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Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades

Un director mexicano se embarca en un viaje lisérgico cargado de imágenes poderosas y poesía cinematográfica

Alejandro González Iñárritu 

/ Daniel Giménez Cacho, Griselda Siciliani, Ximena Lamadrid, Íker Sánchez Solano

Por  ANDRÉ DIDYME-DÔME

Cortesía de Cineplex y Netflix

La séptima película de Alejandro González Iñárritu, el director mexicano con una filmografía exquisita y equiparable a la de Stanley Kubrick o Paul Thomas Anderson, es la más experimental y personal de todas.

El público masivo e inclusive, la crítica, lleva años acostumbrada a un cine asociado con la figura del centro comercial, a las franquicias, a los productos probados y poco arriesgados, y a unas estructuras narrativas fijas y ajustadas a los géneros cinematográficos. Por eso huyeron despavoridos de Nuestra música y Adiós al lenguaje, los geniales trabajos tardíos de Godard; ignoraron cruelmente a La danza de la realidad y Poesía sin fin, las obras maestras autobiográficas de Alejandro Jodorowsky; y le dieron la espalda a Sinécdoque, Nueva York, Anomalisa y Pienso en el final de Charlie Kaufman, uno de los más grandes autores de nuestros tiempos.  

Con el perdón de Quentin Tarantino, no es que estemos viviendo una de las peores épocas para el cine. Las grandes películas están ahí, es solo que el público NO las quiere ver. Es por eso que los amigos de Iñárritu, Alfonso Cuarón y Guillermo Del Toro, tuvieron que recurrir a Netflix para poder visibilizar sus proyectos más personales como Roma (la mejor película mexicana de todos los tiempos) y Pinocho (un proyecto diametralmente opuesto a la esperpéntica actualización de Disney). Ni hablar de Scorsese (El irlandés), David Fincher (Mank), Noah Baumbach (Los Meyerowitz: la familia no se elige, Historia de un matromonio) o Pedro Almodóvar (Madres paralelas), que han tenido que recurrir a la plataforma de streaming debido a unas salas de cine que solo quieren proyectar películas de superhéroes, remakes y secuelas cansadas, porque es lo único que desea ver un público perezoso y con mentalidad de niño de trece años.

Este es el caso para Iñárritu, ya que Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, se presentaráen Netflix a partir del 16 de diciembre. Y es extremadamente probable que el público la deteste y no vea más de cinco minutos de este épico de dos horas y cuarenta de duración, porque ellos prefieren mil veces más una secuela de A ciegas o de Alerta roja, a tener que soportar a un director mexicano que intenta alejarse de los lugares comunes, para confeccionar un cine personal que explora, como lo hicieron Godard, Jodorowsky y Kaufman, las particularidades de la imagen en movimiento. Como bien lo dice David Lynch, ese otro explorador, el cine y la televisión se parecen mucho al mundo de nuestros sueños (o de nuestras pesadillas). 

Es toda una fortuna que la nueva obra maestra de Iñárritu, antes de caer en el olvido en una plataforma colmada de contenido efímero (que es el que prefiere el público actual), se presente en las salas de cine (así sean pocas y en poco tiempo), porque esto es cine y debe verse en su máximo esplendor.

Un bardo, en la tradición europea, es sinónimo de narrador y poeta. Aquí, el bardo es Silverio (un magnífico Daniel Giménez Cacho), un documentalista mexicano y alter-ego del director, quien ha triunfado en los Estados Unidos y regresa junto con su esposa Lucía (Griselda Siciliani) y sus hijos Camila (Ximena Lamadrid) y Lorenzo (Íker Sánchez Solano) a su país de origen para recibir un prestigioso premio.

Sin embargo, Silverio es víctima del resentimiento de algunos de sus compatriotas, quienes lo tildan de indulgente, pretencioso e hipócrita. Asimismo, comparte el desarraigo, el desasosiego y la crisis de identidad de millones de mexicanos de diferentes estratos sociales, que de una manera legal o ilegal, han decidido vivir en un país que no es el suyo. La migración es un tema recurrente e insistente en la filmografía de Iñárritu (Carne y arena, su proyecto en realidad aumentada, permitía que el público viviera en carne propia la experiencia de ser un inmigrante ilegal).

Pero al igual que Moonage Daydream, la meditación existencial convertida en documental sobre David Bowie (Let’s dance hace parte de su banda sonora), Bardo es una reflexión sobre la vida y la muerte, enmarcada en una serie de recuerdos personales (como los de su amigo Cuarón en Roma) y de imágenes delirantes y lisérgicas (fotografiadas de una manera magistral por Darius Khondji), que obligatoriamente nos remiten a de Fellini, Persona de Bergman, El espejo de Tarkovsky, El oscuro objeto del deseo de Buñuel, El árbol de la vida de Mallick, Memoria de Weerasethakul y, particularmente a las cintas ya mencionadas de Jodorowsky, títulos que por ningún motivo se hubieran estrenado en cines en la actualidad y que el público actual, amante de los vídeos de Tik Tok, ignora, desprecia y, lo que es peor, odia.

Iñárritu confiesa haberse inspirado también en la literatura que devoró de adolescente y menciona a autores como Borges, Cortázar, Rulfo y García Márquez, definiendo a su obra como un “guacamole maximalista”. La crítica ha calificado a Bardo como un trabajo narcisista e indulgente. Tremenda equivocación. Bardo es una obra íntima y la exteriorización de ideas, pensamientos y sentimientos de su autor en forma de poesía visual. Es una lástima que la gente prefiera una secuela de El renacido (Renacido y furioso) a esta obra hermosa, arriesgada, confesional, profunda y dolorosa.

La verdad es que el cine no ha muerto, pero el público lo quiere asesinar.

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