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Crítica: Los colonos

Un “curanto western” de tipo crepuscular y corte nihilista, que denuncia la cruenta colonización chilena, llevada a cabo por individuos racistas convencidos de su superioridad étnica.

Felipe Gálvez 

/ Mark Stanley, Camilo Arancibia, Alfredo Castro, Adriana Stuven

Por  ANDRÉ DIDYME-DÔME

Cortesía de MUBI

El Western clásico floreció desde los inicios del cine con The Great Train Robbery (1903) de Edwin S. Porter, hasta alrededor de la década de 1960. Este tipo de cintas, tremendamente populares en la primera mitad del siglo XX, se centraban en la representación romántica y moral del conflicto entre el bien y el mal. La narrativa a menudo presentaba a un héroe blanco y virtuoso enfrentándose a villanos de tez oscura (usualmente nativos) claramente definidos en un entorno fronterizo, y solían desarrollarse en paisajes idílicos de la frontera estadounidense, donde la civilización y la ley están ausentes o en proceso de establecerse.

El spaghetti western surgió en la década de los sesenta y se le llama así porque sus películas fueron producidas por cineastas italianos ante la demanda de un público que solicitaba cintas de vaqueros cuando Hollywood ya había dejado de hacerlas. A diferencia de los westerns clásicos, el spaghetti western a menudo se desarrollaba en un ambiente árido, desencantado y cruel (supuestamente el suroeste de los Estados Unidos o México), pero en realidad eran filmados en su mayoría en España (chorizo western) e Italia. Introdujeron un tono más violento y realista con unos antihéroes ambiguos y que se confundían con los villanos en términos de la violación de los principios y límites morales. Gracias a este tipo de cintas, surgieron más tarde lo que se podría denominar “taco western” (películas de charros mexicanas) y “churrasco western” (cintas de gauchos argentinas), algunos ejemplos de variaciones internacionales sobre un género con unas raíces muy profundas en el pasado racista, violento y colonizador estadounidense, asociado a la filosofía del “destino manifiesto”. 

El western crepuscular o western de fin de época, se refiere a las películas de vaqueros que surgieron a finales de los sesenta en los Estados Unidos como reacción al spaghetti western y que se extendieron hasta la actualidad, marcando un cambio en la representación del Lejano Oeste. Estas películas cuestionan y subvierten las convenciones tradicionales del género y están ambientadas a menudo en un Oeste que está en declive, donde la civilización está tomando el control y los viejos valores y modos de vida se desvanecen. La acción se deja a un lado, para reflexionar sobre la ambigüedad moral, la pérdida de la frontera y la transición hacia la modernidad. El protagonista a veces es un antihéroe complejo y los nativos dejan de ser considerados los villanos para convertirse en héroes, mártires y víctimas de la brutalidad del hombre blanco.

Los colonos, el primer largometraje del chileno Felipe Gálvez, bien podría considerarse como un “curanto western”, pero, definitivamente, pertenece al subgénero crepuscular. Basada en hechos reales, se desarrolla en Tierra del Fuego, el extremo sur de América, conocido también como “el fin del mundo”. Aunque la época es 1901, el inicio del siglo XX, ciertamente se siente como si se tratara de un futuro postapocalíptico típico de las cintas ciberpunk. 

Del mismo modo como Robert Altman y el fotógrafo Vilmos Zsigmond lograron capturar un paisaje denso, opaco y depresivo en el clásico western crepuscular McCabe & Mrs. Miller (1971), Gálvez y su magnífico director de fotografía Simone D’Arcangelo (colaborador de Woody Allen en varias de sus cintas crepusculares), hacen prácticamente lo mismo, sumado al aire de magnificencia de los westerns clásicos de John Ford y el entorno malsano y corrupto de los westerns de Leone y Corbucci.  

Los colonos es una cinta que en un principio invita al espectador a gozar de las texturas visuales y sonoras. Pero quienes estén esperando una explosión de violencia en el acto final como sucede en los westerns crepusculares como The Wild Bunch (1969) de Sam Peckinpah, Unforgiven (1992) de Clint Eastwood, The Hateful Eight (2015) de Quentin Tarantino o Bone Tomahak (2015) de S. Craig Zahler, quedarán decepcionados. En ese sentido, se podría pensar en la cinta de Gálvez como el equivalente de la cinta revisionista de Lucrecia Martel Zama (2017), en lo referente a las cintas sobre la conquista y a su reflexión sobre las atrocidades coloniales cometidas por el hombre blanco.

En el contexto de la pelea por las tierras, encontramos al despiadado terrateniente José Menéndez (Alfredo Castro). Menéndez necesita establecer una ruta comercial para que el ganado pueda entregarse eficientemente desde sus vastas estancias a través de terrenos salvajes hasta el Atlántico, y no le importa el daño colateral, el cual se encuentra representado en los Selk’nam, los nativos de esta región, quienes fueron completamente exterminados durante este período de la historia chilena.

Menéndez elige al rudo y agreste teniente MacLennan (Mark Stanley), un oficial escocés del ejército británico, encargado de liderar la misión.  El terrateniente obliga a MacLennan, acostumbrado a cumplir sus encargos en solitario, a llevar al jugador Bill (Benjamin Westfall), un mercenario tejano con habilidades como rastreador, y al criollo Segundo (Camilo Arancibia), de gran puntería, como acompañantes. 

La cinta se divide en capítulos con títulos imponentes como “El Rey del Oro Blanco”, “Media Sangre”, “Los Extremos de la Tierra”, “El Cerdo Rojo”. Pero la cinta escrita por Gálvez junto con Antonia Girardi se aleja de los lugares comunes del género (tiroteos, duelos, persecuciones a caballo), para asumir una reflexión nihilista sobre la colonización de Chile. Aquí, ninguno de los protagonistas podría considerarse como un antihéroe y mucho menos como un héroe. Bill es un hombre tan despiadado como su jefe, un racista con rasgos sociopáticos. Segundo, es un hombre que, por temor o conveniencia, se convierte en cómplice del hombre blanco, dándole la espalda a los suyos. Y Bill, es un sujeto tan traicionero como una víbora. En Los colonos, hay violencia, pero no estilizada e idealizada (los westerns son, ante todo, cintas de acción). Aquí, los episodios de violencia no son explícitos, pero son tremendamente incómodos, sobre todo los de naturaleza sexual (algo atípico en el género). 

No ayuda que los actores sean muy irregulares, y que Alfredo Castro se desperdicie en una breve aparición inicial. Logramos un atisbo de su calibre actoral y de la maldad profunda de su personaje, cuando en un flash forward departe con su esposa Josefina (Adriana Stuven) y con el funcionario estatal Vicuña (Marcelo Alonso). Tampoco ayuda mucho que el ritmo y la trama se empantanen. Sin embargo, a nivel formal, Los colonos es impresionante. La música de Harry Allouche (El prodigio) complementa de una manera orgánica el ambiente podrido de la cinta; la ya mencionada cinematografía de Simone D’Arcangelo nos convence de que estamos viendo un trabajo colosal y magnánimo (pese a que no lo es); y la dirección de arte de Sebastián Orgambide (El clan, La cordillera) evoca la tensión, el miedo y la perversión inherente al relato. 

Con su ópera prima, Gálvez logra evocar la furia colonialista genocida e incontrolada llevada a cabo por hombres malvados convencidos de su superioridad étnica. Sin embargo, Martin Scorsese con su Killer Of The Flower Moon, llega casi al mismo tiempo, para hacer esta misma denuncia de un modo mucho más grandilocuente y experto. 

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