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“Yo no, ¿y qué?”: Andrea Echeverri

Para la voz más grande del rock colombiano, las canciones son una técnica de defensa personal.

Sahid Soto

marzo 15, 2024

Mientras Aterciopelados presenta El Dorado en vivo, un disco con el que celebra la historia de su trabajo más icónico (escogido por Rolling Stone como el álbum más importante del rock colombiano), también se encuentra trabajando en una nueva producción que debe empezar a circular en el segundo semestre de este año.

En medio de todas las ocupaciones que eso implica, la artista se toma unas horas para reflexionar sobre su historia personal, su trayectoria artística y su forma de ver la vida.

Hoy estamos acostumbrados a verla siempre sobre un escenario, pero gran parte de su infancia y adolescencia transcurrió en una finca que su familia tenía en los llanos orientales de Colombia, en ese lugar montaba a caballo, emprendía largas caminatas, y se movía entre los ríos; “Allá no había distinción, de la piedra esa, altísima, se tiraba todo el mundo; pero eso lo agradezco, porque yo soy cobarducha”, recuerda Andrea. “Era muy parejito entre chicas y chicos [ella, su hermana y sus dos hermanos]”.

El problema empezó cuando dijo que quería estudiar Arte, y tiene claro que no era un asunto relacionado con el género; la preocupación era la de cualquier padre latinoamericano de clase media alta: ¿De qué va a vivir? Y se añadía el prejuicio por el entorno en el que se iba a mover la jovencita que quería ser artista. “Desde ahí empezó la fractura; llegaban a mi casa hombres con aretes y era todo un drama”, cuenta. “De ahí yo empecé como a separarme un poco”.

De tiempo atrás a Andrea le gustaba cantar y dibujar, entonces, fue esta segunda pasión la que le impulsó a estudiar Arte, después de haber intentado con Diseño Industrial para tratar de complacer a su familia. Luego, en un periodo que pasó estudiando en los Estados Unidos, se enamoró por completo del dibujo, y tomó su rumbo definitivo en las artes plásticas.

Lo que ocurrió luego con Aterciopelados le sigue pareciendo digno de una telenovela latinoamericana, basada en la relación de una chica “bien” y un punk del Restrepo, un barrio popular de Bogotá. “No sé ni siquiera si lo llevé a la casa, porque yo sabía [lo que podría pasar]”, asegura al tratar de recordar si en algún momento les presentó a sus padres a Héctor [Buitrago, bajista y cofundador de Aterciopelados y La Pestilencia].

Sahid Soto

“Mi papá era de dientes y de campo”; su hermana y uno de sus hermanos se dedicaron a la odontología, y el otro se dedicó a trabajar en la finca. Ella no proyectó el legado de su padre; “Yo sí era la oveja negra, frontal”. El padre de Andrea, un odontólogo muy carismático y reconocido en el mundo académico, nunca logró aceptar su música; a la madre, aunque era menos radical, le tomó muchos años acercarse, y parece que solo pudo hacerlo cuando su hija lanzó en 2005 un álbum homónimo en el que exploraba su experiencia con la maternidad.

Andrea y Héctor (que hace décadas dejaron de ser pareja) se conocieron porque un amigo le preguntó si quería cantar en una banda, y se vieron por primera vez en el ensayo en la casa del bajista, que buscaba una alternativa a La Pestilencia. Así iría surgiendo Delia y los Aminoácidos (la primera banda de los dos), se irían a vivir juntos, montarían un bar (Barbarie), y el resto —como dice el cliché— es historia. Una historia que daría forma al disco de rock más importante que se ha hecho en Colombia, y a una larguísima lista de canciones esenciales para varias generaciones.

“Ay, la fama… eso sí es ‘jarto’”, dice Echeverri con una extraña pesadumbre, antes de una carcajada. “Pero si uno no fuera famoso, pues no lo contrataban. La cosa es que hay dos tipos de acercamientos: de pronto a sumercé se le acerca alguien y usted percibe que esa persona escucha su música, que va si hay un concierto, entonces, usted dice, ‘¡De una, chévere!’. Pero hay otra cantidad de gente a la que le damos lo mismo Amparo Grisales o yo, van por la foto, como si uno fuera Monserrate, o cosas así”.


“Hay otra cantidad de gente a la que le damos lo mismo Amparo Grisales o yo, van por la foto, como si uno fuera Monserrate”.


Andrea dice eso reconociendo que su popularidad no es una cosa descomunal, entendiendo que muchos de los “ultrafamosos” pierden la cabeza y todo el contacto con el mundo para empezar a exigir tonterías o a necesitar séquitos de 20 personas que les lleven sus maletas y vestidos. “Con el acoso y con todo el planeta aplaudiéndolos, la realidad se les empieza a poner muy rara”. Ahora, uno quisiera que eso solo ocurriera con los “ultrafamosos”, lo malo es que pasa también con figuras que no venden 2000 entradas en ninguna parte, pero esa es harina de otro costal. “La fama tiene sus lados raros”, concluye.

La ruiseñora recuerda que en los comienzos de Aterciopelados “no había nada” en términos de industria musical para el rock en Colombia, aunque reconoce que poco antes habían pasado algunas cosas con gente como Compañía Ilimitada y otras con menor impacto mediático, sin olvidar las movidas que marcaron los 60 y 70 en el país. En la primera etapa de Aterciopelados, el narcoterrorismo de Pablo Escobar y el Cartel de Medellín convertía la vida nocturna en una actividad supremamente riesgosa. “A mí me tocaron como cuatro bombas, uno oía el sonido durísimo, y vivía cada día muy intenso, se moría gente todo el tiempo; uno pensaba que también se podía morir, y había que aprovechar, porque mañana quién sabe”, dice, antes de asegurar que ese contexto fue un caldo de cultivo muy importante para todo tipo de propuestas artísticas en Colombia.

“Creo que esos 90 sí fueron bien poderosos”, dice, trayendo a la memoria esa época en la que no había una infraestructura importante para espectáculos en vivo; a ellos les tocó ver nacer y ayudar a gestar muchas cosas que hoy vemos como parte de la cotidianidad.

Sahid Soto

Su personalidad auténtica, valiente y poderosa, sumada al hecho de haber sido pareja de Héctor, implicaba que en su entorno Andrea fuera objeto de respeto, protección y admiración. Sin embargo, en las giras que compartían con algunas bandas importantes de México y Argentina, ella se veía rodeada de hombres, “Y eso sí era más ‘jarto’”. Por tal razón decidía alejarse cuando veía que estos personajes empezaban a transformarse en una especie de cazadores que merodeaban por el lobby del hotel. “Era miedoso”, confiesa, y añade que esas experiencias la llevaron a escribir varias canciones, como ‘Nada que ver’: “A la legua supe lo que tramaba / Las malas intenciones se le transparentaban / Lasciva la mirada los cuerpos auscultaba / De cacería estaba”.

Hay una anécdota muy diciente y escabrosa, tanto, que Andrea duda al momento de compartirla: “Estábamos en un bus, estaba yo con unos 40 hombres, y uno —no quiero decir el nombre— se subió con los condones llenos, como un trofeo, y todos aplaudiendo. En esos momentos uno decía, ‘¿Yo qué hago aquí? ¡Qué asco!’. Era bien feo…”. A pesar de haber vivido ese tipo de experiencias, ella logra ofrecer una perspectiva más amplia de la situación: “Uno oye todas esas historias de las chicas que denuncian, y yo estoy segura de que algunas son reales, pero uno también ve que se les lanzan a los músicos, les caen por docenas… el escenario es atractivo, no sé; es todo un movimiento raro”, reflexiona, aclarando que nada de eso justifica los abusos que frecuentemente se presentan.

Al abordar el lugar que han venido ganando las mujeres en la industria de la música, ella tiene un punto de vista claro, y entiende las discrepancias que este puede suscitar: “Yo quiero tocar con los mejores músicos, no me importa qué sean”. A su lado, en las tarimas y los estudios de grabación, han estado muchas mujeres talentosísimas, como Las Áñez, la percusionista y cantante Catalina Ávila, o Paula van Hissenhoven, que actualmente se encarga de los teclados y los coros para Aterciopelados. Para Andrea en esto existen movimientos pendulares que nos llevan de un extremo al otro, mientras las cosas van llegando al punto justo en el que el trabajo y el talento definen las cosas.


“Ahora el empoderamiento es ser sexi y ‘facturar’”.


“Yo siento que hay mucha cosa ‘antihombres’, ¿por qué?”, se pregunta, y propone ser “‘anti’ los que son abusivos o les cascan a las mujeres, contra esos voy de una, voy y les corto el pipí, como en ‘Cosita seria’, realmente sí… pero hay muchos hombres superchéveres”. Sabe que se expone a cualquier cantidad de críticas, pero eso no debe asustar a una persona como ella, que ha abierto tantas puertas e inspirado con su personalidad a tantas mujeres en Colombia y en toda América Latina. Lo que pasa es que en estos tiempos la hipocresía y la superioridad moral que se ventilan en las redes sociales dan muy buenos frutos a quienes buscan notoriedad a cualquier precio.

“Para llegar a un lugar en el que todos somos iguales, la cosa tiene que irse al otro extremo, como estuvo en el otro extremo durante tanto tiempo”, reflexiona. “Yo llevo una larga trayectoria tocando con hombres respetuosos y bacanos, entonces no voy a cambiar eso por esta tendencia”.

Hace algunos años, en Rolling Stone invitamos a Andrea para que hablara sobre unos cuantos libros que habían marcado su vida, y en primer lugar estuvo La mujer rota, de Simone de Beauvoir. Ese texto implicó un descubrimiento muy importante para ella, porque le mostró una perspectiva en la que las uñas largas, los tacones altos, toda esa tradición mercantilista y machista, está directamente relacionada con el control: “Con las uñas largas uno no puede hacer muchas cosas, con los tacones altos no puede correr, o se cae, y con el corset respira menos”, nos dijo entonces. Hoy nos ayuda a atar cabos cuando explica que su feminismo viene de leer a Simone de Beauvoir en la universidad, y eso ha definido su manera de mostrarse al mundo, que es toda una declaración de principios. Su cuerpo y su imagen no están al servicio de nadie, y parte de su feminismo tiene que ver con la libertad que implica “usar tenis, no maquillarme, y no ir a la peluquería”.

Sahid Soto

Los otros libros que hicieron parte del listado que armó, fueron Conversaciones con violeta: la historia de una revolución inacabada, de Florence Thomas; La novia oscura, de Laura Restrepo; Clavícula, de Marta Sanz, y La perra, de Pilar Quintana.

“Estas chicas, que son el sueño de todo hombre, dicen que son feministas, y se suben ahí casi en pelota. A mí eso me parece machismo total. El sistema agarra las luchas feministas y ambientalistas, y dice, ‘Venga, que por acá también podemos hacer platica’”. Andrea asegura no entender, y acepta que pueda ser una cuestión generacional, que ahora muchos discursos feministas se promulguen en minifalda y bajo los estándares de belleza impuestos por los hombres. “La industria de la música está llena de mujeres, pero la gran mayoría está en eso”, asegura. “Según mi punto de vista, eso no es feminismo, pero es que yo soy una vieja de 58 años, que tiene sus ideas y van bastante en contra de las que priman en este momento”. Consciente de que se juega un poco el pellejo al hablar de esta forma, Echeverri tiene todo el derecho de decir lo que dice, y añade: “Yo siento que están ahí por todo lo que uno hizo, por todas las puertas que uno abrió, por toda la rebeldía que esparció, y me parece que todo eso se desvirtúa al final”. La palabra “empoderamiento” le causa escozor, porque siente que ese tipo de expresiones se abaratan y se distorsionan al servicio de cualquier tipo de interés. “Ahora el empoderamiento es ser sexi y ‘facturar’”.

Si durante mucho tiempo Andrea sentía que escribía canciones para defender su posición como mujer dispuesta a desafiar las tradiciones y el machismo del establecimiento, el paso del tiempo ha dado otros colores a su espectro. Para el álbum Claroscura (2018) compuso una de las canciones más fuertes, honestas y desgarradoras de Aterciopelados: ‘Vieja’.


“A veces la gente bonita es desesperante”, dispara. “Porque tienen un poder, y lo saben”.


“Puta, mierda / Me estoy volviendo vieja / Mis manos diestras, que han escrito conjuros, dibujando velas en lo oscuro / Que te han tocado, están con ganas de quedarse quietas”, canta ella con voz áspera, para luego ahondar, con rabia y dignidad, en el lamento: “Vida malparida, de la juventud asesina / Una calavera bajando paso a paso la escalera / La cuenta es regresiva para ser de los gusanos la comida”.

Asegura Andrea que a los 40 años empezó a sentir “cosas raras” relacionadas con la menopausia, eran cambios muy fuertes, que en parte la llevaron a escribir esa canción, “¡Jueputa, y esto apenas está empezando!”. Siete años después de haber lanzado ‘Vieja’, ha aprendido que envejecer requiere mucha valentía, y asegura que la etapa más difícil estuvo entre el final de los 40 y la primera mitad de los 50, con todo lo que implica que el cuerpo pierda su capacidad para procrear; “¡La menopausia es brava!”, asegura, sin embargo, piensa ese proceso no necesariamente debe ser negativo. “Pero como esta sociedad es así, es como si dijera, ‘Si no uno no puede ser una chica joven y sexi, ¿para qué vive?

Aunque uno nunca haya estado en eso, hay muchas capas, muchas cosas que se sienten mal”. Recuerda que la parte más intensa de su menopausia transcurrió durante la pandemia, coincidiendo con la adolescencia de su hijo menor, lo que llevó a momentos de mucha tensión que el tiempo fue ayudando a superar.

A pesar de tener claro que la relación de Aterciopelados con buena parte de su público se fundamenta en la nostalgia y en canciones clásicas, como ‘Bolero falaz’ o ‘Florecita rockera’, Héctor y Andrea se esfuerzan por mostrar a la gente que el dúo se encuentra muy activo en términos creativos. Más que frustración, hay mucha gratitud por los temas antiguos y un reconocimiento por las creaciones más recientes; “Yo siento que son como un tesoro por descubrir”, asegura ella. De cualquier modo, la masividad no es algo que les preocupe, y por encima de las cifras, Aterciopelados continúa presentándose en vivo constantemente, viviendo de su música, siguiendo sus propias reglas, después de tres décadas en la lucha. “Uno sí se pregunta cuánto va a durar esto”, confiesa. “Porque todo es tan lejano… el lenguaje, la ropa… pero yo estoy que escribo canciones de todo eso; sufro un ratico, pero después las escribo, y me siento liberada”.

Se sorprende, además, al ver que muchas de sus colegas en el mismo rango de edad, “parecen de 20”, y le aterra la idea de dedicar la vida a ese propósito, que nunca le ha interesado. “Yo dedico mi vida a la música, a la cerámica y a mi familia; y sigo empeñada en que no voy a la peluquería, y ando en tenis”, dice.

Toda esta sexualización que nos rodea le parece “una boleta”, especialmente al reconocer con tristeza que no vivimos en espacios que respeten las libertades y los derechos. “¿Por qué no se queda eso en una cosa privada? ¿Por qué lo tienen que volver anzuelo comercial?”, se pregunta, preocupada porque le parece que la sexualidad se abarata muchísimo. Además, cree que estos enfoques hace pensar a muchos que las mujeres deben funcionar siempre en esa dinámica de exhibicionismo. Andrea preferiría que se diera más espacio a lo que ella entiende como “el misterio”.

Este juego, creado por hombres, hace que le cueste trabajo creer cuando alguien se gana la vida mostrando su cuerpo, mientras intenta cantar y hablar de feminismo o empoderamiento.

Sahid Soto

Echeverri lleva muchísimos años pensando en esto, y recuerda que en su tesis de grado trabajó sobre la publicidad que se hacía a finales de los 80 para vender productos y tratamientos de adelgazamiento. 35 años más tarde, ve con cierta tristeza que, “ahora estamos en lo mismo”.

Más que sentir una responsabilidad como referente para muchas mujeres, Andrea asegura que su trabajo tiene que ver con una especie de “defensa personal”. Siente que los medios solo muestran mujeres que cumplen con las estéticas machistas, y cree que muchas personas terminan invisibilizadas; “uno ni siquiera ve mujeres reales, es horrible, porque uno no se ve”. Siempre en defensa de la naturalidad, vuelve a su cabeza la letra de ‘El estuche’: “No es un mandamiento ser la diva del momento / ¿Para qué trabajar por un cuerpo escultural? / ¿Acaso deseas sentir en ti todos los ojos? / ¿Y desencadenar silbidos al pasar? / Mira la esencia, no las apariencias”. “A veces la gente bonita es desesperante”, dispara. “Porque tienen un poder, y lo saben”.

Además, le preocupan también los altos índices de desórdenes alimenticios, que terminan en muchos casos con suicidios. Siente que todo se ha reducido a cifras que incentivan las enfermedades mentales en una competencia permanente, y bromea señalando un teléfono celular para decir, “esos bichos nos van a extinguir”. Aunque, para bien o para mal, sea en “esos bichos” que la gente escuche los lanzamientos que Aterciopelados presentará en 2024 con su versión en vivo de El Dorado y el nuevo álbum de música inédita. Ambos hacen parte de una etapa en la que el dúo trabaja desde la independencia, tras haber terminado su contrato con Sony.

Ahora siente la libertad de hacer lo que entiende como “música de autor”, a pesar de que esto implique asumir riesgos económicos y grandes responsabilidades. Sus propias posibilidades y limitaciones se están encargando de darle forma, sentido y sabor a las nuevas canciones.

Devota de la música creada por Las Áñez, Edson Velandia y Adriana Lizcano, o La Muchacha Isabel, Andrea siente que la mayoría de la música actual es “muy pichurria”, pero entiende que también tiene que ver con el choque generacional, y es consciente de que las personas que hace 30 años tenían su edad pensaban lo mismo sobre sus canciones o su forma de hablar y vestir, le parece muy normal. “Héctor Vicente sí es todo abierto, él va con todo, pero yo no, ¿y qué? Está bien, uno puede disentir, criticar y reflexionar”, señala.

En medio de todo este panorama, la ruiseñora reconoce que es muy afortunada al ser quien es: “Si me estoy sintiendo como un culo, entonces escribo ‘Vieja’, después la oigo, y soy muy feliz”. Para ella, una canción puede ser lo más preciado, lo más significativo que puede dejarse como legado, y por eso le aterra que todo tenga que convertirse en un hit; “Están como con las personas, todas tienen que ser perfectas, guapas, inteligentes, exitosas, ‘facturadoras’…”.

A pesar de todo lo que le inquieta en la industria musical y en las redes sociales, del machismo y el mercantilismo que nos ahoga, Andrea disfruta a su manera con esta etapa que la vida le ha impuesto, y llega a una conclusión que le da sentido a todo lo que ha hecho hasta ahora: “Yo soy muy feliz cada vez que escribo una canción”.

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