El mejor luchador brasileño del mundo en jiu jitsu quiere pelear conmigo. “Levanta los brazos”, me dice Rickson Gracie, acercándose. Levanté mis manos y se lanzó hacia mi cabeza. “No dejes que te toque la cara”.
Gracie, la leyenda de 63 años, tiene el pelo corto y es musculoso. Yo soy más alto, pero esa es toda mi ventaja, me puede ahorcar hasta dejarme inconsciente en un segundo.
Lanza sus manos hacia mí, pero las desvío usando una palanca y su propio impulso, imitando las técnicas que me enseñó hace unos segundos. La forma en que lo hace tiene un deje intenso; me muestra cómo cambiar mi peso para hacer frente a una amenaza, a veces con un pie adelante, otras con un pie atrás, pero siempre manteniendo el equilibrio. Sus ojos marrones son feroces, intimidantes; está concentrado en cada uno de mis movimientos y reacciones. Cuando haces algo bien, recibes un “Sííí” alargado y complacido; si cometes un error, recibes un “No” seco.
Cuando te pone las manos encima, su agarre es firme; su lenguaje es la acción. Se nota que disfruta enseñar, pero hace una hora, Gracie parecía incómodo intentando resumir su legado y su última pelea contra la enfermedad de Parkinson.
Gracie, cuyo apellido es sinónimo de jiu jitsu brasileño, se erige como una figura legendaria en los deportes de combate. Cuenta con más de 400 victorias no oficiales a lo largo del mundo, dominando el deporte desde su primera pelea en 1980.
Pero su legado también está ligado al papel de su familia en el posicionamiento del jiu jitsu brasileño a nivel mundial. Todo, desde la Ultimate Fighting Championship (UFC) hasta las academias en centros comerciales estadounidenses, existe gracias a los Gracie. Ningún otro luchador o atleta es tan responsable por la creación de un deporte como Rickson y la familia Gracie, convirtiéndolos no solo en el Monte Rushmore del jiu jitsu brasileño, sino también en arquitectos y escultores.
En una familia de campeones, Rickson Gracie es venerado por su inigualable destreza técnica, dedicación y filosofía estoica; su grandeza dejó el estándar muy alto. Ni siquiera Chuck Norris —quien ayudó a impulsar las artes marciales en Estados Unidos— pudo con el brasileño. “Me enfrenté a Rickson Gracie, y fue como si nunca hubiera tomado una sola clase en mi vida”, comentó Norris, leyenda de las artes marciales y actor, al sitio web de combates y peleas Bloody Elbow.
El director de cine brasileño José Padilha escribió el prefacio de la traducción brasileña de la biografía del luchador, y lo comparó con Pelé. Pelé era el mejor del mundo en lo que hacía. Rickson es igual.
“Gracie es tan bueno como Pelé, no hay diferencia. Por ejemplo, cuando Pelé jugaba, dominaba el campo, era el mejor, y todos los del otro equipo querían detenerlo. Gracie tiene una relación similar con el jiu jitsu”, decía Padilha. Pero ahora, el peleador se enfrenta a un oponente al que sabe que no puede vencer.
Fue hace casi tres años que notó por primera vez los sutiles temblores en una de sus manos. Un año después, el diagnóstico confirmó lo peor: era la enfermedad de Parkison. Muhammad Ali murió de un shock séptico relacionado a su diagnóstico de Parkinson.
El brasileño anunció la noticia a principios de este año en una entrevista de podcast con Kyra Gracie. El Parkinson es un trastorno del sistema nervioso que provoca la muerte de células vitales en el cerebro, reduciendo la producción de dopamina, una sustancia química que ayuda al cerebro a controlar las habilidades motoras, causando temblores en las manos y disminuyendo la capacidad de movimiento. Si no se trata, las personas pueden quedar postradas en cama en 10 años, y la esperanza de vida se reduce.
La posible relación entre los traumatismos craneoencefálicos —frecuentes en deportes de combate como el boxeo y las artes marciales mixtas (MMA)— y el Parkinson se viene debatiendo desde 1817, cuando James Parkinson hizo la descripción original de la enfermedad. Los estudios han demostrado que un traumatismo craneal puede aumentar el riesgo de desarrollar Parkinson.
Un estudio de 2006 investigó la conexión entre lesiones en la cabeza y la enfermedad de Parkinson en gemelos y descubrió que los individuos con antecedentes de lesiones en la cabeza tenían un mayor riesgo de desarrollar la enfermedad. Un estudio de 2018 de la Boston University School of Medicine también encontró que los individuos con antecedentes documentados de lesión cerebral traumática leve tenían un riesgo más alto. Aunque ambos estudios muestran conexiones, los neurólogos no han vinculado del todo el traumatismo craneoencefálico con la enfermedad. Independientemente de todo esto, el Parkinson es el último oponente de Gracie.
Entrevisté al luchador hace dos años, más o menos en la época en que le diagnosticaron la enfermedad, para hablar de su exitosa biografía, Breathe. Nos habíamos conocido a través de Peter Maguire, su biógrafo, alumno y amigo. En ese momento, no noté los temblores, para mí, parecía ralentizado por la edad y una dura carrera, pero seguía moviéndose con la gracia de un atleta.
“Desde hace tiempo sospechábamos que lo tenía”, dice Maguire, coautor de la biografía, quien ya está trabajando en un segundo volumen, esta vez sobre la batalla del brasileño contra el Parkison. “Fue una triste ironía. No conozco a nadie que tenga mejor control sobre su cuerpo en su mejor momento como Rickson”.
“Represento un estilo de vida, represento a una familia, y esa representación es abrumadora. Es más grande que mi vida”.
En julio, me encuentro con Gracie en su academia en Torrance, California. Es un espacio espartano con una zona de entrenamiento y una pequeña oficina. Cuando llego, nos sentamos en dos sillas cerca de las colchonetas. Es imposible no fijarse en su Parkinson cuando se sienta frente a mí; su rodilla se mueve como si estuviera meciendo a un bebé, le tiembla la mano y un temblor constante sacude su cuerpo.
Sin embargo, Rickson me dice que ya está acostumbrado a los síntomas. Para él, el Parkinson es como un copiloto molesto que se niega a permanecer en silencio. Y, decidido a recuperar el control sobre su cuerpo, comparte su remedio metafórico: “Metí al Parkinson en el baúl trasero”. “No le tengo miedo a la muerte”, expresa el luchador, “todo el mundo va a morir. Pero renunciar no es una opción aceptable”.
Nació en Río de Janeiro en 1959, y obtuvo su cinturón negro a los 18 años. Helio Gracie, el padre de Rickson, desafiaba a todos los aspirantes a un combate en sus academias de Río de Janeiro. La reputación de la familia creció a medida que ganaban pelea tras pelea, convirtiendo el arte marcial en un fenómeno mundial que aceptaba desde luchadores de MMA hasta actores de Hollywood, pasando por chefs famosos como Anthony Bourdain.
“Represento un arte”, me dice el luchador mientras un retrato de su padre le observa desde la pared. “Represento un estilo de vida, represento a una familia, y esa representación es abrumadora. Es más grande que mi vida. Estaba dispuesto a morir”. Como miembro de la primera familia del jiu jitsu brasileño, Gracie es considerado el mejor de todos. Le pregunté qué lo hacía mejor que sus parientes, a lo que me respondió que era más atlético y tenía una técnica impecable. Pero cree que le hacía diferente su voluntad de ganar.
“He permanecido invicto prácticamente toda mi vida”, dice sin una pizca de ironía. “He podido probar diferentes estilos, y he tenido mucho éxito”. El primer combate profesional de Gracie fue un Vale Tudo (un combate de MMA sin reglas, a puño limpio) con King Zulu en 1980. Ganó dos torneos de Vale Tudo y tres combates de MMA en Japón entre 1994 y 2000, derrotando al japonés Masakatsu Funaki en un combate millonario ante más de 40 000 espectadores en el Tokyo Dome y treinta millones más en transmisiones en el 2000.
El punto de inflexión fue cuando se marchó de Brasil. De joven, quería ir a Estados Unidos porque lo veía como el lugar donde podría hacer crecer su sueño y tener el estilo de vida que quería. “Desde el primer día me entusiasmó estar aquí y criar a mis hijos”, comenta. Llegó a Los Ángeles en 1989 para ayudar a su hermano Rorion Gracie como instructor; fue Rorion quien popularizó el jiu jitsu brasileño en Estados Unidos. Pronto, Rickson abrió su propia escuela.
Antes del jiu jitsu brasileño, la comunidad de artistas marciales estaba enamorada de Bruce Lee y el kung fu. Eran un montón de patadas y puñetazos poco prácticos que salían mejor en la pantalla que en la calle. Los Gracie llegaron con un arte marcial basado en la lucha en el suelo, algo que ningún boxeador o luchador de kung fu practicaba, por eso mucha gente recibió varias palizas.
La Academia Pico quedaba en Los Ángeles, junto a un viejo taller de carrocería. “Estaba en muy malas condiciones, era un edificio viejo”, dice Gracie. “Pero allí nacieron nuevos campeones”. El brasileño empezó con clases tres noches a la semana, y compartía el espacio con un dojo de kárate. De ahí pasó a dar clases por la mañana y tarde, y finalmente logró hacerse a todo el espacio y ofreció clases todos los días. “Probablemente fue la mejor escuela de artes marciales en Estados Unidos”, añade Maguire.
Cuando enseñaba, las clases eran brutales. Maguire dice que asistía a la clase del mediodía, que solía ser una mezcla de policías del turno de la noche, traficantes de yerba y holgazanes desempleados. Maguire lo llama “la hora de almuerzo en el patio de la cárcel”. El entrenamiento empezaba con un calentamiento de casi una hora, seguido de dos horas de técnicas de castigo y combate. “Yo era un artista marcial experimentado, pero esas clases te llevaban al límite”.
Gracie estaba dispuesto a luchar contra cualquiera y en cualquier lugar para demostrar que el jiu jitsu brasileño era el arte marcial supremo. Y lo demostró en repetidas ocasiones. Las historias sobre estos combates se esparcieron, y los luchadores fueron en busca de clases. “Veía a todos estos brasileños flacuchos venciendo a todo el mundo, como kickboxers de talla mundial, mucho mejores que yo”, dice Maguire. “Y pensé: ‘Esto da miedo, será mejor que lo aprenda’”.
Pocos combates capturan mejor el desafío que representaba Gracie que cuando se enfrentó a Yoji Anjo en diciembre de 1994. El combate se produjo después de que el brasileño ganara el primer torneo Vale Tudo de Japón, en 1994. Después, el artista de artes marciales mixtas Nobuhiko Takada retó a Gracie, quien le dijo al luchador japonés que se apuntara al siguiente evento. El protegido de Takada, Anjo, continuó con el desafío de su mentor yendo a Los Ángeles.
“Usualmente nunca se presentan”, comenta Maguire. Rickson siempre estaba dispuesto a pelear, así que, según el escritor, se limitaba a dejar que los “perros ladraran”. Pero esta vez, Anjo se presentó en la academia Pico con un grupo de periodistas y promotores y retó a Gracie, acusándole de cobarde.
Gracie estaba dormido en casa, y su hijo le llevó a la academia mientras le vendaba las manos. Solo permitió que Anjo estuviera en la academia, mientras los alumnos de Gracie mantenían fuera a los promotores y a la prensa. Maguire cuenta que la pelea comenzó con Anjo lanzando algunas patadas. El brasileño le dijo que apenas estaba calentando, pero cuando estuvo listo, llevó al japonés a la colchoneta. Anjo metió su pulgar en la boca de Gracie e intentó hacerle un “anzuelo”, que consiste en meter el pulgar por la mejilla del rival. Después del gancho, Gracie decidió enviar un mensaje; se quitó el pulgar de Anjo de la mejilla y lo sujetó de forma que no pudiera escapar.
Le impartió golpe tras golpe hasta que la nariz de Anjo quedó plana. Tras la paliza, el brasileño asfixió al japonés hasta dejarlo inconsciente. Y un par de días después, Anjo volvió, pero esta vez con un casco de samurai y una disculpa. Chris Haueter, uno de los pocos competidores estadounidenses que han obtenido el cinturón negro de jiu jitsu brasileño, formaba parte de la primera cohorte de alumnos de Gracie que, como Maguire, querían aprender el arte marcial brasileño.
Hay una duna de arena de 30 metros de altura en la autopista de la costa del Pacífico frente a la playa estatal de Thornhill Broome. Los fines de semana hay turistas caminando hasta arriba por un sendero lleno de huellas en la arena. En la cima, el azul cristalino del Pacífico se extiende por kilómetros, pero en los 90, en su mejor momento como el mejor artista marcial del mundo, Gracie le tenía miedo a esa montaña de arena.
Al amanecer, mucho antes de que los turistas llegaran exhaustos a la cima, Rickson manejaba hasta allí, y con el océano Pacífico a sus espaldas, corría por la suave arena hasta el pináculo y volvía a bajar y a subir, una y otra vez, hasta quedar agotado.
Lo hacía sabiendo que, en el ring, cuando sintiera la misma presión en el pecho o el agotamiento en las piernas, habría vencido la colina y podría llegar una vez más a la cima. Todos los luchadores tienen algo que les convence de que son los más duros, me dice Maguire; Muhammad Ali subía corriendo la montaña Sculp Hill; Mike Tyson boxeaba de 10 a 12 rounds todos los días; y Marvin Hagler corría con botas de combate.
Para su lucha contra el Parkinson, Gracie cambió la duna por los protocolos. Tras su diagnóstico, los médicos iniciaron los tratamientos habituales —principalmente farmacéuticos— que aliviaron algunos de sus síntomas, pero no abordaron el mayor impacto en su estilo de vida, y los efectos secundarios de los medicamentos hicieron que el luchador se sintiera peor. “Para mí, seguir ciegamente la medicina estadounidense es cambiar mi espada y mi escudo por una pala con la que cavaré mi propia tumba”, le dijo Gracie a Maguire en una de las entrevistas para su libro.
Gracie empezó a maximizar su tratamiento con cambios en su dieta y más ejercicio. Dejó de comer carne de vaca y harina, y empezó a ayunar, lo que le llevó a estudiar la química del agua, ya que los niveles de acidez del agua embotellada afectaban su estado. Todo ello lo compagina con los mismos entrenamientos que le mantuvieron en forma. “Estoy acostumbrado a una actividad física intensa”, me dice. “Monto en bicicleta, nado con guantes y calzado de resistencia, e incluso utilizo un esnórquel para mejorar mis entrenamientos. Estos ejercicios se han convertido en mis compañeros diarios”.
Los protocolos de Gracie son una fuente de motivación y esperanza, pero también son como la duna de arena: un generador de confianza en la batalla más dura de su vida. Todos vamos a morir, pero cuando los médicos te dan un diagnóstico de Parkinson, te están adelantando el último capítulo de tu historia. A menos que tenga un accidente, Rickson sabe qué acabará con su vida. ¿Cómo puede un hombre, que se ha puesto en peligro combate tras combate, lidiar con un temblor en la mano que probablemente acabará con él?
“Si tuviera 17 años y me diagnosticaran Parkinson, quizá sería más duro porque todavía no habría experimentado mucho de la vida y no sabría qué querría hacer”, me dice Gracie. “Pero hoy, he hecho muchísimo en mi vida. Sé quién soy. Ahora tengo que hacer que el Parkinson se adapte a mí. No es una buena noticia, pero es una noticia con la que puedo lidiar de la forma más cómoda posible”.
En la última década, las lesiones, y ahora el Parkinson, le han mostrado a Gracie nuevas perspectivas sobre el jiu jitsu; un lado más espiritual, aprovechando todo el potencial de la persona a través de la confianza, y la idea de ganar un combate sin luchar. Él lo llama jiu jitsu invisible, y esta nueva visión espiritual del deporte se debe en parte a la muerte de su hijo mayor.
Nacido en 1981, el jiu jitsu brasileño le resultó natural a Rockson, quien era una de las grandes promesas de la familia Gracie. Pero cuando cumplió 19 años, se fue de Los Ángeles a Nueva York con la vista puesta en una carrera como modelo. Rockson se alejó de su familia y un año después, en enero de 2001, su cuerpo fue identificado por un tatuaje en el brazo que decía: “El mejor padre del mundo: Rickson Gracie”.
La policía de Nueva York había recuperado el cuerpo de Rockson en diciembre en el hotel Providence de Manhattan. La causa de la muerte fue una sobredosis de drogas. Rockson fue enterrado en una fosa común, y luego fue exhumado y sus cenizas esparcidas en una playa de Malibú. La tragedia llevó a Gracie a replantearse su vida. Canceló su siguiente pelea y no volvió a luchar profesionalmente. Luchó contra la depresión, se divorció, y tras conocer a su segunda esposa, Cassia, regresó a Los Ángeles. A pesar de una vida llena de victorias, la pérdida de su hijo fue casi insuperable.
“Cuando volví, no estaba precisamente en la edad o en el mejor estado para volver a la cima”, explica Gracie. “Pero con el tiempo me sobrepuse y empecé a lidiar con la vida y la familia, y pude tomarme la vida de una buena forma, más positiva”.
Para sobrellevar el duelo, tuvo que encontrar una nueva visión para el jiu jitsu brasileño, una que proviniera tanto del corazón como de la técnica. Quiere que el jiu jitsu invisible sea su legado. “Realmente sana a la gente”, afirma el luchador veterano. “El jiu jitsu impacta a la gente de manera positiva, lo que me hace sentir como si estuvieramos en un desierto, pero yo tuviera agua. Y eso no es algo para aumentar mi ego, sino para saber mi valor y lo importante que es esta agua para la gente que tiene sed”.
El jiu jitsu invisible no se centra en el combate ni en demostrar que es el arte marcial supremo. Se enfoca en el crecimiento interior, en la autoevaluación y en desarrollar la confianza necesaria para encontrar lo mejor de uno mismo. A Rickson le cuesta explicar qué es exactamente; no obstante, en su mayoría, parecen trivialidades motivacionales sobre aprovechar tu potencial y desarrollar tu confianza, más propios de Tony Robbins que de Gracie.
“No estoy aquí para decir que el Parkinson me derrotó. Estoy aquí para decir que estoy luchando contra el Parkinson para ganar hasta el último segundo”.
De cierto modo, eso se debe a la imposibilidad del brasileño para volver a ser el atleta que una vez fue. Durante la última década y media, también ha sufrido de lesiones en la cadera y en la espalda. El salto en su tabla de surf se volvió más lento, y la alegría de luchar había desaparecido. Esto le obligó a profundizar en lo que el jiu jitsu significaba para su vida; se concentró en los aspectos mentales, la confianza, la estrategia, la perseverancia; las herramientas invisibles del arte marcial, según Gracie.
“Comienzo a sentirme más cómodo con el aspecto de ganar sin pelear”, me dice Gracie. “Todavía me siento muy motivado a expresar mi arte del jiu jitsu de una forma diferente; menos competitiva que antes, y a través del autoconocimiento”. Padilha, que ha entrenado con Gracie, argumenta que eso se debe a que el brasileño entiende las cosas físicamente.
“Si me explicas algo, algún movimiento complejo, como una posición de yoga, crearía una imagen mental e intentaría que mi cuerpo se ajuste a eso”, expone Padilha. “Gracie no hace eso, no es así como aprende, él lo hace a través de la experiencia. Creo que absorbe el conocimiento a través de su cuerpo más que a través de su intelecto”. Lo que hace que su diagnóstico solo sea más cruel.
El Parkinson es una enfermedad física, y Gracie ha vivido una vida en la que su cuerpo era su sustento. En las entrevistas le cuesta explicar las cosas, pero puede enseñártelas. En cuanto te toca, está calibrando. Cuando te da la mano, te mira fijamente a los ojos. Mientras su mano derecha sujeta firmemente la tuya, su mano izquierda recorre desde tu tríceps hasta tus lumbares, buscando algo, como si estuviera leyendo tu mente.
Gracie articula su pedagogía con el movimiento y la acción, y de diversas maneras, las palabras no le hacen ningún favor. Hasta que no me puso las manos encima, no entendí su genialidad. Después, su maestría es evidente. Gracie le dijo a Maguire que no podía escribir sobre él y el jiu jitsu brasileño sin sentirlo. Y tenía razón.
Pero su último combate no lo ganará en la colchoneta. Sin embargo, Gracie afronta el reto de la única forma que sabe: de frente. “Me veo a mí mismo como un predicador”, comenta. “No estoy aquí para decir que el Parkinson me derrotó. Estoy aquí para decir que estoy luchando contra el Parkinson para ganar hasta el último segundo”. Porque en la arena es donde Gracie se siente más vivo y encuentra alivio en la lucha, gane o pierda.