Crítica: Megalópolis

Megalopolis de Francis Ford Coppola es un desastre visual y narrativo, cargado de pretensión vacía y efectos digitales torpes.

Francis Ford Coppola 

/ Adam Driver, Natalie Emmanuel, Aubrey Plaza, Shaia LaBeouf, Jon Voight, Giancarlo Esposito, Dustin Hoffman, Laurence Fishburne, Talia Shire, Jason Schwartzman

Por  ANDRÉ DIDYME-DÔME

Cortesía de Cineplex

Después de décadas de planificación y millones de dólares invertidos, Megalopolis de Francis Ford Coppola es un fracaso artístico descomunal, una obra que, lejos de ser ambiciosa o visionaria, se convierte en un ejercicio de cine vacuo y pretencioso. 

Aunque se nos presenta como una exploración filosófica sobre el destino de Norteamérica a través del prisma de la antigua Roma, lo que realmente encontramos es un espectáculo hueco, lleno de pésimos efectos digitales y un uso del CGI y la IA que evocan lo peor del cine kitsch de Robert Rodríguez, como Spy Kids 3 y Sharkboy and Lavagirl, o la mediocridad visual de Gods of Egypt de Alex Proyas. En lugar de épica, el resultado es un desatino digital cuya desagradable estética visual recuerda a la horrible miniserie de Dune protagonizada por William Hurt, y cuya propuesta narrativa es una “fábula” que raya en lo patético y lo ridículo.

Las secuencias digitales son tan excesivamente falsas que hacen que uno añore los días en que los efectos especiales contribuían al realismo de una historia, en lugar de distraer al espectador con su evidente falta de calidad. Además, la edición es inepta, y el tratamiento de las supuestas “escenas clave” son tratadas con una ligereza desconcertante, ignorando el impacto real que deberían tener en el desarrollo de la historia, algo imperdonable para el director de la mejor película de todos los tiempos. 

No es un secreto que Coppola es un obseso por la tecnología. Pero los efectos digitales, lejos de ser una proeza técnica, son uno de los aspectos más vergonzosos del filme. En lugar de añadir profundidad o realismo a este mundo retro-futurista que parece conjurado de una mezcla repugnante entre Metrópolis, Satyricon, Caligula, Captain EO, Dark City, The Phantom Menace y Atlas Shrugged, terminamos con unos efectos paupérrimos y una dirección de arte que luce como las infames producciones de bajo presupuesto transmitidas por The SyFy Channel y que le añaden más caos y torpeza a la atropellada narrativa de pretensiones shakesperianas. 

En su intento por crear algo monumental, Coppola parece estar emulando el estilo barroco, onírico y extravagante de Federico Fellini, pero fracasa estrepitosamente. Los personajes, que llevan nombres pomposos como Franklyn Cicero y Cesar Catilina, se ven envueltos en una historia incoherente y afectada, que parece más interesada en desplegar diálogos grandilocuentes y citas innecesarias que en construir un relato interesante o emocionante. Y es que el mayor pecado de la película es su total desconexión emocional: por más que Laurence Fishburne narre con una voz grave y autoritaria sobre el destino de las civilizaciones, el público no puede sentir más que aburrimiento y sopor ante una trama que se ahoga en su propia importancia.

Uno de los aspectos más irritantes del filme es el gimmick del personaje real que se para frente a la pantalla para interrogar al “Gran Arquitecto” interpretado por Adam Driver (en otra pésima decisión actoral). Este recurso, que podría haber sido una herramienta para involucrar al espectador o para subrayar algún tipo de estamento estético, termina siendo inocuo y absolutamente innecesario. Este recurso, así como las constantes paradas del tiempo, no agregan nada de valor a la narrativa, y más bien contribuyen a la sensación de que Megalópolis es, en última instancia, una película indulgente y masturbatoria: una obra donde Coppola parece estar más interesado en impresionar con su visión “genial” que en ofrecer algo de verdadero sustento.

Adam Driver, Nathalie Emmanuel, Shaia LaBeouf y Aubrey Plaza se esfuerzan por dar vida a sus personajes, pero sus interpretaciones se ven hundidas por los pésimos efectos y un guion tan confuso como insustancial. Los personajes, envueltos en relaciones poco convincentes y diálogos ampulosos, son caricaturas sin alma. Los secundarios, como Giancarlo Esposito, Jon Voight y Dustin Hoffman, parecen estar en piloto automático, y su presencia apenas es notable en una película que, irónicamente, predica sobre grandes ideas y complejos dilemas morales.

Megalópolis es, al final, una película que se toma demasiado en serio a sí misma sin ofrecer nada de valor real. Sus aspiraciones de ser una obra maestra filosófica y visual se ven frustradas por su propia grandilocuencia y su falta de coherencia narrativa. Es un triste recordatorio de que incluso un cineasta legendario como Coppola puede caer en la trampa de la autocomplacencia, sacrificando el arte por una pretensión vacía que aburre y frustra. Si está buscando una obra maestra de Coppola, se recomienda mirar hacia el pasado. 

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