Un hombre llega a su casa, como lo hace todos los días, al finalizar una jornada de trabajo rutinaria. La breve charla con el hijo menor tiene el tono y el volumen bajo de la confidencia. ¿Siguió el pequeño a su hermana, como le había pedido el padre? Todo parece indicar que el noviecito de la hija adolescente no le cae del todo bien, pero una línea de diálogo relativiza cualquier atisbo de usual sobreprotección paterna. ¿Acaso el cortejador no será un “servicio”, un joven espía que aprovecha la cercanía con la muchacha para investigar los movimientos cotidianos de la familia?
El hombre en cuestión es Julio César Strassera, abogado de carrera acostumbrado a los avatares de la vida profesional en los juzgados. Los tiempos que le toca vivir son convulsionados y frágiles. La democracia está dando sus primeros y desequilibrados pasos, y si bien el esquema de terror que vivió el país durante siete años ha finalizado, el poder de los militares sigue siendo nada menor.
Argentina, 1985, el nuevo largometraje de Santiago Mitre –que viene de competir en el Festival de Venecia y es la preseleccionada argentina para los próximos Óscars– va de menor a mayor: parte de la intimidad del hogar, de la historia con minúscula, y se abre lentamente a la Historia. No pasará mucho tiempo desde esa escena seminal hasta que reciba en su despacho una carta membretada, un aviso de la superioridad sin posibilidad de escape. Su rol inmediato será el de fiscal del Juicio a las Juntas Militares. “¿Vas a meter preso a Videla?”, le pregunta su hijo, el pequeño espía amateur, con una candidez que Strassera contrapesa con un gesto serio.
Ardua misión la de llevar adelante un relato de ficción inspirado en hechos tan conocidos de la historia argentina reciente, pero el dúo de guionistas integrado por el propio Mitre y su eterno compinche en la escritura, Mariano Llinás, logra esquivar casi todas las trampas de la solemnidad, el acartonamiento y la bajada de línea.
En ese sentido, es imposible no destacar las inyecciones de humor que Argentina, 1985 despliega de manera constante a lo largo de las más de dos horas de proyección. Por supuesto, no se trata de una comedia, sino de un thriller político que echa mano a ciertos recursos de las películas de parejas desparejas. Cuando Strassera conoce a quien será su asistente, un joven relativamente inexperto en las artes judiciales llamado Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani), las chispas del buddy film comienzan a saltar en la pantalla. Ricardo Darín, en una de las grandes actuaciones de su carrera, es un Strassera de ligero parecido con el original. A juzgar por los resultados finales, una buena decisión creativa: no se trata de imitar al detalle a la persona de carne y hueso, sino de crear un personaje cinematográfico. Algo similar puede decirse de Peter Lanzani en el rol del asistente de la fiscalía, cuyo brío juvenil contrasta con el pesimismo inicial de su colega, sabedor de que el trabajo que tienen por delante puede no ser otra cosa que una mascarada política cuya suerte ya está echada de antemano. Desde luego, Strassera está equivocado, y el Juicio a las Juntas se transformará eventualmente en un ejemplo internacional de sometimiento de importantes miembros de las armas a la justicia civil.
Además de recrear los pormenores de la difícil investigación que llevó adelante el equipo de Strassera y Moreno Ocampo –integrado por jóvenes estudiantes de abogacía o letrados recién recibidos–, lo que prima en Argentina, 1985 es la construcción de un héroe cinematográfico. Alguien que no había hecho lo suficiente durante los años oscuros, dejando pasar los hábeas corpus por el costado, y que ahora, un poco a su pesar, debe dar el paso necesario para intervenir en la Historia y cambiarla para siempre.
No es casual que el guion destaque las dudas y miedos del protagonista, a quien podría definirse en parte como un hombre gris que, de pronto, se ve inmerso en algo enorme que parece siempre estar a punto de superarlo. Santiago Mitre es un director de corte clásico (la gran excepción a esa regla es la reciente Pequeña flor, la comedia negra surrealista que filmó en Francia junto a Daniel Hendler), y la apropiación personal que hace del “cine de juicio”, un género hollywoodense por derecho propio, es acertada y potente. Alternando las vidas privadas y los movimientos tras bambalinas, las escenas del juicio van tomando el sitial de honor a partir de la marca de los 60 minutos. Para ello, el film toma como punto de partida las grabaciones que ATC hizo en su momento de cada una de las jornadas en los tribunales. Registro que no fue transmitido en vivo, y del cual todos los días se emitía un compilado de tres minutos, sin sonido y con los testigos de espaldas a la cámara (esas más de quinientas horas de material son la base de un documental de próximo estreno, El juicio, del documentalista Ulises de la Orden).
Con la ayuda de la actriz Laura Paredes, Mitre recrea el testimonio frente a los jueces de Adriana Calvo de Laborde, secuestrada en 1977 mientras cursaba un embarazo avanzado. Su recuerdo del terrible parto a bordo de un auto, en condiciones inhumanas, se convirtió en un símbolo del horror de los años de la dictadura, ejemplo cabal del uso de la tortura y la muerte como modus operandi y no como “excesos” aislados, una de las principales ideas-fuerza de la defensa de los enjuiciados, la plana mayor de las fuerzas armadas durante el período 1976-1983. Sin la pretensión de transformarse en el relato definitivo de los años de la recuperación de la democracia, con una detallada reconstrucción de época, Argentina, 1985 es la nueva creación de un realizador capaz de conjurar las mejores armas del cine de ambiciones masivas sin sacrificar la inteligencia y la sutileza. En tiempos de agrietamiento político, la película se transforma además en un llamado de atención: volver a la urnas costó sangre, sudor y lágrimas, y es menester defenderla, siempre y sin remilgos.