Un hombre se roba un avión cargado de pasajeros. Inconscientes del hecho, conversando, estos descubren que tienen a un conocido en común, a quien alguna vez propinaron un destrato. La escena podría corresponder al prólogo de Relatos salvajes, la película que consolidó a Damián Szifron como un talento de talla internacional. Pero pertenece a una canción de una banda de rock china, que se inspiró en la película del argentino, aunque optó por un desenlace más positivo: que el piloto no cometa el acto kamikaze que todos vimos y vuele al mar para ver las ballenas.
“Uno escucha cosas como que Natalia Oreiro es querida en Rusia…”, se ríe Szifron, en diálogo con ROLLING STONE, recién vuelto de Pekín y a punto de volver a viajar, ahora al Festival de Cannes, donde ya compitió y ahora es jurado. “Pero esto me sorprendió”.
¿Cómo hizo un director argentino, con un perfil tan bajo y en una sociedad tan abocada al culto personalista, para asaltar a la cinefilia internacional (conquistando, en el proceso, todos los récords y todas las métricas con las que se suele medir el éxito)?
El universo Szifron es pillo y amable, cinematográfico y televisivo, comercial y punk. Su creador, acicalado y sonriente, podría ser un miembro de Sonic Youth, en el sentido de que su porte amable contrasta fuertemente con la explosividad sublimatoria de su obra. No hay ninguna duda: fuego tiene.
Lo que hace Damián mejor que nadie, lo que explica ese fuego, es su proficiencia al hablar el idioma universal del clasicismo hollywoodense con tonada argentina. En esa línea se enmarca Misántropo, su excelente nueva película: una fusión de thriller y drama institucional que constituye, además del regreso a la pantalla grande tras una ausencia de nueve años, también su debut para Hollywood.
Antes de viajar a La Croisette, aprovecha los días en Buenos Aires para estar con su familia y asistir al estreno local de Misántropo, acompañado de mentores, colaboradores y amigos como Ángel Faretta y el cuarteto protagónico de Los Simuladores, el sismo que impactó sobre la televisión argentina como ninguna ficción pudo hacerlo desde entonces.
Cuando regrese de Cannes, se reunirá con ellos (Federico D’Elía, Martín Seefeld, Alejandro Fiore y Diego Peretti) para filmar la película de Los Simuladores, que se anunció a ROLLING STONE en 2003, para 2004, y finalmente se estrenará el año que viene, dos décadas más tarde de lo estipulado.
“Los conflictos surgían de la observación y la introspección”, recuerda Szifron sobre la inspiración detrás de cada caso. “Era sensible al dolor porque pensaba que el primer acto de cada episodio tenía que ser un drama. Si se quiere, en la línea de Atreverse o Nosotros y los miedos. Luego, cuando ellos entran en acción, aparece la épica. Y ese choque, el de la solución épica a un problema dramático, produce la comedia. Los operativos eran imaginación pura, una celebración del cine que amo”.
Varios factores confluyeron para que Los Simuladores conecten como lo hicieron durante su emisión original. Su concepto de resolución de asuntos particulares resonó en plena crisis de 2002 porque era un tanto escapista. Y en menos de veinticinco episodios, de conflictos itinerantes, lograron delinear cuatro personajes muy distintos, con protagonistas que sabían aprovechar las situaciones disparatadas que guionaba Szifron. El personaje de Ravenna, por ejemplo, sacaba tanta gala del carisma de Peretti como actor que terminó catapultándolo a un nuevo nivel de prestigio en la industria local.
“Una anécdota que me ha quedado de trabajar con Damián y que utilizo como ejemplo cuando veo desidia en algún trabajo”, le cuenta Peretti a ROLLING STONE, “fue cuando, en Tiempo de valientes, él quería una secuencia en la ribera de un río con un enorme barco carguero pasando por atrás del cuadro. No había tiempo, la jornada terminaba muy de noche y era justo el atardecer. Me acuerdo de él llevando un trípode y una cámara, corriendo por el césped en un declive, porque los técnicos no eran suficientes. Eso me reflejó el amor que tiene por el cine. El plano quedó hermoso”.
A la vez, el formato unitario de Los Simuladores se le daba muy bien a Telefé, a causa también de la fatiga que se comenzaba a consensuar alrededor del costumbrismo. El canal venía de dos años muy exitosos con Tiempo final, pero en términos generales, tuvo una transición difícil al siglo XXI. El año anterior a que estrenaran Los Simuladores, emitieron dos fracasones: El hacker, un intento de ciberpunk que buscaba reanimar la carrera de Carlín Calvo; y Cuatro amigas, un vil plagio a Sex and the City. Telefé necesitaba modernizar su plantilla: la programación seguía siendo muy simbólica del 1 a 1 y la frivolidad exhibicionista del menemismo ya resultaba vetusta para un país corroído por las ramificaciones de la convertibilidad.
Lo que hizo el canal, entonces, fue apostar al talento joven y reclutar al personal de una emisora más transgresora como América. De ahí venía Szifron, que oficiaba como productor de exteriores para Atorrantes (el programa del Pato Galván en el que conoció a su pareja, María Marull, con quien tuvo dos hijas, Rosa y Eva) pero, anteriormente, ya había trabajado en Ritmo de la Noche, Perdona Nuestros Pecados y alguna serie de Pol-Ka.
“Tuve una crisis cuando fui a ver, si no me equivoco en el primer BAFICI, Mundo grúa de Pablo Trapero”, recuerda Szifron. “La película me encantó, y esa noche me di cuenta de que ya no podía compatibilizar el trabajo en televisión con mi deseo de ser director de cine. Entonces renuncié al programa de turno y me puse a escribir mis cosas. Algunas no funcionaron, pero me abrieron puertas, como una serie que se llamaba La vuelta al mundo, cuyo piloto rodé en México, financiado por uno de los productores de Atorrantes, Leo Fernández”.
Para el momento de ese intersticio transicional, Szifron ya había trabajado en algunos cortometrajes con el elenco de Los Simuladores. A pedido de ellos, que olfateaban un talento promisorio, Damián conceptualizó el piloto de lo que sería el show, inicialmente titulado Simulacros S.A. El asesor de programación de Telefé, Axel Kuschevatzky, recibió la cinta y tendió el puente que hizo de Los Simuladores la ficción televisiva más popular de la historia argentina.
Por supuesto, Szifron no le fue funcional a Telele sólo en virtud de su juventud fresca; tenía, aparte, el agregado único de contar con una formación en cine prodigiosa, un bagaje alentado y nutrido desde el minuto cero. “Damián siempre tuvo voz propia, desde sus primeros cortometrajes”, recuerda Kuschevatzky. “Si a su capacidad de leer el contexto le agregás que su forma de pensamiento tiene que ver con la abstracción de lo cinematográfico y con la sofisticación de lo narrativo, tenés una combinación maravillosa, que es donde la gente conecta”.
Nació en Ramos Mejía, provincia de Buenos Aires, en 1975, y vivió allí hasta los 21 años, cuando se mudó a Capital Federal. De su padre, Bernardo, heredó la cinefilia y el desprejuicio ante el mainstream; de su madre, Marcela Stofenmacher, el humor lúdico y también la responsabilidad necesaria para llevar cualquier proyecto a buen puerto. “A veces leo que soy cheto, palermitano, de San Isidro. Me hace reír. Mi papá era un pequeño comerciante, que en algún momento se volvió un mediano comerciante porque tuvo una buena década justo cuando nací, pero luego se fundió y durante las décadas siguientes vivió endeudadísimo”.
Bernardo, que falleció en 2013, creció en Caseros, hijo de una familia de inmigrantes polacos que lograron sobrevivir al nazismo. El abuelo de Damián era partisano y estaba siendo enviado a un campo de concentración cuando, milagrosamente, una tormenta de nieve logró obstruir el avance del tren, posibilitando una vía de escape. En simultáneo, antes de poder reconectar con la vida a través de su progenitura, su abuela debió presenciar el asesinato de toda su familia.
Los Szifron llegaron a Argentina sin nada y Bernardo fue extremadamente pobre durante su infancia. La promesa de una existencia más digna se encontraba en el trabajo así que, con 14 años, procuró su primer oficio en el cine Paramount, alcanzándole las latas al proyeccionista y escenificando, un cuarto de siglo antes, la premisa entera de Cinema Paradiso. Las bases, inadvertidamente, se habían sentado para lo que sería una historia de amor intergeneracional entre padre, hijo y película de nitrato.
La primera película que Damián recuerda haber visto es Superman, a los 4. A los 9 llegó su primer acercamiento a la dirección: estaba de vacaciones y su primo Sebastián le contó que un amigo suyo había hecho una película casera. Como en su casa también tenían una cámara de video (la de Marty McFly en Volver al futuro, una JVC modelo GR-C1), Damián aprovechó y se entregó a la ficción, emulando la toma subjetiva que inaugura Halloween de John Carpenter, con antifaz incluido. “Tuve una infancia muy feliz”, recuerda Szifron. “Después se complicaron un poco las cosas, pero la niñez fue espectacular. Todo lo que hago ahora, de alguna forma, es para volver ahí. Tipo Rosebud”.
Cuando comenzó a cursar el secundario en la ORT (escuela técnica con orientación en medios de comunicación), el primer ejercicio que entregó fue un corto basado en Estudio en escarlata, de Arthur Conan Doyle. Allí, conoció a dos profesores formativos en su devenir profesional: José Luis Nacci y Esteban Student, quien todavía supervisa su escritura. Le facilitaron a Damián las herramientas conceptuales para desentramar el embrujo que ciertos autores, como Francis Ford Coppola y Brian De Palma, ejercían sobre él. También lo instaron a estudiar Teoría del Cine en Villa Urquiza con Ángel Faretta, el crítico icónico de la revista Fierro.
“Faretta es un tipo que puede citar de memoria La divina comedia, la filosofía de los últimos trescientos años y que, en pleno siglo XXI, discute con fervor controversias relativas al Concilio de Trento o la Biblioteca de Alejandría. A mí me abrió la cabeza en muchas direcciones, incluso cuando se trata de rivalizar con él. Hay directores que me encantan y él ni registra, empezando por todos los Sidneys y Stanleys, Woody Allen o Steven Spielberg”.
“En mi vida, el cine, desde que tengo memoria, fue una experiencia religiosa. De chico ir al cine era otra cosa, me conectaba con otra dimensión de la existencia. Algo parecido a ese efecto transfigurante que describe Huxley en relación a ciertas drogas en Las puertas de la percepción, libro que seguramente Faretta descarta por new age. Pero no importa. El punto es que Ángel, desde su teoría, a través de sus ideas, explica por qué el cine es una experiencia religiosa”.
Por medio de sus docentes, Szifron llegó a entender las reglas gramaticales del lenguaje audiovisual, pero su gran aprendizaje, en la praxis, fueron aquellas salidas a los cines de la calle Lavalle con Bernardo, su gran mentor. De él mamó, por ejemplo, la fascinación por los westerns (género que permea solapadamente a buena parte de su obra, desde Tiempo de valientes hasta Misántropo).
La primera internación de Bernardo, por una complicación cardíaca severa, representó el momento en que se configuró el carácter de Damián; la instancia crítica que demandó de él un nuevo sistema operativo. Los médicos no podían practicar la intervención, ya que el hospital no se encontraba lo suficientemente equipado, pero trasladar a Bernardo a otra clínica en ese estado era extremadamente riesgoso. El tiempo corría. En medio de un entramado siniestro de coberturas, obras sociales y burocracia, se bifurcaban dos alternativas: permanecer ahí, o apostar a un traslado incierto que, de ser exitoso, resultaría en una calidad de vida mejor para su papá. Damián, que ya trabajaba, pero seguía siendo relativamente joven, se vio obligado a elegir.
“Hubo un instante concreto en que me di cuenta de que nadie iba a tomar una decisión como esa si no era yo. Me incliné por efectuar el traslado y costear la operación de forma privada, asumiendo una deuda porque la situación económica familiar era muy mala y de hecho había contribuido a producir el episodio. Durante la operación no podía parar de pensar en todas las películas que habíamos visto juntos y me imaginaba a todos esos personajes que tanto nos gustaban tirando de una soga para sacar a mi viejo del pozo: Django, Rambo, John McClane, Harry el Sucio, Tevye el Lechero, Popeye Doyle, Ripley, Sarah Connor, los Corleone… Hasta los malos ayudaban. Gracias a Dios salió todo bien, le pusieron tres stents y vivió diez años más, pero en ese momento nadie lo podía asegurar. Creería que ahí me hice adulto”.
Siempre que puede, en cada entrevista, Szifron homenajea a Bernardo, manteniendo vivo su espíritu. En 2014, confesó a la revista Inrockuptibles que hacía películas para “tener la sensación de tenerlo al lado, mirar la pantalla y ver el efecto que produce el buen cine en él”. Cuando fue reconocido en 2021 con el Konex de Platino a mejor director de la década, Damián describió a Bernardo como un “modelo de espectador”. Su dedicatoria más conocida, de todos modos, es la que fue vista por cuatro millones de espectadores en Argentina: el “a mi papá” que antecede a Relatos salvajes.
Así como Szifron sofisticó la televisión con una buena dosis de cine, la pantalla chica le devolvió el favor en el largo plazo. Relatos salvajes, tal vez su magnum opus, puso en práctica todo lo que Damián había aprendido en Los Simuladores y Hermanos y detectives sobre narrar en un formato episódico, sintético y autoconclusivo. El resultado fue una película antológica, conceptualizada y secuenciada como un disco (con altibajos deliberados en pos de un crescendo más macro), cuyo tejido conector pasaba más por lo temático y tonal que por lo narrativo. Las seis historias exploraban los placeres de perder los estribos, del vértigo inherente a cruzar la frontera entre la civilización y la barbarie.
Además de ofrecer un bálsamo simbólico a una impotencia generalizada, Relatos salvajes fue la plataforma perfecta para que Szifron despegue una formalidad vertiginosa y subyugante, generadora de dosis infinitas de tensión. Sobre su construcción del suspenso, Szifron dice: “Hay algo en la forma de dilatar el tiempo antes de un estallido que fui viendo en directores como Hitchcock. El fondo del mar tenía elementos de suspenso, pero donde apareció eso de forma fuerte, y que yo sentí como novedoso dentro de lo que venía haciendo (porque era esencialmente muy visual, a diferencia de otras cosas donde había una dramaturgia muy presente), fue cuando estaba filmando el relato de Leo Sbaraglia. Noté una cuestión puramente visual de puesta de cámara y de sonidos que iban creando la tensión necesaria para después llegar de la mejor forma posible a los estallidos necesarios. Ahí me vi pensando de otra manera. Si me hubieras estado haciendo una resonancia, creo que se hubiera iluminado una parte en el cerebro”.
Sbaraglia, desde La Rioja, recuerda el rodaje de esa colaboración: “Me encontré con un director y una persona extraordinaria, que tenía absoluta claridad de lo que quería: cada punto, cada coma, cada nota que había que tocar. Como actor, me aportó la posibilidad de generar expresivamente algunas cosas que no me imaginaba. Esa historia tan física depende mucho de cómo está construida y yo podía estar un poco más ajeno a la construcción que él tenía a nivel de cámara. Cuando lo vi, me impactó el nivel de ingeniería visual. Realmente tiene un nivel muy fino y al mismo tiempo concreto de conexión entre lo que está transmitiendo el actor y lo que siente el espectador. Esperamos muchas películas de él”.
Relatos salvajes se convirtió en el film más taquillero en la historia del cine argentino y el hecho de haber ensamblado a un elenco compuesto de figuras que normalmente no actuarían juntas (por su condición de estrellas protagónicas) seguramente ayudó. Pero la cosmovisión de Szifron sobre un sistema tan violento y prepotente conectó en múltiples latitudes: esos cuentos que alguna vez escribió en la bañera le terminaron valiendo la programación en la Competencia Oficial del Festival de Cannes, el premio BAFTA y, por supuesto, la nominación al Óscar.
“Las entregas de premios no son inherentes al quehacer cinematográfico. La mejor versión de un reconocimiento es que te avisen que se va a producir y punto. El Mundial de Fútbol es distinto porque ahí se va a competir. Los tipos dejan la vida en la cancha y se miden contra el rival en tiempo presente, de eso se trata el deporte. Pero los artistas en una entrega de premios no tienen nada que hacer. Las películas ya están hechas. Estrenadas. Y cuando el corazón del asunto opera principalmente en el nivel del ego, no hay mucha ciencia: te alegrás cuando ganás, te deprimís cuando perdés, y en ambos casos sos un instrumento de un show televisado”.
La contracara positiva de haber transitado el circuito de festivales y la temporada de premios fue que la exposición vino equiparada de posibilidades. Hollywood le abrió las puertas, y no sólo laboralmente: recibió felicitaciones de Woody Allen, charló en un bar con Quentin Tarantino, Sophia Loren acarició la panza de Marull, entonces embarazada de Eva. Y el mimo más grande: se hizo amigo de Stallone. Todos cautivados por el blend de universalidad y localismo que discurre en el universo Szifron.
“Yo siempre adoré de Damián que sus historias pasasen en el mundo de lo real”, explica Kuschevatzky sobre el condimento puntualmente argentino de su trabajo. “Hablaban de lugares específicos y de esquinas reales, y él nombraba personajes a partir de gente que conocía. Stofenmacher, el apellido de su familia materna, se reproduce sistemáticamente en su obra”. Y se ríe: “No podía ponerle Kuschevatzky a un personaje, tiene demasiadas consonantes para una ficción. Pero en el segundo episodio de Los Simuladores, en el que le hacen una colonoscopía a un mafioso, la clínica se llama Clínica Axel” (a quien no le causó tanta gracia el humor de Szifron fue a Gabriel Medina, asistente de dirección de El fondo del mar, que replicó al guiño nominal de Los Simuladores con un reproche encubierto titulado Los Paranoicos; algo que, seguramente, Marilina Ross jamás anticipó cuando escribió “Puerto Pollensa”).
Axel concluye: “Soy poco objetivo porque le tengo un profundo amor como amigo, habiéndolo visto crecer, pero a mí me divierte que Damián genuinamente cree que el universo está dividido entre buenos y malos. Me encanta eso porque habla de un tipo muy sofisticado y al mismo tiempo con un aspecto muy romántico de las cosas. Es una persona de mucha nobleza”.
Toda la obra de Damián Szifron da cuenta de esa posición ideológica, en términos que jamás van en desmedro de lo profundo, lo matizado o lo complejo. Si alguna vez se alineó más con las reparaciones individuales que ofrecían Los Simuladores, hoy adhiere a la idea de un cambio de reglas que propicie espacios de menor agresión: “Los Simuladores tapaban agujeros de un barco que se estaba hundiendo. No recuerdo si en aquel momento yo sentía que esos agujeros estaban producidos por un contexto, una lógica y un conjunto de creencias tan expandido y naturalizado que resultaba muy difícil de identificar. Cuando nos va mal, tendemos a culparnos a nosotros mismos. Y somos impiadosos. Rara vez se nos ocurre pensar que quizás el barco estaba diseñado para hundirse”.
Quizás el concepto que más se reitera en el vernáculo szifroniano sea el de la libertad (“la libertad tiene su precio, pero siempre es bajo en relación a no ser libre”, llegó a decirle a La Nación en 2013), y vivir bajo ese precepto conlleva muchas gratificaciones, como tener los horarios de sueño corridos; viajar quince días a Nono, en Córdoba, a tomar notas bajo las estrellas durante noches enteras; o alquilar la casa uruguaya en la que vacacionaba de niño con su familia para retrotraerse al asombro lúdico de la niñez. De forma sucinta: poder cuestionarse, inspirarse y escribir.
Pero regirse en términos propios contrae, por añadidura, el choque cotidiano de la insubordinación. Acaso la más pública se dio cuando Damián, sentado en la mesa de Almorzando con Mirtha Legrand y en plena promoción de Relatos salvajes, afirmó: “Yo, si hubiese nacido muy pobre, en condiciones infrahumanas, y no tuviese las necesidades básicas cubiertas, sería delincuente más que albañil. Este sistema necesita gente que nazca pobre. No se sostiene sin pobres”.
Una faceta más reverencial suya se deja entrever en su apreciación por la música, sobre todo la clásica y el jazz. “El anillo de Salomón”, un episodio de Los Simuladores, atañe a ese universo. Y el inigualable Daniel Barenboim, que es fan de Szifron desde Relatos salvajes, lo invitó para que oficiara de regisseur en una puesta de Sansón y Dalila, de Camille Saint-Saëns, que se materializó en 2019 en la Ópera Estatal de Berlín. Ese léxico se cuela en la manera en que Damián habla de dirigir actores.
¿Cómo fue colaborar con intérpretes de la talla de Ben Mendelsohn y Shailene Woodley en Misántropo? Y en el caso de Shailene, ¿cómo fue negociar con que la película no sólo fuera un vehículo tuyo sino también de ella, por su fama y por su rol como coproductora?
El papel ya estaba en el guion y ella lo leyó y quiso participar. Tanto ella como yo, junto a Aaron Ryder y Stuart Manashil, somos productores porque estamos desde el minuto cero en todas las decisiones artísticas de dónde rodar, cómo completar el resto del casting… Ella es una excelente compañera, una mina muy, muy inteligente. Muy sensible también. Y ella es norteamericana. Le atraía contar esta historia, capaz por razones distintas de las que me podían atraer a mí a esta historia. Ella era de la casa.
Está genial en el papel y Ben Mendelsohn tiene una cadencia increíble para los diálogos.
Son muy diferentes como actores. Shailene es increíblemente disciplinada; estudiosa del guion por dentro y por fuera. Ben Mendelsohn es de una energía y vitalidad muy grande, fue como dirigir a un relámpago muy expansivo donde agarrás ciertos gestos que tienen una potencia y una intensidad que te quedás como, wow… Lo vas agarrando de a partes. Esta cadencia a la que te referís la tenía del guion. Siempre pienso que el guion es como una partitura. Me acuerdo de los tonos. Después trato de reproducir eso pero de una forma tal que se vuelva natural y el actor no sea un rehén del guion. En la música clásica, lo que está escrito está escrito y se toca así. Distinto es el free jazz. Te diría que Shailene Woodley es más como Yo-Yo Ma y Ben Mendelsohn como si agarraras un día a Miles Davis, que llegó y empezó a hacer cosas. Si vos querés tocar el tercer movimiento de tal sinfonía, se hace caótico. Dirigir músicos tan distintos para crear las situaciones que tenía en la cabeza no fue el trabajo más rápido del mundo, por una falta de tiempo que fue demoledora. Esta fue una película que se filmó en muy pocos días, la plata se iba, en invierno oscurecía muy temprano… Fue una complicación atrás de otra, pero bueno, acá volví. Volví.
El germen de Misántropo, cuenta Szifron, apareció en 2010, precediendo a Relatos salvajes por unos años. Contrario a lo que le suele ocurrir, el detonante esta vuelta no fue una idea de guion. “Lo primero que me asaltó en relación a esta historia es el poder detrás de este villano: la imagen de un volcán que había reprimido mucha negatividad durante muchísimo tiempo y de pronto entró en erupción; un asesino que al mismo tiempo era una desastre natural con mira telescópica y que atacaba en una noche de festejo, disparando desde el anonimato de modo tal que los rugidos de los fuegos artificiales enmascaraban los disparos. Lo asocié con otras películas donde aparecen peligros con los que no podés negociar porque son de otra naturaleza. Alien, por ejemplo. Hay ahí una fuerza hostil de mucha rareza que los héroes de la película no están preparados o equipados para detener”.
“La dejé reposar. En su momento, se veía norteamericana, pero al mismo tiempo no tenía sentido pensar en dirigir una película en Estados Unidos cuando lo último que había hecho acá era Hermanos y detectives. Después de Relatos salvajes, sí recibí muchas propuestas para filmar afuera. La imagen de esta película volvió al horizonte y decidí empezar a desarrollarla un poco”.
Antes de hacer eso, Szifron había sido convocado por The Weinstein Company para realizar una adaptación en clave Oliver Stone de El hombre nuclear, a ser protagonizada por Mark Wahlberg. En su lectura del material, el protagonista funcionaba como una suerte de Julian Assange y la fuerza antagónica se encontraba en el Pentágono. Cuando TWC se cayó, el proyecto pasó a manos de Warner Bros. y las cosas se complicaron: se impusieron escritores que, con el fin de justificar un sueldo y un crédito de guionista, realizaban cambios arbitrarios al texto. La visión original de Damián comenzó a desdibujarse y el villano pasó de ser el complejo militar industrial a un traficante de armas de Europa del Este. Finalmente, en marzo de 2018, renunció.
En contraste, la maduración de Misántropo se benefició por una autoría compartida. Jonathan Wakeham, a quien Szifron había conocido en capacidad de asistente durante la experiencia de El Hombre Nuclear, se sumó al proyecto para colaborar en las reescrituras de guion. A raíz de su inclusión, el personaje de Ben Mendelsohn creció considerablemente. No es casual que Jonathan Wakeham sea británico: Misántropo fue la forma que ambos encontraron de metabolizar el desánimo que implicó el truncamiento de El Hombre Nuclear.
El pitch de Misántropo despertó interés en el mercado norteamericano, particularmente en Filmnation, ya que el prospecto de un thriller para adultos sonaba fresco en un mainstream que ya no le reserva mucho espacio al género. Pero la producción, en todos sus niveles, implicó grados inusitados de adversidad para Szifron. Los borradores debieron reescribirse una y otra vez porque las ciudades en donde transcurría la acción, repentinamente, se veían asediadas por asesinatos en masa reales. También molestaba que el antagonista sea dignificado con cierta humanización, en lugar de limitarse a ser un arquetipo de otredad bestial liso y llano, algo más digerible para una cultura tan empecinada hoy en ofenderse.
Cuando, en 2020, Szifron viajó a Montreal para un scouting de locaciones, se desató la pandemia. Su advenimiento, además de acarrear incertidumbre y desgaste emocional, implicó postergar el rodaje un año entero y absorbió un 30% del presupuesto, que debió destinarse a protocolos de seguridad. Misántropo se terminó filmando en enero y febrero de 2021, sin vacunas ni visas, en un invierno canadiense de 25 grados bajo cero. Así lo dictaban las obligaciones contractuales, y Szifron no pudo sino acatar.
¿No podías trasponer la premisa de Misántropo a Argentina?
Es una película que argumentalmente tiene más sentido en Estados Unidos, por el tipo de ataque y por el tipo de institución que persigue al antagonista. Está hablando en un porcentaje muy grande de esa sociedad. Hacer una película sobre EE.UU. no es lo mismo que hacer una película sobre Indonesia; las ideas fundantes o imperantes de la cultura norteamericana han penetrado un porcentaje enorme de la totalidad del mundo, incluida Argentina. Desde que uno es chico, ve películas norteamericanas como si fuera local. Cuando decís: “Voy al cine a ver una película extranjera”, rara vez te estás refiriendo a una película norteamericana. Una película norteamericana no es una película extranjera, es una película. Esa idea que uno tiene tan naturalizada no es tan natural. Que esa cultura haya penetrado en la totalidad del globo no es únicamente gracias a las virtudes y valores de productos aislados sino a toda una concepción de país y de nación que tiende a la expansión. Hacer una película sobre Estados Unidos, entonces, siento que es algo a lo que cualquier director del mundo tiene casi como un derecho natural. Misántropo en todo caso tiene una mirada extranjera sobre ciertas cuestiones estadounidenses que afectan al resto del mundo. Para mí, el cine no tiene fronteras geopolíticas tan estrictas. No se me superpone el universo del cine y el globo terráqueo.
¿Cómo fue filmar para Estados Unidos en contraposición a filmar acá? ¿Cuáles fueron las ventajas y desventajas?
Este fue un proyecto muy arduo, muy tenso, muy difícil. Cuando estás filmando con tanto frío, en medio de la pandemia, a contrarreloj y sin presupuesto empieza cada tanto a haber accidentes. Ha habido terribles accidentes en la historia del cine, entonces tenés que tomar los recaudos y al mismo tiempo terminar la película dentro del plan de rodaje. En el cine empiezan a aparecer un montón de tensiones que a veces son difíciles de resolver en beneficio de la visión que uno tuvo de determinada película. Eso en general es más difícil en Estados Unidos que acá, o al menos para mí. Gracias a otros proyectos que hice antes, acá tengo un control natural sobre las cosas que hago que nadie discute. En Estados Unidos esto no es tan así, pero yo pretendo seguir teniéndolo y pretendo que una película que hago refleje mis intenciones. En esa coyuntura se hizo complicado, pero debo decir que la película, de punta a punta, es mi corte. Es la película que escribí. ¿Me hubiese gustado tener más apoyo para llevar todas esas ideas o resolverlas con más presupuesto y tiempo para pensar? Sí. ¿Tuve todo el apoyo que quería? No. Ahora, de eso se trata muchas veces el cine. Tenés que convertir en ideas los obstáculos y las dificultades. A menudo, encontrás cosas que son mejores que las que querías hacer. Yo creo en el límite como posibilidad. En ese camino, que a veces adquiere la forma de un laberinto, aparecen ideas que, si no, nunca se hubiesen presentado.
¿Cuántas instancias hubo en Misántropo que hayan puesto a prueba tu adaptabilidad?
Muchas. Había una secuencia de acción más mega al final, que por una cuestión de tono me parece que a esta película no le hubiese venido bien, entonces elegí para la conclusión no otra idea pero sí otra escala que es mucho más natural para esta película. Me gusta ese concepto de alejarse de la ciudad, del caos, los drones, los edificios y la explosión. Hay algo de Misántropo que se va ralentizando; no sé cuán perceptible es esto de forma consciente, pero normalmente una película de estas características se aceleraría y terminaría con un tiroteo veloz.
Es mucho más coherente temáticamente desembocar en una implosión.
Había una escena de acción más grande, pero todo era problemático y la financiación de la película era muy parecida a una alcancía donde, sin importar cómo la mirara, no salían las monedas. Yo quería hacer esta cosa de película de guerra. Ahí, en respuesta a tu pregunta, aparecen soluciones que muchas veces son las más naturales. Ya que estamos en la revista Rolling Stone, “you can’t always get what you want”. No podés siempre tener lo que querés, pero si tratás de conseguirlo encontrás lo que necesitás, que es mejor que lo que querés.
El resultado final es super fluido, no se advierten esos contratiempos.
La película tiene una cadencia amable. Parte de lo que me gustaba de esta historia era meterme en una película de Sidney Lumet como El veredicto, películas que les dan más tiempo a las escenas. Es una velocidad contraria a cómo se tiende a filmar hoy. Cuando la fui a montar, más aún tuve la necesidad de desacelerar. Hoy hay mayor tendencia a la estridencia y acá tenía la necesidad de estar con dos tipos en un auto, escucharlos hablar, escuchar las respiraciones, el tráfico suave que pasa por afuera; toda esa gramática que para mí compone escenas más orgánicas.
¿Cuál escena te dejó más extasiado luego de haberla filmado?
La que viví como entrar en una frecuencia zen fue la del encuentro entre la protagonista y el antagonista. Ahí vacié el set, vacié el quilombo; sólo dejé cámaras, director de fotografía, sonidista, dos actores y todo el mundo afuera. Teníamos un día para filmarla y eran como diez páginas de guion. Una secuencia muy larga, pero también la resolví de puesta simple. Acá la cámara no se mueve, está clavada, estamos con ellos. Que se pare el mundo y nos podamos meter en esa conversación. Cuando filmé eso, lo que estaba pasando ahí ya me gustaba sin edición.
¿Podría afirmarse que tu obra gira en torno al tópico de la miseria de las instituciones?
Creo que hay algo con la autoridad y las instituciones que crepita en Los Simuladores y en Hermanos y detectives. En Relatos salvajes está la idea de la institución como un mundo que ocasiona más problemas que los que resuelve. No es que no crea en las instituciones, pero en este contexto, en este mundo, en este sistema y con estas reglas, en general tiendo a sentir que defienden al lado equivocado de determinados conflictos. Esa percepción se agudizó después de la experiencia de El Hombre Nuclear. Ahí fue cuando Misántropo se volvió un drama institucional tanto como un thriller, dos géneros que, con suerte, no están compitiendo sino que están amalgamados.
Ahora se encuentra trabajando, con muchísima discreción y junto a Patricio Vega, en la película de Los Simuladores, de la que no se sabe nada: sólo que tiene 200 páginas de anotaciones recopiladas e intenciones de ahondar en una línea más científica (en 2003, le expresó a ROLLING STONE sus ganas de narrar en dos tiempos, ancladas en Érase una vez en América). El rodaje está estipulado para finales de 2023 y el estreno para 2024.
En el tintero, tiene algunos proyectos sin materializar. Dos secuelas: Más relatos más salvajes, que transcurre en Argentina, y Planeta salvaje, más globalista. El Extranjero, una saga de sci-fi maximalista que ideó a los 17 años y que ya cuenta con casi un decenio de escritura. Little Bee, un western en inglés, y La pareja perfecta, una comedia romántica particular. Y una serie de títulos que jamás había revelado y comparte en exclusiva a ROLLING STONE: Delirium tremens, Mi primer infarto, Llena tu cabeza de rock, La droga de la verdad.
Lo que esos nombres dejan entrever es que, con 47 años, Damián Szifron sigue animándose a los géneros y a la imaginación. Quizás ahí esté su mayor insurrección: abrazar, sin tapujos, lo fantástico y lo clásico en un mundo que va a contracorriente de todo eso, seguir acortando la brecha entre el arte popular y el arte elevado.
“Los dispositivos narrativos o recursos visuales en mi caso no suelen ser tan premeditados. Trato de sentirme lo más liviano posible. Si este plano va en cámara lenta o invertido o si acá el foco no se pone donde tradicionalmente iría según el manual es porque me asaltan imágenes de ese tipo y las dejo fluir, sabiendo que significan algo. En el tipo de cine que más me impactó nunca se ve el firulete, la virtud que tienen los directores que más me gustan es que ponen la historia por encima y por delante de ellos, siempre pensando que es más importante que el recurso pirotécnico y notorio. Yo valoro eso. Ni siquiera es una apuesta al clasicismo. Es un amor al clasicismo, porque permite que las ideas viajen mejor y sin hacer tanto ruido. A veces, tengo la sensación de que vivimos en un mundo que exige algo raro, nuevo, de vanguardia. Esa presión muchas veces puede confundir, sobre todo porque es bastante más fácil hacer ese tipo de cosas que contar una historia donde el director no se nota, y contarla bien. Vos podés escribir un libro con palabras que sólo incluyen la vocal ‘e’ y lo vas a poder hacer y va a llamar la atención y hacer ruido, pero mucho más difícil es escribir una novela de Conrad”.
“Siempre estoy tratando de hacer lo mejor que puedo para que la visión que se configuró llegue con la menor cantidad de interferencia posible. Todo el trabajo para mí se trata de crear el mejor puente entre un autor y una audiencia. Es una historia de amor, y como en toda historia de amor, son muy importantes las dos partes. Hay autores y estudios que se consagran a la audiencia y lo único que quieren es complacer, tienen una relación casi masoquista donde la audiencia tiene el poder. Del otro lado, hay autores que hacen lo contrario, un acto onanista de egoísmo total donde no importa si llega o no llega, si se entiende o no se entiende. A mí me importan las dos cosas. No sacrifico lo que quiero contar, pero tengo en cuenta al otro. Hay espacio en la experiencia de una obra para que las dos partes se sientan libres”.