En Misántropo, Damián Szifron construye un thriller con la precisión de un francotirador

A diez años de Relatos salvajes, el debut en Hollywood del director argentino vuelve a diseccionar meticulosamente las posibilidades cinematográficas de la barbarie

Por  BARTOLOMÉ ARMENTANO

mayo 4, 2023

¿De cuántas formas se puede filmar un disparo? Podría componerse un plano general, de angulación normal, donde alguien cae como una pieza de dominó. O podría apostarse a uno abierto, cenital, de una pista de patinaje blanca que pronto se verá intervenida por un trazo de sangre. Tal vez funcionaría mejor lo contrario: un frame cerrado y asfixiante en el que una bala penetra la pared vidriada de un ascensor en movimiento hasta dar con su blanco.

De todas estas maneras comienza Misántropo, el debut del argentino Damián Szifron en Hollywood y su regreso al cine a casi diez años de Relatos Salvajes (2014). Hasta podría decirse que retoma su obra donde la dejó, dramatúrgica y formalmente: con el director explorando las posibilidades cinematográficas de la barbarie, de noche, en medio de una celebración que acontece en una terraza metropolitana. 

El contexto, sin embargo, ya no sería el de una boda judía en Buenos Aires. Misántropo inicia en Año Nuevo y se emplaza en Baltimore, la ciudad de Omar Little (Tracy Turnblad) y, ahora, Eleanor Falco (una muy sólida Shailene Woodley, quien también coproduce), la agente que entrará en escena bajo la convocatoria de un superior y mentor, Geoffrey Lammark (un excelente Ben Mendelsohn), para rastrear a un tirador incógnito cuyos actos de terrorismo no parecen discriminar según variables demográficas o posiciones ideológicas particulares.

Por su premisa y su fisionomía (la fotografía potente de Javier Juliá genera una cariz grunge, captando perfiles en contraluz y tiñendo a las imágenes de verdes pútridos o celestes gélidos), Misántropo está siendo promocionada como un thriller reverencial de los clásicos noventosos. Lo cierto es que la película, en mayor medida, se emplaza en la corriente de los procedurals y, sobre todo, de los dramas institucionales de los años setenta como Los tres días del cóndor o Contacto en Francia: obras más interesadas en iluminar el cómo que el qué. 

Si bien no escasean las escenas de acción (hay una secuencia magistral en un minimarket que se acerca al western en su planteamiento), Misantropo refulge con la misma potencia cuando conjetura sobre la motivación de un sociópata o hecha luz sobre la miseria de las instituciones, que son representadas como algo más grotesco que los casos individuales que engendran (en materia de representación, cabe destacar que la dicha doméstica de Lammark, lejos del postureo hollywoodense de las buenas intenciones, se siente orgánica y edificante; aporta una tridimensionalidad a un personaje que en manos menores sería acartonado).

Con la aparición de estos interrogantes, Szifron va construyendo una narración tan metódica como el proceder de su francotirador. Migrando de la explosión a la implosión, comienza a ralentizar los ritmos, a alargar las escenas y, cual orfebre ilusionista, a montar un juego de espejos donde se asemejan (a través de planos invertidos) heroínas y villanos, donde el sistema copta al outsider al mismo tiempo que expulsa al insider y donde, por encima de todo lo demás, se devuelve a la sociedad norteamericana el reflejo de sus insurrecciones incel y asesinatos en masa. En ningún momento deja de extenderse una pregunta: ¿qué hace que estas personas, criadas bajo un mismo sistema y tan análogas en sus sentires, tengan un devenir diferente? ¿Es la diferencia entre alguien que se odia y alguien que odia a secas?
Este componente testimonial tal vez explique la recepción atenuada que Misántropo está teniendo en Estados Unidos en contraposición a otros territorios, o quizás la razón se encuentre en la insularidad creciente de la crítica norteamericana. A lo mejor es cierto eso de que las modas se reciclan cada veinte años (no hay mucha demanda de thrillers en los 2020 pero sí la hubo en los 50 con Hitchcock, en los 70 con Friedkin, en los 90 con Fincher y en los 10 con Villeneuve). El pecado de Misántropo debe ser, para Hollywood, estar estrenándose a destiempo, porque el clasicismo al que Szifron apela está perfectamente ejecutado y nada tiene de controversial. En Argentina, hay pocos cineastas que sepan encuadrar, filmar y cortar tan bien como lo hace él; menos son los que logran acortar la brecha entre el arte popular y el arte elevado. Misántropo, como todo el cine de Szifron, es filantropía pura.