Taylor Hawkins y su protagonismo en el último show con Foo Fighters

En la presentación de Foo Fighters en Lollapalooza Argentina, la última del baterista, Hawkins demostró su supremacía artística y por qué era una pieza clave de la banda

Por  FEDERICO MARTÍNEZ PENNA

marzo 26, 2022

Taylor Hawkins y su último show con Foo Fighters, en Lollapalooza Argentina, el domingo 20 de marzo

Ignacio Arnedo

Apenas cinco días después de su inolvidable show en la edición argentina de Lollapalooza, Taylor Hawkins, baterista de Foo Fighters, falleció en Bogotá, Colombia. En un escueto comunicado de prensa, la banda pidió privacidad, apoyando a la familia del baterista. Tenía 50 años. La noticia llega con el dolor y el descreimiento de alguien que parecía eterno, por varios motivos. Hawkins forma parte de un particular linaje de bateristas con personalidad y sonido propios, un verdadero epítome del rock & roll. Nacido en 1972 en Texas, tomó los palillos tras los pasos de Neil Peart y John Bonham, respiraba el pavoneo extravagante de Jane’s Addiction, soñaba con la justeza de The Police y le ofrecía un incesante culto al despliegue escénico de Freddie Mercury y Queen. No solo fueron los aporreos a los parches; la excelencia y crudeza de su tono en “Somebody to love”, en el último recital de Foo Fighters en Argentina, va a quedar sellado, no sin tristeza, en la historia grande del rock. 

Incluso antes de eso, sin imaginarlo en ese instante, dejaba todo para cerrar su carrera en vida de forma antológica. En el Hipódromo de San Isidro, se lo vio durante una hora y media dándole machaque sin piedad a la batería, como prueba suficiente de su supremacía artística: tanto en la erupción de punk clásico en “Breakout”, la cabalgata veloz de “No Son of Mine”, como también en el groove de los progresivos “The Sky is a Neighbourhood” y “Shame Shame”, hacia el crescendo épico de “My Hero”; Taylor Hawkins mantuvo, como de costumbre, la arquitectura de amplitud necesaria para que Foo Fighters hiciera un espectáculo a la altura de su legado.

Pero todavía faltaba un tramo, y lo mejor estaba por llegar.

Luego de los solos, en los registros en video se ve salir a un Hawkins tímido desde la lejanía de su kit, casi fingiendo desinterés, (por cierto, vestido con una calza animal print eléctrica sensacional). Abraza con fuerza a Dave Grohl, mientras les dice a todos, “Yo fucking amo a Dave Grohl”, y comienza un nuevo micro evento: primero con el firuleteo vocal de Mercury para calentar sin miedo a más de 90.000 personas, y luego paseándose de principio a fin por todas las notas de una canción imposible para cualquier mortal.

“No, hermano, no otro de estos tipos, por favor”, confesaba Nate Mendel en el documental Back & Forth de 2011 sobre el ingreso de Hawkins a los Foo. Hawkins era un jocoso surfer de Laguna Beach con una enorme sonrisa, diametralmente opuesto a la introspección de ética post-hardcore de Mendel, que apareció en la narrativa de Foo Fighters luego de ser sesionista de Alanis Morisette. No hacía falta demasiado para que muchos entendieran que la canadiense tenía a un monstruo indomable detrás suyo. Con dar play al archivo en vivo de la era de Jagged Little Pill alcanza para ver a un Hawkins desatado, aportando un volumen y virulencia que sobrepasaba los márgenes del pop. Hawkins rockeaba, fuerte.

Hasta The Colour and the Shape de 1997, los Foo eran un ave fénix, intentando con todas sus fuerzas resurgir de las cenizas de Nirvana en Seattle. Ese mismo año, el nuevo baterista y la eventual reubicación del grupo en Los Ángeles terminaron de mutarlos en esa institución del rock universal que se sacó una pesadísima mochila de encima, para así vender millones de discos, hacerse de una decena de Grammys, ser introducidos al Rock & Roll Hall of Fame, y llenar hasta el hartazgo estadios por el mundo.

Aunque el mayor aporte de Hawkins a Foo Fighters extiende su dominio más allá de lo rítmico. Hubo algo sin dudas tridimensional en su persona, de un atractivo físico y aspiracional que destrabó varios elementos vitales para la carrera a largo plazo de los Foo. Grohl encontró rápidamente en él a un hermano, alguien capaz de empatar, o mejor dicho, amplificar su energía y bravura. Hawkins se sentaba con seguridad en la batería y también quería ofrecer un verdadero espectáculo del rock. “Fue Taylor el que estuvo detrás de eso, que toquemos más compenetrados y hacer una puesta en escena que fuera memorable”, dijo el guitarrista Chris Shifflett sobre su compañero.

Taylor Hawkins y Dave Grohl en el último show del baterista de Foo Fighters con vida, en Lollapalooza Argentina, el domingo 20 de marzo pasado/Fotografía de Ignacio Arnedo

Desde la salida del video de “Big Me”, Grohl ya jugaba abiertamente con el humor, probablemente como reacción a la seriedad y a los fantasmas detrás del fin de Nirvana. “Los videos son avisos comerciales de caramelos”, dijo el cantante y guitarrista para asignarle un sello descontracturado a lo audiovisual, aunque revistiéndolo de cierta raíz irónica. Esa ironía era una destilación, aunque menos bufonesca, de lo que intentó Cobain, sin éxito, decirle a la industria del mainstream: Nirvana a ustedes no les pertenece. 

Con Hawkins en el fondo, Foo Fighters se acomodó en el mainstream, pero sin perder integridad. En ocho discos oficiales, la luz de su ritmo es una pieza central, del cual toma ciertas concesiones, inclusive revelando sus dotes de cantante. Es imposible esquivar su voz en el luminoso “Cold Day in the Sun” de In Your Honor, como también en el espeluznante cover Foo de “Have a Cigar” de Pink Floyd, y el respeto aural que le confirieron los miembros sobrevivientes de Led Zeppelin cuando se puso al frente de la performance de “Rock & Roll” en el los premios Kennedy Center Honors. Semejantes inquietudes se consolidaron en el también relevante corpus con su proyecto solista de The Coattail Riders.

Varios obituarios y homenajes remarcan su vitalidad y su energía, esa espada de doble filo que empuñan los mejores paladines del rock, y que les profiere una estampita de eternidad, al mismo tiempo frágil, como una casa de naipes a punto de derrumbarse. Y por eso duele más. “Yo vivo gracias a que toco Rock & Roll”, dijo alguna vez. “Así que no voy a quejarme de nada”.