Gabriela: de azafata a pionera del rock argentino y de grabar con Bill Frisell a escribir unas memorias de antología

A los 77 años, la legendaria artista repasa una vida de música y viajes, con la libertad y la creatividad en el norte de la brújula

Por  OSCAR JALIL

enero 16, 2023

Foto: Gentileza Chino Zavalía

“Mamá, tu vida es una novela”, le dijo Cecilia a su madre. “Escribí tu vida y vas a tener una novela, después si querés escribís otra. Yo te ayudo”. El estímulo amoroso de Cecilia Molinari conmovió a la pionera del rock argentino, Gabriela Parodi podía contar de una buena vez y para siempre la historia que excedía su faceta pública de cantante y compositora. Los archivos de la prensa musical la ubicaban como la primera mujer en subir al escenario del mítico Festival B.A. Rock de 1971 y al otro año repetir la hazaña con la edición de un estupendo disco debut. Después todo se vuelve un rastro borroso: el exilio voluntario a Los Ángeles con su pareja de ese momento, el guitarrista de Almendra y Color Humano Edelmiro Molinari, la maternidad, sus álbumes grabados en Estados Unidos, los regresos esporádicos al país y algunas noticias perdidas que la ubicaban, por ejemplo, al lado de músicos legendarios como el genial Bill Frisell.

La reciente edición de Las mil vidas de Gabriela despeja el banco de niebla y amplía la capacidad de asombro ante una autobiografía que supera los límites acotados de la literatura del rock para convertirse en un fascinante libro de memorias. Sin la ayuda de un ghostwriter, Gabriela pasea con elegancia y rigor por esas vidas recuperadas que transitan casi ocho décadas de arte, aventuras y emancipación.

“Escribir este libro fue muy liberador. Uno a veces tiene la cabeza tan llena de cosas que no entra nada más y ahora siento que tengo mi cabeza vacía y puedo empezar a hacer otras cosas”, dice la autora en una soleada mañana de noviembre. “Por momentos sentía que no tenía una sola idea y no las tenía porque estaba llena de un pasado; mi edad, imaginate… Cargo una mochila muy pesada y, si no saco cosas y sigo agregando, me mata. El libro fue eso y hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto de algo, de escribirlo, de promocionarlo…”.

Con su autobiografía en las librerías, Gabriela fantasea con nuevos proyectos, incluso musicales. (Foto: Nora Lezano)

En el amplio y luminoso living de un señorial departamento en Belgrano R, Gabriela Parodi expone banderas de redención antes y después de aquel momento fundacional, marcada a fuego en 1972. Su historia parece detenida en un momento específico. Las mil vidas de Gabriela no solo ordena aquellos tiempos de noticias módicas que cada tanto aparecían en revistas como Pelo o Expreso Imaginario sobre la larga estadía de la cantautora en Estados Unidos, también revela con pulso de novela de iniciación los intensos años de la nena criada entre el campo y la ciudad, la vida nómade marcada por los domicilios cambiantes de un padre diplomático y los años formativos por diferentes ciudades del mundo: Lisboa, Ankara, Río de Janeiro, Dublín o París son escalas en donde hasta es posible sentir los aromas de cada destino en particular.

La niña que a los 8 años asistió a un concierto de Amália Rodrigues en un coqueto teatro de Lisboa y quedó marcada para siempre por la reina del fado, o la veinteañera que junto a su hermana Andrea armó una auténtica road movie a bordo de un Mini Cooper rojo por las rutas de Escocia e Inglaterra justo cuando en el horizonte explotaba el Swinging London, ocupan jugosas páginas del libro de memorias. “En esos tiempos mucha gente se permitía trabajar solo para pagar sus cuentas y el resto del tiempo se dedicaba a gozar”, escribe Gabriela su experiencia parisina en pleno Mayo Francés cuando llegó con la idea de estudiar teatro y terminó abrazada a una guitarra. “Eso era parte de la libertad de los sesenta. El proyecto más ostentoso era saber vivir, no vivir para recaudar bienes materiales. Había más tiempo y más abundancia en el planeta. Se veía mucha gente feliz, abierta a lo que viniese, sin grandes ambiciones. Eso hacía que todo fuese algo natural, que el amor se venerase, que ayudar al otro se viviese como algo habitual, que el tiempo tuviese otro significado, y que, por ende, las relaciones humanas fluyeran con menos esfuerzo. Algunos lo llamaban hippismo, otros lo denominaban vagancia, pero yo estuve ahí, fui parte de esa época y mi testimonio es diferente. No correr detrás del tiempo, sino más bien tomarlo, acariciarlo y retenerlo para conocerse más a fondo tenía un significado atípico. Rendirle homenaje al tiempo, sentirlo como un regalo preciado, perder el miedo, abrir el alma y dejar que irrumpa todo, dedicarse a la experiencia de estar vivo, honrar el placer y los sentidos, amar y amarse era lo natural en esa época. No hacía falta ser artista para formar parte de la revolución de los sesenta, cualquiera que estuviese listo era recibido con una hermandad amorosa. Esa década fue como un gran club social que abrió sus puertas a todo aquel que se sentía diferente, sin tabúes de razas, religiones, países u orientación sexual. El tiempo del amor”.

París es la ciudad del descubrimiento musical. “Me prestaron una guitarra, empecé a cantar en barcitos los lunes a la noche, que era mi día libre, y me di cuenta de que me gustaba más hacer música que teatro. Para la actuación tenés que tener cierta personalidad que yo no tenía. La música me resultaba más liviana y más espontánea que aprenderme textos. Igual estaba en papeles secundarios, en una obra under y dije: ‘¿Qué voy a hacer con mi vida? Voy a volver a la Argentina a hacer música y vamos a ver si eso funciona’. No tenía contactos musicales en París. La última noche me salió ‘Es la lluvia y nada más’, mi primera canción”. El tema que formaría parte del disco debut funcionó como una epifanía para la chica que cantaba canciones de Leonard Cohen, Bob Dylan, Joan Báez y Joni Mitchell. “Ahí me di cuenta de que también podía escribir mis canciones”, dice Gabriela y revela algunos modos para administrar el ego. “Trabajar en un bar o en las estaciones del subterráneo me sirvió como un gran aprendizaje. Porque no te dan bola, se para uno de cada cien a escucharte. Ahí aprendés muchísimo sobre la música y sobre vos. Es pasar por la parte oscura y laburante, que te pongan una moneda en un tarro. Para mí eso fue muy interesante. Volví a la Argentina y empecé a hacer contactos”.

El capítulo del regreso a Buenos Aires y el reencuentro con sus padres marca una constante en aquellos años iniciáticos, de algún u otro modo persiste en Gabriela la tensión entre el consentimiento y la ruptura permanente del mandato familiar. “Sentía que había vivido varias vidas, que estaba más madura, y mi temor era que la relación con todos hubiera quedado cristalizada en el pasado. Yo ya no era la de antes. Ellos no me habían visto crecer, pero yo sentía que había pegado un enorme estirón. Me dolían las rodillas”, describe aquel momento de transición en donde la niña que cambiaba todo el tiempo de colegios y amigos ahora volvía convertida en una mujer dispuesta a reafirmar su identidad a través de la música. La cancionista en ciernes tardó muy poco en conectarse con los hippies de Plaza Francia y descubrir todo un mundo de sensaciones concentrado en el Velódromo Municipal para la primera edición del Festival B.A. Rock. “Fue trascendental para mí concurrir a ese festival, lo viví como un punto de referencia muy importante. Ver a Manal, Almendra, Vox Dei… Esa era la gente con quien yo quería estar, tocar. Gente libre, de pelo largo, guitarras distorsionadas, vestimentas de colores. Esa tarde me prometí a mí misma hacer todo lo que fuera necesario para llegar a ser una pieza más de esa comunidad, a pertenecer. Yo quería estar ahí arriba con ellos, no ser parte del público”. El deseo se cumplió y para la segunda edición del festival, Gabriela ya era parte. Daniel Ripoll, editor de Pelo y organizador de los festivales B.A. Rock, fue clave y también conocer a Aníbal Gruart, manager de Almendra.

“Yo solo tenía dos canciones en español para cantarle, ‘Es la lluvia y nada más’ y un tema de Dylan que había traducido del inglés, ‘Walking Down theLine’ [Andando por ahí]. Le expliqué mi situación y le pregunté si le podía cantar un par de temas. Me dijo que sí”, relata Gabriela aquel instante que marcaría sus próximos años. “Mientras estaba desenfundando la guitarra vi que aparecía un hombre alto, de pelo largo y ondulado, de buena estampa. Lo miré. En una fracción de segundo me di cuenta de que era Edelmiro Molinari, el guitarrista de Almendra”. Sonaron las canciones y Molinari y Gruart aplaudieron entusiasmados. “Supuse que era una buena señal. Quizá les gustó lo que escucharon, o ambos pensaron al mismo tiempo que no había muchas mujeres en el rock y vieron la oportunidad. Nunca lo sabré”. Sin demasiados preámbulos, Gabriela firmó un contrato de representación con el manager de Almendra. “A la semana siguiente me llamó Edelmiro y empezamos a salir”.

—Hace unos meses Sony Music lanzó la reedición en vinilo de tu disco debut, que acaba de cumplir 50 años. ¿Cuál es tu visión del disco, qué te sucedió al volver a escucharlo?

—Fue maravilloso lo que me pasó y lo que me evocó porque a medida que vas haciendo discos vas olvidando los más viejos, y recuerdo que lo disfruté mucho y ahora maduramente me doy cuenta de que es un gran disco. Con muy pocos elementos hicimos mucho. Estábamos todos muy influenciados por el Sgt. Pepper’s de Los Beatles. El ingeniero de grabación [Norberto Orliac] era un tipo muy copado y estaba muy metido en la música. Le importaba, era un perfeccionista. Inventaba cosas de la nada, cosas que iban muy bien. Admiro mucho la capacidad que tuve para hacer un disco así y también la ayuda, porque tuve una banda sensacional y Edelmiro trabajó mucho en ese disco e hizo un gran trabajo también como arreglador-productor.

—Lo llamativo era tu estilo, no eras típicamente folk ni tan rockera, era algo muy personal. ¿Cómo te recibieron en ese momento?

—Me preguntaban si era folk o rock, la grieta. Y respondía que por momentos tengo ganas de cantar con acidez y con furia pero también de manera dulce y amorosa. ¿Por qué no puedo hacer ambas cosas? Nadie me dijo nada, ni me hicieron a un lado. Yo canto “Voy a dejar esta casa papá” y después viene “Es la lluvia y nada más”. Los unimos con unos soniditos que quedaron divinos.

La banda que acompaña a Gabriela es su disco debut es un seleccionado de notables: Oscar Moro (batería), Litto Nebbia (teclados), David Lebón (guitarra, bajo), León Gieco (voces, armónica) y Emilio Del Guercio (flauta, coros). La hermosa foto de tapa pertenece al gran José Luis Perotta y fue realizada en Rauch. “Nos fuimos con Edelmiro, Emilio Del Guercio y Jose Luis Perotta al campo donde crecí. Y pasamos un par de días mágicos. Para mí era importante que esa tapa representara libertad, y no había símbolo más apropiado que ser fotografiada encima de un caballo, galopando”, cuenta Gabriela en su libro de memorias. La foto en blanco y negro es un manifiesto que puede completarse en las canciones incluidas del disco debut de la pionera del rock argentino. “Yo iba montada en La Sonadora, una yegua alazana angloárabe, muy veloz. Nos adorábamos, nos entendíamos de maravilla. Teníamos una relación caballo/jinete perfecta. La elegí a ella ese día porque sentía que estábamos en la misma frecuencia. Eramos las dos jóvenes, ágiles, intrépidas, con la misma necesidad de libertad y velocidad. Le largué las riendas y volamos”.

—¿Qué sucedió con el segundo disco luego de la buena recepción que tuvo Gabriela?

—Me ofrecieron grabar un segundo disco y yo ya estaba enamorada de un personaje llamado El hombre de las cabras blancas. Un veterano de guerra italiano que había emigrado para acá después de 1945. Se instaló en el camino de tierra donde estaba el campo de mi familia y había perdido sus facultades mentales por completo. Algunos vecinos lo ayudaban y él se las arreglaba con su huerta. De alguna manera se alimentaba. Tenía cabras. Finalmente compuse un disco basado en su niñez en Italia.

—Eran tiempos de discos conceptuales…

—Sí. Tenía todos los temas armados en un casete y un chico me había hecho el dibujo de la tapa con un hombre y una cabra y no sé por qué catzo nos fuimos a Los Ángeles antes de grabar el disco. Cuando estás en pareja uno te empuja. Nos fuimos pensando que en un año estábamos de vuelta. Aquí hubo una inundación en el campo y yo había dejado todas mis posesiones en un galpón, perdí todo, hasta el casete con las canciones del disco.

Gabriela invitada con Bill Frisell y su trío en La Trastienda, Buenos Aires, agosto de 2000. (Foto: René Bravo)

En octubre de 1974, Edelmiro y Gabriela parten hacia Los Ángeles. “Varios de los músicos a los cuales admiraba con locura vivían en California: Joni Mitchell, Crosby Stills, Nash, Young, y muchos otros. Así que eso fue lo que nos decidió a irnos. No recibimos amenazas, ni tampoco nos echaron de aquí. Lo aclaro porque sé que hay gente que exagera con eso, y también conozco gente que realmente fue amenazada”, dice la compositora y evoca el tiempo de emigrar hacia la última trinchera hippie en donde el flower power todavía gozaba de buena salud. “Me pesó antes de irme. Cuando puse un pie ahí y vi lo diferente que era me enganché totalmente con eso y como yo estaba acostumbrada a cambiar de cultura no me pesó tanto. Me fascinó Los Ángeles, me parecía como una escena de teatro en donde ibas a correr las cortinas e iba a aparecer la ciudad de verdad. Era muy raro el lugar. La pasé muy bien a pesar de haberla pasado muy mal económicamente. Se nos terminó la plata y empecé a trabajar de cualquier cosa”. La difícil situación económica sumada a la condición de indocumentados una vez vencida la visa de turista no fue un impedimento para que la pareja de músicos argentinos disfrutaran de paisajes, conciertos y buenos amigos dispuestos a brindar ayuda. Gabriela trabajó en fábricas, limpió casas y también crio a Cecilia, que llegó al poco tiempo de que la pareja se instalara en la Costa Oeste. “De muy jovencita trabajé como azafata, que es como una mucama del aire. Ya había hecho varios trabajos aparte de la música. Siempre trabajar de otras cosas y ver el lado oscuro de la Luna”.

—Acá ya tenías una carrera musical que tuviste que frenar en Estados Unidos. ¿Cómo repercutió en vos esta decisión?

—No fue con tanto enojo o desamor. Porque sabía que estaba viviendo experiencias únicas. Y también estaba conociendo Latinoamérica. Todos en la fábrica éramos latinos, mundos completamente distintos. Me trataban bien: la pasé bárbaro. Mi instinto me decía que eso no era permanente. Amé hacer esos trabajos oscuros.

—Junto a Edelmiro fueron de los primeros músicos argentinos que se radicaron en la Costa Oeste, luego llegaron otros como León Gieco y que en el libro ocupa un lugar muy especial. ¿Qué significa él en tu vida?

—Ahora no nos vemos tanto, pero tuvimos una relación hermosa. Éramos como gemelos. Cantábamos juntos y nuestras voces parecían una sola. Era fantástico. Hicimos muchos trabajos en Los Ángeles como, por ejemplo, ir a cantar a un restaurante mientras la gente comía. Es una persona muy importante en mi vida. León fue el músico más amigo que tuve. Es difícil hacerte amigos en el negocio. Una vez que terminan los proyectos, la gente desaparece y con León y su mujer éramos íntimos amigos, éramos hermanos más que amigos. Me dolió mucho cuando él se fue de Los Ángeles. Yo estaba separándome, era un quilombo mi vida, no tenía un mango. León se ocupaba de Cecilia mientras yo iba a entrevistas de trabajo. Compusimos temas muy lindos, varios. León fue parte de mi alma.

En 1979, la relación con Edelmiro iniciaba un período de largo adiós y, casi al mismo tiempo, Gabriela retomaba su carrera artística. “Ya tenía mi primer trabajo en la industria del cine que me pagaba un poquito más y hasta tenía auto. Estaba independizada. Sabía que me iba a divorciar pero no sabía cómo. Los divorcios son pequeñas muertes. Tardé muchos años en divorciarme de Edelmiro”, dice. Es el año del regreso de Almendra y también el arranque de los registros de Ubalé, íntegramente grabado en Los Ángeles, con sesionistas legendarios de la Costa Oeste. Todo bajo el consejo y la dedicación de Steve Millang, ingeniero de sonido y coproductor de Ubalé. “Estaba sola y tenía una libertad alucinante. La ponía a Cecilia en un carrito y la llevaba al estudio. El ingeniero hizo un trabajo increíbles”.

—Hay grandes diferencias entre Gabriela y Ubalé

—Fue inspirado en Jackson Browne, después de ver la presentación de su disco Running on Empty en el Universal Amphitheatre de Los Ángeles. Ese concierto me marcó el camino para Ubalé, el primer disco con músicos de la Costa Oeste y músicos argentinos como León, Santaolalla, Aníbal Kerpel y Pino Marrone. Fue la primera vez que se hizo. Del otro lado estaban David Lindley, Robben Ford, Alex Acuña. Y otros no tan conocidos, como George Doering.

El engranaje misterioso de la inspiración volvió a activarse con la edición Ubalé (80), y desde ese momento comenzó una etapa prolífica para Gabriela, aunque muy poco conocida en Argentina. En pareja con Pino Marrone, guitarrista de Crucis y uno de los mejores violeros de toda la historia del rock argentino, la cantante y compositora mutó hacia el jazz con ciertos toques minimalistas. Llegaron discos exóticos como Friendship (1983), grabado en Suecia y cantado en inglés, o Altas planicies (1991) que rankea alto en algo así como la reinvención de la pionera.

En tanto, Detrás del sol (1997), Viento rojo (2000) y El viaje (2006) forman una trilogía de movimientos disímiles y espaciados en donde Gabriela comparte créditos junto al influyente guitarrista de jazz Bill Frisell y también con Pino Marrone. “Bill no es solo guitarrista, es arreglador, compositor. Hace música clásica. Todo. Yo quería hacer una letra de él pero jamás en mis sueños imaginé hacer un disco con él, ni tres. Cuando le mandé un pequeño demo con el tema de él para ver si me daba permiso para grabarlo, yo estaba en un momento oscuro, le dije a Pino que iba a ser lo último que iba a hacer y se acabó todo. Los músicos siempre decimos eso [risas]”, dice Gabriela y continúa el relato sobre la Frisell Experience. “Conseguí el número del manager, se lo mandé y también le mandé Altas planicies y el resto es historia. Una noche recibo un fax de Bill. Él se enamoró de mi música y me dijo si vos querés podemos hacer un disco juntos. Yo estaba totalmente desconcertada. Obviamente le dije que sí”. A los seis meses, Gabriela viajó a San Francisco a grabar Detrás del sol y luego vino Viento rojo. “Fue tocar el cielo con la mano”, dice la cantante.

Desde 1992, Gabriela vive en Buenos Aires junto a Pino Marrone, su hija Cecilia trabaja en la industria editorial con sede en Nueva York y es el motor que posibilitó la realización de Las mil vidas de Gabriela (Editorial Marea). En los últimos años, enfermedades y varias pérdidas cercanas conspiraron en contra de un incesante desarrollo personal. Ahora, a los 77 años y con sus memorias en las librerías, Gabriela fantasea con nuevos proyectos, incluso musicales. “Con el libro terminado se me abrió el apetito creativo. Así que cuando termine con las presentaciones me voy a poner a componer”.

—¿Con Pino, con Bill Frisell?

—Lo que quiero hacer no, porque es diferente. No va a llevar guitarra. Tengo cosas guardadas, viejas, a capela, raras. Quiero recuperarlas.

—¿Tu libro significó terminar algo para empezar otra cosa?

—Exactamente. Puedo hacer de a una cosa a la vez. Me dedico a full y recién después puedo empezar otra. Antes de la salida del libro pensaba quién se acordará de mí. ¿Quién va a venir a la presentación en la Biblioteca Nacional? ¿Dos personas? Se llenó. Me llaman de las radios, me quieren entrevistar. La devolución de los lectores. Les gusta cómo escribo. Además, ¿Qué voy a hacer con el resto de mis días? Podría jubilarme. Sí. Leer. Pero me di cuenta con el libro de que soy más feliz haciendo que no haciendo.