[Archivo RS] Andrés Calamaro: “Quiero estar por encima de la falsedad que es el rock & roll en la Argentina”

A 25 años de la edición de Honestidad brutal, desempolvamos esta entrevista histórica con Andrés Calamaro en plena grabación de aquel álbum

Por  ALFREDO ROSSO

abril 16, 2024

Andrés Calamaro en la presentación de ‘Honestidad Brutal’.

Foto: Julián Bongiovanni/La Nación

Esta entrevista fue publicada originalmente en diciembre de 1998 en la revista Rolling Stone Argentina.


Calamaro está en la línea. Calamaro suena cercano y afable. Calamaro suena tambien vulnerable cuando me invita al estudio de Devoto -donde se ha atrincherado desde hace dos semanas, con sus instrumentos, su técnico de confianza, Guido Nissenson, y unos pocos músicos- para escuchar su nuevo material. En un brote de productividad que resulta prolífico aun para sus propios estándares, Calamaro lleva compuestos más de cien temas en los últimos ciento veinte días y el número sigue aumentando conforme pasan las horas.

La primera vez que Andrés Calamaro fue tapa de Rolling Stone fue en la edición #09 de la revista. (Foto: Marcos López)

Viajo en un ferrocarril que solía llamarse San Martín y llegar hasta Chile, como el Santo de la Espada. Ahora sus rieles sólo conservan el bruñido del uso constante hasta un rincón del noroeste del Gran Buenos Aires, y soportan el peso de trescientos flexibilizados habitantes suburbanos cada quince minutos en las horas pico. Pero son apenas las cuatro de la tarde y el terraplén de La Paternal pasa desierto bajo una lluvia de gotas gordas; lo sigue un decorado de fábricas de puertas y ventanas tapiadas, avenidas con filas de colectivos y taxis inquietos relojeando la barrera, y veredas salpicadas por los repentinos hongos de la globalización: outlets de firmas transnacionales y bazares de todo a dos pesos.

La estación de Villa Devoto, con sus cuatro andenes, conserva algo de ese aire señorial de cuando ir al Centro era el gran acontecimiento familiar de los domingos. Afuera hay una auténtica parada-de-taxis-de-estación, una confitería y la vidriera orgullosa de una casa de discos especializada, con su Jarrett, su Coltrane y su King Crimson. Podría ser un set de filmación, pero es un barrio.

Calamaro está a cinco minutos. Irrumpo en medio de la grabación de un tema que se llama “No tan Buenos Aires”, que entra en secuencia lógica con mis vivencias recientes. “Porque una ciudad además de cemento es carne/ y además es hueso”, canta una familiar voz nasal. Pasarán varios minutos hasta que nos apoltronemos en los sillones de la sala de estar del estudio, una especie de piscina sin agua que oscila entre lo intimista y lo claustrofóbico. Entre tanto, Calamaro pasea una sedada hiperquinesia yendo de la sala al control y del control a la sala, barajando grandes hojas con letras de canciones escritas a mano, en rotring negro; estrofas corregidas con anotaciones encima o debajo o al costado. Calamaro se sienta al piano. “Pero no me importa nada/ Buenos Aires es mía y no la cambiaría/ me la quedo con toda su porquería/ y el misterio de vivir aquí.”

72, 78, ¡80! Están las canciones de Madrid, las de Nueva York, las de Buenos Aires y las que escribió en el ínterin, atrapado durante horas con sus demonios en el tubo de baquelita y aluminio de un jet trans-atlántico. El combustible básico de este monumental work in progress fue el colapso de la relación de Calamaro con Mónica, su mujer de casi una década. La lluvia radiactiva de la ruptura se le nota en la cara, en las estrías que bordean los ojos, en las miradas al infinito que acompañan el final de una frase y en el modo en que aborda el solaz de los afectos primarios. “Resumiendo: puedo estar con mi vieja comiendo/ o riendo sin carcajadas/ ni arcadas/ ni estar haciendo cagadas/ decir cosas peligrosas/ o demasiadas…”

“Cuando llegamos a España nos parecía un paraíso”, dice Andrés. “Después se nos hizo difícil, pero con un poco de paciencia comprobé que puede ser una pista. Nadie te garantiza que vas a volar, pero al menos podés carretear. En la Argentina se hace difícil tomar carrera, y sin tomar carrera no sé cómo se puede volar, a menos que seas un helicóptero. Y si te convertís en un helicóptero, ya sabés: te arruinás. Acá los helicópteros humanos van hacia abajo, no hacia arriba. Será porque estamos en el Sur…”

La España de los 90 se mostró receptiva con Los Rodríguez, el grupo que Calamaro formó junto con su compatriota Ariel Rot y tres músicos españoles. Rot ya había probado las mieles del éxito masivo en la Madre Patria con Tequila -grupo de nacionalidad también mixta que señaló un hito en el pop ibérico de los 70, todavía limitado por el cercano espectro de la mordaza franquista-. Los Rodríguez sedujeron con un pop inteligente, sostenido en buena medida por la pluma de Andrés y que tuvo en “Sin documentos” su canción insignia. Al mismo tiempo, Fabiana Cantilo proyectaba aún más al Calamaro compositor con su exitosa versión de “Mi enfermedad”; tema que en 1992 -además- se transformó en la banda sonora del debut de Diego Maradona para el club Sevilla cuando, antes de su partido-reaparición, fue emitido por los parlantes del estadio por pedido especial del futbolista. En 1995, después de una gira española junto a Joaquín Sabina (que cimentó la amistad entre Andrés y el ahora ex socio musical de Fito Páez), Los Rodríguez entraron en crisis.

¿Motivos?

“Ya no escribíamos canciones en colaboración y había cierta disconformidad con algunos cambios que hice, en cuanto a reparto de dinero, que debilitaron el espíritu del grupo. Además, teníamos ya todos los problemas de una banda de rock: cansancio, aburrimiento, drogas, enfermedades. Había que darle un final digno y lo hicimos…”

El capítulo siguiente fue un resurgimiento de Camalaro solista con Alta suciedad, el álbum que llegó a vender casi un cuarto de millón de discos de la mano de clásicos pop como “Flaca”, “Loco”, “Me arde”, “Donde manda marinero” y “Todo lo demás”. Grabado casi al ciento por ciento en los Estados Unidos, con el productor Joe Blaney y un tándem de músicos norteamericanos de elite -entre ellos el baterista Steve Jordan, los guitarristas Hugh McCraken y Marc Ribot, y el bajista Charley Drayton-, Alta suciedad mostraba un refinamiento radical del Calamaro compositor. A su habitual oído sensible para construir melodías instantáneamente reconocibles, Andrés añadió una facilidad inédita en el manejo de las palabras, tanto en el plano argumental -el relato de una historia, una reflexión personal, una descripción en tiempo y lugar- como en lo relativo al tinte musical de las sílabas, ese subtexto que hace a la redondez de las grandes canciones, desde el “Mr. Tambourine”, de Bob Dylan, hasta el “Sympathy for the Devil”, de los Rolling Stones.

Calamaro es consciente de que Alta suciedad fue decisivo para su ingreso en la “liga mayor” del rock nacional, pero se apura a enfrentar a cualquiera que lo tilde de calculador.

“Yo no vendo discos: hay gente que los compra. No existe un disco vendedor o un músico vendedor. Existe más gente que compra el disco de uno que el del otro. La voluntad de vender no sirve. En la Argentina hay 23 millones de personas que escucharon mis canciones y 230 mil que compraron el disco. Incluso yo confiaba en que Alta suciedad iba a gustar en países en los que no se hablara castellano, y no tuvo la oportunidad.

“No recuerdo que haya habido un momento especial en el que me dijera: «Alta suciedad va a tener un perfil altísimo». A mí me gustan mucho mis grabaciones caseras y vivo esperando el día en que no tenga que hacer demos, ese día en que pueda grabar un disco al ritmo y a la velocidad de un músico, sin someterme a los factores tecnológicos. Tampoco era muy optimista sobre la suerte de Alta suciedad mientras escribía las canciones. Fue recién después de que Joe y yo terminamos de mezclar los temas en Miami, cuando nos dimos cuenta del potencial del disco. Entonces vi un número 500.000 escrito en el cielo.

“Jamás escribí canciones con astucia ni me puse a escuchar los arreglos de los discos de Prince. Sin embargo, creo que hay que escuchar un montón de música y saber cómo cantan los verdaderos cantantes. Eso es otra cosa.”

Quien detecte en las palabras previas un velado brulote dirigido a conspicuos representantes de la escena local no se equivoca: Calamaro se siente desilusionado por la actualidad de varios ídolos de su adolescencia. Al citar a Spinetta se le entremezcla el amor por la antigua obra de éste con la decepción que lo llevó a abandonar la presentación en vivo de San Cristóforo a los pocos temas. “Igual le sigo teniendo el mismo cariño que le tuve toda la vida, porque las canciones que me gustaban antes me siguen gustando ahora.”

El nombre de Charly García, en cambio, es directamente anatema: a través de nuestros encuentros su recuerdo surgirá en repetidas ocasiones -a veces de la nada y fuera de contexto- como una figura ominosa, para encrespar a Calamaro: lo llevará hacia digresiones en las que las diferencias artísticas y existenciales entre ambos y las cuentas pendientes personales lo obligan a convocar imaginarias escenas de violencia que tienen como destinatario al autor de “Peperina”. Buscando un clinch en uno de estos rounds inesperados, le pregunto a Andrés cómo ve su propia discografía desde la perspectiva de hoy.

No tengo ningún apego al pasado. Me gusta recordar anécdotas, pero no hay que darles un valor excesivo. Tengo demasiados Grandes éxitos que arman los sellos en los cuales he grabado, y los hacen con una falta de cariño que realmente estropea el resultado artístico. Es una estafa de orden moral al público y a mi orgullo. Jamás fui consultado para ninguna recopilación, y eso que podría haber aportado muchísimo: incluso hubiera pagado los gastos de una remasterización en Nueva York, hubiera agregado cosas… De todas formas, yo quiero ser contemporáneo. Conozco muy bien mis limitaciones y me gusta, porque así me sorprendo cuando puedo romperlas, cosa que no les pasó a nuestras primera y segunda generaciones de rock. ¿Cómo puede ser que los primeros cinco años de rock nacional hayan dado tan buena música y después haya costado tanto? Yo empecé a grabar mis mejores discos a los 30 años, en España, y creo que voy a grabar el mejor de todos a los 37. Y me encanta que así sea.”

Calamaro está dispuesto a demostrármelo. Buena parte de los ochenta y pico de temas andan diseminados en cinco CD grabables y en un incontable número de casetes que viajan en su bolso desde su apart-hotel hasta el estudio de grabación, y viceversa. Ahora escuchamos “Dinero y libertad”, una potente diatriba sobre el estado de las cosas.

“«Dinero y libertad» es la canción de protesta actual, la que no se escribe desde hace veinte años. A nadie se le ocurre pensar en el morbo terrorífico que significa el que hayamos perdido a nuestra mejor generación, muerta, para vivir ahora el imperialismo más sádico que alegra a los argentinos vendiéndoles teléfonos que cuestan mil veces menos en otra parte y que les van a durar dos años. ¿Tantos muertos para esto? La canción tiene una estética muy dura porque la interpretación actual (de la revolución) que hacen muchos chicos es la de ponerse una camiseta del Che Guevara y mentirse pensando que esa revolución es posible. Y en cuanto a los músicos, están también los que cambian al Che Guevara por Dolce & Gabbana después del primer cobro de regalías… Pero está claro que una revolución de veras hubiera sido muy importante para un continente tan miserable”.

Mientras conversamos llega un ejecutivo de su grabadora local con una copia recién salida de fábrica de Inéditos, rarezas + canciones, la caja triple que incluye “Alta suciedad” y “Las otras caras de «Alta suciedad»”, con los lados B de los EP aparecidos en España; incluye también los tangos “Cambalache” y “Volver”, una excelente versión de “Pato trabaja en una carnicería”, de Moris, y covers de “My Way”, “Golden Slumbers” y “I Will Survive”, entre otras curiosidades. El tercer CD, Una década perdida, contiene una selección de las Grabaciones encontradas que salieron hace algunos años a través del sello Main Records.

Calamaro nunca se detiene. La entrevista se interrumpe y vuelve a comenzar mientras Andrés entra en el estudio para poner una parte de guitarra o cantar el fragmento de una estrofa que había quedado fuera de sincro con la base. Tras escuchar lo grabado y prestar atención a los comentarios de Nissenson, hace un aparte y me dice: “Al álbum lo quiero llamar Honestidad brutal y que sea quíntuple“. Al margen de la interna que haya rodeado los días finales de su vida en pareja con Mónica, lo cierto es que el epílogo de esa relación quebró el plano de sustentación de Calamaro y lo lanzó a su lost weekend madrileño: un cóctel de excesos químicos y trasnoches interminables con amigos y colegas que vio la concepción de las canciones más densas y oscuras de su nuevo repertorio. “Aquí no hay personajes… soy yo”, dijo en un instante de raro silencio entre tema y tema. Los corcovos del caballo madrileño lo persiguieron hasta la Reina del Plata. “…Y llego como siempre, con locura transparente/ que repito cada vez que vuelvo… vuelvo a tomar aire/ para saludar a Buenos Aires…”

Calamaro no está. Calamaro no dejó mensaje. Eso me dice una recepcionista, con el cordial profesionalismo de quien se ajusta a su libreto. Calamaro come en un apacible bistró a la vuelta de la esquina. Lo encuentro. El álbum quizá ya no sea quíntuple, pero las sesiones siguen a un ritmo febril.

“Ayer, antes de ir al estudio, pasé por la farmacia. No había podido dormir un solo minuto durante toda la noche y me fui a buscar cualquier cosa que me calmara los dolores de vivir. Los tengo especialmente en las piernas, porque grabo todo el tiempo de pie: en el estudio nunca puedo estar sentado. Nos pusimos a hablar con el pibe del mostrador y le dije que tengo canciones suficientes como para que dentro de diez años, a los 50, no tenga que reivindicarme a través de las revistas Gente o Noticias, como esos que fueron mis maestros en alguna época…”.

Calamaro impresiona porque es un hombre resuelto. Y el foco de su resolución es un álbum que puede ser quíntuple o doble o triple y, para utilizar un eufemismo de su cosecha, puede devolverlo a un perfil bajo. Pero Calamaro está resuelto. Este disco va a salir, necesita salir, exige un espacio propio como esos otros discos paridos en el dolor, completados en sesiones obsesivas en las que el tiempo se detuvo: Layla, de Derek & The Dominos; Grace and Danger, de John Martyn; Over, de Peter Hammill, y por supuesto, Blood on the Tracks, de Bob Dylan.

Calamaro pone play y por los parlantes sale cantando una exquisita balada urbana sobre una base de guitarra acoplada, órgano y piano. “Pueyrredón y Santa Fe, ¿por qué vereda camina usted?/ Me voy a sentar en un bar a ver la gente pasar/ En una mesa los dos poetas/ juntan pedazos de un día falso/ porque de noche recién empieza la furia que te atraviesa…” (“Rock del lunes”).

“¿Te gusta? La hicimos con Moris. Es un tema del centro, como yo. Estoy contento porque pude demostrar un montón de teorías que tengo sobre la grabación. En la Argentina todavía hay músicos que se pasan una semana en el estudio probando sonido, y suena como el culo, y no escribieron una canción buena ni saben cantar. ¿Cómo puede ser que algunos hijos de puta saquen discos con dos canciones nuevas y encima vayan por la vida con el copete alto? Y yo puedo escribir dos canciones en un día sin haber nacido superdotado ni nada, habiendo aprendido más de los errores que de las maravillas que hicieron los buenos músicos. Es más importante lo que aprendí a no hacer que lo que aprendí a hacer. Ser músico de rock & roll no es ser científico nuclear, aunque a veces en la Argentina da esa impresión. Siempre supimos que un disco podía grabarse en una semana; es más, en un fin de semana, porque así se hicieron los grandes discos que tenemos en nuestras casas, los que escuchamos siempre.”

“Sigo celebrando que el disco se renueve a medida que lo voy haciendo, y que aparezcan nuevas canciones como «La paloma», «Maradona», «Mi propia trampa»… En Madrid estábamos como adentro de un submarino; por lo tanto, es una música mucho más oscura… cuestiones más personales, canciones más desgarradas. Sentimientos de madrugada, canciones cantadas a las diez de la mañana, ¡pero te estoy hablando de la mañana siguiente! Canciones de amor como «Me pierdo», más patéticas que dulces. Y a la vez hay temas como «Las heridas» o «Prefiero dormir», más surrealistas; diferentes opciones de la filosofía, mezcladas. Después de Madrid pasamos por Nueva York, para mostrarle los temas a Joe, y volvimos a España para una gira y nuevas sesiones. Aprovechamos para rehacer cosas, componer, volver a tocar los temas que iban a presentar complicaciones. Y salieron nuevas canciones. Putas confesiones de las cuatro estaciones…”

-Y al llegar aquí compusiste “No tan Buenos Aires”.

-Cuando viajamos, tenemos por costumbre trabajar el mismo día en que aterrizamos en una ciudad, de modo que el día que llegué aquí, celebrando y acompañando a Buenos Aires, escribí esta canción. Hablo de la realidad y de las víctimas, de gente que en lo único que va a ganar en la vida es en el fútbol, a través de su equipo. Por eso guardo una estrofa para la política de Menem y otra para el fútbol. Y también nombro a mi madre dos veces. Yo soy de la Recova de Retiro. Nací a la vuelta del Instituto Di Tella. Fui un niño de los años 60 y después crecí con Videla, pero de veras. Hasta los 11 años, desde la cama de mi habitación se veían los rieles del tren. Libertador y Basavilbaso. El primer matrimonio de mi hermana fue con Carlitos Núñez, de I Musicisti, los que después se transformaron en Les Luthiers; ellos empezaron a ensayar en mi casa. Cuando era chico mi hermana me tocó los acordes más fáciles de “Submarino amarillo”; estaba Félix Luna y él lo tocó en la guitarra, pero en otra armonía, más rica. Recuerdo discos de Sebastião Tapajos, de Paco Ibáñez, de Charlie Parker, de Vivaldi. Mi segundo cuñado canta tangos en Madrid y nos encontramos viendo a Virgilio Expósito. Nos fuimos a casa a tomar unos vinos y a hablar de argentinos, y al día siguiente lo invité a Virgilio y grabamos «Naranjo en flor».

“Hay muchos notables que fueron conmigo a la escuela: Martín Rejman, novelista y cineasta; el diputado Andrés Delich. Hice la primaria y la secundaria en la Escuela del Sol, en la calle Ciudad de la Paz, así que soy un proyecto de ciudadano contemporáneo. La Escuela del Sol era un intento de educar a los chicos por encima de la mediocridad, pero desde que terminé quinto año no volví más, por una diferencia de criterio acerca de las bondades y el peligro. Yo había terminado el colegio y había un chico que se había convertido en mi mejor amigo, Chani, y que seguía en la escuela. Llegó a un momento de pánico con el tema de las drogas -fue a principios de los 80- y sospecho que la escuela tuvo algo que ver, porque siempre nos encontraban fumando. La cuestión es que a este chico, que tendría 17 o 18 años, lo mandaron a una de esas clínicas que les sacan plata a los padres ricos que tienen hijos con problemas de drogas. Y cuando salió, Chani se suicidó en ácido, a los 18 años. No pudo compartir conmigo ni un segundo de gloria. Entonces rompí con esa parte del pasado. Tengo esa posibilidad”.

Calamaro, en tren de reminiscencias, descubre que han transcurrido dos décadas desde su debut en un estudio de grabación. “Yo cumplí los 17 grabando con Amílcar Gilabert y Beto Satragni B. O. V. Dombe, el primer disco de Raíces, que se hizo en los estudios Fonema, de Perú y Belgrano. ¡Hace veinte años! Me acuerdo que ese día fui con Mario Breuer a comprar medialunas calentitas. Y este año cumplí 37 en el estudio de Joe, grabando con el guitarrista Hugh McCracken. ¡Y McCracken me cantó el cumpleaños feliz!”

La identificación de Calamaro con Dylan conduce a un mimetismo visual sorprendente. Quizá mi imaginación ayude un poco, pero detrás de los bucles del pelo, los anteojos oscuros, las facciones cada vez más angulares de la cara de Andrés y su cuerpo más delgado y frágil, se esconde un parecido sorprendente con la clásica imagen dylaniana del primer período eléctrico. El de Bringing It All Back Home, Highway 61 y Blonde on Blonde; el mismo que brota de la portada del célebre bootleg recientemente oficializado por Sony, Bob Dylan Live 1966, en el que Bob usa toda la artillería de su música y su poesía para hacer frente a una caterva de folkies recalcitrantes que lo fustigan por “traicionarlos” a fuerza de amplificadores y alto decibelaje. ¿Alta suciedad 1966?

-Vi que tenés varios web-sites en Internet. ¿Cómo te va con el ciberespacio?

-En una época me metí en los chats de Clarín, al principio de todo, cuando había sólo diez o doce personas. Después usaba la Internet solamente para saber qué canciones había tocado Bob Dylan en su último concierto. Pero hoy recibo tanta correspondencia que me es imposible contestar todo lo que me llega. Es cierto, tengo varias páginas y hay muchas que hacen los fans, con mucho cariño…

-El otro día me decías que muchas de estas nuevas canciones te pidieron que las escribieras, o algo así…

-Algunas adivinaron todo antes (que yo) y se escribieron solas, cuando yo no me daba cuenta de que pasara nada…

Calamaro no durmió. Calamaro estuvo grabando toda la noche. “Be here now”, me dijo en el teléfono. Treinta y cinco minutos más tarde estoy llegando a su minidúplex del apart-hotel céntrico. La puerta está abierta y la figura de Calamaro arrellanado en el sofá domina todo el ambiente; parece la tapa de un disco. A su lado, una mesa ratona y el habitual desparramo de CD grabables y casetes con los rough mixes de los temas hechos apenas anoche. La cuenta ya supera los 90. Veo también varios compactos familiares sobre la mesa y le pregunto qué escucha en estos días.

“Bueno, el de Bob Dylan, obvio (Bob Dylan Live 1966). Vine sin música y me voy comprando los imprescindibles. No puedo pasarme un mes sin Rastaman Vibration, de Bob Marley. Siempre me compro el solista de Lowell George, Thanks, I’ll Eat It Here, y termino regalándolo… Cierta música moderna me gusta. Tengo que reconocer que “Paranoid Android”, el tema dos de OK Computer, de Radiohead, suena bien. Me gusta Jon Spencer and The Blues Explosion; Spencer es como un dandy excéntrico del rock. Creo que Beck es para verlo en televisión, no para escuchar sus discos. Lo bueno de los 90 se va a demistificar en los próximos cinco minutos. O se destruirá. Ya está…, no quedó nada… Tiene que morirse alguien para ser considerado mejor que la mediocridad general. Una buena selección de Pescado Rabioso es mucho mejor que el disco doble ése de Jeff Buckley, el de los demos… Eso no es para mí. Por otro lado, me gusta el buen rock: Los Stooges, los Rolling Stones. El heavy metal me pareció siempre una especie de broma; la verdad es que los felicito por haber durado tanto. En 1984, cuando fuimos a grabar con los Abuelos a España, nos recibió el Mariscal Romero (conductor radial y productor español, gran impulsor del heavy-metal en su país). En la pileta del estudio, el Mariscal nos decía: «Tengo una polla que no me la merezco.» Hablar es barato… Cantar es lo caro.”

Calamaro sube al dormitorio y vuelve con cintas grabadas la noche anterior en los estudios Circo Beat, en vivo, con Patán y Valentino. Títulos: “¿Qué pasa en casa?”; un bolero llamado “Aquellos besos”. 90, 91, 93… Se me mezclan los temas nuevos y los más viejos. Es media tarde pero en el cuarto hay poca luz: el sol no puede pasar entre los recovecos de estos edificios casi abrazados. Un momento de pausa y letargo… Calamaro tiene que hacerse unos estudios, parte de un riguroso chequeo general de salud, y está buscando una buena excusa para no ir. Olga, su secretaria, llega de repente y le dice: “Andrés, hay que ir.” Calamaro se resigna, pero antes toma papel y floating ball y así, de la nada, escribe ante mí, en cinco minutos, el germen de la letra que se transformará en “Clonazepán y Circo”: “Siempre fuimos decadentes/ tuvimos la libertad apretada entre los dientes/ y alguien cantó no va más/ con los párpados pegados/ por un sueño postergado/ nos cansamos de luchar/ Demasiada camiseta/ y cada vez menos gambeta…”.

Gustavo, el chofer, lleva la minivan de vidrios ahumados con precisión y calma. Smoothly, diría un norteamericano. El tránsito de Figueroa Alcorta sigue la misma rutina de siempre: estreñido hasta avenida Sarmiento y suelto a partir del Velódromo. Trepamos por un puente y bajamos por detrás de la Ciudad Universitaria. 

Llegamos a la clínica y el contraste no puede ser mayor: Calamaro es el único paciente que tiene menos de 70 años. Se nota que con cada minuto de espera le atiza el impulso de cruzar la puerta y volver a la tarde de sol de Núñez. Pero Calamaro se queda. “Estoy sorprendido (de ver) en qué se transformó mi vida, ¿no? Creía que era un ser indestructible. Si yo hubiese sido Kurt Cobain habría tenido un poco más de paciencia. Llevó un poco de gloria arriba, pero nunca vale la pena morirse joven. Nunca escuché entero el disco de Nirvana. Me hubiera dado vergüenza que entrara un amigo y me viera escuchando Nevermind. Igual le tengo cariño al rubio, lo vi en una gira europea, era un buen músico. De todas maneras, la movida de Seattle fue una serie de grupos revivalistas de la nada. Espero que a Seattle la recuerden por Jimi Hendrix, no por el grunge.”

Calamaro está en el control con Joe Blaney más músicos más personal técnico del estudio. Presiden la sesión, desplegadas sobre la consola, las fotos de la portada y del librito de Bob Dylan Live 1966. Calamaro está poniendo una segunda guitarra eléctrica, directo a la mesa, en “Graciela”, un tema de melodía seductora que bien podría ser su próximo hit masivo. La primera guitarra la puso Hugh McCraken en Nueva York; y las voces y coros, el propio Calamaro en Madrid. Una toma. Dos. Tres. Joe asiente dando el ok, aunque queda flotando la sensación de que algo no cierra… Calamaro entra en el estudio para agregar una guitarra acústica. El tema es verdaderamente una belleza, pero ha llegado ese instante crítico en el que los músicos deben decidir si agregar o sustraer instrumentos. Por el momento optan por que Gringui Herrera grabe la parte de guitarra acústica. Luego, consenso mudo pero unánime: take five. Pausa para escuchar lo grabado en los últimos días. A pesar de que Andrés sigue sin dormir y su rostro ha adquirido un tono de papiro, hay ambiente de mansa satisfacción; fueron unas sesiones increíblemente productivas. El mismísimo Maradona grabó con Calamaro una ranchera de Cuino (amigo de larga data de Calamaro que ya intervino como coautor de varias canciones de estos últimos años) y todos los presentes se sorprenden de la gracia del gran Número Diez para cantar y de cómo funcionó el dúo con Andrés. “Sin Miguel” emociona a todos; el homenaje al Abuelo Mayor es el tema 101 de las sesiones y contó con la participación de Cachorro López en el bajo. Sobre la consola hay también una gigantesca ampliación de un slide de los 80, una foto de estudio con tres Abuelos: Calamaro, Cachorro y Miguel vestidos de blanco, cortando una torta de cumpleaños. El clímax de esta sesión de audición, sin embargo, son los dos tangos grabados por Calamaro junto a Mariano Mores: el que escribieron juntos, “Jugar con fuego”, y el clásico de clásicos “Cafetín de Buenos Aires”, una auténtica tour de force vocal en la que Andrés se jugó el resto. El piano del maestro Mores suena cristalino y potente, destilando autoridad tanguera. Un cerrado aplauso general saluda los compases finales.

El deadline de esta nota es anterior al de Calamaro, de modo que no sabremos cuántas de estas ciento y tantas canciones, compuestas en Madrid, Nueva York o Buenos Aires, en su casa, en el estudio, en un avión, en el hotel o en un baño, llegarán a la finalísima después de pasar por el tira y afloja Blaney-Calamaro. Quedará la incógnita también sobre si el próximo álbum de Calamaro será simple, doble o cuádruple, y también se prolongará el misterio acerca de su título final. De algo estoy seguro, sin embargo: Calamaro está preparando una obra de brutal audio-verité, una cruzada sostenida con fe y adrenalina, por la cual ha pagado un alto precio personal. Como lo dice él mismo en “Negrita”: “…tengo que seguir adelante/ con farmacia y con aguante/ porque me falta lo más importante…”.

Me voy a regañadientes del estudio, como quien se va del cine antes del final de la película sin saber quién es el asesino. La metáfora fílmica me persigue desde hace días. Me puse a pensar si al ojo analítico de Calamaro no le gustaría ponerse literalmente detrás de una cámara, y se lo dije.

“Tengo una colección de cintas que filmé en concierto. Se ven las giras desde mi punto de vista, todo el tiempo; cómo es la cosa realmente. Tenía una cámara digital, pero era un poco grande y me cansé de llevarla. Siempre pienso: no filmemos, así sucede algo inolvidable. No filmemos y será la puesta de sol más linda de nuestras vidas. Se apaga el grabador y decimos la mejor frase…”

-¿Cómo llegaste de Raíces a Los Abuelos de la Nada?

-Me recomendaron dos personas a la vez: Pipo Lernoud y Alejandro Lerner, que habían sido llamados para el mismo trabajo. Ellos tal vez querían a Juan del Barrio, porque tenían una amistad con él, pero Juan estaba tocando con Spinetta Jade y en aquel momento era mucho más caro que yo.

-Sea como fuere, en aquellos días del 81 Los Abuelos tenían una magia especial…

-Lo único que hubiera cambiado de Los Abuelos son los temas que canto yo. Ese fue otro error de producción de García: hacerme cantar a mí. Puso la duda adentro y eso ayudó a arruinarnos, como todo lo que toca. Yo no sabía cantar. Escucho esos discos y sufro; paso vergüenza, no me gustan. Los Abuelos tendrían que haber sido un grupo mejor, porque tenían un cantante mejor para todas sus canciones, que era Miguel. Y el ignorante de Charly no lo entendió. O el envidioso de Charly…

-En ese momento también se produjo una división en la audiencia, ¿no? Una parte amaba la poesía de Miguel y le gustaba que tuviese un grupo que le respondiera. Pero había un público más joven que sólo parecía ir a verlos para escuchar “Mil horas” y “Sin gamulán”.

-Pero eso también fue parte de la generosidad de Miguel. No sólo fue la mala producción de Charly. Miguel hablaba de una estrella de seis puntas, con seis direcciones: Miguel nos ofreció a todos hacer un grupo de seis estrellas. Y yo sigo siendo un abuelo de la nada. La primera trompada que le pegaron a Charly se la dio Miguel, y las próximas diez hostias las tengo reservadas yo. Así es la vida…

-¿Te sentiste mal cuando se partieron Los Abuelos y salió Cosas mías sin vos?

-No. Cachorro López hubiera preferido dejar Los Abuelos ahí donde nos separamos y mantener esa última imagen, ¿no? Cosas mías era un disco muy bueno, pero, de alguna manera, dio una imagen perdedora de Los Abuelos que hubiera podido evitarse. Yo a los Abuelos no les dije: “Me voy”; les dije: “Esperemos un año.” Porque era la mierda de los 80 y había que pensar bien si acoplarse a un sonido diferente o si hacer una música libre e independiente; estábamos yendo en diferentes direcciones y ya no teníamos a Dany Melingo para marcarnos el camino. Cachorro, Gustavo Bazterrica y yo no teníamos criterio suficiente para decidir, y no estábamos seguros de que Miguel lo tuviera en aquel momento. Yo pedí esperar un año, pero como estábamos en el medio de una época que podía aprovecharse para ganar dinero, en una reunión con nuestros managers se enojaron, me gritaron, y a mí nadie me alza la voz. Me levanté y me fui.

-¿Te quedó alguna asignatura pendiente con Miguel?

-Todas. La asignatura es que no haya estado vivo en los últimos diez años para escuchar estos comentarios. Lo último que estaba haciendo me gustaba. Lo mismo con Luca. Cuando grabamos “Años” con Luca llegamos a hablar de tocar solos en un próximo disco suyo. Había algo muy importante en el aprendizaje musical que Luca proponía para la Argentina: esa clase de regresión que sí vale la pena. El fue muy importante y no sé si alguien lo entendió del todo.

-¿En qué sentido?

-Acá tocamos un millón de notas y se te nota. Es curioso: no escuchar música y tocar dos millones de notas. No haber escuchado ningún reggae antes de Bob Marley, no haber prestado atención a Sinatra ni a los Rolling Stones. Así era la Argentina hasta que vino Luca, y ahora de vuelta es así, y nadie lo entendió. La gente es haragana y ya no escucha música.

“Vivimos pensando que tenemos la avenida más ancha del mundo -y es mentira-, que inventamos el dulce de leche -que hay en todas partes pero con distinto nombre-, que inventamos el colectivo -que existe en todo el mundo pero pintado de otros colores-, que las chicas de acá son las más lindas -pero las de Venezuela y Colombia son más lindas todavía-… Seguimos pensando todo eso y lo trasladamos a zonas peligrosas que nosotros mismos nos fabricamos para vivir. Ahí es donde aprendemos lo militar”.

-Ahora parecería que estamos contentos con hacernos los brutos, el chabonaje…

-Absolutamente. Yo conozco gente del centro a la que le gusta hablar como si fuera de Valentín Alsina, como Minguito… En la música eso es criminal. Por eso somos una sociedad de mierda.

Yo quiero estar por encima de la chatura y de la mentira y de la falsedad que es el rock & roll en la Argentina. Yo quiero que el rock suba conmigo. Lo único que lamento es no tener el corazón más duro. Preferiría haber escrito sólo 44 canciones y haber sufrido menos… 

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