En su segunda película como director (luego de Puerto Padre), el costarricense Gustavo Fallas nos cuenta la historia de Víctor (Elías Jiménez), un ermitaño quien, a regañadientes, se hace cargo de su nieto Ricardo (Fabricio Martí).
Como si se tratara de una versión oscura y opuesta a Heidi, Víctor trata a Ricardo de una manera dura y agreste, para enseñarle lo que significa ser un “verdadero hombre”. Pero lo que en realidad hace el abuelo, es inculcarle miedo y rabia al niño y distanciarlo de un vínculo que debería ser estrecho y afectuoso.
Víctor odia a los indígenas, especialmente a su vecino Lautaro (Édgar Maroto), un antiguo cuidador de la finca del ermitaño, a quien este acusa de haber matado a su vaca. Como era de esperarse, vamos a ver cómo el jovial Lautaro y el introvertido Ricardo, van a establecer una amistad, la cual desembocará en una tragedia.
Fallas utiliza a sus personajes como símbolos para comentar sobre la masculinidad tóxica, el racismo y la paranoia, que tanto contaminan a los pueblos de Latinoamérica. La hermosa fotografía de Gabriel Serra (Flores silvestres, Rush Hour) contrasta con el ambiente violento y salvaje de este hombre armado dispuesto a defender su honor y lo que es suyo contra un enemigo imaginario.