Franz Rogowski, el actor europeo del momento: “En nuestra cultura, la intimidad sigue una lógica pornográfica”

El coprotagonista de Pasajes, la película de Ira Sachs, habla de su método y también de las concepciones dominantes de género y sexualidad.

Por  BARTOLOMÉ ARMENTANO

octubre 7, 2023

La belleza inusual de Franz Rogowski le ha servido de lienzo en donde delinear personajes humanos y llenos de matices.

Nick Thompson Studio

Franz Rogowski es el actor europeo del momento. Desde que debutó en la pantalla grande hace diez años, el artista alemán ha conquistado a la cinefilia internacional con una presencia de gran intensidad física y emocional, y un rostro tan impenetrable como diáfano, capaz de reconciliar lo frágil y lo viril. En una industria que tiende a privilegiar lo perfecto, la belleza inusual de Rogowski le ha servido de lienzo en donde delinear personajes humanos y llenos de matices; personajes que han sido celebrados con premios de festivales y un ciclo de la plataforma MUBI. En 2023, hubo tres protagónicos: Disco Boy de Giacomo Abbruzzese, Lubo de Giorgio Diritti y Pasajes de Ira Sachs.

Anclada en una interpretación explosiva de Rogowski, Pasajes –se acaba de estrenarse precisamente en MUBI– ahonda sobre la disolución de un matrimonio entre dos hombres cuando uno de ellos, un cineasta iracundo llamado Tomas, engaña a su marido más modoso (Ben Whishaw) con una mujer joven (Adèle Exarchopoulos). “La película gira alrededor de unas cuantas preguntas”, cuenta el actor desde Londres, en diálogo con Rolling Stone vía Zoom. “¿Cómo se puede ser uno cuando hay dos? ¿Y cuando hay tres? ¿Cómo te podés vincular con el resto cuando tenés un problema con vos mismo? ¿Y cuánta soledad puede haber?”.

Como suele ser el caso en la obra de Ira Sachs, Pasajes es otro drama vincular sobresaliente, y el triángulo bisexual en su núcleo quizás sea el más candente que tuvo el mainstream desde The Dreamers de Bertolucci. “El cine de Ira genera un espacio democrático en donde el elenco, la edición, la cámara y la luz coexisten sin recrear jerarquías en las que, por ejemplo, el actor es lo más importante”, cuenta Rogowski sobre lo que le atrae específicamente de Sachs como realizador. “Eso suele resultar en una edición terrible donde cada corte te muestra al actor diciendo diálogos innecesarios. Ira filma a gente que entra y sale de lugares, y encuentra un balance entre la cultura y la naturaleza que siempre despierta mi curiosidad”.

Que Rogowski haya tendido un puente entre su personaje y su audiencia, y lo haya sostenido durante la totalidad del metraje, da cuenta de su talento como actor. Su Tomas es un narcisista bestial, una suerte de Stanley Kowalski moderno y queer que sólo puede obedecer al impulso. “A Ira y a mí nos inspiró la idea de tener un protagonista que inflige dolor en lugar de resolverlo. Leer el guion fue un desafío porque me pregunté constantemente cómo justificar su conducta. Cuando viví las escenas con los actores, entendí que quiere lo mismo que el resto: amar y ser amado. Estas cosas son más difíciles de obtener para alguien que está conflictuado consigo mismo y depende constantemente del feedback ajeno y del de su propio cuerpo. No creo que busque una relación triangular bisexual, creo que la llegada de ella expresa su dependencia de lo nuevo, de lo otro. Cuando entendí eso, me gustó el personaje de Tomas. Es muy humano”.

A diferencia de Tomas, Rogowski es mesurado y suave. Cuando habla, lo hace despacio, con la confianza de alguien que sabe que será escuchado. Esta oralidad reflexiva puede haber sido el efecto colateral de su seseo, la variación fonológica que lo acompaña desde la infancia y que lo empujó a desarrollar el resto de su fisicalidad bajo distintas corrientes performativas. En todo caso, no es la clase de decir que vaya de la mano del ethos actoral germano, que tiende a la recitación de cantidades sustanciosas de texto. Lo de Franz es más físico, y sus primeros roles en cine fueron más bien sigilosos.

Cuando Rolling Stone le pregunta sobre su técnica, Rogowski se extiende generosamente: “Tengo muchas estrategias, pero siempre termino sin saber lo que voy a hacer. Trabajé como bailarín, como coreógrafo, como performer, y hasta intenté escribir y hacer música. Lo que siempre persiste es el deseo de explorar quién soy o de convertirme en lo que no. Estos conceptos, el de expansión y el de limitación y la construcción desde la limitación, han guiado mi técnica. Y, por supuesto, tenés que conocer tus diálogos. Yo estudio dos meses el guion y me lo sé de memoria antes de rodar. Si te sabés el texto bien, ya sos mejor que el 90%”.

Rogowski, que ha interpretado a sobrevivientes del Holocausto y refugiados en tránsito, afirma que es imposible comprender cómo puede sentirse alguien en contextos como esos, y que sugerir lo contrario borda la apropiación cultural. Lo que hace, entonces, es acudir al método, rastreando la coordenada en la que sus personajes y él pueden coexistir. “Cuando tuve que interpretar a un montacargas, aprendí a operar la máquina y la manejé entre puesta y puesta. Ahora, en Venecia, debuta una película que se llama Lubo, en la que mi personaje toca el acordeón y habla en tres idiomas: alemán, italiano y yeniche, una lengua olvidada”.

“A veces la preparación es más emocional, y la cantidad de posibilidades es terrible”, sigue, como si las potencialidades de una interpretación pesasen en él tanto como los higos de Sylvia Plath. “Pero creo sinceramente que uno tiene toda la emoción que necesita. Tu historia de vida es todo lo que necesitás para encarnar cualquier personaje. Está todo en el cuerpo”.

Rogowski nació en Freiburg, en 1986, y creció en Tübingen con un padre doctor, una madre partera y con tres de sus seis hermanos. La mocedad se le empañó por una serie de factores enajenantes: su sordera total de un oído, su incapacidad de adaptarse a contextos institucionales, y el ostracismo escolar que soportó, primero por su labio leporino y después por su pronunciación postoperatoria. Descubrió el impacto de la actuación de niño, cuando notó que gesticular de cierta manera hacía sonreír a su mamá. En la adolescencia chocó más con ella, por su hábito de fumar porro y por su pésimo desempeño académico.

A los 16, Rogowski abandonó el secundario y se mudó con un amigo. Una trabajadora social lo instó a estudiar actuación en Stuttgart, sugerencia que acató. Luego de un año, la Academia le hizo saber que su talento tendría mejor cauce en el teatro físico del Cantón del Tesino. Dicho de otro modo, su habla particular encajaba mejor en una escuela de payasos suiza que como megáfono para la dramaturgia alemana.

En su paso por los Alpes, Rogowski desarrolló habilidades como la commedia dell’arte y el malabarismo, aunque seguía renegando de las formas estandarizadas de la educación formal, ausentándose de las clases durante semanas enteras sin ofrecer ninguna justificación a sus tutores. Cuando finalmente fue expulsado, se mudó a Berlín y su idiosincrasia halló mejor recepción en un colectivo de danza contemporánea, Banality Dreams (en paralelo a su desempeño como bailarín, Franz solventaba sus gastos como músico callejero).

Aunque la voluntad de ser actor seguía latiendo en él, las decepciones sucesivas lo abatieron hasta el punto de la disuasión. El día en que Rogowski dejó una aplicación para trabajar en una empresa de cadetería, se enteró de una audición para una performance de baile y quedó como coreógrafo. En esa misma capacidad lo convocó el cineasta Jakob Lass, para un proyecto en el que tenía que coordinar el movimiento de algunos extras. Como uno faltó al set, Lass le ofreció el rol a Rogowski, impresionado por su talento a la hora de traducir emociones abstractas en gestos y acciones. Para su próxima película, Love Steaks (2013), le confió el protagónico, y el proyecto terminó programado y premiado en el Festival Internacional de Cine de Rotterdam.

El primer gran quiebre de Rogowski llegó con Victoria (2015) de Sebastian Schipper, una de las películas superlativas de los últimos quince años. Al tratarse de un thriller filmado íntegramente en un solo plano secuencia, esta cartografía de la noche berlinesa fue el conducto perfecto para todos los talentos del actor en danza e improvisación. Los autores más reverenciados de Europa tomaron nota y corrieron a él, pasmados por su excepcionalidad y su fisicalidad como intérprete. Desde entonces, Rogowski orientó su proceso en una dirección más disciplinada, más en línea con el realismo del cine que el expresionismo del baile.

Michael Haneke, un director renombrado por su rigurosidad controladora, lo puso a actuar junto a Isabelle Huppert en Happy End (2017). La cinta es relativamente menor dentro de la obra del austríaco, pero Rogowski se quedó con la escena más memorable: un karaoke de “Chandelier” de Sia en donde su personaje termina deformando la rutina que acuñó la niña de Dance Moms. Es un momento memorable, e insólitamente gracioso cuando se lo enmarca en la filmografía de un autor cuya postura más luminosa es que el amor sólo puede ser sinónimo de eutanasia.

Quien detectó el costado más delicado de Rogowski fue el alemán Christian Petzold, y sus colaboraciones con Franz (Transit, de 2018; y Undine, de 2020) terminaron de consolidar al actor como una superestrella del circuito festivalero. Sebastian Meise sacó gala de esa misma vulnerabilidad en Great Freedom (2022), que narra la historia de un homosexual encarcelado a lo largo de las décadas bajo un artículo nazi que terminó de ser abolido en 1994.

Pasajes, que se estrena en un momento de puritanismo en el cine, responde a su contexto con tres escenas de sexo acalorado. (Foto: Gentileza Mubi)

Ahora, con Pasajes, Rogowski interpreta a una disidencia muy distinta, y la ocasión lo halla elucubrando sobre concepciones nuevas de género y sexualidad. “En nuestra cultura, la intimidad sigue una lógica pornográfica, en la que hay que tener los músculos más grandes y el pito más grande. Hasta los documentales sobre la naturaleza hablan de conquistarla. Para mí, intimar tiene que ver con coexistir. Nuestras sexualidades se ven muy limitadas por la idea de dominación, erección y penetración, y creo que esas representaciones son extensiones del sistema en el que vivimos. Necesitamos una sociedad democrática con un cuerpo colectivo, pero pensamos constantemente en cómo enriquecernos y, naturalmente, queremos tener las aventuras más grandes. La intimidad buscada en Pasajes es distinta, y frustra un poco que todavía tengamos que inventarla”.

Pasajes, que se estrena en un momento de puritanismo en el cine, responde a su contexto con tres escenas de sexo acalorado. En redes sociales, la moda del día consiste en listar las secuencias eróticas que Hollywood podría haber evitado. Rogowski habla de las suyas con muchísima más lucidez: “Son muy específicas en términos de las esculturas que conforman los cuerpos en relación a los vínculos de los personajes. En los dos hombres, ves la escultura de una pareja que ha convergido en una unidad. Cuando ves al hombre y la mujer, son individuos que todavía se están conociendo e intentando unirse”.

La filmación de estas escenas no fue supervisada por un coordinador de intimidad. “Fuimos eso el uno para el otro. Tuvimos conversaciones muy técnicas, casi coreográficas, sobre lo que estaba bien y lo que no. Una vez que la forma se estableció, si la confianza está y te permitís explorar y no simplemente recrear estereotipos, se puede alcanzar algo realmente íntimo. Aunque se trate de una película, hay algo real. Mi dedo sí estaba en el culo de Ben. No fue un problema, lo hablamos antes”.

Ahora, Rogowski se encuentra de cara al crossover, solicitado por cineastas de habla inglesa como el norteamericano Terrence Malick y la británica Andrea Arnold. Con él, está colaborando por segunda vez, en The Way of the Wind; con ella, en una película titulada Bird, protagonizada junto a Barry Keoghan. “Luché para que esto sucediera y ahora pasó, pero siempre es bueno recordar que la gente está proyectando encima tuyo. En la pantalla grande sos poderoso, tenés buenos diálogos, la iluminación es perfecta, pero cada vez que vas a un set, sos un payaso. Te aprendiste un par de líneas y nada más”.

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