había detrás de la casa se detuvo. Luego salí de la casa y caminé por la cuadra hasta llegar a la calle que da al recinto de las Naciones Unidas. La calle estaba silenciosa. Entonces me di cuenta de que no había seguridad, las personas que trabajaban de guardias para ese lugar se habían cambiado a su ropa de civil y se habían ido. Se habían rendido. La guerra había terminado.  

Con la llegada de los talibanes la entrada y la salida están bajo control mientras sucede la transferencia de poder. Es por eso que todo el personal de seguridad privada, policías, ejército y servicios de inteligencia se habían quitado su uniforme. La calle estaba vacía porque nadie sabía quién tenía el control. 

Victor y yo decidimos volver a salir. En el camino encontramos varios edificios- en donde medios de otros países tienen sus oficinas- vacíos. El silencio era estremecedor. Al pasar por una sección del río Kabul vimos como soldados y trabajadores del ministerio de defensa llevaban sus cosas en bolsas de algodón en grupos de dos o tres personas. 

Hacia el oeste de la ciudad encontramos un grupo de ciudadanos alrededor de dos personas en una motocicleta. El pasajero de la motocicleta llevaba una Kalashnikov entre sus piernas mientras que el conductor llevaba unas gafas de sol de Armani. Algunos transeúntes se detenían para pedirles selfies a estos hombres. Ellos accedieron y luego de la foto siguieron su trayecto pasando por la universidad de Kabul. 

Estos dos hombres se unieron a una pequeña caravana que contaba con una Humvee que izaba la bandera del Talibán, junto a doce pasajeros y dos toyotas Corolla que transportaban seis soldados cada una y alrededor de siete cañones de pistola se veían por las ventanas. El grupo se detuvo al llegar a la intersección de Kot-e Sangi en donde gritaron “qué viva Afganistán” y “muerte a Estados Unidos”. La reacción de los ciudadanos no fue una sorpresa. Independientemente de las opiniones personales, todos estaban celebrando la llegada de los talibanes. El instinto de preservación no siempre necesita un arma.   

Ni Víctor ni yo sabíamos qué esperar en casa. En varios grupos de whatsapp habíamos visto mensajes que afirmaban que los saqueos ya habían comenzado.

A las 6.26 p.m.  Zabihullah Mujahid declaró que: “El Emirato Islámico tiene sus tropas fuera de la ciudad y no queremos tomar Kabul por medios militares. Ahora mismo, hay reportes que confirman que las fuerzas militares, ministerios y los distritos electorales han sido evacuados y el personal de seguridad ha huído”. Otra vez volví a la morera de atrás de mi casa, y en la oscuridad, me tomé la última cerveza que tenía en la nevera.

Para el día siguiente, lunes 16 de agosto, los soldados talibanes estaban sentados en sillas de plástico en el puesto de control a la entrada de mi calle. Victor y yo nos presentamos con el comandante, un hombre alto de expresión seria, Mulaah Haidari. Haidari, llevaba un turbante negro, pantalón y camisa blancos y cargada al hombro tenía una M16. Le ofrecí higos del árbol de siempre y con calma  apretamos las manos a modo de saludo.

El miedo a la violencia del día anterior- y el descanso al saber que podía ser evitada- hicieron que los capitalinos fueran un poco menos escépticos con la toma de Kabul. Sin embargo, en los días siguientes, los ciudadanos afganos empezaron a lidiar con su nueva realidad. El choque no era solo por quiénes llegaban -soldados y funcionarios talibanes- también era la disolución de lo que ya conocían.

Abdul Ahmad, un hombre de sesenta años, a quien entrevisté en el centro de Kabul, cerca a Pashtunistan, afirma que “anoche fue la primera vez que hemos podido dormir en los últimos veinte años”. Y a pesar de que esa sea una actitud pública, muchos a puerta cerrada piensan de otra manera. La mayoría observa las caravanas con curiosidad pero con recelo. 

Aquellos que no han huido del país se les ve obligados a alojar y alimentar a varios grupos o decenas de talibanes a la vez. Lo que es un abuso de las hospitalidad cultural que caracteriza a los afganos. Un exfuncionario público a quien por motivos de seguridad llamaré Yousef afirma que: “[Los talibanes] no tienen hogares o comida y por eso toman los nuestros. No sabemos cuánto tiempo se van a quedar. Los que se fueron son los afortunados.” El hermano menor de Yousef lo interrumpe para decir “Afganistán está retrocediendo  y sin una máquina de tiempo”. 

Algunos pequeños grupos de resistencia al norte de Kabul prometen resistir y pelear en contra del régimen talibán. No obstante, el régimen no está abierto a críticas. En el día de independencia de Afganistán, el 19 de agosto, en la ciudad de Jalalabad tres protestantes se alzaron en contra de la retoma y fueron asesinados por soldados talibanes. Más allá del descontento explícito lo que prueba el miedo de los ciudadanos es el hecho de que miles de ellos están arriesgando su vida para intentar salir del país. 

Le pregunté a un soldado de Chak que también trabaja como oficial de comunicaciones para el Talibán qué opinaba sobre los riesgos que tantos afganos estaban corriendo para huir del país. “Esas personas son necias. Me dan lástima… ¿por qué no confían en nosotros? Le hemos concedido amnistía a todos los que no se resisten”.

Casi todas las personas con las que he hablado desde que el régimen Talibán está en el poder, son escépticas con las promesas de amnistía y perdón hacia aquellos que trabajaron con, o para, el gobierno o países extranjeros. Yousef opina que: “Esa es la nueva táctica, intentar ganar la confianza de la gente pero apenas terminen de formar su gobierno, irán por los opositores uno a uno.” La opinión de Yousuf no está mal infundada, un consejero del gobierno que está escondiéndose afirma que “Ellos me quieren matar. Ya me han ido a buscar a dos lugares diferentes. Apenas el resto del mundo deje de prestarnos atención, nos van a matar a todos.” 

Es tal el miedo que hay un éxodo masivo como no se veía hace mucho tiempo. Los ciudadanos desesperados intentan irse del país a como dé lugar y el aeropuerto se convirtió en un lugar de pleito y desesperanza. Los soldados talibanes han intentado controlar los ires y venires pero eso solo ha profundizado la desesperación. La primera vez que Victor y yo intentamos ir al aeropuerto, vimos como un soldado talibán disparó a alguien y nos pudo más el instinto de supervivencia que las ganas de documentar la situación. 

Otro día, regresando del aeropuerto, un auto Toyota Hilux nos cercó y el conductor nos pidió que parqueáramos. Un soldado talibán que llevaba al hombro una tira de municiones para su arma y usaba un tunban blanco  nos pidió nuestros documentos de identidad. Los demás hombres que iban en la Toyota nos escoltaron a una casa cercana, que ahora pertenece a uno de los talibanes mayores,  a donde nos aparcamos. Nos dijeron que éramos “invitados”, nos sirvieron té y luego, nos ofrecieron almuerzo. El comandante era amable pero imponente. Nos pidieron que nos presentáramos frente a una cámara y siempre tuvimos los celulares a la mano. El comandante nos dijo que necesitaba saber quiénes éramos para poder protegernos porque la ciudad estaba muy insegura. Nosotros preguntamos si nos podrían escoltar a casa, nos dijeron que sí.  Diez horas después llegó otro comandante, se disculpó con nosotros y nos pidió que le acompañáramos a la rueda de prensa que inauguraba el gobierno del régimen talibán.

El lunes pasé la tarde junto a soldados talibanes de Paktiyá oriental mientras calibran los vehículos tácticos que, según ellos, dirigían desde una sede tan tecnológica como la CIA desde un paisaje árido en el oeste de Kabul. Cuando iba camino a casa, me detuve detrás de una caravana que mezclaba vehículos de los talibanes y vehículos de la policía nacional de Afganistán. La combinación entre los hombres rebeldes en los carros de policía era tan impactante que el comandante, de barba pelirroja, me permitió tomarle un par de fotos antes de que se retiraran. 

Al frente de esa avenida se ve una hilera de luces fluorescentes que iluminan un restaurante que ofrece shiryakh, un helado artesanal batido a mano. Frente a ese restaurante veo cuatro hombres sentados comiendo su helado y  cuando Noor, quien está estudiando administración de empresas en una universidad privada en Kabul, me pide que le tome una foto a él y a sus amigos. Como agradecimiento me invita shiryakh. 

Noor señala con su cuchara a uno de sus amigos, que está sentado a mi izquierda de cara a la calle principal. “El lloró tres veces hoy y no ha querido hablar. Decidimos invitarlo a comer algo para hacerlo sentir mejor.” El amigo, respondió con una tímida sonrisa. Noor me contó que “el (su amigo) se va de Afganistán muy pronto. Nosotros teníamos buenos trabajos con el gobierno y los americanos, ahora esas oportunidades no existen. Todos quieren irse de aquí, dejar Afganistán.” Hasta el momento ninguno de ellos había visto soldados talibanes o tenido contacto con el régimen talibán. Cuando me levanté para ir a pagar mi shiryakh, Noor me interrumpe y dice “No, usted es nuestro invitado”

A pesar de la opinión que se tiene de los extranjeros, muy pocas veces me he sentido mal acogido en Afganistán. Ni siquiera con los soldados talibanes. Pero también reconozco que mi estatus de extranjero, y más aún periodista extranjero, me ofrece un tipo de protección que no muchos aquí tienen o van a tener.

Todos los días me levanto con temor que disminuye a lo largo del día cada que encuentro un propósito, o sentido, a quedarme y documentar lo que aquí suceda: lo banal, las tragedias, la perseverancia y en poder apoyar así sea un poco a que quienes necesiten irse se puedan ir. Creo yo que es por eso que decidimos quedarnos con los periodistas extranjeros que pudimos hacerlo. Hace poco un amigo me dijo “Uno se alegra por los que quieren irse y lo logran, pero luego uno se piensa en lo que pasa con la vida acá”.

El domingo a las 4 am, el 22 de agosto, me despedí de Wahid -mi casero- él y su familia se subieron a una van y en caravana junto a cien personas se dirigen hacia el aeropuerto. Les piden que sean pacientes porque puede que su vuelo de salida se retrase algunos días. Victor y yo estamos esperando noticias cuando el siguiente martes el Emirato Islámico indica que los ciudadanos afganos ya no podrán ir al aeropuerto para huir del país. Minutos después, me avisan que Wahid y su familia llegaron sanos y salvos a París. 

Amigos, colegas y familiares que viven fuera de Afganistán han dudado de mi decisión de quedarme, pues dan por sentado que lo que pasa en Afganistán es lo mismo que vieron en el aeropuerto .Sin embargo, esa no es una fracción representativa de la historia o por lo menos del resto de la historia en Kabul. 

Por ahora, yo sigo acá. Mushu sigue conmigo aunque ya conseguí los sedantes y la ketamina en caso de que las circunstancias de seguridad o mi libertad de pensamiento crítico se vea amenazada y llegue el momento de su última comida.

Los combatientes talibanes atraviesan el centro de Kabul después de tomar el control de la seguridad en la ciudad. “Su nueva política es ganarse la confianza de la gente”, dice un ex funcionario. Pero “tan pronto como formen su gobierno, perseguirán a sus enemigos uno por uno”.

Hay muchos rumores sobre lo que está pasando en las provincias cercanas, pero es muy difícil verificar la información cuando ya no hay periodistas que sean nuestros ojos y oídos en el territorio. Conocidos afganos que trabajaban para el gobierno cuentan que los talibanes han ido a buscarlos pero hasta el momento en Kabul no se ha derramado sangre. Pero eso no es un contrapeso al ambiente denso que se siente en la ciudad, en especial cuando es probable que en cualquier momento pueda resurgir la violencia régimen talibán. 

Hay quienes están dispuestos a asumir el riesgo. Hace menos de un mes, una mujer que es profesora me contó que mientras sus colegas decidieron irse de Afganistán ella decidió quedarse. Una semana luego de la toma de Kabul la contacté de nuevo y le pregunté si ella estaba en la ciudad a lo que ella respondió “planeo quedarme por un tiempo, necesito sanar y para sanar necesito un hogar y este es mi hogar.”  

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