“Por favor, ponete la ropa, que esto es insoportable para mí”. Brett Anderson, el vampiresco –por lo andrógino, eterno e inglés– cantante de Suede, se ríe a carcajadas con la ocurrencia. Mariana Enriquez suplica. Había guardado su compostura haciéndose la cool por un rato largo, pero ya no daba más: “Por favor, vestite”. Estaba en el backstage de una de sus bandas preferidas frente a una de las criaturas de la noche que más le gustaban. Ellos estaban a punto de salir al escenario del Salle Pleyel de París, el 17 de mayo de 2022, y el cantante de la banda estaba en cuero planchándose la camisa para el show. Su sensualidad era irresistible. El camarín estaba casi vacío: eran los músicos, texteando con sus mujeres, y ella, que estaba ahí por fan, pero también por escritora (dos aspectos que decide nunca separar del todo). Unos meses antes había decidido ir a ver en vivo a Inglaterra a la banda que la inspiró para Nuestra parte de noche (Anagrama, 2019), la que escuchó mientras escribía la novela que la catapultó al estrellato literario mundial.
Después del show en Cambridge, Enriquez le escribió un mensaje de fan por Instagram a Mat Osman, el bajista de Suede, y él le contestó: “Ah, sí, te conozco, yo sé quién sos”. No hablaron mucho sobre música, empezaron una relación literaria: él escribe, le mandó un libro, le mandó un manuscrito, ella le hizo aportes. Se hicieron amigos. En París la invitó al show. “Yo con él estoy muy cómoda porque hablamos de literatura”. Ya no es como el del póster, tiene 50 años, ni tiene la embriagadora vanidad del cantante en la estampita que Mariana seguro tiene cerca de su escritorio.
Ahora Enriquez está por terminar un libro que va a publicar en una editorial chilena sobre ser fanática de Suede, una memoir de una pasión que es un estado de creatividad desde el cual construyó su carrera. Una oda a la intensidad, a ese entusiasmo desmedido, esa obsesión por el detalle y el objeto amado, una devoción medio pagana que es tan femenina, brujeril y poderosa. Mariana Enriquez es fan y, a su vez, generadora de fanatismos.
La portada de la extensa novela se repetía en el scrolleo de Instagram –tiene 667 páginas, apenas se pasó media carilla del número diabólico– con la mirada llorosa de El ángel caído de Alexandre Cabanel sobre una cama, un parque, una mesa, un bolso o una mano de lectora. Se convertía en lo que había que leer durante la pandemia y traspasó el circuito de lectores habituales para llegar a esos ocasionales que leen una vez al año. El libro ganó el Premio Herralde de Novela, el más importante en la literatura hispana, el Premio de la Crítica, llegó a 29 ediciones entre España y Latinoamérica y fue traducido a 23 idiomas. Ahora mismo, en las librerías de Estados Unidos hay pilas de Our Share of Night, publicado por Hogarth, que tiene en la tapa una mano negra con unas uñas tipo garras amarillas sobre un fondo azul eléctrico. Una especie de monstruo que viene a agarrarte. Como dijo el periodista Mariano del Mazo, la literatura de Enriquez se puede encasillar dentro del terror, pero atenerlo a eso es un gesto de vagancia: “En términos musicales, se desliza del rock más callejero y a su vez elegante al folclore profundo”. Eso se traduce no sólo en una cadencia de su prosa, sino en relación a los temas que aborda.
En la tradición de Ricardo Piglia, se puede decir que Nuestra parte de noche trata de un padre que quiere proteger a su hijo de una orden secreta que busca la vida eterna. Sin embargo, la trama más importante está detrás y es la que va cambiando en las cuatro partes de la novela que abarcan de los 60 a fines de los 90 en Argentina: el horror de lo no dicho, lo prohibido de decir durante la dictadura; el vínculo entre un padre y un hijo cuando se convive con el dolor de la ausencia; la experiencia desbordante de la adolescencia frente a las decisiones que requiere la adultez; y la marca indeleble de ira que deja la cicatriz de la violencia familiar, institucional y ancestral en la identidad. Todo eso hizo de la novela un boom editorial.
Si Enriquez ya tenía una buena base de fanáticos, con su última publicación se creó un verdadero fandom. Le mandan dibujos de ella y de los personajes, fotos de tatuajes de su cara; le hacen regalos, porque no sólo es una autora, es una estrella del rock de la literatura de terror. Así se lo dijo The New York Times el mes pasado, que catalogó Nuestra parte de noche como una obra monumental. Patti Smith posteó en su Instagram que la estaba leyendo y que le encantaba. Escritores como Alan Moore la recomiendan. Y, como toda estrella, también tuvo su hate: en The Guardian una reseña dijo que no tiene “ni emoción ni poesía, ni ritmo ni el placer de la prosa”.
Sin embargo, su principal preocupación es no decepcionar al fandom. “Decepcionar a la crítica me parece normal, hay como explosiones de que todo el mundo dice que sos genial y eso después se retrotrae, pero el fan –porque yo lo soy– es una persona esforzada porque le guste algo. A mí, Manic Street Preachers me gusta hasta en los discos malos, pero hubo un momento en que iban tres discos seriamente malos y yo quise que me gustaran, los escuché, me esforcé, y no estuvo bueno que no me gustaran. Fue dramático. El otro día en Instagram me preguntaron cuál era mi canción preferida del último de Suede y yo dije una del lado B. Después pensé que quedaba como una esnob, ¡pero es la verdad! Eso es ser fan, conocerte hasta los lados B. Nadie sabe más que un fan. Un fan mío sabe cosas que yo no sé de mi obra. Hoy me escribió uno y me dijo: ‘Me leí un cuento muy bueno suyo que se llama La mujer que era sombra, y yo pensaba dónde mierda está ese cuento. Porque publiqué mi primer libro cuando tenía 21 años, drogada, me seguí drogando durante muchos años, después dejé. ¡Qué sé yo qué pasó ahí!. ¡No me acuerdo! Por eso me importa no decepcionar, porque sé lo que se siente, y es horrible”.
En medio de la novena ola de calor de este verano, Mariana toma una limonada en un bar de Almagro y saluda a las fans que se asoman para verla desde la puerta mientras habla, con pasión y furia, sobre ser fanática. Se prepara para su primer show, No traigan flores, en el Teatro Coliseo (poco antes del cierre de esta revista, el 16 de marzo), lecturas con acompañamiento de música que agotaron las 1.700 entradas. Lo mismo pasó en Chile: se terminaron en 5 minutos los tickets para escucharla en una clase maestra. Además, está por entregar un nuevo libro de cuentos que ya terminó de escribir y ahora está en revisión. También está en etapa de investigación y comenzando la escritura de una novela sobre fantasmas, vinculado a la crisis de 2001. Y, como si fuera poco, sigue siendo la subeditora del suplemento Radar de Página/12.
El cuerpo de su obra es monstruoso y diverso. Las novelas: Bajar es lo peor (Galerna, 1995), Cómo desaparecer completamente (Emecé, 2004) y Éste es el mar (Random House, 2017). Los libros de cuentos: Los peligros de fumar en la cama (Emecé, 2009-Anagrama, 2017) y Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016) –que lleva 33 ediciones entre España y Argentina, finalista del prestigioso Premio Booker Internacional en 2021–. Y los de no ficción: la biografía de Silvina Ocampo La hermana menor (Anagrama, 2014), las crónicas sobre cementerios Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios (Galerna, 2013-Anagrama España, 2022) y El otro lado (Ediciones UDP, 2020-Anagrama, 2022), antología de textos periodísticos editada por Leila Guerriero, entre otros. Es como si el tiempo tuviera otra composición para ella.
Tres grandes decisiones tomó como fan, que luego se tradujeron en textos periodísticos: en el verano de 2001 se enteró de que una de sus bandas preferidas, Manic Street Preachers, tocaba por primera vez en Cuba y, además, era la primera banda anglosajona en presentarse en la isla, en presencia de Fidel Castro. Tenía unos pocos ahorros en dólares y se venía la debacle, pero no lo pensó dos veces, sacó un pasaje y lo vivió. Luego, escribió para Radar. En 2022 hizo lo propio con Suede, terminada la pandemia y, tras el éxito de su novela, decidió ir a todos los shows que pudo de su gira inglesa. Después, bastante después, escribió –o está escribiendo–. Ahora, en noviembre y diciembre de 2022, Nick Cave y Warren Ellis hicieron una gira por su Australia natal, la misma tierra en donde nació el marido de Mariana, Paul Harper. Sin los Bad Seeds y con Colin Greenwood de Radiohead como integrante de la banda, ella fue a tres shows. El último, en el Opera House de Sydney, era el más esperado y Enriquez no tenía entradas. Una fan de Canarias le escribió por Instagram y se las consiguió. En el anterior, en Tamworth, en un rapto de locura intentó tocarle la mano a Cave, pero logró sólo acercarse a su tobillo, acariciar su impecable traje. Después escribió, de vuelta y como siempre, tomada por esa emoción.
En el periodismo de rock se suele tomar distancia del entrevistado, está mal visto escribir desde el fanatismo, algo que vos siempre hiciste. ¿Por qué?
Porque a mí ese estado me sirvió mucho para lo creativo. O sea, el distanciamiento y tratar de que no me ocurra esa excitación sexual, ese entusiasmo desmedido, o si querés obsesión, nunca me sirvió creativamente, sino a la inversa. Entonces me gusta mostrarlo como parte del proceso que tiene que ver con mi forma de escribir. Hay algo muy intenso, hasta físicamente intenso y también dramático de ser fan. ¿Cuál sería el objetivo de distanciarse de todo eso?
Supongo que la falsa idea del periodista como voz imparcial. ¿Hay algo de despojar al rock de un gesto femenino que lo constituye, en tanto las fans son partícipes indispensables para crear una estrella de rock o pop?
Totalmente. Ahora lo estoy teorizando un poco para este librito de Suede. Estoy pensando el fanatismo hacia una figura de este tipo, como con una cosa iniciática de la sexualidad de las mujeres. Pienso en las mujeres que seguían al dios Pan [divinidad griega de los rebaños y de la sexualidad masculina, que vivía con ninfas que lo adoraban] o las mujeres que se ponían en bolas adelante de [Franz] Liszt en el siglo XVII, que se sacaban los lienzos adelante del tipo, que estaba rebueno, y se los tiraban. O de las Bacantes, las mujeres borrachas, cantando y siguiendo al dios Baco. ¿Sería dionisíaco el tema o una cosa ritual propia de lo femenino en ese estado de desbarajuste sensorial? No de la mujer empoderada sino despojada, o sea, entregada a otro tipo de poderes. A mí eso me parece muy interesante y me parece que sucede una y otra vez, que es repetitivo históricamente. Si vos ves a las chicas gritando por los Beatles o por Harry Styles, es igual o por Rosalía, ahora, es igual. O sea, no escuchan un choto y gritan. Yo lo vi en un show de Backstreet Boys trabajando una vez y me asustó porque parecía una cosa medio monstruosa, un sonido continuo atronador. Y yo no me siento afuera de eso.
¿Cuándo te pasó algo así?
Me acuerdo de cuando era chiquita, tenía 18 años y con mi exnovio –que es gay y ahora somos mejores amigos– fuimos a ver a The Cult, él se quedó tan shockeado de ver a ese hombre tan lindo que se quedó sin voz un día entero sin poder hablar. Y nosotras gritábamos desenfrenadamente en plan Elvis. Y me acuerdo de que tiempo después, hablando con un periodista de rock sobre The Cult, yo dije algo sobre la belleza de Ian Astbury, y me cagó a pedos tipo: “Y además es un gran cantante”. Fue como: “¡Ahí salió el mecánico que tiene que explicarte que un auto no puede tener una buena terminación!”. Porque hay un periodismo de rock que es como un taller mecánico, sólo dice que le interesa la técnica, el estudio, la consola. Yo siempre intenté escribir, en el poco periodismo de rock que pude hacer –porque yo no tenía el mando–, textos que no fueran desde lo mecánico sino más desde el show. A mí todo eso técnico me interesa, pero no me gusta el periodismo de rock del mecánico que se hace en la gomería, me parece que le niega todo eso a la música, que es absolutamente parte del fenómeno.
En relación a eso, el proceso del cambio de paradigma vincular entre músicos y fans, con los escraches o incluso la cultura de la cancelación, ¿creés que tuvieron un efecto de inhabilitación del deseo?
Lo que pienso desde mi experiencia –y yo nunca estuve con un músico, por muchos motivos, pero principalmente porque al ser periodista, salvo que vaya a tener una relación, no da, así como no podés hacerlo con tus pacientes o tus alumnos o tu jefe–, que siempre mantuve esa relación en un ámbito medio inocentón, platónico. Pero me parece que las conversaciones hay que tenerlas, y que las conversaciones no empiezan y terminan, sino que continúan. Lo que quiero decir es que hubo cierto descubrimiento, que en un ámbito donde se suponía que había cierta igualdad hubo abuso de poder o abuso sexual, igual o peor que en otros ámbitos, y fomentado por intoxicaciones. Entonces, claro, vos leés toda la cuestión que pasó con El Otro Yo y es una película de terror, como una secta. Pero me parece que las conversaciones no terminan, en el sentido de que eso pasó, se supo, y hubo justicia. Bueno, entonces me parece que ahora lo que tenemos que hacer, porque es sano, es cambiar la relación de lo que pasa ahí y ponerla en otro lado. O sea, poder ir a un backstage, poder tomarte algo o levantarte a uno de los chicos si te gusta, y que sea una relación como cualquier otra. Tiene que seguir siendo una posibilidad, porque esos discursos lo cortan de cuajo y están cortando una especie de relación humana posible que podría ser más sana, sexy y divertida. El infierno en que se convirtieron esas relaciones hay que intentar revertirlo, no cortarlo, porque en realidad no tiene nada de malo que vayas al backstage a curtirte un pibe, el problema es que te violen. Ese es el problema. Pero eso es un problema en el camarín de una banda, en un partido de fútbol, o acá a la vuelta. Entonces, lo que tenés que cambiar son esas relaciones.
La figura de la fan está en Nuestra parte de noche, en Éste es el mar, en algunos de tus cuentos como “Carne”, ¿qué te interesa de ellas como figuras para tu literatura?
Me interesa mucho lo pagano, como idea mística y religiosa, lo dionisíaco. Me interesa en tanto mitología y en tanto magia. O sea, me interesa la magia del caos, la sexual, la idea en magia de la androginia, de la desarticulación de los sentidos. Quiero decir, todas ideas muy sesentas, muy rockeras, pero que en magia significan otra cosa, significan búsqueda de conocimiento. Y también la magia como narrativa: la simbología mística y las mitologías populares. Lo enmarco en ese campo de expresiones y conocimientos que tienen que ver con llegar a un lugar de devoción, que la devoción conlleva un saber, y que tiene que ver con el saber como la magia. O sea, vos ponés las palabras de una determinada manera para obtener un resultado en la realidad. Para mi una canción es eso: notas, una melodía y unas letras puestas de tal manera que cuando la escuchás te lleva a un lugar totalmente inexpresable desde lo puramente sensorial. La música no existe, no es tangible, es una cosa que tiene que ver con producir ondas en el aire. Es más, es lo más parecido a magia que podés pensar en ese plano. Entonces yo lo pienso en ese sentido. Y, como todo lo religioso, cuando se va al demonio se va al demonio.
¿Te referís a ese descontrol por parte del público que se ve postpandemia?
Me parece que la cuestión de la gente que no pueda tocar por lo que genera en sus fans se va a poner cada vez peor. Porque hay como una energía desatada. Hablo de la magia que a mí me interesa mucho, y que está fuera de control, y no sé por qué en América Latina es peor. Este para mí es un momento delicado en ese sentido. Es como en la pandemia, cuando decían que no se llegó al pico; llegará en algún momento.
Lo que hace es traficar sus intereses entre el periodismo y la escritura de ficción. Mariana Enriquez tiene períodos de amor platónico con actores, actrices, músicos, artistas, pero también con obras, películas, libros. Todo eso lo lleva de un lenguaje al otro y lo convierte en su estilo.
Claro, todo eso sumado al terror sudamericano que la caracteriza. “Yo dejo pistas, siempre dejo pistas”, dice, sobre los linkeos que hace de una cosa a la otra, un epígrafe de un cuento con el título de una canción, o la música que escucha un personaje de una historia, incluso con la fisonomía imaginaria que tienen algunos de sus héroes, tan cercanos a estrellas de cine. Son como nudos en una soga que la componen como persona: sus consumos culturales son parte fundamental de su identidad.
La primera vez que leyó en literatura a las fans fue en un cuento de Cortázar que se llama “Las Ménades” en Final del juego (1956), donde el personaje que toca es un director de orquesta que despierta pasiones tan fuertes que su público se lo come al final. Su relectura de eso fue “Carne”, de Los peligros de fumar en la cama. “Siempre se pensó a ‘Las Ménades’ como un cuento de exceso. Yo no sé cómo lo estaba pensando Cortázar, pero cuando yo lo leí dije son como las fans, a Byron le hacían eso, no podía salir a la calle”.
Así como la literatura se mete en la música, ella se metió en los escenarios. Hubo una vez donde empezó a leer en recitales de rock. En Niceto, Richard Coleman la invitó a prologar su aparición en el escenario, en agosto de 2019. Con todo el lugar a oscuras, Mariana era la única iluminada desde el balcón lateral, leyendo una carta de Nick Cave sobre la muerte del rock ante mil personas. “Ojalá lleguemos a hacer más, tengo planes”, dice el músico.
Se hicieron amigos en Mar del Plata, una vez que el ex Fricción y Los 7 Delfines estaba dando una charla por el aniversario del Mayo Francés en el Museo del Mar. “Me llamó mi mujer y me dijo fijate si podés ver a la Enriquez, está también ahí, es la chica de la que te hice leer lo de Bowie, decile que tu mujer es fan”. Es que cuando murió, Mariana publicó un texto en Página/12 donde contó que llegó a él gracias a Coleman. “Me dio cierto orgullo”, cuenta ahora. Esa vez en Mar del Plata se acercó, Mariana lo reconoció, se sentaron en un café a charlar sobre Stephen King, The Cure, drogas y otras boludeces. “Recién después leí Las cosas que perdimos en el fuego, que me perturbó lindo, Los peligros de fumar en la cama (me aterrorizó “El aljibe”) y devoré Éste es el mar. Me encanta mal su estilo, me alegra tanto el reconocimiento que está ganando. Tenemos una selfie de ese día”, dice.
Entre esa devoción que vive y produce, mezclado con una dosis de análisis social real, Mariana Enriquez escribe. Por ejemplo: “Si hay algo que irrite más que una adolescente gritando de histeria fanática, es el objeto de esa histeria”, dijo sobre el devenir de Jared Leto en Hollywood o sobre lo que le provoca la actriz Asia Argento: “Una musa no es alguien que provoca una inspiración celestial, un acto creativo alegre, a puro éxtasis. No: una musa hechiza en el sentido más brujo de la palabra, persigue hasta que no queda otra que darle el total protagonismo”. Cuando hace esos pequeños ensayos sobre los actores que le gustan, la sexualidad está incluida en el análisis con el mismo peso en el texto que la enorme cantidad de data que maneja sobre sus obras: “Era rubio como un amanecer dorado”, sobre Alexander Skarsgard o “subió con el largo pelo negro, mitad corsario mitad poeta irlandés”, dijo de Daniel Day-Lewis.
Pero también tiene piezas icónicas del periodismo de rock, como su bellísimo texto sobre Daniel Johnston y su visita a Argentina en 2013; el perfil más exquisito y perturbador que le hayan hecho a Charly García –desde la cama– para la edición de junio de 2008 de ROLLING STONE, justo antes de la neumonía en Mendoza, de Palito Ortega y del nuevo Charly medicado: “Su enorme inteligencia brillando en el cuerpo descarnado”, dijo en una parte sobre una de las notas que más le costó hacer, o en otra: “Su dolor airado lo obligaba a atacar”. Sus clásicos perfiles sobre Anita Pellenberg y Marianne Faithfull publicados en Radar en 2017, donde las reivindicó como las artistas que son y fueron: “Las chicas, aunque no lo sepan, todavía quieren ser como ellas. Perras y brujas y salvajes y amorosas flores del mal, amadas y respetadas, con el delineador corrido, el saco de leopardo, la boa de plumas, las amigas geniales, el novio que te roba la ropa, la capacidad de hablar cinco idiomas, las manos sucias de cuidar el jardín y las estrategias para poder sobrevivir”.
Mariana nació en 1973 y creció entre Lanús y La Plata. Su juventud narcótica estuvo moldeada por la cultura rock. No le gustan Virus, Charly, Depeche Mode, Cyndi Lauper ni Volver al futuro. Pero dice que Bruce Springsteen le salvó la vida en el recital de Amnesty, en River, y sobre todo la revista Cerdos y Peces del recientemente fallecido Enrique Symns, que fue una guía por el territorio. “Ahí aprendí de Nick Cave, Tom Waits, Rimbaud, Patti Smith, travestis, mentiras, drogas”, dice.
Ya lo contó mil veces, pero su primera experiencia con el terror fue con Stephen King, de quien tomó una forma de mirar desde que leyó Cementerio de animales y lo tuvo que arrojar al otro lado de la habitación por el miedo que le causó. A David Bowie, los Rolling, Sex Pistols e Iggy Pop les debe mucho también. “Uno no iba a divertirse a un show de los Redondos. Iba a encontrarse con el peligro y con una especie intensa de fiesta, con euforia, pero sin sonrisas, porque la dicha no es una cosa alegre”, escribió en el prólogo de Fuimos reyes, la biografía de los Redondos por Pablo Perantuono y Mariano del Mazo. Aunque no es fan, curtía esos primeros shows en La Plata porque esa era su lengua, “más resentida, más bonaerense”, que la lengua hippie setentosa que perduraba en el rock nacional.
Su primera novela, que escribió a los 19 años, está influenciada por Cumbres borrascosas de Emily Brontë y Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sabato, pero también por la serie Buffy, la cazavampiros, las novelas de Anne Rice y la película Mi mundo privado de Gus Van Sant. Todo convertido al sello Enriquez por una serie de operaciones literarias en las que la realidad social argentina se impone desde el fondo de la historia por sobre el terror. Un mundo oscuro que en lugar de cerrarse sobre sí mismo se abre para hacer propio un montón de cosas que habitan espacios más pop.
“Una vez me escribe una chica diciéndome que era de Radar y que estaba fascinada por mi trabajo gráfico, una serie de portadas de la revista adolescente estadounidense Seventeen, que modifiqué y son resangrientas, y que hacían furor en Flickr”, dice Carmen Burguess, artista plástica y música, que fue parte de Mujercitas Terror y, cuando se fue a Europa en 2006, formó Mueran Humanos junto a Tomás Nochteff (ex Dios). Enriquez la contactó en 2010 para entrevistarla por estas obras donde se ve a una chica de los años 60 con el pelo peinado a lo bouffant y un moño, pero también con un tajo que le destrozó el rostro y un orificio abierto que deja ver su carne. La historia corta es que se hacen amigas y, en 2018, cuando Mueran Humanos tiene una fecha en Niceto, se les ocurre invitarla como soporte. ¿Cómo? Si es una escritora, no una banda. Bueno, los sentidos y los formatos también son travestidos en su universo. Mariana Enriquez les dice discos a sus libros y temas a sus cuentos.
“Se me ocurrió invitarla durante una iluminación etílica. Le escribí ahí mismo y ella sin dudarlo dijo que sí. Leía unos relatos escalofriantes y terroríficos mientras nosotros tocábamos unos ruidos escondidos detrás de cada lado del telón. Cero timidez, salió con los tapones de punta, como si toda la vida hubiera estado sobre el escenario”. Natural.
Un mes atrás, se encontraron en el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges, en Cataluña, porque Mariana oficiaba de jurado y Carmen debutaba como solista después de una charla del director Dario Argento, un ídolo del terror que las dos comparten. “Yo veo que ella se vincula con el rock de la manera que para mí más onda tiene, teenager, gótica, fan. Fan que ama y punto. Más allá de que sea periodista, la veo como una adolescente vampira eterna, metida en el cuarto y flasheando con sus íconos musicales”.
Pocas bandas locales le gustan. Dice que la forma argentina de cantar no le cierra, aunque le pesa ese gesto un poco esnob. Los enumera: Gabo Ferro, Mueran Humanos, Richard Coleman, Lucy Patané y una banda que descubrió hace poco, medio oscura, Medalla Milagrosa. “Todos mis héroes son viejos”, dice. “Ahora quienes tienen ese aura son las chicas, desde Beyoncé, Rosalía, Taylor Swift, Rihanna hasta Lana Del Rey, de la cual estoy enamorada, o incluso la cantante de Paramore, que para mí es pésima. Todas, incluso ella, tienen ese aura, y no es casual que haya pasado a las chicas”.
Lana Del Rey es su última obsesión. Como dice la crítica musical Hannah Ewens en el libro Fangirls (Quadrille, 2019): “La sexualidad y las fans de la música siempre han estado estrechamente ligadas, al punto de ser inseparables. Las mismas chicas que gritaron a The Beatles y Elvis, responsables de su ascenso, podrían estar escribiendo obscenidades a las bandas de rock de hoy”.
Las críticas Barbara Ehrenreich, Elizabeth Hess y Gloria Jacobs señalaron en un ensayo que en los 60 todavía se esperaba que las adolescentes fueran perfectas y puras. “Abandonar el control –gritar, desmayarse, correr en turbas– era, en la forma aunque no en la intención consciente, protestar contra la represión sexual, el rígido doble estándar de la cultura adolescente femenina”. Y eso, para Enriquez, continúa hoy, y el ejemplo es bien pop: cada vez que Taylor Swift hace una canción sobre un pibe con el cual salió se hace un escándalo como si fuera una comehombres y no una simple chica experimentando la vida y su sexualidad.
“No solo fuimos borradas por los músicos, sino también por los periodistas, que no pudieron entender, por ejemplo, a una personalidad alucinante como Anita Pallenberg o a Marianne Faithfull, que la señalan como groupie y sacó Broken English, uno de los mejores discos de los 70. Hay una resistencia al cambio y hay una villanización de las minas. ¿Cómo Taylor no va a poder hacer una canción sobre el tipo con el cual salió? Sigue habiendo algo muy puritano. Me gusta Lana Del Rey porque se escapa un poco de eso. Cuando venía a la entrevista estaba escuchando ‘Did You Know That There’s a Tunnel Under Ocean Blvd’, donde dice fuck me to death (cogeme hasta la muerte) y después love me until I love myself (amame hasta que me ame a mí misma), y yo decía: ¡qué pelotas en 2023 escribir eso! Esa experiencia femenina no la podés negar, no podés decir que ya no existe, que estamos todas empoderadas todo el tiempo. Es un delirio. La experiencia es completa y lo que hay son cambios de paradigma, ajustes, que están bien. Pero es muy estalinista y peligroso borrar el pasado, sobre todo si se puede hacer justicia”.