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Jane Goodall y la voz de la esperanza

Hay muchas razones para creer en un cambio, y la etóloga británica ha dedicado su vida a encontrarlas

septiembre 2, 2024

Michael Neugebauer

La crisis climática no es un problema que haya surgido de la nada; es el resultado de décadas de ignorancia deliberada, de intereses creados que nos ha hecho, como humanidad, elegir la ceguera y entregarnos a la negación. En medio de este panorama, ser un activista se ha convertido en una tarea hercúlea. Luchar contra la apatía y el cinismo, convencer a un mundo que ha elegido no escuchar, es el reto que Jane Goodall ha enfrentado durante gran parte de su vida. 

Su historia es la de una amante de los animales que, enfrentada a la devastación de la naturaleza, decidió no quedarse en la comodidad del estudio académico, sino llevar su voz a los espacios más hostiles, buscando despertar una conciencia que, incluso hoy, sigue siendo esquiva para muchos.

Nacida en 1934, en un mundo radicalmente diferente al que conocemos hoy, Jane Goodall siempre mostró una curiosidad inusual por el mundo natural. Su principal motor fue su madre, quien crió a Jane desde el amor y la comprensión. “​​Tuve una madre increíble, comprensiva. Nací amando a los animales y ella apoyó ese amor. No se enojaba conmigo cuando llevaba gusanos a la cama conmigo”, recuerda. “Me decía: ‘creo que los miras con tanta atención porque te preguntas cómo hacen para caminar sin patas’”.

Su infancia estuvo marcada por la guerra, lo que influyó significativamente en su perspectiva de la vida. “Crecí durante la Segunda Guerra Mundial. En ese momento todo estaba racionado. Aprendí que hay muchas cosas que ahora la gente cree necesitar, pero en realidad no son esenciales”. Jane comprendió que se podía vivir una vida plena sin las comodidades materiales que otros consideraban imprescindibles. “He conocido a jóvenes que no pueden ir a un evento sin un vestido nuevo. Yo no compro ropa desde hace veinte años”.

A los diez años, Jane encontró su primera gran obsesión literaria: Tarzán de los monos. “Me enamoré perdidamente de ese glorioso señor de la selva. Y, ¿qué hizo Tarzán? Se casó con la Jane equivocada”, comenta entre risas. Fue entonces cuando su sueño tomó forma: vivir entre animales salvajes y contar sus historias. Sin embargo, aquel deseo parecía más bien una fantasía inalcanzable para muchos. “África está lejos, hay una guerra, no tienes dinero, y además, solo eres una niña”, le decían. Pero su madre, una vez más, fue la chispa de sus más grandes ilusiones: “Si realmente quieres hacer esto, tendrás que trabajar muy duro, aprovechar todas las oportunidades y, si no te rindes, encontrarás un camino”.

La realidad era que los Goodall no tenían muchos recursos. Su familia vivía en Bournemouth, una ciudad costera en el sur de Inglaterra. Creció allí, luego de que sus padres se trasladaran desde Londres durante la Segunda Guerra Mundial. Y aunque Jane era brillante en la escuela secundaria, su familia no tenía los ingresos suficientes para enviarla a la universidad. Así fue como Goodall empezó a trabajar como secretaria, una labor que con el tiempo la llevaría de vuelta a la capital británica.

Jane Goodall Institute

En su paso por Londres, donde empezó a editar y escribir guiones de documentales, la primera oportunidad de hacer realidad su sueño llegó por medio de una carta. “Recibí una carta de una amiga del colegio. Sus padres se habían mudado a Kenia y habían comprado una granja. ‘¿Vamos de vacaciones?’ Definitivamente sí”. Se trataba de la primera vez que Jane saldría del Reino Unido y la idea de pisar finalmente el continente africano le aceleraba el pulso.

Pasaron aproximadamente dos meses y Goodall consiguió un trabajo en Nairobi, una vez más como secretaria, pero en la oficina de un grupo de naturalistas. “Recuerdo que alguien me dijo: ‘Jane, si te interesan los animales, deberías conocer al Dr. Louis Leakey, famoso paleontólogo, que está en búsqueda de los fósiles de los primeros humanos’. Y fui a verlo al Museo de Historia Natural. Y adivina. Su secretaria acababa de irse. Necesitaba una secretaria. Y allí estaba yo, rodeado de todo el personal que podía responder a todas mis preguntas sobre los animales y las plantas de África oriental”.

Su nuevo trabajo como asistente personal de Leakey la llevó a las selvas de Gombe, en Tanzania, en 1960, donde inició lo que se convertiría en uno de los estudios más prolongados y significativos sobre el comportamiento animal. Su trabajo con los chimpancés no sólo desafió las creencias científicas de la época, sino que también puso de manifiesto una realidad incómoda para la sociedad de entonces: los humanos no somos tan distintos de los animales que intentamos dominar.

“Fue entonces cuando empezó a hablarme de un grupo de chimpancés que vivían en una remota orilla de un lago en lo que entonces era Tanganica, lo que ahora es Tanzania. ¿Me interesaría conocer su vida? Nadie lo había hecho”, recuerda “Así que, por supuesto, dije que sí. Esto era más que mi sueño. No sólo un animal, sino el más parecido a nosotros. Hoy sabemos que comparten el 98,7% de nuestro ADN. Pero ¿qué pasa con su comportamiento? Yo no lo sabía”.

“Se necesitó un año para conseguir el dinero y luego el permiso”. Las autoridades del Parque Nacional Gombe, inicialmente se negaron a permitir que una mujer joven se adentrara sola en la selva. Sin embargo, el Dr. Leakey, persistió ante las negativas. “Así que al final dijeron: ‘De acuerdo, pero no puedes venir sola’. ¿Y quién se ofreció a venir? Esa misma asombrosa madre. Yo tenía dinero para seis meses y ella sólo podía quedarse cuatro. Pero esos fueron los cuatro meses más importantes. Porque durante ese tiempo, los chimpancés sólo me miraban y desaparecían en la selva, pero ella estaba allí para levantarme la moral”.

Poco después de la partida de su madre, Jane tuvo su primer gran descubrimiento: observó a un chimpancé que empezó a mostrar curiosidad en lugar de temor. Goodall lo bautizó como David Greybeard, por su característico vello blanco en la barbilla. Jane vio a David sentado en un montículo de termitas, utilizando tallos de hierba como herramientas para extraer termitas, un comportamiento que contradecía la idea de que el uso de herramientas era exclusivo de los seres humanos. David no sólo empleaba ramas para pescar termitas, sino que también las preparaba cuidadosamente despojándolas de hojas, mostrando una capacidad de fabricación de herramientas.

Jane Goodall Institute

Este descubrimiento, lejos de ser solo una curiosidad científica, se convirtió en el eje de un cambio de paradigma. Goodall demostró que los chimpancés, con su capacidad para fabricar y utilizar herramientas, tenían una inteligencia y una cultura propias. Este hallazgo derrumbó la barrera que la ciencia había impuesto entre humanos y otros animales, pero también subrayó la responsabilidad que tenemos hacia ellos. Si compartimos más con los animales de lo que habíamos admitido, ¿no deberíamos también respetar su derecho a existir?

Con el tiempo, Jane se integró en la vida de los chimpancés y comenzó a descifrar la complejidad de sus interacciones sociales. Notó gestos de afecto como besos, abrazos, y tomarse de las manos, así como intensas rivalidades entre los machos por el dominio del grupo. También estudió los distintos comportamientos maternales, observando tanto “buenas madres” como aquellas menos atentas, y comprendió que las crías de chimpancés, al igual que los niños humanos, necesitan aprender mediante la observación, la imitación y la práctica.

Incluso ahondó en la complejidad de su comportamiento, que en ocasiones era violento, que desencadenaba enfrentamientos entre los mismos, no solo para expandir su territorio, sino también para capturar hembras de otras manadas y mejorar la diversidad genética. Sin embargo, también presenció actos de profunda compasión y altruismo. Con estos descubrimientos, el trabajo de campo de Goodall llamó la atención de la National Geographic Society, que decidió financiar su investigación y prolongarla por más tiempo.

Al cabo de dos años, Leakey le sugirió obtener un título universitario para que la comunidad científica tomara sus estudios en serio. “Te elegí porque no tenías un título, porque no habías ido a la universidad. Quería a alguien cuya mente no estuviera contaminada por la actitud reduccionista que la ciencia tenía hacia los animales”, afirmó el Dr. en la carta en la que invitaba a Goodall formalizar sus conocimientos. Así, Leakey le consiguió un lugar en el programa de doctorados de Etología en la Universidad de Cambridge. “Me dijo: ‘No tenemos tiempo para una licenciatura’”.

Cuando Jane presentó sus primeros hallazgos ante una audiencia de académicos, recibió críticas que cuestionaban su enfoque y metodología. “No deberías haber nombrado a los chimpancés. No ‘David Graybeard’, no ‘Goliath’, no ‘William’. Solo números. Eso es lo que hacemos los científicos”. También le advirtieron que hablar de “personalidad”, “mente” o “emociones” en relación con los chimpancés era inaceptable, pues entonces, esas características eran consideradas exclusivas de los humanos. La empatía, también, estaba fuera de los parámetros de un investigador objetivo, quien debía mantener una distancia fría y analítica del sujeto de estudio.

Aún así, Goodall obtuvo su título académico y regresó a Tanzania, donde estableció una pequeña estación de investigación en Gombe. Durante este tiempo, su conexión espiritual con el mundo natural se fortaleció. Pasaba largos periodos en el bosque, desarrollando su comprensión con la interdependencia entre las diversas especies de animales y plantas que componían ese ecosistema. Sin embargo, la dirección de su carrera cambió radicalmente en 1986, cuando asistió a una conferencia que reunió a científicos que ya estudiaban a los chimpancés en seis diferentes regiones de África. 

National Geographic Creative/ Hugo van Lawick

El objetivo principal de este encuentro era discutir el comportamiento de los chimpancés, su cultura, y las variaciones de sus conductas en diferentes ambientes, influenciadas por los individuos que introducían nuevas costumbres. Sin embargo, durante el evento, también hubo sesiones dedicadas a la conservación y a las condiciones de los chimpancés en laboratorios de investigación médica, circos y otros contextos. “Ese día llegué como científica y me fui como activista. Sabía que tenía que hacer algo”, afirmó. 

Con ese propósito claro, su trabajo se orientó hacia la defensa de los chimpancés y la preservación de sus hábitats. Su trabajo en Gombe se redireccionó a transformar una realidad que muchos preferían ignorar: la rápida destrucción del hábitat de los chimpancés, provocada por la deforestación y la caza furtiva. Esta devastación no era un fenómeno aislado, sino un síntoma de un problema mucho más grande: la relación destructiva de los humanos con la naturaleza. 

A lo largo de los años, su activismo se ha encontrado con un mundo que, en muchos casos, ha elegido no escuchar. Los intereses económicos, la corrupción y la desinformación han creado una barrera casi infranqueable para quienes, como Goodall, intentan cambiar el curso de la humanidad. Pero lejos de desanimarse, ella ha persistido, con una claridad moral que pocos pueden igualar.

Pero Goodall no es una activista tradicional. No busca la confrontación directa ni se conforma con eslóganes vacíos. En su lugar, ha optado por un enfoque basado en la educación y la sensibilización. A través del Instituto Jane Goodall, fundado en 1977, ha promovido, no sólo la conservación de los chimpancés, sino también el desarrollo sostenible en las comunidades humanas que habitan cerca de ellos. Su visión es clara: entiende que no puede haber conservación sin un cambio profundo en la forma en que las personas interactúan con su entorno.

Incluso, esta dinámica no es exclusiva de continentes como África, donde la pobreza alcanza niveles tan extremos, que sus comunidades empiezan a comercializar tanto con especies, como con terrenos, entre otras cosas. La situación que Goodall describe en Gombe tiene paralelismos con la realidad que enfrenta Colombia, un país donde el tráfico de animales silvestres es un problema alarmantemente común. Este comercio ilegal es impulsado, en gran parte, por la falta de oportunidades laborales y la pobreza en muchas regiones vulnerables del país. 

Según datos de la Policía Nacional y el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, Colombia es uno de los países más afectados por el tráfico de fauna silvestre en América Latina, con un aproximado de 20 mil animales incautados anualmente en operaciones contra esta actividad ilícita. Especies como guacamayas, tortugas, monos, ranas venenosas y hasta jaguares son víctimas de capturas ilegales para el comercio internacional y nacional, exponiéndolas al riesgo de extinción.

El tráfico de fauna en Colombia se relaciona directamente con las condiciones de pobreza en las áreas rurales, donde la falta de empleo formal y de alternativas económicas viables lleva a muchas personas a recurrir a actividades ilícitas para sobrevivir. Un estudio del Instituto Humboldt de 2021 destaca que las comunidades locales, especialmente en regiones como la Amazonía y la Orinoquía, dependen a menudo de la caza y la captura de animales para obtener ingresos. Estas prácticas, además de poner en riesgo la biodiversidad del país, que es una de las más ricas del planeta, también contribuyen a la degradación de ecosistemas enteros. 

Y entonces, ¿cuál podría ser la solución a un problema sistemático? Para abordar esta situación, Goodall enfatiza la importancia de dos estrategias principales: la cooperación internacional y la reducción de la demanda. “El tráfico de animales es enorme y está impulsado por dos factores. Uno, la gente que vive en la pobreza quiere ganar dinero. Así que les ofrecen mucho dinero por ir a cazar un elefante. Y luego dan una pequeña cantidad de dinero cuando entregan los colmillos. Pero el verdadero problema son las bandas. Es esa gente en las altas esferas”, comentó a ROLLING STONE en Español.

Jane Goodall llegó el pasado 22 de agosto a Medellín de la mano de Comfama y Elemental, para concientizar a través del diálogo, como parte de la celebración de los 70 años de la caja de compensación. Desde su fundación, Comfama ha sostenido un enfoque en la conversación como una herramienta para el cambio social y comunitario. Por esta razón, se asocia con Elemental, una plataforma comprometida con despertar conciencia sobre el único planeta con vida conocido, así como sobre nuestra relación con él y las demás especies.

Cortesía Comfama

En este contexto, Goodall estuvo por la capital de Antioquia, recordándonos todas esas “razones para la esperanza”, sobre todo en un país tan biodiverso como Colombia. Con su organización Roots and Shoots, que opera en Colombia desde 2012, Goodall ha intentado replicar sus esfuerzos por ofrecer alternativas sostenibles a las comunidades locales, promoviendo proyectos ambientales liderados por jóvenes, y programas de microfinanzas para pequeños negocios sostenibles. 

Jane cree firmemente que el cambio empieza en nosotros, a pesar de que en ocasiones, sea difícil creer que nuestra existencia pueda sumar a un cambio. “​​Abogar por una causa en este mundo es un trabajo arduo”, asegura, sin embargo, la clave es cultivar un sentido de propósito que va más allá de la mera resistencia. Su motivación proviene de un profundo amor por los seres vivos y el planeta. “Tengo nietos. Mi hermana tiene bisnietos,” dice, subrayando que su pasión por el futuro no es abstracta, sino una preocupación concreta por las generaciones que vienen. Pero no es solo por los humanos que lucha; su afecto por la naturaleza, el bosque y sus habitantes también alimenta su tenacidad. “Amo la conexión espiritual que tengo con la naturaleza en el bosque”.

Goodall es consciente de que las tácticas confrontacionales no siempre son efectivas. “Hay activistas que están muy enojados, que van a las corporaciones a gritar y señalar con el dedo, pero nadie quiere escuchar eso”, afirma. En cambio, aboga por una estrategia más empática: “La forma es llegar al corazón, no a la cabeza. Encuentra una historia”, aconseja Goodall, “y toca su corazón”. La esperanza no es un concepto vacío, es una acción diaria que se cultiva a través del diálogo y la compasión, asegurando que el activismo sea, no solo sostenible, sino también transformador.

Hoy, en sus noventa años, Goodall sigue siendo una figura relevante, pero su lucha no se ha vuelto más fácil. El negacionismo climático, el crecimiento desenfrenado de las industrias extractivas y la indiferencia de muchos gobiernos siguen siendo obstáculos enormes. Y sin embargo, Goodall continúa, no por optimismo ingenuo, sino porque reconoce que rendirse no es una opción. Su vida entregada a la humanidad, a través de su amor por la naturaleza, es la verdadera resistencia, no solo ante las adversidades personales, sino ante una civilización que parece empeñada en autodestruirse.