Que no se malinterprete: está claro que hay muchísimo para decir, casi todo bueno, sobre la relación entre Metallica y la Argentina. Entre 1993 y 2017 dieron nueve shows (de muy buenos a brillantes) en Vélez, River, La Plata, Córdoba y el Hipódromo de San Isidro, y hasta nos dedicaron en 2020 un álbum digital en vivo (convenientemente titulado Live in Argentina) que recopila canciones grabadas en sus conciertos en nuestro país. Sin embargo, hay cuatro palabras que siempre van a resonar a la hora de hablar de este vínculo y que vuelven a aparecer como un trauma de la infancia, como una de esas manchas que no se borran con nada, cada vez que se anuncia que vienen a tocar: “Agotamiento físico y mental”.
No era precisamente el mejor Metallica el que se suponía que actuaría en River el 25 de octubre de 2003, empezando por el disco que habían sacado unos meses antes y que venían a presentar: St. Anger, un Frankenstein raro de riffs inconexos, sin solos de guitarra y con Lars Ulrich remachando cacerolas a modo de batería. También se había ido Jason Newsted y su reemplazante, el benemérito Roberto Agustín Miguel Santiago Samuel Trujillo Veracruz, llevaba menos de un año en la banda y ya se rumoreaba que estaba harto del dúo de patrones. Pero igual no importaba nada: Argentina venía de una de las peores cascoteadas de su historia y la crisis y la devaluación duhaldista le habían cortado el chorro a la llegada de artistas internacionales, así que vivíamos la víspera de aquel show como la catarsis colectiva que todos necesitábamos. Decenas de miles de metaleros y paracaidistas blandían sus entradas pesificadas cuando, apenas una semana antes del concierto, llegó a los medios el aviso frío y brutal de la productora: “CIE recibió una comunicación de la agencia que representa al grupo Metallica en la que informan que han cancelado, por el momento, la gira por Latinoamérica y Japón debido al agotamiento físico y mental de sus integrantes”. Nos enteramos de que no venían un 17 de octubre: día paradójico para semejante acto de deslealtad. No muchos se la creyeron. ¿Cómo estaban tan cansados si no tocaban desde agosto? ¿Por qué suspendían un show si hacía poco habían grabado el videoclip de “Frantic”? ¿Cómo podía estar agotada física y mentalmente la banda con más huevos de la galaxia? ¿Quiénes eran? ¿Metallica o Pimpinela? Les habíamos perdonado el corte de pelo y fingimos demencia con el affair Napster, pero dale, ¿tanto te vas a vender? Claro: al año siguiente vimos Some Kind of Monster y entendimos que, aunque la jugaran de callados, venían de un par de años movidos que incluyeron terapia de grupo, Hetfield en rehab y un surtido de quilombos a los que podríamos considerar, efectivamente, agotadores. Pero igual: qué dolor, viejo.
Costaba creer que fueran los mismos que diez años antes (7 y 8 de mayo de 1993, cancha de Vélez) le mostraban el Álbum Negro (y todos los anteriores) a una generación de heavies que crecieron pensando que verlos en vivo era un sueño imposible. Aunque no faltarán los puristas que digan que el Metallica definitivo fue el de Master of Puppets (1986) con Cliff Burton, era innegable que aquella versión de la banda estaba en perfecto equilibrio: una década de experiencia (aunque pasaban por poco los treinta de edad), una obra que empezaba en el thrash ortodoxo, coqueteaba con estructuras progresivas y rebotaba a la efectividad –con las disculpas del caso– pop. Venían de vender arriba de diez millones de copias (solo en Estados Unidos) de un experimento que les salió bien: no les entraba una bala. Para los jovencitos, los ausentes por ignorancia o los complicados financieros que en su momento lo mirábamos con la ñata contra el vidrio: el show del 8 está completo en YouTube en calidad profesional. La actitud que se les ve es la de cuatro personas que se saben inmortales: si ver a Metallica en vivo es -como dijo alguna vez el Ruso Verea- lo más parecido que hay a ir a la guerra, esta encarnación del grupo es el ejército espartano. Prueba de lo infalibles que se sentían es que, en vez de guardarse el hit para los bises, lo tocaron primero: ni bien terminó Horcas, se apagaron las luces y pasó el obligatorio “The Ecstasy of Gold” de Morricone, James Hetfield saludó y arrancó “Enter Sandman”, que llevaba un año y monedas sonando en las radios rockeras y las FM formuleras (aunque parezca extraño, en una época Metallica peleaba puestos de rankings con Luis Miguel y Roxette). Siete canciones sobre 18 del total del set salían del Álbum Negro: la mencionada “Enter Sandman”, “Nothing Else Matters”, “Of Wolf and Man”, “Sad but True”, “The Unforgiven” y “Wherever I May Roam”. A partir de ahí iban para atrás más o menos en orden: dos y una yapa de …And Justice for All (“Harvester of Sorrow”, “One” y un medley con “Eye of the Beholder”, “Blackened”, “The Frayed Ends of Sanity” y la que le da nombre al disco), tres de Master of Puppets (“Battery”, la versión abreviada de “Master of Puppets” y “Welcome Home (Sanitarium)”), otras tres de Ride the Lightning (“Creeping Death”, “Fade to Black” y “For Whom the Bell Tolls”), una de Kill ‘Em All (“Seek & Destroy”), un par de solos de guitarra y bajo que nadie pidió pero todos festejaron y “Last Caress” de los Misfits (el 8 le agregaron para cerrar “Stone Cold Crazy” de Queen y unos segundos de “So What” de Anti-Nowhere League). Insólitamente el primer día hubo rosca afuera de Vélez entre “hinchas” de Hermética y Horcas, Hetfield pifió en “Sandman” porque el descomunal agite argento lo agarró a contrapierna y todo el mundo se fue con la certeza de haber visto al fin a la banda más pesada del planeta.
En 1999 volvieron para un Monsters of Rock que si no hubiera sido por ellos habría tenido gusto a poco: estábamos acostumbrados a que en cada edición del festival se amontonaran los números internacionales de primer nivel (ejemplos: Kiss, Slayer y Black Sabbath en 1994, Iron Maiden, Slayer, Soulfly y Helloween en 1998) pero de este se bajaron Rob Zombie y Marilyn Manson y solo acompañaron Sepultura (ya sin Max Cavalera) y los locales Almafuerte y Catupecu Machu. A esta altura ya eran otros: si la intelligentzia metalera se había cabreado por la supuesta renuncia que significaba el Álbum Negro (Phil Anselmo contó alguna vez que Pantera grabó Vulgar Display of Power en el 92 pensando en hacerlo lo más heavy posible como reacción a la “blandura” del disco de Metallica), con Load (1996) y ReLoad (1997) directamente les declaró la guerra. Para peor estaba la cuestión del pelo: en las fotos promocionales de los discos salían prolijos y medio oscuros, como si fueran una de las bandas de MTV, y todo aquello fue demasiado cambio para los conservadores. Cosa que le importó poco al 99 por ciento de los cebados que llenaron River el 14 de mayo del último año del milenio pasado, desde ya; el 1% restante, eso sí, se dedicó a chiflar cuando tocaron “Bleeding Me”, “King Nothing”, “Fuel” y “The Memory Remains”, y por suerte pasaron desapercibidos. Dato de color: “Enter Sandman” ahora sí pasó a los bises, y suponemos que debe ser alguna metáfora de algo.
Para enero de 2010 -fecha de su siguiente visita- estaban en otro momento de gracia: el disco que tenían para presentar era Death Magnetic (2008), al que muchos consideraron una vuelta a las fuentes después del patinazo de St. Anger. Había pasado una eternidad desde el agotamiento físico y mental pero la herida seguía abierta, y Hetfield lo sabía: antes de tocar “Sad but True” en la segunda fecha (la del 22 de enero) en River, pidió disculpas diciendo: “Hace diez años Metallica tenía que tocar acá y no vinimos. No era el momento correcto y les rompimos el corazón. Y ahora estamos acá para arreglarlo, para curarles el corazón”. El cuento del plato al que tirás al piso, se destroza y no vuelve a estar sano aunque le pidas perdón aplica, pero la verdad es que durante aquellas dos horas de set no hubo reproches: además de los infaltables tocaron las nuevas “All Nightmare Long”, “Cyanide”, “That Was Just Your Life” y “The End of the Line” y colaron unos inesperados “Whiplash” de Kill ‘Em All en la primera fecha y “Fight Fire with Fire” de Ride the Lightning en la segunda. Todo bien, James. En esta misma visita, dos días después del último show en el Monumental, tuvo lugar un acontecimiento que los metaleros cordobeses no olvidarán jamás: Metallica en un estadio cerrado para diez mil personas. El grupo tenía firmadas tres presentaciones en Argentina pero la cosa no estaba como para la trifecta en River, así que José Palazzo ofreció el Orfeo Superdomo y todo anduvo en patines. Hubo varios cambios en la lista (“Holier Than Thou”, “My Apocalypse” de Death Magnetic, el cover de “Breadfan” de Budgie) y una cercanía que convirtió el concierto en histórico. Emocionado, Lars Ulrich hizo una promesa: “No sé ustedes, pero yo no voy a esperar 29 años para volver a tocar acá”, les dijo a los habitantes de la Docta. Lleva doce y contando.
El truco de sus presentaciones en el Estadio Único de La Plata en marzo de 2014 era que los fans armaban la lista, votando en su site. By Request se llamaba la gira en la que, pese al estatus democrático del evento, no hubo más sorpresas que la inclusión de “Lords of Summer”, el último single que habían sacado hasta esa fecha, una de las canciones más flojas de su carrera. Había un “tema del día” (en el primer show fue “Orion”, en el segundo “Wherever I May Roam”) e hicieron subir a un par de fans a anunciar clásicos como “Sad but True” o “Creeping Death”: el concepto era borrar los límites entre el escenario y la audiencia. Muy fuerte fue escuchar el himno “Master of Puppets” como apertura del show del 30: era como salir a boxear y ligar un cross con la guardia baja justo después de la campana.
Todavía quedaba una visita más: la del Lollapalooza 2017, en el Hipódromo de San Isidro. Muy pocos sabían en ese momento que el grupo y la marca creada por Perry Farrell tenían una historia de controversia: cuando el líder de Jane’s Addiction los eligió para encabezar la edición 1996 del festival en Estados Unidos, varios pusieron el grito en el cielo por el desembarco de una banda heavy y mainstream en un festival alternativo. “La idea de que no se suponía que estuviéramos acá es lo que me hizo aceptar hacer el Lollapalooza en primer lugar”, declaró entonces Hetfield, sacando pecho. De más está decir que 21 años después a miles de kilómetros de distancia lo alternativo ya no le importaba a nadie, y más de cien mil personas los vieron compartir line-up con The Chainsmokers, The Weeknd y -obviamente- The Strokes. Que el set tuviera cinco temas de Hardwired… to Self‐Destruct (2016) -un disco muy digno que, con todo, no logró despertar pasiones- enrareció la atmósfera, pero los metaleros quedaron llenísimos con “Hit the Lights” (la primera canción de su primer disco, puro thrash violento), los curiosos ocasionales sacudieron sus celulares con “Nothing Else Matters” y unos y otros se fueron a casa -cómo no- agotados física y mentalmente.