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Crítica: Quiero que me mantengan

La nueva película de Harold Trompetero nos hace extrañar las comedias colombianas televisivas de antaño.

Harold Trompetero 

/ Jacques Toukhmanian, Judith Segura, Ana María Arango, Luis Alberto Saavedra, Rafael Novoa, Norma Nivia, María Cecilia Botero, José Alejandro Gutiérrez, Luis Fernando Bohórquez

Por  ANDRÉ DIDYME-DÔME

Cortesía de Trompetero Producciones

El bogotano Harold Trompetero es uno de los directores más prolíficos en la historia del cine colombiano, con más de veinte películas en su haber. Uno de sus trabajos más taquilleros fue la primera entrega de la saga de El paseo (2010), esa esperpéntica serie de comedia costumbrista que se copia descaradamente de National Lampoon’s Vacation (1983) y que, por desgracia, ya va por su séptima parte. Sin embargo, una de las mejores películas de este director prácticamente especializado en la comedia es Perros (2017), un drama carcelario protagonizado por John Leguizamo, injustamente olvidado tanto por la crítica como por el público. 

Es una tristeza que Trompetero no se haya decantado por el drama, ámbito en el que se destaca, y prefiera seguir entregando esas comedias destartaladas que dañan irremediablemente su reputación como Muertos de susto, Mi gente linda mi gente bella, Los oriyinales, Nadie sabe para quién trabaja, ¡Pa’ las que sean, papá!, Un parcero en Nueva York y la última que aquí nos ocupa, titulada Quiero que me mantengan.  

En esta terrible cinta, supuestamente inspirada en el fenómeno de los sugar daddy y sugar mommy (esa variante de la prostitución en la que personas jóvenes se relacionan con personas maduras para obtener beneficios económicos a partir de compañía y favores sexuales), nos encontramos con los protagonistas Mónica (Judith Segura) y José (Jacques Toukhmanian) dos personajes tan estereotipados, caricaturescos, ridículos y escandalosos como se acostumbra en las comedias de Trompetero. Cansados de ser explotados y no ganar un mísero centavo (ella vendiendo empanadas, él como taxista), los amigos deciden independizarse de sus respectivos jefes, encarnados aquí por los veteranos actores Ana María Arango y Luis Alberto Saavedra, a quienes recordamos por la maravillosa y políticamente incorrecta serie de televisión Vuelo secreto, pero que aquí no generan un ápice de la gracia que lograron en la pantalla chica años atrás.

Al fracasar con sus emprendimientos (que involucran un episodio escabroso con María Cecilia Botero interpretando a una proxeneta de la tercera edad), Mónica y José deciden que la jefe de ella sea la sugar mommy de él y el jefe de él sea el sugar daddy de ella. La situación decae en chistes escatológicos que generan más tristeza que risas y luego en una espiral descendente en donde la pareja va a parar en una secta liderada por un gurú interpretado por Rafael Novoa, para luego coquetear con el suicidio (un “no, no no” de la comedia) y terminar con un final robado de una comedia de Chaplin (y una escena postcréditos robada de ¿Y dónde está el piloto?), todo atiborrado de una manera atropellada, recalcitrante, incoherente y, la verdad sea dicha, desconcertante.No hay ningún valor redimible en Quiero que me mantengan. Si por lo menos se hubiera acercado al nivel del placer culposo de Gigolo por accidente, la cosa quizás hubiera funcionado. Este tipo de cintas eclipsan y dañan la reputación de las producciones colombianas, que han generado obras tan sólidas como la reciente El otro hijo. La cinta de Trompetero nos hace extrañar con nostalgia a esas comedias televisivas tan bien logradas como lo fueron Yo y tú, Don Chinche, Dejémonos de vainas, Romeo y buseta, La posada, N.N. o la ya mencionada Vuelo secreto. Aquí sí aplica el refrán “Todo tiempo pasado fue mejor”.

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