“La última vez que estuve acá les deseé suerte en la Copa del Mundo. ¡Y Argentina trajo la motherfucking Copa del Mundo!”, celebró triunfante Travis Scott en el hervidero de un Movistar Arena a tope, para su segunda visita porteña. Estaba a punto de sonar el festejado “Praise God”, y el trapero tachaba un repaso en once canciones —mejor dicho, un muestreo de canciones, si nos ponemos técnicos—, donde los extremos fueron la moneda fuerte de la noche.
El clímax ya se venía construyendo con la apertura de “HYAENA”, “THANK GOD” y “MODERN JAM”, que desató los primeros pogos feroces en un campo insólitamente encorsetado en dos pasillos. Y es que no había manera de escapar a esa arquitectura de apriete: un inmenso escenario en formato pasarela iba de punta a punta para que el rapero recorriera con total sentido de propiedad a lo largo de una hora y media.
Cuando uno se sumerge en la intimidad personal de sus auriculares para escuchar UTOPIA o ASTROWORLD, ambos presentan una experiencia de sutilezas y amplitud de climas; la narrativa donde la psicodelia, el ambient y el pop bucólico conducen al trap y no al revés. En el vivo, en cambio, si Scott te ve, te caga a golpes. Salvando momentos de alivio como en “MY EYES” (“Esta canción me ayudó a atravesar tiempos difíciles”, admitió entre una lluvia de linternas de smartphone) o la calma llamada a Rodeo en “90210”, todo fue un jab atrás de otro sin respiro.
Pasaron dos años de aquel rabioso desembarco en el Primavera Sound, y las diferencias con aquella noche, aunque no muy sustanciosas, se leen a través del presente artístico y personal de Scott. En el Movistar también hubo lluvia de fuck you’s en “No Bystanders”, y sobre el cierre el coro obligado del hit de generación “SICKO MODE”, la dedicatoria a los que más “alto” estaban para “HIGHEST IN THE ROOM”.
Pero, si en Costanera Sur, el show se planteó desde lo emocional como una pesadilla tortuosa hacia la conquista del espacio, la actualidad de UTOPIA (sonaron diecisiete de sus diecinueve canciones), lleva el tono de una fiesta interminable, en una escenografía que parece hacer realidad las planicies rocosas de la serie animada de He-Man. En el medio hay pirotecnia, llamaradas, humo, láser, plataformas, balcones, bajos capaces de desfibrilar al más muerto y una pantalla de dimensiones pornográficas en una megaproducción del género urbano.
Ya no grita erguido, no se toma la cabeza en un lamento de posición fetal. Se mueve con otro semblante; liviano, orgulloso, desafiante, quizás porque la gran mochila del fatal Astroworld (su festival en el que murieron diez personas mientras él cantaba en 2021) está judicialmente resuelta y eso le permite mirar hacia adelante. Pero no solo mira. Baila, menea, corre, agita con los brazos en una secuencia non-stop. Suena “BACKR00MS” junto a “Type Shit”, y dice a todos, “la estoy pasando como nunca”, mientras detiene el tiempo que sea necesario para encariñarse con personas específicas en cada uno de los sectores del Movistar Arena: un cuarentón con su hijo, un chico en muletas, otro en silla de ruedas, los encapuchados del pogo feroz, y los cinco chicos que se subieron a gritarle barras en la cara entre “Aye” y “sdp interlude”.
Todos ellos, y un poco también él, son algo así como los huérfanos del rincón de luz y sombra de Kanye. Aquellos que, sin admitirlo, le soltaron la mano al ídolo de Chicago post-Ye, cuando quizás necesitaban de menos cerebro avant-garde y más sensaciones viscerales con la música. De otra manera, no se explica que haya tocado “FE!N” (UNAS SEIS VECES SEGUIDAS) para el absoluto deleite de todos. La rabia incontenida se extendió para el final con los esperados “Antidote” y “goosebumps” que continúa rubricando su chapa de clásico moderno.
“Me gustaría volver y hacer un estadio de fútbol”, remató con la confianza que se tiene alguien que dominó, especialmente, sus propios demonios.