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Greta Van Fleet está de vuelta y aún quiere ser el nuevo Led Zeppelin

En Starcatcher, la banda se empeña en apegarse a su plan de perpetuar el rock clásico

Por  DAVID BROWNE

NEIL KRUG

Greta Van Fleet

Starcatcher

Vámonos sin rodeos: en su tercer álbum, Greta Van Fleet sigue asemejándose a una especie de Get the Led Out. A pesar de ser halagados o criticados por su fidelidad al sonido de ciertos íconos, la banda de Michigan no quiere dar un paso al costado en su misión. La introducción cuasi-celta de ‘Meeting the Master’, los atisbos de ‘Misty Mountain Hop’ en ‘Wasted All Your Life’, la batería tipo Bonham que abre ‘Sacred the Thread’ y la voz del cantante Josh Kiszka que recuerda a Plant… Es prácticamente imposible escuchar Starcatcher y, al igual que con sus trabajos anteriores, no pensar que te topaste con grabaciones inéditas de Led Zeppelin y demás.

Pero el disco sí presenta algunas novedades. Con el productor Dave Cobb detrás de la consola, Greta suena más desenfadada y audaz. Con menos baladas e interludios, el trabajo no se empeña en alcanzar las notas tan altas del rock clásico, lo cual es sorprendente. Desde su primer EP, la voz de Kiszka se ha hecho un poco más profunda, alejándose de las comparaciones con Plant, pero sigue siendo un gran instrumento. Tan solo basta con escuchar sus alaridos en ‘The Falling Sky’. Sus notas más agudas aparecen tan seguido que bien podrían pasar por solos de guitarra y a comparación del trabajo de su hermano Jacob, su interpretación de las seis cuerdas se ve opacada por los pulmones de Josh. El grupo también tiene espacio para el humor en ‘Runway Blues’, una pista desenfadada que, lastimosamente, termina poco después del minuto.

Comenzando por su título, que es sacado directamente desde 1975, Starcatcher contiene la mayor cantidad de letras de rock progresivo que la banda haya escrito hasta el momento. El primer verso –“¡Salve, la canción de Dios!/¡Todos entonan el canto!/¡Salve, el eón!/¡Aquí nos arrodillamos!”– podría hacer que Jon Anderson de Yes se retorciera de envidia. El mundo de Greta se amplía con cada canción, en donde es “el día de conocer al Maestro” o están cruzando “una tierra de esperanza dentro de la infinidad de una puesta de sol”. Y para llegar a lugares como ese, lo hacen a la antigua: “Mi hogar está en el caballo que cabalgo”. Al final del disco, los músicos ya han “librado batallas lejos de casa, hecho el amor e incluso bebido el vino”. Cada corte parece tanto una travesía por pueblos perdidos que Starcatcher debería incluir un cupón para reclamar una túnica druida.

Pero en ocasiones el contexto lo es todo, y eso aplica para Greta Van Fleet. Cuando la agrupación sobresalió en 2017, sonaba como un tributo de rock clásico que escribía su propio material; como chicos que amaban tanto el poder y el misticismo de bandas del corte de Led Zeppelin, que querían hacer su propia versión. Tan solo media década más tarde, el panorama del rock es sombrío: no pasa una semana sin que una leyenda se retire, anuncie una gira de despedida o, bueno, fallezca. Entonces, ¿Greta Van Fleet es una imitadora descarada? Sí. ¿Está perpetuando una tradición musical en peligro de extinción como los músicos de blues que siguen fieles a los fundamentos del género, aún después de tantos años sin Muddy y B.B.? Sí, eso también. Para quienes la defienden, más vale que empuñen su mejor espada.

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