Culpables hasta que se demuestre lo contrario: cómo es Innocence Project, la ONG que actúa cuando la Justicia falla

Mientras proliferan los casos de condenados injustamente por deficiencias del sistema, hay quienes trabajan para asistir a las víctimas menos pensadas

Por  NICOLÁS G. RECOARO

septiembre 12, 2023

ILUSTRACIÓN: RNDR MARTINEZ

La norma cae pesada como el martillo de los magistrados sobre hombres y mujeres que pasan años tras las rejas por causas armadas, errores procesales, peritajes truchos, presiones políticas y mediáticas, o simplemente por ser pobres. Perejiles. Culpables hasta que se demuestre lo contrario. Es una ley que parece del reino del revés, donde un ladrón es vigilante y otro es juez. Pero no.

Considerandos: la Justicia dejó atrás hace tiempo la edad de la inocencia. Ni qué hablar de ese principio basal que designa la ausencia de falta o culpa. Inocencia, un término que nació hace añares del latino innocens, “incapaz de hacer daño”, inseminada por dos palabras griegas: ákakos, “sin mal”, y ádolos, “sin engaño”. Lo trabajaron Demóstenes, Cicerón y San Agustín. En el ámbito estrictamente jurídico, la inocencia es el estado de quien no ha sido declarado culpable. La presunción de inocencia compone la máxima garantía constitucional de los imputados, que permite a toda persona conservar el estado de “no autor del delito” en tanto no se expida una resolución judicial firme; toda persona es inocente y así debe ser tratada mientras no se exprese en juicio su culpabilidad.

Pero cuando la Justicia falla –perdón por la redundancia– muchas veces falla.

Una condena judicial injusta es el último eslabón de una cadena de injusticias. Aunque se pone poco en discusión, la Justicia se equivoca más de lo que se cree: errores por acción o inacción, y no hay que dejar de lado las causas armadas y los fraudes judiciales. Si me preguntás un número, no hay forma de saber la cantidad de gente inocente que hubo o hay presa en el país”, dice Manuel Garrido, director de Innocence Project Argentina, una ONG dedicada a asistir a personas presas injustamente, reparar condenas mal dictadas y también asumir un rol preventivo impulsando reformas en el sistema, y a la vez formativo para las nuevas camadas de letrados.

Una ola de calor invade Buenos Aires en esta tarde de jueves. Garrido recibe a Rolling Stone en un espacio de coworking en la frontera difusa entre Villa Crespo y Palermo a secas. El abogado litiga con el aire acondicionado de la sala de reuniones. Parece que las pilas del control remoto andan en las últimas. Cosa juzgada.

Garrido tiene 58 años y cuenta con un generoso prontuario en el mundo judicial. Durante los 80 se formó en los claustros de la UBA, ingresó a la Justicia como meritorio en los últimos años de la carrera y escaló hasta ser secretario de la Cámara Federal en los primeros tiempos del menemato. Luego tuvo una experiencia en Guatemala, un conchabo con las Naciones Unidas para verificar los acuerdos de paz en el país centroamericano. Entre 1999 y 2003 fue director del Área de Investigación de la Oficina Anticorrupción. En 2003 fue designado fiscal nacional de Investigaciones Administrativas, desde donde denunció e investigó con parejo ímpetu al menemismo, a la Alianza y al kirchnerismo. Renunció a la fiscalía especializada en 2009: denunció que le habían recortado sus funciones. Luego fue diputado nacional. Garrido resume su currículum con un microrrelato digno de Augusto Monterroso: “Soy el abogado de las causas perdidas”.

Hace memoria el hombre de leyes. Cuenta que Innocence Project Argentina tuvo su génesis en 2012, luego de la masiva repercusión del film El Rati Horror Show, del director y piloto Enrique Piñeyro. La película narra la historia de Fernando Carrera, un joven condenado injustamente a 30 años de prisión por la denominada “Masacre de Pompeya”, un fétido armado policial sostenido por los medios de comunicación. Garrido recuerda: “Habíamos hecho cosas copadas con Enrique, unos casos que inicié en la fiscalía, investigaciones ligadas a la aeronáutica y radares, había un vínculo. En ese tiempo de producción del Rati… tuvimos noticias de que existía en Estados Unidos el Movimiento Inocencia”.

El lugar y el día equivocado: el 25 de enero de 2005, Fernando Carrera tuvo la maldita suerte de circular por una avenida del sur de la Ciudad de Buenos Aires donde las fuerzas del desorden perseguían a unos ladrones. Los policías lo confundieron y lo cosieron a balazos: 18 contra su Peugeot 205, ocho dieron en su cuerpo. En la deriva, el joven atropelló y mató involuntariamente a dos mujeres y a un niño. Carrera dijo que huía porque era perseguido por desconocidos que lo querían agredir y que abrieron fuego contra su auto, provocándole heridas graves que lo dejaron inconsciente. Los policías federales, que vestían de civil, aseguraron que el hombre era un ladrón que atropelló a las tres personas cuando escapaba.

La historia siguió en 2007, con su condena a tres décadas de cárcel. Garrido detalla: “A raíz de la investigación para la película, aparecieron testigos que habían estado en Pompeya, pruebas nuevas, entonces surgió la pregunta de qué hacíamos con todo esto y armé una presentación judicial. Enrique filmaba y yo entrevistaba a los testigos. Se puede tomar un caso si hay pruebas nuevas, que demuestran que las otras eran falsas, que hubo una equivocación manifiesta de la Justicia. En esos años fuimos a California y conocimos a Justin Brooks, uno de los fundadores de Innocence de la Costa Oeste en los noventa. Nos presentamos a la Corte Suprema”.

Carrera fue absuelto en 2012, después de un infinito laberinto judicial y dos amicus curiae presentados por la germinal Innocence Project Argentina, junto a la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo Estela de Carlotto y el Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel. Injustamente, Fernando había pasado siete años de su vida preso. ¿Quién se los devuelve?

Una cicatriz abierta por siempre Fernando Carrera muestra sus cicatrices para una nota de Rolling Stone, en agosto de 2012, que daba cuenta de su caso. (FOTO: CECILIA LUTUFYAN-ARCHIVO RS)

Historia penal. Foja cero: a finales de los años ochenta, los abogados Barry Scheck y Peter Neufeld utilizaron por primera vez pruebas de ADN para resolver uno de sus casos y demostrar la inocencia de su cliente. Después de esta experiencia, los juristas fueron conscientes de la enorme repercusión que podía suponer la irrupción de esta tecnología en los numerosos casos de condenas erróneas que existían y decidieron que no podían quedarse de brazos cruzados. En 1992 fundaron Innocence Project como una renovadora clínica legal de la Benjamin N. School of Law de Nueva York. Fue la semilla de la que creció una red global que trabaja con temas de inocencia. El escritor John Grisham, bestseller del suspenso judicial y activista por el control del derecho punitivo, integró el equipo de IP.

Da cátedra Garrido, docente de las universidades de La Plata y San Andrés: “Las organizaciones de inocencia surgen en Estados Unidos. Originalmente son dos defensores oficiales; uno de ellos, Barry Scheck, termina en la defensa de O. J. Simpson. Eran abogados jóvenes, progresistas, críticos del sistema penal norteamericano. Lo interesante es que encuentran una forma de abordar una crítica a un sistema penal muy cruento, el más cruento del mundo. El que tiene más gente presa, durante más tiempo, con las cárceles privatizadas, con lo cual es un negocio encerrar gente. Y que tiene pena de muerte. Que muchas veces encierra y mata inocentes. Que destroza vidas”.

—El surgimiento de Innocence Project fue un llamado de atención sobre el trabajo del sistema penal, sacarlo de ese lugar sacrosanto que no recibe críticas.

—Sin dudas. Si asumimos que el sistema se equivoca, no podemos aplicar la pena de muerte o condenas perpetuas. También es un llamado a humanizarlo: las condiciones de las cárceles deben ser dignas, no la basura que tenemos. Ese sistema brutal se aplica a todos. Si está mal que se le aplique a un culpable, imaginate a un inocente. Con esta crítica, de dónde se agarran los que impulsan la mano dura, quedan sin piso, dónde se paran. Si piensan que hay que matar al que comete delitos, qué pasa con los que son condenados por error o por causas armadas.

—¿Y hay autocrítica en la Justicia?

—Para nada, no hay una actitud abierta a reconocer que cometemos errores, es visto como algo raro e inusual que un juez se equivoque. El sistema funciona como una corporación.

—Un patrón común es que las condenas recaen sobre personas de bajos recursos, de las clases más postergadas.

—El sistema penal sólo caga a los pobres. El factor de clase es inherente, es raro que condene a un rico. Las cárceles son depósitos de pobres, y a medida que el sistema afuera es más injusto, se repite esta realidad de los inocentes condenados. Perejiles, que por ahí tienen algún antecedente penal, ponen un testigo que miente, y terminan presos por un hecho que no cometieron. Hay mucho sesgo de clase. Con gente que termina presa o muerta.

Así quedó el auto de Carrera tras la persecución policial, el 25 de enero de 2005, en Pompeya. (Archivo La Nación)

Hace unos meses me invitaron a visitar el Museo Penitenciario Argentino Antonio Ballvé. Por ahí lo conocen. Está encajado en el casco histórico del barrio porteño de San Telmo, sobre la empedrada Humberto Primo, a pasitos de plaza Dorrego. Fue el espacio donde funcionó el Asilo Correccional de Mujeres durante casi un siglo. Abriga el corpulento archivo del Servicio Penitenciario Federal (SPF), las andanzas y desandanzas –“historias criminalísticas” en rigor– de más de 16.000 personas privadas de su libertad, además de objetos e imágenes de época. Las memorias de la Argentina encerrada.

En la deriva por el museo me acompañó Oscar González, el director. Periodista, abogado, exdiputado y asesor del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, debería sumar a su currículum el oficio de historiador. En su despacho del primer piso, me narró el árbol genealógico del edificio construido en el siglo XVIII por jesuitas, los primeros detenidos que alojó el espacio. Fueron apresados por conspirar contra la corona española.

En el caserón luego funcionaron una escuela, un asilo y hasta un prostíbulo, instituciones también de encierro. Durante las invasiones inglesas, las tropas piratas hicieron base en el edificio. Detalle de color penitenciario: Martina Céspedes, dueña de una pulpería del barrio, les vendió tragos a los británicos. Terminaron en curda y la señora detuvo a doce. Cuentan que al virrey Liniers le entregó sólo once: uno fue condenado a la cadena perpetua del matrimonio con una hija de la patriota.

En 1890, durante el gobierno de Pellegrini, se creó el Asilo Correccional de Mujeres, también conocido como Del Buen Pastor, por la congregación de monjas francesas que oficiaban de carceleras. Funcionó casi un siglo, hasta 1974. Fue cerrado a causa de una fuga de presas en 1971, que terminó a los tiros por el barrio porteño.

Presas comunes y políticas pasaron por el penal de San Telmo. Mujeres repudiadas por sus maridos, condenadas por robos menores, empleadas denunciadas por sus patronas por haber robado un par de tenedores, por alteración del orden público o por ejercicio ilegal de la medicina, como dice en varios legajos, por “prácticas de aborto”. Militantes anarquistas, socialistas, comunistas, peronistas y oligarcas también estuvieron guardadas. Un arco ideológico variopinto que va desde Salvadora Medina Onrubia hasta Norah Borges. También Victoria Ocampo, en cuyo prontuario se detalla con deslumbrante caligrafía que es “alfabeta”.

Antonio Ballvé, José Ingenieros y Roberto Pettinato (padre) son miembros de la santísima trinidad penitenciaria argentina. El museo tiene salas dedicadas a los tres próceres. Ballvé reinó entre 1904 y 1909, creó el Instituto de Criminología y hablaba de “regeneración moral del delincuente”. Ingenieros trae las ideas positivistas al país: las cárceles como grandes laboratorios humanos, sobre todo de las clases bajas, los migrantes y los “raros”. Observar para saber, y saber para vigilar y castigar. Altos estudios lombrosianos: en una sala hay elementos para medir cráneos y miembros de los presos, la criminalidad ligada a causas físicas y biológicas.

Durante el primer peronismo, Pettinato fue el gran reformador de las prisiones nacionales. Creó la Escuela Penitenciaría, cerró el penal de Ushuaia –la Siberia argentina donde se iba a morir– y erradicó los viejos trajes a rayas. Una placa arrancada durante el golpe de Estado de 1955 de los muros de la Penitenciaria Nacional, que funcionaba en el actual Parque Las Heras, se conserva en el museo. Reza el artículo 22º de la Constitución Nacional: “Las cárceles serán sanas y limpias. Y adecuadas para la reeducación social de los detenidos en ellas”.

Prisión, penal, presidio, penitenciaría, correccional, mazmorra, gayola, tumba a secas. ¿Se imaginan el día en que las instituciones de encierro sean tan sólo un mal recuerdo? O mejor, cuando se conviertan en museos que echen luz sobre las tinieblas de los calabozos. Sitios de la memoria, con las historias de los hombres y mujeres que los padecieron hasta que se abrió la última reja. Quién sabe cuántos eran inocentes.

El caso de Fernando Carrera fue el puntapié inicial del trabajo de Innocence Project en estas pampas. La labor justiciera siguió con la liberación de Jorge González Nieva, un taxista que estuvo 14 años tras las rejas, condenado a 25 por una salidera bancaria y un asesinato en 2006 en el partido de Morón. Un testigo errático y aprietes policiales en el medio, la Corte Suprema lo terminó absolviendo el 8 de octubre de 2020, señalando que su condena se basó en argumentos incompatibles con el debido proceso, la defensa en juicio y, en definitiva, el in dubio pro reo, “ante la duda, a favor del reo”. En el presente, el hombre litiga sin respuestas en el horizonte por una reparación económica.

“No hay forma de saber la cantidad de gente inocente que hubo o hay presa en el país”, dice Manuel Garrido, director de Innocence Project Argentina. (FOTO: GENTILEZA MANUEL GARRIDO)

Otro caso relevante fue el de Sebastián Rodríguez, un hombre en situación de calle condenado por el copamiento de una comisaría en San Justo. Luego de “investigaciones encubiertas” de la policía, el hombre “cayó” por homonimia, se llamaba igual que la persona que buscaban. Los otros imputados declararon que no había participado ni lo conocían.

El caso de Cristina Vázquez es otro ejemplo de cómo el sistema penal arruina una vida. La joven fue condenada en Misiones por el homicidio de una vecina, sucedido en 2001. No existía ninguna prueba que la vinculara con el asesinato. La sentencia no se basó en las pruebas del caso sino en el tipo de vida que Cristina llevaba: para los juzgadores, una existencia ligada al vicio y la marginalidad. No había huellas ni ADN que la vincularan con el hecho. Pasó once años presa, hasta que recuperó su libertad en 2019. En agosto de 2020 fue encontrada sin vida en su casa. Se había suicidado. El documental Fragmentos de una amiga desconocida de la directora Magda Hernández Morales narra su lucha.

Camila Calvo y Micaela Prandi son dos jóvenes abogadas que integran el equipo de Innocence. Por Meet cuentan que las atrapó la conexión entre derechos humanos y penal que abraza el proyecto. “Las condenas de inocentes no son un tema relevante en la formación universitaria de los futuros abogados. Ni se hablaba cuando cursé la carrera. Hubo un debate en una materia optativa cuando se proyectó El Rati… Hace poco llegué a Michigan para hacer una maestría y hay muchas materias relacionadas con ver la conexión social de quién es generalmente perseguido y encarcelado. Personas de bajos recursos, condenadas por prejuicios de clase”, cuenta Camila desde Estados Unidos.

Prandi dice que conocía el paño antes de llegar al proyecto: “El primo de una amiga estuvo preso cuatro años por error. Crecí en el oeste del conurbano, conozco de cerca los manejos y abusos de la policía porque los vivía en carne propia. Eso también me acercó a Innocence”.

Las abogadas destacan que su trabajo no es sólo demostrar la inocencia de los condenados. Es también apoyarlos emocionalmente, ayudarlos para que reconstruyan sus vidas luego de tantos años de encierro: “Aprendés de la lucha de sus familiares, generalmente mujeres que los apoyan. La cárcel te deshumaniza. Las requisas, los abusos, los golpes. Estamos muy presentes para acompañarlos”.

Además, cada caso implica empaparse de saberes de otras disciplinas. “No es sólo el derecho penal, es un trabajo transdisciplinario. Son investigaciones heterodoxas. Aprendí de ADN, huellas dactilares, siniestros, cada historia es una película. Y mirá que me hace muy mal ver películas o series en las que se condena a personas inocentes. Me pongo a pensar que me puede pasar a mí, a cualquiera, nadie está exento. No creo en la Justicia como institución, creo en las personas que quieren cambiar esta realidad”, confiesa Prandi.

¿Hay un cambio de paradigma en el sistema penal desde la irrupción de Innocence? Calvo piensa un rato y cierra: “Muy de a poco se ven pequeños logros. Jueces que empiezan a escuchar, abogados que nos contactan, estudiantes que trabajan en defensorías y quieren informarse. Hay un semillero que crece de a poco. Parece chiquito, pero son grandes pasos para mejorar el trabajo de la Justicia”.

Marcos Bazán recuperó su libertad en mayo pasado. Cinco años pasó encerrado. Había sido condenado en 2020 a perpetua por el femicidio de Anahí Benítez, la adolescente de 16 años hallada asesinada y violada en 2017 en la reserva Santa Catalina del partido bonaerense de Lomas de Zamora, adonde vivía Bazán. Entre peritajes truchos, presiones políticas en plena campaña y el dedo acusador mediático, el joven resultó el candidato perfecto para ser declarado culpable en un santiamén por un caso que conmocionó a la opinión pública. La “prueba” en su contra la aportó un supuesto perito canino, sin ningún tipo de rigor científico, que fue tomada como válida. El “peritrucho” Diego Tula y su can, “el Messi de los perros”, fueron elogiados por la entonces gobernadora María Eugenia Vidal. Innocence Project asumió la defensa de Bazán en el segundo juicio, que le devolvió la libertad.

“Fue una película de terror, donde fui el protagonista. Es horrible perder la libertad, se fue una parte de mi vida en estos años encerrado. Me perdí de ver a mi familia, de ver cómo crecían mis sobrinos, de despedirme de gente que murió, de ver el nacimiento de los hijos de mis amigos. Se hace una pausa, y cuando salís es otro mundo”, dice Bazán desde la casa de su madre en Lomas de Zamora, donde vive desde su liberación. Se gana el pan con changas en la construcción.

La historia de terror arrancó con un operativo en su vivienda de la reserva ecológica del sur del conurbano. Cuenta el hombre de 40 años: “Trabajaba en herrería y como cuidador en un hospital, me estaba haciendo de a poquito. En el allanamiento no entendía nada, no sabía qué hacer, me quedé tranquilo, nunca me oculté. Pero pasaban los días encerrado y me di cuenta de que engancharon al primer pelotudo que encontraron. Vivía solo en el bosque, era morocho, decían en los medios que vivía como un hippie, sarta de estupideces, por la facha te llevan preso en este país. Adentro conocí mucha gente que está en la misma. El sistema encierra pibes pobres que son inocentes. Por suerte tuve el apoyo de mi familia y mis amigos. Muchos chicos y chicas que están adentro no tienen esa suerte”.

Muchas veces durante el encierro en el penal de máxima seguridad, cuenta Marcos y se le anuda la garganta, pensó en terminar con su vida: “Es que se te cae el mundo encima. Me acusaban de asesino y violador, lo peor que le puede pasar a alguien, y adentro de la cárcel te condenan a muerte. Yo trataba de sobrevivir, es una lucha constante con el servicio penitenciario y los otros internos, estaba todo el tiempo entre la espada y la pared”. La cárcel repleta de ratas y cucarachas, la comida que es pura grasa, las requisas. Marcos vivió la violencia y la desidia del Estado en carne propia: “Ninguna persona sale bien de esa basura. Salís con un dolor terrible, con desconfianza frente a todo, te arruina la vida”.

Al despedirse, Bazán me dice que desde que salió disfruta hasta el hollín de la ciudad. Se siente un afortunado de estar de nuevo con los suyos, suerte que no corren otros inocentes: “Toda esta historia de lucha hace que me comprometa con los que siguen adentro. Me muevo, participo en movilizaciones, hay que hacer algo porque esto no puede seguir pasando. Mis amigos, mi pareja, mi familia, Innocence, las Madres de Plaza de Mayo, gente que ni me conocía movió mar y tierra para ayudarme. Quiero ayudar, hay que ser solidario, y que paguen los que hacen tanto daño”.

Será justicia.

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