Diapositiva anterior
Diapositiva siguiente
Diapositiva anterior
Diapositiva siguiente

El mariachi campeón de la escuela secundaria de Uvalde

Liderados por un persistente profesor, un grupo de chicos se unió, dominó un sonido tradicional y se convirtió en el orgullo de una ciudad de Texas que sufrió una tragedia inimaginable

Fotografías por José Ibarra Rizo

septiembre 18, 2023

La clase: Albert Martínez, Sofia Schaffino, Nicte Roman, David Hernández, Victoria Reyes, Sarahy Escobar, Kamila Martínez, Amberly Escobar, Lizett Vásquez, Patrick Mejía, Gracie Flores, Sophia Rodríguez, Gael Fernández, Tommie Guerrero, Arianna Ovalle, Nicolas Ávila, Miranda Carreón, Mayumi Roman, Jayro Del Valle, Joaquin Hernández.

Todos los días, Albert Martínez se levanta a las 5:30 a.m., cuando la mayoría del barrio San Antonio, en Texas, sigue dormido, luego se sube a su camioneta y conduce hasta Uvalde.

A esa hora, la Ruta 90, que comienza cerca de la frontera mexicana y termina en Florida, está mucho más oscura y gris, y las pequeñas granjas a lo largo del camino sumidas en las sombras.

Martínez, de 50 años, es profesor de música en Uvalde. Usualmente conduce en silencio, el radio sería una distracción, pero casi no puede escuchar nada sin contar el tiempo o preguntarse por qué un instrumento no está más afinado. En cambio, hace planes, como qué canción podrían aprender sus hijos después o sus próximas presentaciones. Para el momento en que llega a Uvalde, el sol ya ha salido.

El resto de la ciudad también está comenzando el día, con los carros yendo de un lado a otro. En la ciudad hay un puesto de control de inmigración, pero Uvalde no es una ciudad fronteriza, como se suele decir, está a más de 96 kilómetros de Piedras Negras, México. Aun así, varias familias, incluso las que han estado allí por décadas, se aferran a sus raíces, contribuyendo a una cultura mexicano-estadounidense muy marcada. Los residentes de toda la vida de Uvalde son los que mejor entienden la identidad de la ciudad, y coinciden en que es una comunidad pequeña y tranquila –15.000 personas en total– unidas por el tiempo, la proximidad y la rutina. “Todos conocen a un pariente de todos”, me dice uno de los residentes. “Es como si todos estuviéramos conectados de una u otra manera”.

Martínez llega a la escuela secundaria Uvalde, se estaciona y entra al edificio antes de que suene la campana a las 7:50 a.m. Pero, a unas cuantas cuadras, si se sigue por la calle principal, llegas a la plaza de la ciudad. Allí hay un recordatorio de cómo la historia de la ciudad se fragmentó no hace mucho. En el centro hay una fuente azul cristalina, rodeada por 21 cruces blancas. Son un símbolo de amor infinito y de una agonía insoportable, el dolor colectivo de Uvalde y de su rechazo a olvidar las vidas perdidas el 24 de mayo de 2022, cuando un hombre armado abrió fuego en la escuela primaria Robb, matando a 19 niños de cuarto grado y dos profesores, en uno de los peores tiroteos masivos en la historia estadounidense.

Familias, amigos y extraños restauran las cruces con cartas escritas a mano, ramos de flores y animales de peluche. Justo antes de la Pascua, coloridos huevos de plástico y conejos de juguete llenan el sitio, pero sigue siendo una festividad marcada por el dolor. Un grupo de artistas inundó la ciudad el verano pasado y pintó murales en honor a cada víctima. Hoy, una mujer mayor se para frente a uno de ellos y derrama unas cuantas lágrimas.

En la ciudad, hay otros tributos a las víctimas, pero cada ser querido lleva su duelo a su manera, con su propio tesoro de recuerdos. “Es como si estuviéramos atrapados en el 24 de mayo. Simplemente no avanza”, dice Berlinda Irene Arreola, la abuela de Amerie Jo Garza, una niña de 10 años que amaba el arte y era buena esculpiendo pequeños objetos de arcilla.

Joven mariachi: El violinista de último año Gael Fernández aprendió a tomarse la música en serio bajo el ala de Martínez.

En un lugar tan pequeño como Uvalde, el dolor repercute en réplicas de trauma y tristeza. “Jamás había sucedido nada así”, comenta Gloria Cazares, quien perdió a su hija Jackie, una alegre niña de nueve años, que soñaba con ir a París algún día. “La comunidad… nadie sabe cómo lidiar con algo así”.

Un dolor así de grande pierde todo sentido y se extiende de maneras impredecibles. En Uvalde, una salida ha sido la música mariachi, un sonido incrustado en el ADN cultural de la ciudad. En Texas, las tradiciones mariachis son profundas, son un recordatorio de las raíces que preceden las fronteras de los Estados Unidos.

Algunos de los sonidos folclóricos del mariachi se remontan al siglo XVIII. El estilo ha florecido a través de pequeños ranchos y granjas a lo largo de la parte occidental de México. La radio y las películas popularizaron la apariencia de mariachi, que se hizo conocido por sus trompetas audaces, violines perfectamente sincronizados, vihuelas de cinco cuerdas y guitarrones parecidos a los bajos.

Durante el último año, las tradiciones mariachi han tenido un propósito solemne en Uvalde. En los funerales, los mariachis les cantaron serenatas a los afligidos. En junio del año pasado, más de 50 músicos condujeron hasta Uvalde de todas partes de Texas, esperando poder brindar algo de fuerza y solidaridad a personas que nunca habían conocido.

“Parte de nuestra vocación también es estar al final de la vida”, le dijo el músico Anthony Medrano a ROLLING STONE en ese momento. “Fuimos llamados a consolar, para el duelo, para despedir a los que han fallecido”. El mariachi también puede ser la banda sonora de mejores tiempos. Hay canciones más alegres de mariachi, que ofrecen momentos felices en reuniones familiares y fiestas de 15 años.

Esta es la música que retumba en el salón de clases de Martínez. Desde septiembre de 2021, ha sido el director del mariachi de Uvalde, trabajando con diversos grupos, además de los niños en la escuela secundaria Morales, mientras aprenden el arte. Durante mi visita, una tarde de abril, Martínez tiene toda la energía del mundo mientras recorre el salón de la banda, demostrando partes en guitarra, trompeta y guitarrón. Modula su voz grave como un músico, pasando de juguetón a estricto, pero usualmente es muy cariñoso, especialmente cuando se refiere a sus estudiantes como “mijo” o “mija”.

Cuando Martínez comenzó a trabajar en Uvalde, muchos de sus estudiantes no se tomaban la música en serio. Y en un periodo de dos años, se han convertido en el orgullo de la ciudad, durante un momento difícil. Sin embargo, ahora son un grupo de adolescentes distraídos que van tarde para clase. “Bien”, dice Martínez, atrayendo su atención, “¿qué quieren practicar?”.

La novata: La estudiante de décimo grado Arianna Ovalle es una violinista sumamente enfocada, que se unió al grupo el año pasado.

Martínez nunca pensó enseñar mariachi. Nació en Toa Baja, en Puerto Rico, y se mudó a El Paso, Texas, cuando tenía cinco años. Viene de una familia musical, y cuando tenía alrededor de 10 años, Martínez eligió la trompeta. Y aunque creció tocando en bandas de marcha y de jazz, su sueño era compartir el escenario con las estrellas de salsa y merengue de su isla natal. “Soy puertorriqueño, y pensaba: ’Voy a tocar con Bonny Cepeda y Elvis Crespo’”, comenta. “Y me moría de emoción hacerlo”.

Hasta que tomó clases de mariachi en su último año de secundaria, su perspectiva del género reflejaba los estereotipos que tienen varios estadounidenses que no están familiarizados con la tradición: pensaba que eran grupos disfrazados que tocan en restaurantes mexicanos anticuados. Se dio cuenta del talento de estos músicos cuando su profesor llevó a la clase a un festival de mariachi en Arizona, donde vio a grupos como Mariachi los Camperos de Nati Cano, el primer grupo de mariachi en tocar en el Carnegie Hall, y al Mariachi Cobre (Martinez después tocó varios shows con ellos y Linda Ronstadt). Estaba impresionado por el poder de sus armonías y de su conexión casi telepática al tocar como si fueran uno solo.

Martínez obtuvo un diploma en educación musical, y luego pasó 19 años como director de banda en El Paso. En 2021, cuando su esposa, Ivonne, encontró un nuevo trabajo de profesora en San Antonio con un mejor sueldo, la pareja decidió probar suerte en una nueva ciudad. Martínez también comenzó a buscar otro trabajo, pero como el año escolar ya había empezado, las vacantes eran escasas.

Un amigo le avisó que Uvalde estaba en busca de un nuevo director de mariachi. Martínez no conocía nada sobre esa parte de Texas, pero pensaba que el trabajo coincidía con sus habilidades y sentía que podría soportar esa carga diaria, aunque tampoco pensaba ser uno de esos profesores que se queda solo por un año. “Creo que los niños merecen un buen maestro”, recuerda haberle dicho al director; sabía que podía hacerlo.

O al menos eso pensó. Cuando empezó en septiembre de 2021, ya había pasado un mes desde el inicio del año escolar. En su primera clase en la secundaria se encontró con adolescentes aburridos, que apenas despegaban los ojos de sus celulares. Y ninguno tenía instrumento. Otros estaban tirados en el suelo, riéndose de él. Cuando intentó dar inicio a la clase, pasaron de apáticos a hostiles. “Me dijeron: ‘Que le jodan, no tenemos por qué escucharlo’”, comenta Martínez. “Me odiaban, y fue así por meses, me decían: ‘No vamos a hacer nada, no nos puede obligar’”.

Uno de los instigadores más descarados era Gael Fernández, un violinista de pelo negro hasta los hombros. Es un chico divertido y sociable, cualidades que lo metían en problemas cuando se distraía e interrumpía el curso de la clase. Antes de que conociera al “Sr. Martínez”, no se tomaba muy en serio lo de ser mariachi; aunque, como la mayoría de estudiantes, habían estado en la clase por años. La escuela ha tenido el programa por casi 25 años, pero Fernández dice que la clase de mariachi siempre ha sido muy relajada. En un día cualquiera, los estudiantes aprenden algunas bases y tocan una o dos canciones, pero el resto de la clase funciona como tiempo libre.


“Nos costó acostumbrarnos a Martínez”, recuerda el estudiante de último año Gael Fernández, “ahora sí nos tocaba trabajar”.


El semestre comenzó sin un profesor de planta de mariachi, solo una serie de substitutos que iban y venían hasta que Martínez llegó. “Ni siquiera me acuerdo si nos dejaban los instrumentos”, dice Fernández sobre los substitutos. “Creo que por eso nos costó acostumbrarnos a Martínez, ahora sí nos tocaba trabajar”.

Martínez quería que los estudiantes al menos lo intentaran, para ver qué podrían lograr una vez se comprometieran, para ver si había alguna posibilidad remota de que se pudieran enamorar del mariachi justo como él lo había hecho. También era bastante terco, así que en vez de renunciar o castigar a la clase, hizo algo atrevido o estúpido, según el punto de vista: inscribió a la escuela secundaria en la competencia más grande de mariachi.

Al comienzo de los 2000, las escuelas comenzaron a pedirle a la Liga Interescolar Universitaria (UIL) que añadiera mariachi a la lista de concursos académicos, atléticos y musicales, poniendo la actividad al mismo nivel que los deportes aprobados como la natación y el fútbol. Y tenía sentido, el mariachi combina elementos de banda, coro y orquesta, y esta forma de arte había ganado popularidad al sur de Texas. Para muchos estudiantes, el mariachi es una manera de conexión con sus raíces. En 2007, la UIL lo añadió como concurso regional, y en 2019, lo expandió oficialmente como un festival estatal.

Poco a poco, Martínez progresó. Los chicos ensayaban canciones un poco desafinadas, con algunas quejas que no faltaban, pero la competencia les dio un enfoque en el que trabajar. No fue hasta que entraron en un enorme auditorio en la escuela secundaria de Southwest en San Antonio, en febrero de 2022, que entendieron en qué se habían metido. También estaban escuelas como la McAllen ISD y Roma ISD, con grupos de mariachi mucho más grandes, con trajes de charro perfectamente pulcros y coordinados, practicando movimientos con los pies y los sombreros. Algunos grupos tenían arpistas, otros tenían múltiples instructores dedicados a cada sección de la banda. “Y luego estaba yo, corriendo de un lado a otro con mi mochila”, dice Martínez riendo.

Aunque los chicos no están compitiendo mano a mano, igualmente son sometidos a estándares bastante altos. Las escuelas que avanzan de la ronda regional llegan a la exhibición estatal, donde son juzgadas en una escala de uno a cinco (siendo uno la calificación más alta) en tono, técnica y musicalidad. “Es muy difícil recibir una calificación superior y llevar a casa el gran trofeo”, comenta Joseph Baca, un profesor de Florida que fue jurado en el festival de este año. “Y es aún más difícil para las escuelas más pequeñas, porque usualmente no tienen el presupuesto, no tienen un equipo tan grande y básicamente tienen que trabajar con lo que tienen”.

Uvalde subió al escenario y terminó con una calificación regular de 2-2-3. “No fue nuestra mejor presentación”, afirma Fernández con timidez. Pero, aunque la experiencia fue intimidante, los chicos regresaron revitalizados y emocionados por ver qué podrían lograr con más esfuerzo. Martínez usó el momento para seguirle dando forma al grupo. A principios de año, algunos estudiantes le contaron sobre David Hernández, un chico carismático y altísimo -al que llaman Tree- que toca la trompeta en las bandas de marcha y de jazz, y atiende el puesto de fuegos artificiales de su familia todos los veranos. Martínez lo persuadió de unirse al equipo antes de la competencia regional, y eventualmente, también se unió a la clase.

En el sentido del reloj, desde la izquierda: Jayro Del Valle, Amberly Escobar, Sarahy Escobar y Patrick Mejía.

Esa primavera, el profesor anunció que haría audiciones, permitiéndole a más estudiantes entrar en la banda. Reclutó a un par de estudiantes más jóvenes, como una violinista de voz suave llamada Arianna Ovalle. Tenía menos experiencia, pero mucha determinación y concentración; de hecho, no sabía si unirse a mariachi, porque no quería que interfiriera con sus compromisos de voleibol.

Cuando tenía que hacerlo, Martínez se ponía serio: “Hágame el favor de no presentarse, si no se lo va a tomar en serio”, le dijo a Fernández en una oportunidad. La advertencia le llegó al estudiante, quien prometió trabajar más duro y priorizar la práctica. A medida que el año escolar llegaba a su fin en mayo de 2022, el próximo parecía más prometedor para los estudiantes de mariachi de Uvalde. Martínez incluso les ofreció clases privadas a los estudiantes que querían adelantarse. Luego, el 24 de mayo, dos días antes del fin de año, las sirenas se escucharon por toda la calle principal, audibles desde casi todos los rincones de la ciudad. De ese punto en adelante, nada sería lo mismo en Uvalde.

En los días siguientes al tiroteo, Gloria Cazares estaba impresionada con el apoyo que sintió en Uvalde. “Fue reconfortante, nos llegó mucha comida. Fue conmovedor”. Pero, con el pasar del tiempo, ese sentido de unidad y apoyo comenzó a desvanecerse. Los padres desconsolados lucharon por obtener respuestas y expresaron su indignación con la policía, particularmente después de que las investigaciones revelaran que casi 400 oficiales esperaron 77 minutos para enfrentar al atacante, quien se había atrincherado en dos aulas contiguas. Los padres exigieron una rendición de cuentas y pidieron reformas para regular las armas, cosa que polarizó a la ciudad.

Cazares y otras madres se unieron, formando una organización llamada Lives Robbed para luchar por el control de armas junto a otras familias. El trabajo fue agotador, pero Cazares encontró fuerza en las otras madres, apoyándose entre ellas para superar cada día. (En mayo de este año, tuvieron una gran victoria cuando el proyecto de ley 2744 de la Cámara de Representantes, que aumentaría la edad, de 18 a 21 años, para comprar armas de tipo rifle, fue aprobado por un comité de la Cámara de Texas durante una votación inesperada).

Con el peso de la tragedia y la constante atención de los medios, el nuevo año escolar comenzó en septiembre, tres semanas más tarde de lo usual. Los reporteros persiguieron a los estudiantes de Uvalde, buscando alguna conexión con la tragedia. La pregunta parecía inútil en un lugar tan pequeño como Uvalde, y aunque nadie entendía el dolor como los padres de los niños que perdieron sus vidas, los primos, vecinos y parientes lejanos de las víctimas estaban por doquier. Gran parte de la comunidad había asistido a la escuela primaria Robb. Es como si todos estuviéramos conectados de alguna manera.

Por su parte, la clase de Martínez se unió aún más. En años anteriores, las clases de mariachi se mezclaban, dependiendo de las vacantes en los horarios de los chicos. Ahora, después de que Martínez trabajara con los consejeros escolares para asegurarse de que todos los músicos de mariachi estuvieran en un mismo período de clase, empezaron a reunirse y ensayar a la 1:50 p.m. todos los días. Algunos habían estado en las mismas clases desde el jardín de niños, pero nunca habían sido amigos y ahora se veían todo el tiempo. “Tuvimos la oportunidad de conocernos más. Nos sentimos más cómodos al ayudarnos entre nosotros”, expresa Sarahy Escobar, una estudiante tímida de último año que toca el violín. “Era como si todos estuviéramos en la misma página”, agrega Ovalle.

A Martínez le agrada dejar que los chicos se guíen entre ellos. Tree terminó siendo el líder de las trompetas, sección que también incluye a la hermana menor de Escobar, Amberly, y a Mayumi y Nicte Montiel Roman, un par de gemelas que nacieron en Aguascalientes, México. Patrick Mejía, un estudiante de último año, callado y con rizos voluptuosos, cambió la guitarra por la vihuela, un instrumento similar al laúd que le da a la música mariachi su tono distintivo, y logró balancear su vida entre las prácticas de atletismo y fútbol, sin perderse ni un ensayo.

En la sección de cuerdas, Fernández ayudaba a los músicos más jóvenes como Ovalle con los arreglos más complejos, aunque Martínez a veces tenía que asegurarse de que se mantuviera en su tarea. Algunos de los chicos bromeaban con que Escobar era la mamá del grupo: en los días de presentaciones, iba de persona en persona, arreglando sus trajes de mariachi marrones, enderezando sus grandes sombreros blancos y ajustando las cintas de pelo.

Mientras tanto, Martínez trabajó con dos amigos mariachis para encontrar la música perfecta para la competencia, y es que eso requiere cierto arte. Cada escuela que compite en la UIL tiene que tocar un son jalisciense, un estilo tradicional que refleja las raíces del mariachi, y una canción o popurrí contrastante. El profesor decidió probar con ‘El Son de Irapuato’, un son alegre, pero menos conocido del centro de México, y ‘Quién Será’, un cover popular de mariachi de ‘Sway’, más conocida por la versión de Michael Bublé. Sabía que la sección rítmica podría interpretarlas, y que los violines y las trompetas eran lo suficientemente fuertes como para unirlo todo.

También sabía que su debilidad era el canto, gracias a que los chicos todavía estaban un poco reacios a estar en un escenario. Pero Escobar tiene una voz bonita y afinada por cantar en fiestas familiares, por lo que tuvo el papel principal en ‘Quién Será’, junto a su hermana y otra estudiante llamada Kamila Martínez.

El equipo perfeccionó sus canciones para la competencia, memorizándolas por completo, y llegaron a los regionales en febrero con mucha más confianza que el año pasado. Aun así, los estudiantes se sorprendieron cuando supieron que habían sumado los suficientes puntos como para pasar al festival estatal. “No podíamos creer que realmente habíamos pasado”, expresa Lizett Vásquez, estudiante que toca el guitarrón y suele ponerse nerviosa antes de los grandes eventos.


Ovalle es prudente al alardear, pero sabe que la victoria representa algo importante para la comunidad. “No sé cómo decirlo, pero creo que los hicimos sentir orgullosos”.   


Una mañana de viernes, a finales de febrero, el equipo se subió al bus que los llevaría a Seguin, Texas, para el festival estatal. Uvalde fue una de las primeras escuelas en presentarse esa tarde. Casi todos los padres de los chicos estaban en la audiencia, y en la escuela, algunos de los profesores pusieron la transmisión de la UIL en sus salones, para que el resto de los estudiantes pudieran ver.

Antes de tocar para el jurado, todas las escuelas calientan motores en una pequeña sala, y allí comienzan los nervios. “Antes decía: ‘¡Sí, vamos a la estatal!”, cuenta Vásquez con entusiasmo. “Ahora es: ‘Vaya, realmente estamos aquí’. No parece real”. Alineados en el pasillo antes de subir al escenario, estaban listos con sus sombreros al mismo nivel, siguiéndose en una línea recta y confiada. “Parado ahí, pensaba en todos los meses de preparación, en todo lo que habíamos hecho, y que íbamos a ser juzgados en menos de 10 minutos”, cuenta Fernández. Martínez apena recuerda esa parte, pues estaba corriendo, ajustando micrófonos y levantando atriles. Pero entonces todos los chicos sonrieron como si lo hubieran practicado y Vásquez soltó un grito eufórico, un aullido triunfante común en la música mariachi, dando inicio a ‘El Son de Irapuato’.

Todo iba bien hasta ‘Quién Será’. Las tres chicas dieron un paso al frente en el escenario, se veían nerviosas, pero comenzaron a cantar. Cuando llegó el primer coro, hubo un desliz: tartamudearon ligeramente y perdieron el ritmo de la sección rítmica. De pie, frente a ellos, Martínez se sacudió una oleada de pánico y comenzó a gesticular la canción con ellas. Las chicas se recuperaron justo a tiempo para el siguiente coro. “La segunda vez, lo hicieron perfecto”, afirma Martínez. “Sonaron muy, muy bien”. Y al final de la canción, sus voces resonaron en el auditorio, seguras y poderosas.

Toda la situación, la valentía que necesitaron para llegar allí, la incertidumbre, los aplausos posteriores, pareció abrumar un poco a los chicos. Varios salieron llorando del escenario, inseguros de su presentación. En la audiencia, la gente también derramó algunas lágrimas, pero por una razón diferente: estaban conmovidos por lo que acababan de presenciar.

Para Baca, uno de los jueces, la presentación de Uvalde no fue perfecta técnicamente -pocas cosas hechas por adolescentes lo son-, pero lo que lo conmovió fue lo bien que tocaron como grupo. “Se comunicaron como debían hacerlo. Esa es la parte más compleja”, comenta. “Un conjunto de mariachi puede desmoronarse con bastante facilidad, dado los ritmos complejos y los aspectos que se sobreponen”. Pero el juez se dio cuenta de que los chicos de Uvalde estaban conectados. Bradley Kent, el director musical de la UIL, vio muchas presentaciones ese día, pero dice que Uvalde sobresalió. “Fue muy emotivo para nosotros, algunos también lloramos”, comenta. “Cuando vemos presentaciones tan especiales como la de ellos, es como si te hablaran al corazón”. 

La ceremonia de premiación de la UIL se llevaría a cabo esa noche, pero los chicos tenían que regresar a la escuela. Sin embargo, antes de que se fueran, el personal del festival los detuvo, los llevaron a un pasillo y, antes de que alguno pudiera procesar lo que estaba pasando, les mostraron un trofeo estatal gigante. El equipo había obtenido una calificación general de “1”, la distinción más alta posible. Alguien tomó una foto justo cuando sacaron el trofeo, y se puede ver cómo varios se taparon la boca en un estado de shock puro y otros rompieron a llorar.

Martínez tuvo su propio momento especial; ese año y medio en la escuela pasó frente a sus ojos. Pensó en todo el tiempo que había invertido en el salón, en toda la práctica que se necesitó. “Estaba orgulloso de ver el punto culminante; desde que no salieron victoriosos, hasta el momento en que finalmente comprendieron todo lo que yo sabía que podían lograr”, comenta Martínez. Se subieron al autobús y recorrieron las dos horas de vuelta a Uvalde, con Fernández dormido y abrazando el trofeo.

Después de su victoria en la feria estatal, los chicos fueron recibidos como héroes. La comunidad todavía se está recuperando de la tragedia, y nadie nunca podrá recuperar las profundas perdidas, pero muchos en la ciudad han abrazado al equipo y las buenas noticias que trajeron a casa. Hernández estaba comiendo con algunos amigos cuando alguien lo detuvo y le preguntó: “¿No eres parte del equipo de mariachi que ganó?”. Miembros de la comunidad se acercaron a Fernández en su turno como mesero del restaurante mexicano El Herradero de Jalisco, y lo felicitaron. Cuando los estudiantes usaban sus camisas marrones de mariachi afuera de la escuela, la ciudad los aplaudía. Ovalle es prudente al alardear, pero sabe que la victoria representa algo importante para la comunidad. “No sé cómo decirlo, pero creo que los hicimos sentir orgullosos”.   

Los de último año ya comenzaron a hacer planes: en otoño, Hernández irá a la Universidad de Texas A&M, para seguir estudiando música y obtener un título de profesor. Mejía espera abrir un taller de detailing con su hermano menor, mientras que Escobar piensa estudiar Negocios en la Southwest Texas Junior College. Fernández se le unirá mientras termina su título de asociado y luego sueña con pasar a la Universidad de Houston para convertirse en un terapeuta pediátrico.

El profesor: Albert Martínez tocó en varias bandas de mariachi importantes antes de trabajar en Uvalde.

Todos intentan visualizar una vida fuera de la clase de Martínez. “Es lo más consistente y estable que he tenido en la vida”, admite Fernández, quien ya empezó a ahorrar para comprarse su propio violín. Ovalle piensa en las lecciones que aprendieron con Martínez, y cómo les inculcó una ética de trabajo. “Los de último año ya se van a graduar y es algo que se llevarán con ellos”, afirma. “Yo todavía me quedo, y se los enseñaré también a los chicos que vayan llegando”.

Antes de ir en direcciones diferentes, hay una última cosa que tienen que hacer. El distrito escolar de Uvalde organiza un concierto enorme para la comunidad al final de cada año escolar, y cada grado, desde la escuela intermedia hasta los de último año, demuestran sus habilidades. En los días anteriores al gran evento en abril, Martínez diseñó programas con fotos del viaje de los chicos mariachis a la competencia estatal, y todos tenían el titulo del concierto impreso: Serenata a Mi Querido Uvalde.

El concierto se lleva a cabo un jueves soleado. Los niños más pequeños se presentan primero, e incluso el chirrido del violín parece encantar a la multitud. Sin embargo, los aplausos se escuchan más fuerte cuando el grupo de mariachi se alinea con sus trajes e instrumentos. Antes de su última canción, una explosión de los instrumentos de viento y energía llamada ‘El Mariachi Loco’, Martínez toma el micrófono. “Tenemos cinco estudiantes que se gradúan este año”, comienza y luego le pide a cada uno que suba al escenario con sus padres. Durante la planeación del concierto, el profesor encontró tiempo para hacer pequeños recuerdos, enmarcando fotos de cada estudiante con sus uniformes de mariachi.

“Solo es un detalle de parte de mi esposa y mía”, prosigue y de repente se le quiebra la voz. Algunos de los chicos ladean la cabeza, mirándolo más de cerca, pensando que tal vez escucharon mal, pero no, es cierto, el Sr. Martínez está llorando. Los padres toman fotos y bajan del escenario, dejando a los estudiantes en el centro, abrazándose los unos a los otros. “Está bien”, se recompone Martínez, “esto es todo, chicos, esta es su última canción”. Fernández siente un escalofrío e intercambia miradas con Escobar y Mejía, antes de volver su atención a los atriles. Una oleada de violines y guitarras da inicio, y los estudiantes tocan para Uvalde una última vez.

CONTENIDO RELACIONADO