Auge, yeites y redención del héroe de la guitarra

La guitarra ya no es la forma más cool de llamar la atención, no simboliza rebeldía para las nuevas generaciones y no es esencial para construir canciones exitosas. Sin embargo, sobrevive y sigue muy vigente

Por  DIEGO MANCUSI

mayo 22, 2024

*Esta nota forma parte de una nueva edición de los bookazines de colección de Rolling Stone, Héroes eléctricos. Los más grandes guitarristas de todos los tiempos, que a partir de este viernes podés conseguir en todos los kioscos del país.

Empecemos al revés: hablando de todas esas veces en las que la guitarra nos arruinó un buen momento. Es un escenario común: la reunión viene bien, hay risas y vasos vaciándose y algún arrime más o menos velado, hasta que alguien hace aparecer una criolla y procede con una versión afectada y anticlimática de: a. “Wonderwall”, de Oasis, si es en un barrio al que sí van los Uber; b. “Desconfío” o “Sube a mi voiture”, del Carpo, en la periferia. Es muy posible que el ascenso de la música urbana en la hegemonía cultural juvenil se haya cargado estas penurias (puntazo para el trap), pero quien haya vivido sus veinte en épocas de melodía, armonía y ritmo seguro atravesó más de una vez esos cinco minutos con los que algún capocannoniere de las seis cuerdas volvió el relojito de la diversión a cero. Y todo en pos del gran objetivo final: llamar la atención.

Un chiste recurrente en los años en los que todavía se hacían chistes de rock era que los bajistas se metían en bandas porque querían tocar y los guitarristas, porque querían ponerla. Es un montón, desde ya, pero un poquito de verdad hay en la hipérbole: la urgencia por concentrar miradas (y libidos) de los guitarristas fue uno de los factores que convirtieron la guitarra en el instrumento rockero definitivo de los 50 en adelante. Se explica a continuación, a sabiendas de que a esta altura del texto ya se deben estar agitando antorchas.
Nunca en la historia el ser humano no quiso llamar la atención. Que te estén encima es parecido a que te quieran, y lo que todos ansiamos desde que nacemos es que nos quieran. Desde que un cavernícola golpeó dos huesos de mamut con cierta cadencia e hizo bailar a otro, el hombre encontró en la música una vía para ser el alma de la fiesta, y el siglo XX no fue excepción. En el primer rock’n’roll, el guitarrista era un acompañante del verdadero protagonista: el cantante. Mientras Elvis la rompía al frente, Scotty Moore –de quien probablemente no conocieras el nombre– trabajaba al fondo.
Todo empezó a cambiar con el surgimiento de gente que conjugaba los dos roles, más que nada Chuck Berry y la injustamente subvalorada Sister Rosetta Tharpe: ahí, la guitarra se empapó del carisma y la excentricidad de los frontmen, y quedó sembrada la semilla para la aparición en la década siguiente de los guitar heroes, figuras mitológicas que bautizaron un jueguito y pusieron al guitarrista en medio de la escena.

En plan de competirle al cantante por la atención, los violeros se fueron poniendo más llamativos, más narcisistas, más estrambóticos y -claro- más talentosos. Primero Eric Clapton y Pete Townshend, después Jimi Hendrix, y ahí, con la tranquera abierta, cayó la caterva de monstruos de los 70.

Cuando ganó visibilidad, la guitarra se volvió un símbolo. Se necesitaba un ícono que los cantantes no aportaban, y en eso llegaron los guitarristas con un aparato que servía para manifestar corpóreamente la contracultura del rock. Era traje burgués o viola rockera, una tentación irresistible para cualquier adolescente en su búsqueda de diferenciarse de sus antepasados.

Los pibes no querían una vida normal, no les gustaban los horarios de oficina, su espíritu rebelde se reía del dinero, del lujo y del confort… y ya ven para dónde estamos yendo. Jorge Serrano (Auténticos Decadentes) lo expresó mejor que nadie: la guitarra no era un instrumento, sino el elemento que representaba lo contrario a la vida estable, previsible, seria y aburrida que tus papás habían tenido y que te deseaban a vos.

Generaciones enteras quisieron tocar todo el día y que la gente se enamorara de su voz, pero había un problema: para jugar en primera como guitarrista ahora había que ser bueno de verdad, y eso casi siempre implicaba estudiar y ensayar como un enfermo. Una paradoja.
Pero efectivamente los guitarristas llamaban la atención, lo cual hizo que la población de guitarristas se multiplicara exponencialmente y que el nivel general se elevara. Así, para destacarse no alcanzaba con saberse el sol y el do y trastabillar para meter la cejilla en el fa: para ser una estrella había que pelar, solear, tocar con los dientes, prender fuego literal y figuradamente el instrumento. Los solos se volvieron largos, enroscados y –sobre todo– rapidísimos.

Eddie Van Halen terminó de exponer a todos: ser guitarrista de rock de repente era imposible, sobrehumano. El público pedía más: diez minutos de punteo supersónico se festejaban como un 2 a 1 sobre la hora. Una tropilla de contorsionistas de la guitarra (no los nombramos para protegernos de sus fans intensos) empezaron a grabar discos instrumentales pirotécnicos que no le movían un pelo a nadie, salvo a los ñoños que se extasiaban cuando detectaban el modo mixolidio.

Entonces cayó Johnny Ramone y volvió todo a fojas cero: había otra forma de ser guitar hero, otra variante de habilidad, una que democratizaba el estatus de estrella y lo volvía alcanzable por no requerir ser Beethoven enchufado. No cualquiera podía ser Johnny Ramone, más vale, pero técnica y talento dejaron de ser lo mismo.
La guitarra era todo eso. Una fantástica forma de llamar la atención. Un canal para fascinar con destreza. Una vía de expresión de ideales de vida. Y hay que considerar el factor físico/emocional: siendo un instrumento versátil, que ofrece un rango grande de frecuencias y sonidos, la guitarra sirve para motivar en el oyente un abanico igualmente amplio de sensaciones.

Lo dice la ciencia: los graves disparan sentimientos de oscuridad o melancolía que uno puede asociar con géneros como el blues o el metal; los agudos transmiten alegría, como en el pop o el funk. Tocar rápido motiva a correr o cagarse a topetazos en un moshpit; tocar lento insta a quedarse quieto, mirarse las manos y comer chocolate. El movimiento cultural más importante del siglo pasado abrazó la guitarra porque le venía al pelo para casi todo.
Y entonces hacemos una elipsis hasta nuestros días, y resulta que al momento en el que esto se escribe, en el Billboard Hot 100 no hay una sola canción de rock de guitarras. Los que más se acercan son Hozier, Luke Combs y un muchacho que hace dark-country mezclado con rap llamado Jelly Roll. A los tíos pelados con pelo largo se les disparan las alarmas: si esto es así, el rock debe estar muerto, y en su rodar barranca abajo se debe haber cargado a la guitarra.
Algo de verdad también hay en eso, pero para explicar esta caída en desgracia podemos usar los mismos factores que usamos para contar por qué tuvo su auge. Para empezar, hay formas de llamar la atención que: a. están más cerca de los jóvenes; b. no requieren ni siquiera un instrumento, como producir con una computadora para que un rapero/trapero haga su magia; de alguna manera, Bizarrap es el nuevo guitar hero.
Si esta última idea te revolvió las tripas, sos un poco parte del problema. Durante décadas la intelligentzia del rock se dedicó a defenestrar a cualquiera que no hiciera música con guitarras, como si eso que nació como símbolo de rebeldía se hubiera transformado en dogma. Y cuando el rock se volvió conservador, la juventud hizo lo que hacen las juventudes: diferenciarse. Así es como para mucha gente el rock terminó asociado con chabones con pantalones cargo y buzo polar que, con una cerveza medio tibia en la mano, bastardean a quien se les ponga enfrente con la premisa “a este le das una guitarra y no sabe qué hacer”. Y a los que sí tocan la guitarra y lo hacen bien les revolean con la historia: “Es bueno el pendejo, pero tampoco es David Gilmour”. No hay manera de ganar.
Pete Townshend dice que el virtuosismo ya saturó. “Si te pasás una hora en Instagram vas a encontrar desconocidos tocando la guitarra de la forma en la que un gran violinista como Yehudi Menuhin tocaba su instrumento. Pueden puntear como Eddie Van Halen o hacer jazz como John McLaughlin. Agotaron las posibilidades de la guitarra. Y ese tipo de virtuosismo está pasando con el rap o con el pop que se hace en laptops”, opina el líder de los Who.

Y en cuanto al espectro de sensaciones que puede generar la guitarra, se siguen aprovechando, pero desde los márgenes. “La guitarra se volvió un instrumento textural más que principal, y probablemente eso sea algo bueno”, le dijo Matt Bellamy de Muse a la BBC.
De modo que la guitarra ya no es la forma más cool de llamar la atención, no simboliza rebeldía para las nuevas generaciones y no es esencial para construir canciones exitosas. Sin embargo, sobrevive y sigue muy vigente en dos espacios radicalmente opuestos: los shows a cancha llena de las bestias clásicas y los de los pibitos a los que las modas les pasan por el costado y cortan ocho entradas mientras sueñan con lo que sea que signifique hoy pegarla. No es que la guitarra haya muerto: es que el mainstream no la adora. Lo cual siempre es buena noticia: casi todo lo interesante, lo que de verdad respira, pasa por fuera de cualquier ranking.

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