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Crítica: Los que se quedan (The Holdovers)

Una verdadera película navideña de esas que se hacían antes

Alexander Payne  

/ Paul Giamatti, Dominic Sessa, Da’vine Joy Randolph

Por  ANDRÉ DIDYME-DÔME

Cortesía de UIP

Hal Ashby fue uno de los más grandes directores estadounidenses durante la década de 1970. El autor fallecido un 27 de diciembre hace 35 años, se caracterizó por abordar diversas temáticas de una manera humana y reflexiva, y por ofrecer una representación honesta de la vida y las personas, en cintas entrañables como Desde el jardín (1979), Shampoo (1975), El último detalle (1973) y quizás la más recordada de todas, Harold & Maude (1971)

Alexander Payne es, al igual que Wes Anderson y Richard Linklater, uno de los grandes y auténticos maestros del cine actual. Y, como sucede también con sus colegas mencionados, es un digno heredero del cine gentil y humanista de Ashby. Como prueba de ello tenemos una filmografía casi perfecta, constituida por títulos como Citizen Ruth (1996), Election (1999), A Propósito del Sr. Schmidt (2002), Entre copas (2004), Los descendientes (2011), Nebraska (2013) y Pequeña gran vida (2017). 

Pero ninguna de las siete cintas anteriores de Payne había estado tan cercana a la poética de Ashby como Los que se quedan, su último trabajo luego de seis años de ausencia en las pantallas. Los créditos iniciales con logos vintage, la música de Mark Orton que nos recuerda a Donovan y Cat Stevens, y la imitación de rollo de celuloide de 35 mm (con todo y suciedad incorporada), nos retrotraen inmediatamente al cine de los años setenta, una época en la que los estudios de Hollywood estuvieron temporalmente dominados por verdaderos artistas como John Cassavetes, Peter Bogdanovich, Robert Altman, Milos Forman, Paul Mazursky y Bob Rafelson, y donde la influencia europea llevó a que el cine norteamericano se alejara de los géneros tradicionales, para comentar sobre gente como uno, inmersa en los arduos avatares de la vida cotidiana. 

Lo que hace Payne en Los que se quedan no es volver a explotar de una manera perezosa y sin inspiración la nostalgia de todos aquellos que recordamos y extrañamos el cine de antaño, sino que hace un potente uso del pasado para que podamos comprender el presente.

Esa es precisamente la definición de historia que imparte Paul Hunham, el profesor de una escuela preparatoria para chicos de clase alta en la Nueva Inglaterra de 1970. Hunham es interpretado nada menos que por Paul Giamatti, el actor que brilló en Entre copas y que ahora se luce de nuevo interpretando a un cascarrabias inflexible, odiado por sus alumnos y apodado “el bizco” por su notorio estrabismo. 

La premisa de la cinta es tan sencilla como poderosa. Al profesor solitario, estricto y huraño su jefe le encarga que cuide a un grupo de chicos que, por diversos motivos, no pueden estar en casa con sus familiares en Navidad y Año Nuevo. 

Uno de esos muchachos es Angus Tully (encarnado por el debutante Dominic Sessa), un chico introvertido y rebelde, quien termina al final, siendo el único del grupo en quedarse bajo la tutela de Hunham. Es así como él, Hunham y Mary Lamb, la cocinera de la escuela (una estupenda Da’Vine Joy Randolph), una mujer quien perdió recientemente a su hijo en Vietnam, quedan atrapados juntos en la inmensa y solitaria escuela durante las vacaciones de invierno.

Lo que hace que Los que se quedan sea una película grandiosa, no son los aspectos formales retro, sino las emociones humanas que se despliegan y florecen mientras estas tres personas tan diferentes la una de la otra, comienzan a conectarse. Esta es la principal virtud de Alexander Payne, la cual consiste en convertir a sus películas en unas máquinas muy bien lubricadas para producir empatía, parafraseando la definición de cine que alguna vez impartió el crítico Roger Ebert.  

La relación entre Hunham y Tully nos recuerda a la que establecieron la anciana Ruth Gordon y el joven suicida Bud Cort, en esa maravillosa cinta de Ashby conocida como Harold & Maude. El profesor es un hombre solitario y obsesionado con la Roma Antigua que denigra a sus estudiantes, como lo hace todo profesor amargado que oculta un pasado de frustraciones y sueños rotos. Por su parte, Tully es un joven precoz de 17 años, cuya rebeldía es un mecanismo de defensa para evadir el hecho de que proviene de una familia rota y que le ha dado la espalda. Tully no solo nos recuerda a Harold, sino también al irreverente e inteligente estudiante de derecho James T. Hart, tanto de la película como de la serie de televisión de los años setenta conocida como Paper Chase. Es por ello por lo que Hunham bien podría compararse al estricto Profesor Kingsfield, que tan magistralmente encarnó John Houseman en la pantalla grande y chica. 

Al final, el maestro se convertirá en la figura paternal que Tully estaba buscando y que no sabía que lo hacía. Ojalá que esta cinta obtenga el reconocimiento que se merece y marque un rumbo diferente en el cine, haciendo un uso novedoso de lo viejo.

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