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Después de dos décadas encubierta, una exagente está lista para mostrar la verdadera cara del tráfico humano

“Para la gente es más fácil ignorar el problema que afrontarlo a nivel social”, afirma Nikki Badolato, agente especial del FBI.

Por  ALEX MORRIS

febrero 23, 2024

WILLIAM DRISCOLL

En una noche de agosto de 2003, una joven llamada Paulina se tumbó en el sofá de su modesto apartamento de alquiler, abrió su portátil y empezó a hablar de sexo con un hombre llamado Stephen Bolen, que había conocido hace poco en un grupo de chat de Yahoo. Sus primeras conversaciones habían sido breves, pero Paulina no tardó en caerle bien y pronto ambos empezaron a abrirse.

Paulina le dijo a Bolen que vivía en Atlanta, que tenía una hija de tres años y que el padre de su hija se había marchado. Luego empezó a compartir detalles más íntimos: cómo había sido crecer como una niña blanca y delgada en un barrio peligroso de las afueras de Washington; cómo su padre, un marine, se había suicidado dos semanas antes de que ella naciera; cómo su madre había abusado de ella emocional y físicamente, y nunca le había demostrado amor. También le dijo que había tenido una relación sexual con su padrastro.

Después de darle las buenas noches a su hija, Paulina solía charlar toda la noche con Bolen por Yahoo, y a veces por teléfono. Una comunicación constante podía parecer un noviazgo, pero con un elemento extra de peligro y riesgo: tanto Paulina como Bolen sabían que se acercaban con cuidado para ver si confiaban lo suficiente en el otro. Y eso podría llevar tiempo.

Al final, Bolen le pidió a Paulina que le enviara fotos de su hija, y ella accedió, aunque las que compartió eran bastante inocentes: la niña estaba vestida y con la cara apartada de la cámara u oculta tras un indomable halo de rizos rubios. Después de ver las fotos, el hombre la invitó a una cita. Mientras que muchos de los hombres que Paulina había encontrado en salas de chat como “Sex With Younger” solo querían intercambiar imágenes y videos de niños para ampliar sus colecciones ilícitas, Bolen era un “viajero”, alguien que buscaba poner en práctica sus obsesiones.

El 17 de septiembre, tal y como habían acordado, Paulina estaba sentada en un banco a las puertas del centro comercial Perimeter Mall con un cochecito delante de ella, escaneando nerviosa el parqueadero. Una parte de ella esperaba que Bolen no apareciera. Cuando finalmente llegó, vio que era guapo, un tipo elegante vestido con una camisa rosa y pantalones caqui.

“¿Paulina?”, preguntó ansioso. Ella asintió, y cuando él sonrió, retiró la manta que cubría el cochecito, se vio rodeado y con las esposas en las muñecas. “Paulina” observó cómo el rostro del hombre cayó, su confusión dando paso a la angustia mientras los agentes del FBI se lo llevaban detenido. Aquella había sido su primera detención encubierta; la primera de muchas.

***

Si uno quisiera esconderse a plena vista, no habría mejor lugar que un barrio suburbano a las afueras de San Luis, donde reside ahora la agente especial del FBI Nikki Badolato. Las casas de dos plantas son tan agradablemente similares que no podría decirles cómo es la suya, aunque fuera seguro hacerlo, que no lo es. Aquí, Badolato ha criado a sus dos hijos, una joven que está en la universidad y un chico que está a dos años de graduarse del colegio.

Cuando planea una búsqueda del tesoro con los vecinos o cuida del huerto comunitario, Badolato no suele mencionar sus muchos años como jefa de la Internet Crimes Against Children Task Force Program (ICAC), un esfuerzo conjunto de los federales y las autoridades locales que rastrea algunos de los delitos más atroces del país. Sin embargo, en un armario de su cocina, se puede encontrar una Glock 42 expedida por el gobierno y que guarda entre las vitaminas y algunos platos.

En una soleada mañana del pasado octubre, Badolato se sentó a la mesa del comedor con álbumes de recortes extendidos sobre la madera oscura. Allí estaba la carta de aceptación que había recibido de la agencia federal en la primavera de su último año de colegio, después de que un representante le hiciera una prueba en la sala de mecanografía. “Elegí ponerme un vestido y tacones rojos”, cuenta sobre su primer día como empleada de correos del FBI, dos semanas después de cumplir 18 años. “No sé en qué demonios estaba pensando. ¿Supongo que intentaba entrar de manera llamativa…?”.

Se detiene en una foto suya en el campo de tiro de Quantico casi 10 años después, con los hombros erguidos y el pelo caramelo recogido en una coleta mientras disparaba. Para ese entonces, se había casado con un hombre al que conoció después de graduarse, había tenido una niña, había terminado la universidad por la noche y había sido aceptada en la capacitación de agentes en los ajetreados días que le siguieron al 11 de septiembre. Vio su primer cadáver a las pocas semanas de empezar a trabajar, después de que la persecución de un atracador de bancos terminara en un tiroteo en un Walmart. Cuando Badolato llegó al lugar de los hechos, el cadáver aún estaba caliente y la cabeza del delincuente descansaba sobre una bolsa de galletas. “Fue algo surrealista”, comenta. “¿Cuántas veces has estado en un Walmart y has caminado por el pasillo 4, sin esperar que hubiera un muerto con la cabeza apoyada en una bolsa de Chips Ahoy?”.

No obstante, la exagente no se desanimó. Sentía que la agencia la había salvado, la había sacado de una vida familiar de mierda y le había dado perspectivas y un propósito. Como agente novata, quería demostrar que era digna. “Mi agente de formación me dijo: ‘Nikki, esto es una maratón, no una carrera corta”, cuenta. “Yo le dije: ‘Eso es ridículo. Ni siquiera sé qué significa eso’”.

Pasó algunas páginas para mostrar una foto de los 391 kg de cocaína y 63 kg de metanfetamina que recuperó en una sola redada durante una temporada en una brigada de carteles, y luego señaló otra en la que posa con una niña de cinco años que había rescatado, con el pelo corto porque el secuestrador quería que pareciera un niño. Pero el recuerdo que realmente quiere encontrar es la carta que la esposa de Bolen le pasó al momento de su sentencia, la que tenía una foto de sus hijos —una niña rubia de unos tres años y un bebé diminuto— y las palabras “Estos son los rostros de los niños que proteges cada día”. La esposa de Bolen había sido la única pareja que había presionado para que su marido recibiera la pena máxima. Algunas esposas acusaron al FBI de colocar pruebas en los computadores, con la mayoría empeñada en aferrarse a sus delirios. (Los intentos de contactar a Bolen para comentarios fueron infructuosos).

Con los años, Badolato ha comprendido que eso es lo que ocurre con el tráfico de menores y los abusos sexuales. Y me invitó a su casa —después de acceder a hablar en público sobre sus décadas trabajando de incógnito— porque cuando se trata de los delitos que combatió durante toda su carrera, está harta de las ideas delirantes que se han hecho algunas personas. Está harta de películas como Sound of Freedom, que glorifican tanto como trivializan el trabajo que ella y sus colegas hacen; harta de la idea de que hombres blancos de capa y espada atraviesan puertas y rescatan a niños víctimas de la trata con una Biblia en una mano y un arma de fuego en la otra; harta de las teorías conspirativas sobre Hollywood y el lavado de dinero que desvían la atención de las verdaderas causas de la trata y el abuso de menores. “La trata de humanos no es la película Pretty Woman —la chica no se queda con el chico—, ni la película Taken, en la que se secuestra a personas en un país extranjero y se venden en el mercado negro, o se envían en un contenedor a través del mundo”, me dice uno de los detectives que trabajó en el grupo de Badolato. “No digo que eso no ocurra nunca, pero no es lo que estamos viendo”.


“En este momento están dejando a una niña en el parqueadero de un motel. Hay tres o cuatro chicas encerradas en un hotel al lado de un McDonald’s. Pasa todo el tiempo”.


Lo que están viendo es mucho más malicioso y de cosecha propia. Un informe publicado en 2018 por el Departamento de Estado clasificó a Estados Unidos como uno de los peores países del mundo en cuanto a la trata de personas. Mientras que el Departamento de Justicia ha estimado que entre 14 500 y 17 500 extranjeros son víctimas de trata en el país anualmente, esta cifra palidece en comparación con el número de menores estadounidenses que son víctimas de trata en su interior. Un estudio realizado en 2009 por el Departamento de Salud y Servicios Humanos sobre la trata de humanos hacia y dentro de Estados Unidos reveló que cada año unos 199 000 menores estadounidenses son explotados sexualmente, y que entre 244 000 y 325 000 corren el riesgo de ser víctimas de la trata específicamente en la industria del sexo. Lastimosamente, a muchos de estos niños no los secuestran extraños en parqueaderos de centros comerciales, sino personas que conocen y en las que confían: estudios han revelado que hasta el 44 % son víctimas de tráfico humano por parte de familiares, en la mayoría de los casos, de sus propios padres (usualmente padres que también fueron víctimas de trata). Entre 2011 y 2020, se produjo un aumento del 84 % en el número de personas procesadas por el delito federal de tráfico de humanos. De los acusados en 2020, el 92 % eran hombres, el 63 % eran blancos, el 66 % no tenían condenas previas y el 95 % eran ciudadanos estadounidenses.

El equipo de Badolato con una víctima de secuestro tras su rescate en 2011. Un estudio del Departamento de Salud y Servicios Humanos reveló que unos 199 000 menores estadounidenses son explotados sexualmente cada año, y se considera que hasta 325 000 jóvenes estadounidenses corren el riesgo de ser víctimas de tráfico en la industria del sexo.
COURTESY OF NIKKI BADOLATO

Badolato comenzó su carrera como agente del FBI en una época en la que se podía comprar, vender y comerciar con niños en Internet. A medida que crecía la industria del porno en Internet, su rama más lucrativa resultó ser la de los materiales de abuso sexual infantil (el término “pornografía infantil” ya no se utiliza en este campo, pues implica consentimiento). Y a medida que aumentaba la demanda de estas imágenes, también lo hacían los abusos que conducían a su creación.

En 2003, pocos meses después de que Badolato se graduara de Quantico, se creó una brigada de Delitos contra Menores en la oficina de Atlanta donde había sido asignada. Para entonces, el FBI empezaba a comprender el alcance del problema, aunque no sabía exactamente qué hacer al respecto. Durante la capacitación de una semana en Baltimore, la exagente conoció los bajos mundos más oscuros de los grupos de chat fetichistas y le ordenaron averiguar cómo infiltrarse. “Todo el mundo estaba un poco nervioso”, explica. “Era un proceso, una dirección nueva”. A los agentes se les dijo que tendrían que inventar un “personaje” y una “historia”, y que probablemente tendrían que proporcionar imágenes de niños para “demostrar” que tenían un menor en oferta. También se les dijo que podían utilizar imágenes de sus propios hijos, si se sentían cómodos haciéndolo (el FBI ya no respalda esta política).

Badolato creo a “Paulina” partiendo de la base de que cualquier personaje tendría que compartir la mayor parte de su propia historia y rasgos. “Es la única forma de trabajar de incógnito”, comenta la exagente. “La gente nota la sinceridad en tus palabras, debe haber cierto nivel de autenticidad, pero luego le añades el elemento criminal”. La mayoría de cosas que la exagente le contó a Bolen eran ciertas: de dónde era, sus antecedentes familiares, la monstruosidad que era su madre, una mujer que, según ella, repartía cigarrillos y cervezas a los amigos de 13 años de Badolato en un estado de permisividad maníaca un minuto y al siguiente le entraba una ira violenta por una pelusa en el suelo. (La madre declinó hacer comentarios para este artículo, pero un amigo de la infancia corroboró el relato de la exagente). Era cierto que, al crecer en un hogar inestable con una serie de padrastros, nunca se había sentido realmente querida; era cierto que se había divorciado de su primer marido; era cierto que estaba criando sola a su hija de tres años. Lo único que no era cierto era su historia de abuso sexual, su iniciación en el “estilo de vida” —para usar la jerga de las salas de chat— que Paulina decía querer para su hija.

A medida que Badolato se había familiarizado con el lenguaje y los comportamientos de las salas de chat, había perfeccionado ese elemento criminal añadido, imaginando qué condiciones psicológicas podrían llevar de forma creíble a un padre a traficar con su propio hijo y cómo podrían incluir esas condiciones en su historia de vida real. La exagente ya tenía una historia de abusos; no fue difícil extrapolar un padrastro ficticio que le proporcionara un contrapunto amable, mostrándole amor y haciéndola sentir especial cuando nadie más lo había hecho, aunque los demás no pudieran entenderlo. A partir de ahí, fue fácil convencer a los participantes de la sala de chat de que compartía su creencia —o justificación— de que la mayoría de la gente estaba equivocada y que el “amor infantil” era natural, e incluso podía ser beneficioso para el niño.

Badolato calcula que ha detenido a más de mil personas y todas han recibido condenas. Hasta que no se vio inmersa en el asunto, no supo que la mayoría de los agentes rechazan este tipo de trabajo, que la mayoría ni siquiera puede pretender tener una relación con alguien que busca victimizar a un niño. Pero ella sí podía. “Paulina”, señala, no es un nombre elegido al azar; es parecido al de su propia madre. La exagente dice que creció aprendiendo a compartimentar por el bien de su propia supervivencia emocional. Había perfeccionado el arte de relacionarse con alguien cuyas acciones no toleraba. Hacer este trabajo le había parecido una forma de sacar provecho de su trauma, de aprovechar su pasado para proteger el futuro de su hija y de otros niños.

Por supuesto, hubo momentos difíciles de soportar, como cuando los sospechosos mencionaban qué marcas de lubricantes eran las mejores o si un padre podría o no sostener a un niño. Hubo conversaciones en las que sabía que incluso solo el hablar de esas cosas excitaba a esos hombres, momentos que le producían náuseas, momentos en los que se pasaba la noche en vela o reproducía una grabación y pensaba: “Mierda, ¿escuché eso? ¿Realmente dije estas palabras?”. Pero Badolato mantuvo la fe en la misión, recordándose que las fotos que enviaba de su hija —la preciosa niña que dormía en la habitación de al lado— no representaban a una niña real que estuviera en oferta. “Pensaba: ‘Si envío esta foto oscura de mi hija y él actúa en consecuencia, entonces nunca podrá hacerle daño a mi hija ni a la de nadie’”, reflexiona ahora la exagente. “Estaba presentando a una niña falsa para salvar a una real”.

***

Kyle Parks parecía creer que podía salirse con la suya con cualquier cosa. Por ejemplo, creía que podía salirse con la suya dirigiendo un burdel, una línea telefónica de sexo y una empresa de limpieza doméstica desde el mismo parque de oficinas de Columbus, Ohio, y bajo el mismo nombre oximorónico, XXXREC y Hygiene Services. Parecía creer que podía invitar a una joven y a cinco adolescentes (cuatro de las cuales acababa de conocer) a un viaje por carretera a Florida, y dejarlas en dos habitaciones de un motel de St. Charles, Misuri. Cuando bajaron del automóvil —drogadas por él— y vieron nevar, le pidieron que las llevara a casa, pero el tipo pensó que antes podría sacarles algo de dinero. Bastaron unos cuantos anuncios en Backpage —el Craigslist de los anuncios de sexo— y empezaron a aparecer hombres.

Incluso después de que las cosas empezaran a salirle mal, Parks no podía imaginar que no triunfaría. Cuando alguien alertó a la policía de lo que estaba pasando, Parks (que, según los documentos legales, había salido por comida cuando apareció la policía) llegó a la comisaría a la mañana siguiente con la intención de pagar la fianza de su “amigo”. Cuando le preguntaron por los 88 preservativos encontrados en la parte trasera de su furgoneta, dijo que se los había recetado un médico. Tras ser detenido, protestó diciendo que le habían tendido una trampa. La mayoría se habría declarado culpable, pero Parks no. Pensó que podría llevar su caso a la corte y ganar.

Y no era imposible imaginar que podría librarse. Badolato sabía que incluso los casos más concisos podrían torcerse al ser presentados ante 12 personas que inevitablemente entrarían en la sala con una idea cinematográfica de lo que supuestamente es el tráfico sexual. De hecho, la exagente sabía que no solo tendría que convencer al jurado, sino también a las propias víctimas; jóvenes que habían interiorizado exactamente los mismos conceptos erróneos sobre la trata de personas —además de otros muchos juicios que la sociedad les había lanzado— y que se resistían a someterse a una sala llena de más juicios.

De todas las víctimas menores de edad de Parks, la más difícil de localizar fue una joven de 17 años a la que llamaremos Sierra. Cuando regresó a Columbus, Sierra básicamente desapareció. La madre tampoco contestó las llamadas. Cuando una de las otras víctimas consiguió localizarla en diciembre de 2016, un mes antes de que el caso fuera a juicio, Sierra aceptó reunirse con Badolato en un edificio en ruinas de Columbus, subiendo al Chevy Malibu del FBI con el pelo enmarañado, la ropa sucia y una expresión de desconfianza.

Para entonces, la exagente se había vuelto a casar, había tenido un segundo hijo, se había trasladado a San Luis y había asumido la jefatura de la ICAC, que se había convertido en uno de los equipos más productivos del FBI en cuanto a detenciones y condenas. Mientras tanto, a medida que Internet agilizaba el proceso de compra o venta de cualquier bien o servicio, el tráfico humano se había convertido en una de las empresas delictivas de más rápido crecimiento. El Departamento de Seguridad Nacional había estimado sus ingresos en 150 mil millones de dólares a escala mundial, y muchos delincuentes la consideraban un modelo de negocio superior: si se les pillaba, las penas eran a menudo más leves que las impuestas por traficar con drogas; y a diferencia del crack o la heroína, el mismo producto podía “usarse” una y otra, y otra vez.

Badolato le enseñó a su equipo de 20 personas a realizar el trabajo encubierto en Internet que había iniciado en Atlanta, rastreando los movimientos de material de abuso infantil en el submundo de la Internet y persiguiendo a quienes lo distribuían y producían. Su nueva brigada también la sumergió en el tipo de trabajo encubierto que hacía desde antes de la llegada de la agente: operaciones encubiertas en las que un detective se hacía pasar por un cliente, concertaba una “cita” y se reunía con el criminal en una habitación de hotel equipada con dispositivos de grabación ocultos mientras, en la habitación de al lado, un equipo especial escuchaba a la espera de la palabra clave que les hiciera saber que se habían reunido las pruebas suficientes para intervenir y cerrar la operación. Esta técnica había resultado muy eficaz para conseguir condenas, pero la llegada de Badolato coincidió con un sentimiento creciente de que el trabajo sexual consentido se estaba penalizando en exceso y con una concienciación cada vez mayor de que lo que parecía trabajo sexual consentido podía ser en realidad trata de personas, independientemente de lo que la “cita” declarara en aquella habitación de hotel.

La exagente tiene la tendencia a decir en voz alta las cosas que nota —sobre ti, sobre los demás, sobre las situaciones—, observaciones que no tienen nada de cruel, pero que son lo bastante perspicaces como para que la mayoría de la gente se las guarde para sí. Señala cuando alguien está desviando la conversación y tiene buen ojo para los mecanismos de defensa. Una vez mencionó casualmente mi tendencia a reflejar los patrones vocales y de habla de otras personas. No tiene reparos en sacar a relucir los abusos emocionales y físicos que, según ella, sufrió de niña, y se apresura a comentar cuando alguien está excusando el comportamiento de otra persona. Pronto les quedó claro a sus colegas que Badolato aportaba una mentalidad informada sobre el trauma, una tendencia a mirar más allá de lo que alguien hace e intentar analizar por qué lo hace. Y era implacable en ello: mientras algunas brigadas realizaban una o dos operaciones de tráfico al año, su equipo hacía cuatro o cinco al mes. Además de las habitaciones de hotel reservadas para el cliente y el equipo, disponían de un trabajador social en una tercera habitación, listo para brindar apoyo a las víctimas. Tenían vigilantes apostados para ver quién dejaba a la cita. Si se descubría que la cita era menor de edad, el caso se clasificaba automáticamente como trata. Pero incluso si no había un menor de edad, el equipo de Badolato estaba preparado para llegar al fondo de lo que estaba ocurriendo, para averiguar si estaban siendo manipuladas o coaccionadas, y por quién.

“Si podía ponerle las manos encima a un proxeneta, eso es lo que quería”, dice Jeff Roediger, detective del condado de San Luis que fue el “cliente” de muchas de las operaciones encubiertas de Badolato y que deja en claro que el equipo no estaba interesado en vigilar el trabajo sexual voluntario. “Cuando surgían ese tipo de casos, y sabía que estaban siendo sinceras conmigo, no concertaba la cita”, dice. “Se trataba de hablar con las chicas. No es como en las películas, que vienen corriendo hacia ti, ya sabes, ‘¡Gracias, me has salvado!’. No es así. Muchas intentan engañarte al principio. ‘Ese es mi novio, bla, bla, bla’. Pero en cuanto hablaba con ellas un rato, se volvían más comunicativas”.

La unidad de Badolato fue una de las primeras del país en adoptar este enfoque “progresista y proactivo”, según ella. Pronto, San Luis pareció la capital del tráfico sexual, no porque realmente fuera la ciudad en la que más traficaban personas, sino porque el grupo de trabajo perseguía esos casos con mucha agresividad y los clasificaba como lo que eran. “Yo trabajé en antivicio por años”, dice Roediger. “Antes, siempre era ‘prostitución’, ‘prostitución’, ‘prostitución’… hasta que empezamos a entenderlo de a pocos, hasta que empezamos a indagar un poco más”.

Una vez que lo hicieron, el grupo de trabajo descubrió que aproximadamente un tercio de las víctimas de tráfico sexual que rescataron eran menores de 17 años, y empezaron a ver el alcance del problema. Se traficaba con menores en todos los hoteles de la zona, desde el motel más sórdido hasta el Ritz-Carlton más lujoso. Se traficaba con ellos a cualquier hora del día y por parte de todos los grupos socioeconómicos (“Antes de ir a hacer una cirugía cerebral, tienes que liberarte rápido”, dijo una víctima menor de edad a Badolato sobre su clientela de lujo). Algunas de las víctimas eran chicas. Algunas eran chicos. Algunas eran chicos LGBTQ que habían sido expulsados de sus casas. Otros eran heterosexuales cis de los suburbios. “Le digo a la gente que probablemente podría nombrar a dos o tres [niños] en el distrito escolar en el que viven que han sido víctimas de la trata”, dice Roediger. “Y simplemente no pueden comprenderlo”.

Había niños que estaban a punto de salir del sistema de cuidado temporal (un grupo particularmente vulnerable, según los que trabajan en este campo), niños que se habían fugado, niños que eran vendidos para pagar la renta o para comprar las drogas de sus familiares. Había niños sentados en una habitación de hotel, con una mochila a los pies, realizando juiciosos su tarea de matemáticas mientras los agentes y los trabajadores sociales intentaban averiguar qué hacer con ellos. ¿Era su vida familiar lo bastante segura como para volver a ella? ¿Los acogería un programa residencial? De todas las opciones imperfectas, ¿en cuál sería menos probable que volvieran a ser víctimas de tráfico?

El común denominador era que todos tenían una vulnerabilidad de la que se podían aprovechar. Todos carecían de una red de seguridad —social, familiar, emocional o una combinación de ambas— que hubiera podido amortiguar su caída. En general, sus historias no eran dramáticas; eran las típicas historias de abandono, de abusos repetidos y casuales, de un flujo constante de decepciones por parte de personas e instituciones que deberían haberles apoyado. Badolato descubrió que tenía un don para conseguir que los chicos hablaran y se abrieran con ella. No parecía una agente del FBI, al menos no como se la habían imaginado. Hablaba con voz suave, pero con autoridad y su tono era algo rasposo. Cree que, en cierto modo, probablemente podían percibir que ella también había sido una niña vulnerable, y que, con algunos giros ligeramente diferentes del destino, ella misma podría haberse convertido en víctima de trata, y lo sabía. “Mi trauma es diferente al de ellos, pero es un trauma al fin y al cabo”, dice. “Y creo que las víctimas pueden sentirlo”.

Badolato con el exdirector del FBI Robert Mueller el día en que se graduó de la academia en 2002.

A medida que el grupo de trabajo aprendía más sobre la psicología de las víctimas, también aprendía más sobre las formas en que manipulaban su vulnerabilidad, y cómo evolucionaban esas formas. En los círculos policiales se sabía que, una vez que un traficante experto ponía sus ojos en un joven vulnerable, podía captarlo en cuestión de días: un día para presentarlo, un día o dos para hacer que la víctima se sintiera especial y cuidada, y luego el día en que llegaba un “amigo” y también había que “cuidarlo”. A veces ese momento involucraba violencia; a veces había consumo de drogas durante todo el proceso. Pero la manipulación emocional era el elemento clave, y por eso fue tan fácil que el “grooming” [manipulación a largo plazo de un menor] se trasladara a Internet, y que los groomers se aprovecharan de la falsa sensación de conexión que fomentan las redes sociales.

La mayoría de las víctimas que no son traficadas por sus familiares, lo son por esta vía. “Diría que hoy en día probablemente el 75 % de la manipulación inicial se produce a través de Internet”, afirma Cindy Malott, directora de los programas estadounidenses S.A.F.E. de la Crisis Aid International. “A los reclutadores no les quedaba tan sencillo tener acceso a los niños, pero ahora están prácticamente sentados en la habitación de un niño. Y los niños exponen todo allí: lo que pasa en sus vidas, con quién están enfadados, si sus padres se están divorciando, sus inseguridades sobre sus cuerpos, sobre sí mismos, lo que hacen, cómo pasan el tiempo; es como un regalo para estos depredadores”.

Las formas de manipulación son incalculables: consigue que una chica envíe una foto comprometedora y hará casi cualquier cosa para evitar que se la envíes a todos sus amigos de Facebook; descubre que un chico gay sigue en el armario y la amenaza de exponerlo te da un poder increíble. Y los depredadores no solo están en Instagram y Snapchat; también acechan en los chats de Roblox, Minecraft, Grand Theft Auto. “Están en todas partes”, afirma Malott. “La gente piensa: ‘Oh, solo tengo que mantener a mis hijos alejados de esas páginas porno, de esos sitios horribles’. Pues no, los depredadores van donde están los niños”. Y una vez allí, se centrarán en los niños más vulnerables.

Eso fue lo que afectó a Badolato. En su trabajo encubierto en Internet, había sondeado la psicología de los pedófilos, pero ahora no solo trataba con sospechosos; pasaba tiempo con las víctimas y veía en ellas las mismas vulnerabilidades que habían visto los traficantes: la inestabilidad o la pobreza, la adicción o los problemas de salud mental o los abusos que se habían normalizado en sus vidas mucho antes de que los traficantes entraran en ellas. A veces, la exagente no podía evitar sentir que todas las conspiraciones y conceptos erróneos no eran solo una distracción de la verdad de la trata, sino más bien un intento enfermizo de hacer que la sociedad dejara de intentar resolver los problemas mucho más intratables que están a la raíz del tráfico humano. “La gente prefiere esconder la cabeza en la arena antes que abordar el problema real, porque entonces hay que enfrentarse a los problemas sociales y hablar de ellos”, afirma. “Con una película como Sound of Freedom, es como decir: ‘Oh, esto es en una selva de Sudamérica. Esto no pasa realmente en [mi barrio]’. ¿Entiendes? Para la gente es más fácil ignorar el problema que afrontarlo a nivel social”.

***

Cuando Badolato se sentó con Sierra en aquel Chevy, junto al edificio en ruinas, ya sabía que la tasa de reincidencia de los niños víctimas de la trata era de hasta el 95 %, según los informes del FBI. Sabía que el 90 % de las víctimas de trata sexual tenían antecedentes de abuso sexual infantil, que más del 75 % había vivido en hogares de acogida o en un régimen de adopción. Sabía que podía detener a un delincuente y que otro aparecería, que podía enviar a la cárcel a un proxeneta y que las mismas víctimas aparecerían en las redadas poco después, a cargo de otra banda. Sabía que testificar era una forma de que Sierra se defendiera psicológicamente de lo que le había ocurrido, y tenía razón: después de que la joven subiera al estrado el 10 de enero de 2017, Parks fue declarado culpable y condenado a 25 años. Mientras testificaba, Sierra parecía transformarse, canalizar y encarnar una especie de empoderamiento.

Pero Badolato también sabía que, una vez terminado su testimonio, Sierra volvería a ese edificio asolado, y se preguntó cuánto duraría ese empoderamiento. También se preguntaba por su propia trayectoria, por su capacidad para seguir haciendo su trabajo. La víctima de trata más joven que había rescatado de una operación encubierta —una niña de 11 años que había sido reclutada a través de Facebook— había sido devuelta a su familia que vivía en una casa sin calefacción (que Badolato logró que repararan tras utilizar un fondo del FBI). Uno no se vuelve inmune a la miseria humana tras ver todo eso. Todo iba sumando y se hacía cada vez más difícil de compartimentar. “Es una combinación de todos esos años, y todo es horrible”, dice. “Pero hay momentos concretos que, por una razón u otra, no te puedes quitar de la cabeza. No creo que sea natural estar expuesto a eso por tanto tiempo sin que empiece a cambiar quién eres”.

Una noche, en un restaurante cerca de donde vive Badolato, le pregunto si cree que se está traficando con niños en ese mismo momento, en un radio de uno o dos kilómetros a la redonda. La exagente se queda callada durante un buen rato, con la mirada fija en su copa de vino. Cuando levanta la vista, todo su cuerpo tiembla. “Está ocurriendo ahora mismo”, dice en voz baja. “Están dejando a una niña en el parqueadero de un motel. Hay tres o cuatro chicas encerradas en un hotel al lado de un McDonald’s. No solo pasa cuando pensamos en ello; pasa todo el tiempo. Y si estoy aquí sentada, presente, cenando, sin pensar en ello, significa que estoy ignorando un problema que sé que es real”; lágrimas caen por sus mejillas.

“Hay muchas imágenes que nunca se han ido de mi cabeza”, comenta. “Es muy duro haber trabajado toda tu vida como policía, con muchos niños víctimas de delitos y estar al final de tu carrera viendo una situación en la que te das cuenta de que no puedes hacer mucho para cambiar las cosas”. Badolato se seca las lágrimas con la palma de la mano y sacude la cabeza, como si así pudiera alejar los pensamientos. “Maldita sea”, dice. “Mierda. No debería ser yo la que llore, no soy una víctima de esto”. La agente veterana se compone y repite: “No soy la víctima”.

***

La casa en la que Korina Ellison dice haber sido víctima de trata sexual por primera vez ya no existe. Solía estar en un barrio residencial de Portland, Oregón, que baja hasta las orillas del río Willamette. Ahora, Ellison no puede recordar las características de la casa. Era muy pequeña cuando vivía ahí, quizá cuatro o cinco años. Hay tantas cosas que ha reprimido, o que solo ha podido reconstruir después de los hechos. De niña, no habría sabido lo que ahora cree que es cierto: que su abuela consiguió drogas ofreciendo a su hija menor, la madre de Ellison. O que, una vez que su madre se enganchó a la metanfetamina cocinada por el hombre que vivía en esa casa, sabía exactamente qué hacer para conseguir más. Pero Ellison recuerda haber estado dentro de la casa, sin ropa. Recuerda cómo el hombre la tocaba.

A partir de ahí, su vida se derrumbó; su padre murió por una sobredosis de heroína cuando ella tenía seis años; su madre perdió definitivamente su custodia; pasó por hogares de acogida, luego por varias instituciones residenciales y, por último, por cualquier refugio que pudo encontrar. En la historia que cuenta de cómo volvió a ser víctima de la trata sexual en su adolescencia, no hay ningún momento dramático, ningún secuestro, ninguna coacción clara. Fue una tarde lluviosa cualquiera en la que no tenía adónde ir, estaba sola en la calle y paró un coche. El hombre que iba dentro se la llevó a casa, le dio de comer, le presentó a su novia. La llevaron de compras, y la dejaron quedarse.

Cuando hombres llegaron a la casa para mantener relaciones sexuales con la mujer, invitaron a Ellison a mirar, pero no esperaban que participara, al menos no al principio. Según una declaración que la joven hizo después a las autoridades, simplemente se dio “cuenta de que la gente no me iba a cuidar gratis”. Pronto, la mujer publicó los servicios de Ellison en Backpage —150 dólares por media hora, 200 dólares por una completa— y el trío viajó por el medio oeste. Durante mucho tiempo, a Ellison, que entonces tenía 16 años, ni se le pasó por la cabeza marcharse. “¿Adónde habría ido?”, se pregunta. “Llevaba desaparecida más de un año. Nadie me buscaba”. Cuando el hombre le dijo que le llamara “papá”, ella obedeció.

Korina Ellison, sobreviviente de la trata, en la época en que fue rescatada por el grupo de Badolato.
COURTESY OF THE SUBJECT

Eso fue hace más de una década, casi al principio del mandato de Badolato en la ICAC. Pero, en 2021, dejarlo pareció necesario para su autopreservación. Uno de sus últimos casos había salido bien legalmente: el autor, un policía retirado de California que había producido material de abuso sexual infantil de tres hermanas en Manila, se había declarado culpable cuando supo que la exagente había traído a las niñas a Estados Unidos para que testificaran en su contra. Pero la experiencia había sido emocionalmente devastadora para Badolato, que había querido que las hermanas, que entonces tenían 16, 13 y 11 años, tuvieran recuerdos de Estados Unidos que consistieran en algo más que revivir su trauma en un tribunal. Las llevó de compras y al zoológico, las invitó a cenar a su casa con su familia, y vio cómo poco a poco empezaban a abrirse, a reír y a comportarse como las niñas que eran. Luego tuvo que ponerlas en un vuelo de vuelta a Manila, de vuelta con la tía que había permitido que el hombre abusara de ellas y a la que Badolato no había podido extraditar. Afortunadamente, cuenta que su padre terminó interviniendo y se hizo cargo de la custodia de las niñas; pero esa sensación de inutilidad en la lucha perduró.


“Si puedo ser sincera, no creo que el FBI se dé cuenta de lo que hace pasar a sus agentes haciendo ese tipo de trabajo”.


“Me quedé un poco más después de ese juicio, pero ahí debí haber sido capaz de mirarme en el espejo y decir: ‘Nikki, ya has terminado”, me dijo Badolato en San Luis. “Quedó claro que llevaba demasiado tiempo haciéndolo”. Había pasado los dos últimos años trabajando en seguridad nacional, un puesto sin la inmediatez del trabajo de explotación infantil, pero también sin los sinsabores. “Si puedo ser sincera, no creo que el FBI se dé cuenta de lo que hace pasar a sus agentes haciendo ese tipo de trabajo. Simplemente no lo creo”, afirma.

Y, sin embargo, allí estaba Badolato en Portland, llevando a Ellison, de ahora 30 años, a su habitación de hotel, hablándole de los anuncios que había oído en el aeropuerto de Atlanta, en los que se ordenaba a los viajeros que estuvieran pendientes al tráfico sexual. “Es como un ruido blanco de fondo”, dice mientras Ellison se acomoda en el sofá. “Es una falsa sensación de estar haciendo algo para ayudar”.

“Esta es la cuestión: nadie sabe qué buscar”, coincide Ellison. “¿Y qué pasa con las víctimas que están en ese aeropuerto y están escuchando?”, pregunta Badolato.

“Yo ni siquiera le hubiera puesto atención al anuncio”, responde Ellison. “Porque no me sentía una víctima. Es algo mucho, mucho, mucho más profundo de lo que se cree”. Eso es lo que tanto ella como la exagente entienden, y parte de la razón por la cual empezaron a hablar hace ocho meses. De todas las víctimas adolescentes rescatadas por el grupo de trabajo de Badolato, Ellison es una de las pocas que sabe que se ha librado permanentemente de la prostitución, aunque tardó años en llegar a ese punto, en darse cuenta de que lo que le ocurrió no fue culpa suya, sino más bien es un fallo del sistema, un fallo de muchos sistemas a lo largo de generaciones. Y que ni ella ni Badolato pueden arreglarlo.

Sin embargo, no pueden evitar sentir que hay algo que puedan hacer, o al menos intentarlo. Bajo el paraguas de una organización que fundó, llamada Innocent Warriors, Badolato creó un programa para escuelas, instruyendo a los profesores sobre las señales que podrían indicar que un estudiante está siendo víctima de trata y enseñando a los niños cómo evitar ser engañados en línea, lo cual, según ella, no tiene que ver con “extraños peligrosos”, sino más bien con la consciencia de la manipulación sutil.

Ellison ha estado trabajando con jóvenes víctimas del tráfico humano a través de organizaciones sin ánimo de lucro como Children of the Night, el programa residencial al que el equipo de Badolato la envió cuando tenía 17 años. Han hablado de que Ellison podría ayudar a formar a los agentes en entrenamiento para realizar operaciones encubiertas contra la trata de personas. También han hablado de poner en marcha un programa de mentores en el que los niños que siguen siendo víctimas de la trata sexual se emparejen con jóvenes adultos como Ellison, que lo fueron en su día, para que las víctimas puedan empezar a vislumbrar un futuro y un camino diferente, incluso mientras se prostituyen. Puede que un programa de este tipo sea más retroactivo que proactivo, pero aprovecharía la experiencia y los conocimientos de Badolato y Ellison, y podría ayudar a sanar tanto a los mentores como a los alumnos.

La exagente viajó a Portland para que hablaran cara a cara sobre cómo podría funcionar el programa. “Hay que entender cómo han sido traumatizados porque, a veces, para un niño, relacionarse no suena a relacionarse, suena como si estuvieras señalando todas las cosas malas que hay en ellos”, explica Ellison desde el asiento del conductor de su Nissan Pathfinder mientras lleva a Badolato de un lado a otro para enseñarle algunos lugares emblemáticos de su pasado después de que dejara Children of the Night; el puente bajo el que durmió durante más de un año después de que un amigo la enganchara a la heroína, las cuadras en el centro de la ciudad en las que alternaba entre un centro de acogida de menores y un punto de intercambio de agujas. Para acabar con su adicción y comprometerse con otro tipo de vida, tuvo que cumplir una pena de prisión, aunque esa evolución tuvo menos que ver con el hecho de no tener acceso a las drogas que con ver a su propia madre entrar y salir del mismo centro, como si viera su propio futuro y comprobara lo sombrío que sería. Pensó que quizá podría ofrecer la situación y aplicar ingeniería a la inversa con los niños de Innocent Warrios.

“Solo quiero dejar muy en claro que, si has sido víctima, eres una víctima, y que no debes avergonzarte de ello”, le dice a Badolato mientras conducen por las nubladas calles de Portland.

“Lo que espero y deseo es que los sobrevivientes digan que lo entienden”, responde Badolato. “Y que eso abra puertas a la ayuda, a que la gente reconozca que hay personas que realmente entienden lo que está pasando”.

“A mí me llevó mucho tiempo”, dice Ellison sobre la aceptación de su propia condición de víctima. “Es como reconstruir tu propio proceso de pensamiento sobre algunas de esas cosas”, coincide Badolato. “Y eso es duro, y ocurre lento con el tiempo, y es diferente para cada quien”.

Ellison agarra el volante con fuerza. “La verdad sí importa. Importa mucho. La verdad es la puta verdad. Y ha sido fortalecedor poder hablar de ello porque es otra forma en la que me he dado cuenta de que, ‘Hombre, yo fui una víctima’. Es volver a recapitularlo. Porque cuando pasa tantas veces, te culpas a ti mismo. Es mucho más fácil seguir viviendo en una mentira que creer que te mintieron”.

Aun así, Ellison y Badolato coinciden en que la impresionabilidad que hace vulnerables a los niños es también lo que les hace estar abiertos a la orientación y la tutoría, si se puede establecer una relación de confianza. “¿Qué crees que hacen los padres? Te preparan. Yo estaba esperando que me guiaran y me prepararan”, dice Ellison.

Ha sido instructivo ver ese potencial desde otra perspectiva, como madre que guía. Al caer la tarde, Ellison se detiene a recoger a su hijo, que entonces tenía 15 meses y estaba al cuidado de una trabajadora social amiga suya. Le abrocha el cinturón de seguridad, le alborota el pelo y le da el biberón. El niño sonríe ampliamente y empieza a quitarse los zapatos y los calcetines, tirándolos alegremente al suelo del coche y dando pataditas al ritmo de la música mientras Ellison le devuelve la mirada y sonríe. “Los niños son tan perfectos”, comenta.

La última parada del día es el terreno donde antes estaba la casa del traficante. Ahora, se ha convertido en un parque infantil, con gimnasios de colores brillantes, una zona de picnic cubierta y un gran prado, donde una pareja pasea tranquilamente a su perro. Ellison y Badolato bajan del coche y se quedan de pie al lado del parque, mientras el hijo de Ellison corretea por el pasto, ajeno a lo que ha ocurrido en ese mismo lugar. Hay algo de justicia poética en que el terreno esté destinado al disfrute de los niños, pero ninguna de las dos mujeres lo expresa. Por un buen tiempo, ambas permanecen en silencio. Cae la noche, el aire se vuelve más fresco y el cielo gris se desvanece en el crepúsculo.

“Nunca pensarías que un parque podría ocultar lo que solía ser”, dice Ellison al final. Y, sin embargo, lo hace. De vuelta en el auto, alejándose de allí con Badolato a su lado y su hijo balbuceando alegremente en el asiento trasero, Ellison mira por el retrovisor, pero solo por un momento. Badolato mantiene la vista fija en la carretera.

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