En la frontera entre los barrios de Colegiales y Belgrano R, se alza la plazoleta Clemente Zárraga. Con excepción de un letrero afeado, no hay otra referencia que constate su existencia. Bueno, sí: Google Maps y el local de empanadas salteñas que linda con uno de sus costados. Pese a su pequeñez, proporcional a los metros cuadrados de la glorieta, al parecer es popular entre los vecinos. De lo que da fe la fila que se acaba de armar en este mediodía invernal con sabor a primavera. Así como el ignoto prócer venezolano al que se le rindió tributo en ese antiguo terreno baldío (pionero entre los exiliados de la nación bolivariana en Buenos Aires, luego de que el presidente Antonio Guzmán Blanco le pidiera que se fuera en 1883), Ramiro Bueno pasa desapercibido entre los comensales. Nadie lo reconoce, salvo un profesor del colegio y los obreros de la construcción que trabajan en la zona. Ante la duda, uno de los albañiles le pregunta: “Vos sos el hijo de Rodrigo, ¿no?”.
Y es que basta ver su rostro para darse cuenta de que es la vívida imagen de El Potro. Al igual que su padre, se dedica a la música. Arrancó poco antes de la pandemia. Pero no hace cuarteto, sino hip-hop. Uno de impronta noventosa y oscura, sintetizando a sus dos grandes influencias en el género: Tupac Shakur y Canserbero. Si algo tienen en común el neoyorquino y el venezolano con el cordobés es que fallecieron de forma violenta e inesperada. Justo cuando el éxito los abrazaba fuerte. Un dato no menor que aúna a la terna es que poco antes de morir intuían que la parca los iba a venir a buscar en cualquier momento. Ramiro también perdió a otro modelo a seguir, su tía Carolina, hermana de su madre, Patricia, de una manera atroz en 2011. Durante un asalto en Costa Rica, en medio de unas vacaciones. Ella era cantante y su primera referente feminista. “Me ayudó a entender a mi mamá desde muchos sentidos”, dice.
Sin embargo, el artista nacido en Quilmes, veintiseis años atrás, no sólo aprendió a lidiar con la muerte, sino que supo captar la energía trascendida del icono cuartetero. “Tengo un sexto sentido que me lo dice. Es como el cuidado que él me da”, afirma. “Cuando tuvimos el accidente, sentí que desde ese momento una parte de su alma se quedó conmigo. Hace poco, fui a su santuario (erigido a 400 metros de la Autopista La Plata-Buenos, donde se produjo el trágico incidente en el que murió el músico cordobés, el 24 de junio de 2000), y me di cuenta de que él reside en mí. Lo siento muy presente todo el tiempo. Él me preparó un montón de tiempo para acompañarme hasta ahí, y poder volver al lugar en el que nos separamos físicamente. Pero no desde el alma. Tengo claro que mientras siga en este plano voy a ser el hijo de Rodrigo. Me tocó ser el hijo de una persona que fue querida por el pueblo. Y uno se siente bendecido y agradecido por eso”.
Tenías tres años cuando murió tu padre. ¿Te quedó algún recuerdo suyo en vida o lo fuiste construyendo a partir del imaginario popular?
Tengo flashes de él en la cocina de nuestro departamento, calentando la pava del mate. También tengo la imagen de estar en una camioneta con él yendo a un show. Me quedaron recuerdos muy leves de toda la parte en la que vivió en Chacarita. Luego, a mi viejo lo construí a base de los relatos. Más que construirlo, quería descubrirlo. Quería saber lo que me ocasionaba su música o el sentimiento que me generaba. Deseaba conocerlo más por ese lado. Me refiero al lado paterno, y al vínculo y la comunicación que podíamos tener desde ahí. A partir del cariño que me brindaba mi madre, pude encontrarme con mi padre. Si bien decían que mi padre era especial, quería saber cómo era fuera de eso. Cómo se manejaba Rodrigo en su intimidad, con sus pares, con su gente. A veces, cuando le contestaba de cierta manera y tenía cierta actitud hacia ella, mi madre me decía: “¡Pará, Rodriguito!”.
¿Cuándo te cayó la ficha de que eras el hijo de un ídolo popular?
No sé si me cayó la ficha. Pero tomé conciencia de lo que implicaba ser. Creo que eso sucedió cuando estaba terminando el secundario, a los 16 o 17 años. Fui entendiendo lo que significaba mi padre para la gente. Alrededor de 2014, en un homenaje que le hicieron en La Plata, empecé a agradecerles a los que me contaban lo que él significaba para ellos. Fui encontrando muchos sentimientos. Todo eso lo junté, y fui armando a mi viejo.
Cerca del teatro Vorterix, mientras el semáforo se pone en rojo, una señora se acerca y con suma reverencia pregunta si pueden tomarse una foto. Ramiro accede, a sabiendas de que la mayoría de los fans de Rodrigo desconocen que su hijo se hizo su propio camino en la música y que lanzó su álbum debut el pasado 21 de julio, titulado Valhalla. “Si no hubiera sido el hijo de Rodrigo, hubiese sido rapero de todas formas. Esa es mi misión en la vida”, expedita. “Quiero llevar el rap a lo más alto, así como dignificarlo y reivindicarlo. Voy en contra de lo que se me quiere encajar. Se me cerraron puertas laborales por mantenerme fiel a mis convicciones. Cuando me gradué como periodista deportivo, me ofrecían hacer columnas de deportes, pero luego me decían que me veían mejor haciendo Espectáculos o incluso haciendo columnas de humor. Cada vez que me hacían eso, ya sabía por dónde venía la mano. No por ser ‘el hijo de…’ tuve una vida fácil”.
Al mismo tiempo que él y su madre padecían la injerencia externa, lo que hizo por momentos su vida más compleja, Ramiro comenzó a sufrir de bullying en el colegio a causa de su obesidad. Por más que podía sacar chapa de su abolengo para defenderse, nunca usó ese as. “Al menos en este mundo, era un chico más”, justifica. “No podía pretender que me defendieran en nombre de mi padre. Tampoco sentía que al decir que era el hijo de Rodrigo me iba a resguardar. Yo quería que la gente me respetara por lo que yo soy, por mi condición física o por mis gustos. En ese momento me gustaba el animé, y hasta el día de hoy me sigue encantando. Soy de los old school del animé”. Aunque fue de un videojuego de donde tomó su nombre artístico: Rxpper Ram. “Lo saqué de Crush Candy, de un personaje que es un perro que está atado a una camisa de fuerza llamado Ripper Roo. Me gustaba el juego de palabras, me pareció re rap”.
Previo a probarse en el rap, Deku, como lo suele llamar su círculo íntimo (el alias está inspirado en el personaje del manga My Hero Academia), se probó en el fútbol. “Era extremo derecho. Jugaba de 7, como Angelito Di María o Garnacho”, describe. “El primer club donde jugué fue El Porvenir, y de ahí me fui a probar a Chacarita. Como llegué tarde, me quedé en El Porvenir para seguir entrenando con el club. Después jugué en la filial del Inter de Porto Alegre en Buenos Aires”. A pesar de que se le daba bien, colgó los botines de una semana a la otra. “No tenía ganas de entrenar ni de seguir forzando el tema del fútbol porque sentía que ya tenía todo lo que tenía para darme”, alega. “No sé por qué, pero ya veía muy lejano el hecho de poder vivir siendo futbolista. Como me llegó ese sentimiento, di un paso al costado. Apenas terminé con el fútbol, agarré algunas herramientas de ahí y las vinculé con la música”.
¿Cómo llegaste al rap?
Al terminar un partido del Inter, me invitaron a un evento de música urbana que se realizaba en Florencio Varela. Y lo vi rapear a Under MC. Ahí me picó el bicho. Pensaba que no tenía nada para decir, pero en ese momento me hizo clic la cabeza. Siempre me gustó transmitirle a la gente un sentimiento positivo. Entonces me dije: “¿Por qué no?”.
El primer recital de Rxpper Ram fue a pocas cuadras de su casa, en la plaza del asentamiento de Villa Fraga. “Era un evento para recaudar alimentos no perecederos y juguetes para los niños. Era diciembre, casi Navidad”, explica. “También había hecho freestyle y open mic, pero no más que eso”. Y luego apareció el Covid-19. “La pandemia para mí fue durísima. No sólo por lo que significó, sino también porque era el año para formarme en la cultura del hip-hop. Experimentar desde otro lado. Ese año hubiera sido bueno para batallar. Pero aprendí sobre mis propias visiones del mundo de la música. El mensaje que quería dar, la imagen. En ese momento pude organizarme”, reconoce el MC, quien se encuentra distanciado de su tío Ulises y del resto de su familia en Córdoba. “Cuando terminó el encierro, que me agarró trabajando en los vacunatorios, conocí otra realidad. Eso me permitió tener otras historias para contar. Crecí en el relato que ya tenía”.
“Esperanza”, reza el tatuaje que se hizo en el cuello. La personalidad de Ramiro Bueno se aproxima más a la de un monje shaolin que al estereotipo beligerante y ostentoso del rapero. Para muestra está su álbum Valhalla, hecho de forma independiente y sucesor de varios EP y singles (de los que sobresale el tema que le dedicó a su padre, “24/05”), en el que utiliza como metáfora el mundo de los muertos, según la mitología nórdica, para profundizar su relato. “Concentré a mis diez guerreros y salí a la cancha. Salí a pelear en el fin del mundo, que es el mundo de la música también”, argumenta el artista, que grabó estas diez canciones en El Triángulo, estudio de grabación y búnker de otro colega al que admira: Núcleo.
En unos días el rapero se presenta en el Salón Pueyrredón, una sala ajena al circuito local de la música urbana, mucho más conectada con el underground del rock. “Además de ser un espacio emblemático del under, a la gente que lleva el lugar la conozco desde que soy pequeño. Son amigos de mi mamá”, aclara. “¿Por qué no llevar mi rap a un sitio que no tuvo tanto rap?”.