Este artículo fue publicado originalmente en la edición #56 de Rolling Stone Argentina, en noviembre de 2002.
El muñequito tiene la cabeza inclinada y está apoyado sobre un palo que hace de bastón. Es verde, arrugado y tiene una cara horrible, como de batracio, con orejas enormes y puntiagudas. Mide unos tres centímetros y está parado sobre una consola de sonido en una habitación que es, al mismo tiempo, a) el control del estudio que Catupecu Machu montó en una enorme quinta y b) el cuarto donde duerme Demián Chorovicz, ingeniero de sonido. Durante las charlas con Catupecu Machu me enteré de que: a) el muñequito es un personaje de “La guerra de las galaxias”; b) se llama Yoda; c) es muy sabio. Fernando Ruiz Díaz, Gabriel Ruiz Díaz y Javier Herrlein esperan ansiosos. Van a volver a escuchar lo que ya escucharon miles de veces: las mezclas de los temas de su nuevo disco, todavía en proceso. Demián aprieta un botón y lo que sale de los parlantes es tan poderoso y a un volumen tan alto que no entiendo cómo el muñequito verde no ha volado por los aires.
En la ruta con Fausto I
“Con Fernando nos conocemos desde que yo tenía 9 años. El es mi padrino de confirmación.”
Fausto maneja su camioneta mientras habla conmigo y, cada tanto, con quien lo llama a su celular. No sé muy bien hacia dónde vamos; sé que para salir de la Capital agarramos primero la General Paz y después la Panamericana y que en algún momento la ruta se tornó más ruta y menos autopista, y el paisaje más campestre y menos zona-norte-del-Gran-Buenos-Aires… Lo mío es el rigor periodístico, pienso. Fausto me advirtió que no quiere que se sepa dónde queda la quinta, porque tiene miedo “por los afanos” y porque no quiere que se llene de fans.
Me cuenta que los Catupecu tienen todos los equipos allá -en la quinta-, que lo que hicieron fue una locura, que en la compañía discográfica estaban tan entusiasmados con el grupo que, con devaluación y todo, les propusieron a los músicos que fueran a grabar en el exterior, pero que ellos prefirieron disponer de más tiempo, concentrarse y convivir; que por eso armaron el estudio en la quinta, que por eso trasladaron las cosas desde su sala-estudio en Villa Luro, y que por eso ahora están todos viviendo allá.
Fausto Lomba es el manager de Catupecu Machu. Pero no es un manager así nomás: Fausto es uno más de la banda, uno de los integrantes entre quienes se dividen ganancias y responsabilidades de manera equitativa. (Los Catupecu son cinco desde que se fue Abril, el baterista que grabó los tres discos anteriores: los músicos Gabriel y Fernando; Fausto; Quique Ibarra, dibujante y escenógrafo; y Mario Prosdocimi, stage y asistente todo terreno. El staff catupecu se completa con Javier Herrlein, el nuevo baterista; el tecladista Macabre, y Demián, el ingeniero de grabación.)
Fue Fausto quien me contó la prehistoria del grupo, cómo conoció a Fernando y cómo todo lo demás. Síntesis: apenas los Ruiz Díaz llegaron a Villa Luro y se mudaron enfrente de su casa, Fausto se hizo amigo de Fernando, que tenía 11 años, dos más que él; gracias a que Fernando lo acompañaba, sus padres lo dejaban ir a recitales y a bailar a las matinés. Fernando se puso de novio con la hermana de Fausto, pero la relación sólo duró un año, hasta que Fernando se convirtió en un demonio, ídolo de las chicas y rey de las pistas. Fernando bailaba -baila- muy bien. Tanto, que mucho antes de ser un rocker famoso ya lo dejaban entrar gratis en los boliches, pasaba al vip y le regalaban tragos; todo gracias a su destreza para el dancing. Y con Fernando entraban Fausto, Mario, Quique…
Fausto maneja y se queda en silencio. De repente me pregunta:
-¿En qué otras bandas de las que están ahora se conocen todos desde tan chicos? Creo que somos los únicos.
-Eh, a ver…
No se me ocurre. En realidad cualquier integrante de Catupecu Machu odiaría pensar que integra la banda por una cuestión de amistad, porque ellos creen que los amigos están para salir a la noche, tomar unos tragos y programar unas vacaciones. Para ellos, un proyecto artístico es otra cosa, algo que requiere de cierta sintonía espiritual que va más allá de la amistad. Sin embargo, en la práctica, la amistad profunda que los une y el tiempo que llevan juntos son fundamentales para que la banda funcione como funciona. En eso estaba pensando cuando Fausto vuelve a preguntar:
-¿Qué te parece Catupecu?
Dudo unos segundos y finalmente le digo algo que sé que a él le va a gustar y a mí no sé si tanto.
-Catupecu no parece una banda de acá.
Efectivamente: para Fausto, eso es un elogio. A él, que desde el primer bache en Villa Luro venía maldiciendo al país y puteaba ante cada uno de los carteles de “Menem volvé”, mi opinión le sonó como un alivio.
Catupecu y yo
¿Qué me parece Catupecu? Me quedé pensando un rato en la pregunta de Fausto. Unos días. Unas semanas. Pienso y si tengo que pensar tanto es porque en realidad Catupecu no me gusta tanto, pienso. No, no es eso. Me gusta Catupecu. Pero antes de gustarme, Catupecu se me impone. No le había prestado demasiada atención antes de Cuentos decapitados (2000). Nunca pensé que me podía gustar tanto un disco de una banda que, en apariencia, no tiene nada que ver conmigo. Pero Catupecu Machu es una gran banda de rock, lo suficientemente arriesgada como para sorprender, y lo suficientemente clásica y poderosa como para dar el gran salto hacia la masividad.
Me pregunto: ¿a qué banda argentina se parece Catupecu Machu? A Soda Stereo, me respondo. No me refiero al estilo. Me refiero a eso de “no parecer argentina”. Es que en Catupecu casi no hay ningún elemento autóctono en sus canciones y, fundamentalmente, no apela a ningún tipo de demagogia extramusical ni actitud tribal ni idea de pertenencia para hacerse entender. Lo de ellos es es simplemente música.
Otro elemento en común con el trío de Cerati-Zeta-Alberti: como Soda en los 80, Catupecu Machu es el mejor producto de exportación que tiene el rock argentino 00: una banda poderosa, moderna y clásica al mismo tiempo, que suena ajustadísima, con un desempeño en vivo capaz de arrancar pogos hasta en Dinamarca, con buenas canciones y letras universales.
Y, como los Soda Stereo, los Catupecu Machu se saben estrellas de rock y actúan como tales. No por arrogancia, ni porque se la hayan creído; por el contrario, son tipos llanos y amables. Pero saben que el escenario no es para cualquiera y actúan en consecuencia. Un ejemplo: para una producción fotográfica que hizo esta revista el año pasado, David Sisso (editor de fotografía de RS) les propuso que aparecieran bajando de un avión privado, en una imagen que los mostraba como magnates del glamour. Ellos, encantados. No son muchas las bandas contemporáneas de Catupecu que aceptarían ideas por el estilo. Imagináte: qué van a pensar los pibes…
En la quinta I
Llegamos. La casa tiene cinco habitaciones y un living gigante, conectado en un mismo ambiente con la cocina. De la construcción original, sin embargo, queda poco: los Catupecu la dieron vuelta por completo. Un mes y medio les llevó ponerla a punto para grabar: agujerearon paredes para que pasaran los cables, instalaron aquí el estudio de Villa Luro donde grabaron Dale! (1997) y Cuentos decapitados, alquilaron y pidieron prestados equipos, y hasta construyeron una puerta nueva. Hubo una aventura de Astérix (Astérix y Cleopatra) en cuya tapa decía: “Para hacer esta historieta se necesitaron tantos litros de tinta china, tantos de tinta de color, tantos kilos de papel, tantos lápices, tantos litros de cerveza”… Pues bien, la grabación de Cuadros dentro de cuadros demandó, por ejemplo, 10 computadoras, 2.500 metros de cable, varios fletes, una puerta…
Todas las computadoras están conectadas en red, de manera que si alguien graba algo o hace una mezcla de alguna canción, otro, desde su habitación, puede levantarla y seguir trabajando. Lo mismo ocurre con las letras y hasta con el arte de tapa. Claro que cuando el estudio se puso en marcha fueron apareciendo algunas dificultades. Por ejemplo: ¿cómo comunicarse de un cuarto a otro sin tener que levantarse y caminar veinte metros? Gabriel se acordó de que tenía unos teléfonos de juguete y con eso hicieron un sistema de comunicación interno. Agregar a la lista: teléfonos de juguete.
En la pieza de Fernando I
El Yoda de la pieza de Fernando Ruiz Díaz es mucho más grande que el que está sobre la consola de Demián. No es un muñequito, es un flor de muñeco. Mide unos 30 centímetros y, si alguien le pregunta algo, el quía cierra los ojos y responde. Yoda no está solo: lo acompañan Edward (el de El joven manos de tijera), el Guasón y algunos personajes-merchandising más, que Fernando me presenta uno por uno. “Son mis gárgolas”, me dice, e infiero que este cuarto -ladrillo a la vista, escalera de madera y cama en el entrepiso- en estos momentos es su catedral. Dice que en la casa tiene un montón de muñecos más, pero que estos que están acá son los del disco.
-Después, cuando los vea, me voy a acordar del disco. Tienen una energía especial.
Además de los muñecos, “el altar” de Fernando (tal como él mismo lo define) tiene un par de lámparas, incienso y… lapiceras. Me muestra cinco distintas, todas bolígrafos, pero de los caros, de esos que vienen en cajita con terciopelo adentro. Pensaba que ese lujo estaba destinado a las lapiceras fuente, pero no, mirá vos, también hay bolígrafos elegantes. Con esas cinco lapiceras Fernando Ruiz Díaz escribió la mayoría de las letras de Cuadros dentro de cuadros.
Aclaración importante: libros, discos y películas no entran en la categoría fetiches. Y de eso, en la pieza de Fernando hay mucho: libros de Nietszche, Schoppenhauer y Anne Rice, autora de Entrevista con el vampiro, el libro de la grabación. Entre las películas, está, naturalmente, la favorita de todos: la trilogía de La guerra de las galaxias en DVD.
Ahora entiendo por qué tanto Yoda.
Fernando se pasa un par de horas haciéndome una visita guiada por la discografía que se trajo a la quinta, con escuchas incluidas. Muchos de sus músicos favoritos (Prince, Depeche Mode, Nine Inch Nails, Laurie Anderson, Lenny Kravitz, Rolling Stones, Camarón de la Isla, Robi Draco Rosa), varias bandas de sonido y algunas rarezas. Por ejemplo, la versión original de “El meneaíto”, que grabó una gitana adolescente que hoy nadie sabe dónde está. O un disco grossísimo de Michael Bolton cantando arias de ópera.
En la pieza de Gabriel
No, no es Yoda quien preside el cuarto donde duerme y trabaja Gabriel, sino un enorme pizarrón cuadriculado en el que están anotados, en filas, los nombres (reales o de trabajo) de cada uno de los temas del disco y, en columnas, las cosas que hay que grabar. Cada casillero que corresponde a algo que está listo, Gabriel lo tacha con un fibrón. Está tachada apenas una tercera parte.
Lo que hay en su cuarto son herramientas; entre ellas, su bajo. Gabriel tiene un solo bajo, el de siempre, caja de madera oscura, una de las puntas encorvada, el que aparece en el booklet de Cuentos decapitados y con el que toca en todos los shows. Hay, además, teclados, monitores, dos computadoras (una común, otra portátil), equipos y montones de aparatos de efectos. Según Fernando, Gabriel es “el mejor bajista del mundo”. Sin embargo, en Cuadros dentro de cuadros grabó bajos en un solo tema. Después, hizo todo lo demás, incluido cantar y dirigir una orquesta de cuerdas que interpretó los arreglos que él mismo compuso.
En este disco, los hermanos Ruiz Díaz parecen haber querido llevar hasta las últimas consecuencias una idea que, aunque pueda resultar una simplificación salvaje, de algún modo define los papeles que cada uno de ellos juegan en la banda: Fernando es el alma musical de Catupecu; Gabriel, el cerebro. Fernando se dedicó a componer e interpretar. Más que nunca, Gabriel tomó el lugar del productor y arreglador, el que maneja las perillas pero también los conceptos generales del disco.
Sentado frente al monitor de su computadora, a Gabriel parece importarle poco el resto del mundo, y da la sensación de ser inmune al sueño, el hambre, el frío… No importa cuán desprolijo esté su pelo ni cuán amplias sean sus ojeras: Gabriel está piloteando el barco. Ya tendrá tiempo para hacer notas, tocar en vivo, salir. Mientras tanto, y aunque no lo manifieste, es feliz.
En la quinta II
Anoche Yoda brilló en El Remanso. En la pantalla gigante del living en cuyo centro está la batería, todas las noches pasan películas.
El horario de trabajo es de 2 ó 3 de la tarde hasta las 6 ó 7 de la mañana. Con intervalos, por supuesto. Además de las comidas, hay una parada importante luego de la cena, con sesión de pool y posterior función de cine. Cada uno se llevó sus películas preferidas y, además, todos van seguido a buscar dvds al videoclub del pueblo. En general, se traen estrenos más o menos recientes del Hollywood inteligent, y alternan con películas europeas como Underground o más viejas como Fitzcarraldo e Hiroshima mon amour. (¿Ya mencioné que el hit de la casa es la trilogía de La guerra de las galaxias?)
El lugar parece una concentración de una selección de fútbol antes de un Mundial. No de las de ahora, que se arman una semana antes para que los jugadores se vean las caras; parece una concentración como la de Menotti en el 78. El ambiente es de sana camaradería varonil. Se labura con seriedad, cuando hay distensión, ocurre en equipo, y todo comentario pelotudo puede disparar un “Che, ¿y si esto lo metemos en el disco?”.
La quinta tiene parrilla, pileta y cancha de fútbol, pero los Catupecu pasan de todo eso. De la parrilla y la pileta, porque hace frío; de la canchita, porque no les gusta el fútbol. ¿Un grupo de rock argentino, de los 90, al que la número cinco le es indiferente? Fernando y Gabriel dicen que son de Vélez “sólo por el barrio”, que no saben cómo va en el campeonato. ¡Y no juegan al fútbol! Gente rara, los Catupecu…
En la pieza de Fernando II
El de Fernando Ruiz Díaz es el único cuarto que no tiene computadora y, por lo tanto, el único que no está conectado con los demás. La tecnología de Fernando se limita a una portaestudio digital, aparato que terminó siendo el embrión de casi todo el disco. Hacía tiempo que quería comprarse una portaestudio, pero se decidió el día que leyó una entrevista a Luis Alberto Spinetta en la que el Flaco decía que la portaestudio era el mayor aporte que la tecnología le había hecho a la música en los últimos años.
Fernando dice que siente por Spinetta una enorme admiración tanto artística como personal y que se emocionó cuando lo conoció personalmente y el Flaco le dijo: “Me gusta la energía de Catupecu”. Así que en el primer viaja a Miami que pintó, para una gira de promoción, se trajo una portaestudio digital. Empezó a probar y grabó unas cuantas canciones nuevas. Cuando se las mostró a Gabriel y a los demás, todos coincidieron: “Este es el disco”. Decidieron dejar de lado los temas que venían trabajando desde antes de la portaestudio, y arrancaron con lo nuevo. Fernando tuvo que convencer a su hermano de incluir “Origen extremo”, un tema de Gabriel que había descartado porque no era “de los de la porta”. Finalmente, “Origen extremo” terminó siendo el primer corte de difusión. Tanto les gustó lo que Fernando había hecho en el aparatito que el 80 por ciento de las guitarras que fueron a parar al disco son las que el cantante grabó jugando, mientras probaba su chiche nuevo. Y casi todo está hecho con una guitarra eléctrica chiquita, casi un charango, los 140 pesos mejor invertidos de la banda. (Fernando tiene cuatro guitarras de verdad, que cuestan entre 2.500 y 3.000 dólares cada una. Pero durante la grabación de Cuadros dentro de cuadros quedaron colgadas, como mirando de costado a su prima liliputiense sin poder creer semejante desplante.)
Fernando se calza los auriculares, hace una mezcla “así nomás, como para que se entienda” y pone play. Para los Catupecu, poner play es sinónimo de “la hora de la verdad”. “Vos podés decir muchas cosas sobre la música o tener una actitud no sé qué, pero si ponés play y no suena…”, me había advertido Fausto en la ruta. Todos, todo el tiempo, hablan de “poner play”.
Entonces, en su habitación, Fernando pone play. “Esto después va con otras cosas: acá va a entrar un bombo y acá…” Fernando me describe un posible arreglo, pero sabe que el tema ya suena. Que la base está, como diría el Bambino. O, según mi credo personal (el equivalente al play catupecu): que lo que está es la canción. Porque no se puede hacer un disco sin buenas canciones, por más producción que haya, como no se pueden hacer buenas películas sin buenos guiones. Y la nueva película de Catupecu tiene un gran guión.
A la mesa con Mario
“¡A comer!”
El anuncio de Mario Prosdocimi suspende lo que sea: una entrevista, una grabación, una mezcla, el llamado de una musa para un verso certero. Mario cocinó pollo al horno con papas, que será regado con un vino tinto. Pero también fue el que ideó el plan maestro, el que montó la estructura de la casa, el que hizo las conexiones, el que fabricó una puerta donde no la había y el que consiguió aislar el sonido. Mario es el que se encarga del “desarrollo técnico” de Catupecu, tal como figura en los créditos de Cuentos decapitados.
Nos sentamos a la mesa. El pollo está riquísimo. Se habla de cine y tiemblo. Se van a dar cuenta, pienso. En algún momento me lo van a preguntar…
-A mí me gustó más Episodio 1 -dice alguien.
-No, la dos es mucho mejor -dice otro.
-Pero yo me quedo con la primera, eh. No sé, será porque la vi de chico.
Fernando describe la escena en que Yoda aparece inclinado sobre el bastón, misma pose que luce el muñeco que baila sobre la consola de Demián. ¡Oh, no! ¡Se viene! Que no pregunten, que no pregunten.
-¿Y a vos, cuál te gustó más? -me preguntan.
-Este… Eh… No vi “La guerra de las galaxias”. Ninguna.
Todas las miradas se posan sobre mí. Me siento un extraterrestre, un et, que sí la vi, mucho no me acuerdo, pero, ¿no quieren hablar de et? Mejor me quedo callado.
-¿Ah, no? -y siguen hablando como si nada. ¡Me quieren igual! Y así llegamos a otras películas que sí vi, a discos que sí escuché, y a comida que también me gusta. Como el sushi, que para los Catupecu es la comida. Gabriel dice que comería sushi todos los días, recomienda un par de lugares, incluso de otros países…
Son las 12 de la noche.
-¿Volvemos? -pregunta Fausto.
Y, sí, hace ocho horas que estoy en la quinta. Mario y Quique juntan la mesa; Demián y Gabriel van a jugar al pool; Fernando me acompaña hasta la puerta.
-Este lugar es increíble. Hay una energía… Ojo, igual salimos, los fines de semana vamos a la Capital porque nos encanta salir de noche. Pero está bueno estar acá. Y el disco está quedando buenísimo. Bueno, a mí me encanta.
Siempre es igual: Fernando se entusiasma hablando de algo que le gusta, pero después te aclara que eso es así para él, como si se diera cuenta de que puede resultar avasallante. Pero no, lo único que tiene es un entusiasmo desbordante por cada una de las cosas que hace o que le gustan. Pero no quiere imponerte nada, cada cual su rollo. Todo bien, Fernando.
En la ruta con Fausto II
Fausto maneja la caminoneta y yo voy al lado, una vez más. Atrás va Mario, que cuenta que se acaba de comprar un auto muy bueno. No algo especialmente costoso: digamos que por lo que le saldría un cero kilómetro estándar se compró un usado terrible. Creo que un Alfa Romeo o algo así (otra vez el rigor, el dato preciso…). Mario está entusiasmado pero Fausto, que lo acompañó a comprarlo, está como un chico.
-No sabés lo que es -me dice, y comienza a elogiar la caja, el motor, la dirección, la cilindrada y no sé cuántas cosas más.
-No entiendo de autos. No sé manejar.
-¿No?
-No.
Silencio. Es evidente que no tengo nada que ver con esta gente, pienso. Y vuelvo a preguntarme: ¿Por qué, entonces, me gusta Catupecu?
Fausto sigue manejando, en silencio. ¿Seré un et?
En la pieza de Fernando III
El Yoda grande sigue en el mismo lugar, con los ojos cerrados, esperando que alguien le pida un consejo. Pero todo lo demás cambió en la pieza de Fernando. Hay nuevos objetos, incluido un nuevo amiguito para Yoda: un muñeco al que le gira la cintura y permite que, con su torso, gire también la enorme y sangrienta guadaña que sostiene entre sus manos. Sin dudas se trata de un villano. Fernando me cuenta que es un personaje de Batman, pero de una historieta, no de las películas; que lo estuvo buscando muchísimo tiempo y que finalmente lo encontró en una comiquería. De las paredes cuelgan alfombras como si fueran cortinas. Las puso para grabar las voces, para que no haya tanto rebote de sonido.
-La sesión de “Sonando”, ayer, fue increíble. Yo estaba grabando y ellos me gritaban desde el talkback “¡Uuuh!”, cosas que se supone que no deben hacerse. Pero estábamos todos totalmente felices. Me acordé de lo que decía Sabato, que la felicidad y el estar completo son cosas muy momentáneas. Terminamos de grabar “Sonando” y yo me senté, me estaba relajando para grabar el tema siguiente, no me acuerdo cuál era, y estaban las velas prendidas, el altar que uno siempre se arma, estaba Yoda ahí, justo estaba leyendo Entrevista con el vampiro y estaba el libro ahí, y este reloj, cosas, fetiches que uno tiene, y sentí una felicidad que no lo podía creer.
Otro momento completo, dice, fue cuando grabó “Origen extremo”.
-Lo hizo Gaby en la laptop y yo después le escribí una letra que tiene que ver con las sensaciones que me produce escuchar música. “Sumergido en la canción/ la ausencia ya no está/ presente/ atroz velocidad/ en un abrir y cerrar/ todo parece./ Mordemos fuerte otra vez el origen extremo/ y perdemos control justo a tiempo”. Se me vienen a la cabeza algunos momentos: cuando vi a Iggy Pop haciendo Brick by Brick en Obras. O a Laurie Anderson. O cuando Bunbury presentó Pequeño cabaret ambulante y yo no conocía ningún tema del disco. O bailando en la pista de, por ejemplo, De la Guarda dj Conection, con Zucker. Ese día fue un éxtasis tremendo. Y no por la pastilla: había tomado agua.
A veces agua, a veces té con miel: esas son las bebidas que toma Fernando en su cuarto.
-¿Viste que cuando uno va por un camino más arriesgado, o no hacés lo que el mundo espera de vos como ser humano estático, te dicen “No, pibe, vos vivís en una esfera”? Bueno, muchas veces me pasó eso, y la frase y me quedó muy grabada. “Bajá a la realidad”. ¿Qué realidad? ¿La tuya? No, esa cométela vos. Yo tengo otra, dejáme. La segunda estrofa le contesta a eso: “En una esfera viven los que no gritan/ no se agitan, no bailan/ se momifican”. Bailar puede ser muchas cosas. Vos podés bailar sin moverte. Es un viaje de cada uno. Yo tengo amigos que no mueven la pata, pero no sabés cómo bailan… A veces me pregunto: mucha gente, ¿para qué vive? Porque los animales viven para comer, pero nadan, corren, se trepan, observan el paisaje, cazan. En cambio ves algunos seres humanos que no cazan, no trepan, no contemplan. ¿Para qué viven?
En la pieza de Quique
Aquí tampoco hay Yoda. Hay dos computadoras (una común, una laptop), un scanner, una luz para mirar diapositivas, una cámara digital, papeles, lápices y varios libros sobre el programa Photoshop. Quique Ibarra está conectado en red porque él también tiene que consultar las canciones, sobre todo las letras. Está trabajando en el diseño desde el comienzo de la aventura en la casa y, como siempre, ayudó en todo lo que hacía falta. El es el creador del mosher que identifica al grupo (que es a Catupecu lo que la lengua a los Stones, un ícono que va sufriendo pequeñas variaciones de acuerdo con las épocas y a los discos), y es el autor de toda la gráfica, desde el primer volante hasta el último afiche, pasando por el arte de tapa de todos los discos. Ahora también es el encargado de las escenografías en vivo, y está incursionando en el diseño de las luces y de la página web, tarea que comparte con Macabre, el tecladista.
Si los músicos tienen el honor de que sus canciones las canten miles de personas, el orgullo de Quique es ver el mosher catupecu reproducido en remeras, banderas y tatuajes. El que más le impresionó fue el de una chica que tenía tatuado el mosher apenas un poquitín más arriba de su culo redondo, macizo, adolescente, perfecto. Pero también cuando vio “en un barrio lejos de Villa Luro, por San Cristóbal” a un chico que terminaba séptimo grado y que, con marcador, se había dibujado el mosher en el guardapolvo.
Con Fernando, en Panda
Fernando tiene un año menos que yo. Y a pesar de que no sé manejar, de que escribo con biromes baratas y de que no vi La guerra de las galaxias, comienzo a creer de que tenemos más cosas en común de lo que suponía. Pudimos habernos cruzado en muchos lugares cuando éramos adolescentes, por ejemplo. Escuchando a Sumo en Cemento o a los Redondos en el Bambalinas. O en un concierto del trío Vitale-Baraj-González en la Facultad de Ingeniería. O en uno de Leo Maslíah. O viendo alguna película en el cine Empire de Congreso (así, Empíre, como suena, nada de Empáier). O en el cine Arte, en el subsuelo de la galería que va de Corrientes a Diagonal y que, según Fernando, tenía sonido surround.
-Una vez estaba viendo El estado de las cosas, de Wim Wenders, una película increíble. Y de repente digo “guau”: apareció un sonido tremendo. Pero después me di cuenta de que era el subte, que pasaba al lado del cine.
También nos pudimos haber cruzado en alguna librería de Corrientes, revolviendo libros viejos y de oferta. O comiendo unos vermichelli tuco y pesto en Pippo, “con mucho queso rallado”. O una grande de muzza de Uggi’s debajo del Obelisco, antes de la resignificación antropológica pos-Pizza, birra, faso.
En la terraza de los estudios Panda, y mientras Gabriel trabaja en la mezcla, Fernando monologa.
-Yo soy un chabón de barrio. Toda mi vida viví en Villa Luro, en la misma casa. Lo que pasa es que tampoco puedo hacerme el boludo y hacerle creer a la gente que llevo la vida de cualquier chabón de barrio. No es que me coma la de la estrella de rock, pero no llevo una vida cualquiera. Yo te cuento las cosas que me pasan en un día y no son las que le pasan a cualquier chabón de barrio. Tampoco me creo la de ser una estrella de rock ni tengo la guita que, se supone, tiene una estrella de rock, pero mi vida es la de una estrella de rock.
Hasta hace un tiempo, una de las actitudes no-musicales que caracterizaban a Catupecu Machu era su arrogancia en los reportajes. Tenían cierta actitud à la José Luis Chilavert que consistía en dejar claro que ellos eran los mejores; casi todos los demás, una bosta. Es necesario conocerlos un poco más para descubrir que no es soberbia: para Catupecu, realmente, no hay nada mejor que Catupecu. Y esto constituye la Primera Verdad Catupequista.
Fernando admite que ahora están un poco más moderados.
-Es que me di cuenta de varias cosas. Por un lado, de que lo mejor es concentrarnos en lo nuestro: la mala música está ahí y no vamos a poder cambiarla. Por otro lado, conocí a algunos músicos que por ahí no me gusta lo que hacen, pero lo hacen de corazón y aprendí a respetar eso. Por ejemplo, yo nunca había escuchado La Mosca, pero son unos pibes bárbaros, la banda suena bien y les gusta lo que hacen. Y sobre todo, me di cuenta de que tengo… poder. En Obras, yo grité “¡Dale!” e instantáneamente 6 mil personas saltaron y gritaron. Y cuando te das cuenta de ese poder, tenés que ser responsable.
Un ejemplo de lo que Fernando entiende por responsabilidad en el manejo del poder. Cuando los padres fans se le acercan con hijos de 11 ó 12 años, pibes no menos fans que sus padres, el único consejo que le gusta dar a los chicos es “no se droguen”.
-No porque seamos antidrogas, porque en eso creo que cada uno tiene que hacer su experiencia. Pero tampoco me parece bien que los pibes se hagan mierda. A veces ves que los padres son medio fisura y están de vuelta de todo, y te lo re-agradecen. Nosotros no somos ni vegetarianos ni nada y yo, menos inyectarme y sexo con hombres, probé de todo.
(De todo lo probado, a la hora de alterar conciencias y antes que cualquier droga, los Catupecu prefieren un buen vino, una cerveza helada o, manjar de los dioses, el champagne. Si hay algo que los Catupecu no parecen necesitar jamás es cocaína. Así nomás, sobrio, Fernando, por ejemplo, no puede parar. Nunca. ¿Se imaginan lo que sería este demonio de merca? ¿Vieron la pelotita de uno de esos juegos que antes se llamaban flipper y ahora les dicen “pinball”? Bueno, eso.)
Otro ejemplo de “manejo del poder”. Este año, durante un show en El Teatro, unos pibes del público empezaron a gritarles “¡Putos, putos!” a otros que estaban haciendo quilombo. Fernando se plantó y les dijo a las 3 mil personas:
-¿Por qué gritan “putos”? Eso no es un insulto. Sexualmente, cada uno puede hacer lo que se le canta. El que hace algo jodido puede ser un turro, o un pelotudo, pero puto es Marilyn Manson y es un artista increíble. Seguro que los que gritan “putos” también usan “mogólico” como un insulto. Y yo tengo una hermana que tiene síndrome de Down.
Con Gabriel y Fernando, en Panda
Gabriel y Fernando viven con su madre y con su hermana. Durante estos años invirtieron casi todo lo que ganaron con el grupo en equiparse, y por eso todavía no han pensado en irse de casa. Quizá por eso, madre y hermana siguen influyendo mucho a la hora de tomar decisiones. Ellos creen que no tienen mucho para comentar públicamente acerca de su familia; nada excepto un bueno, la vida se presentó así. En todo caso, admiten que, si hay algo que aprendieron en su hogar es que siempre hay que seguir adelante, a pesar de las dificultades.
-Iba con mi vieja y mi hermana en la camioneta -cuenta Gabriel-. Paramos en un semáforo y vimos un tipo en silla de ruedas.
Gabriel: A nivel organización fue nuestra peor fecha. Pero a veces tenés situaciones por delante y no tenés que superarlas: tenés que pasarlas por arriba. Y si subimos al escenario es para prenderlo fuego. Me hizo acordar al primer show de Catupecu: empezamos a ensayar un martes con Marcelo Baraj; ese mismo día nos llamó Pichi Lucente, un amigo, para avisarnos que había una fecha el viernes. Y el viernes estábamos tocando. Lo del Roxy fue igual.
Fernando: Se supone que tendríamos que haber cuidado a Javier o el marketing… ¡las pelotas! Cuando salimos la gente no entendía nada y terminaron cantando “Vamos Catupé…”. Fue increíble. Nosotros no vivimos de recuerdos. El viaje de egresados a Bariloche estuvo bueno, pero yo después viví otros veinte viajes a Bariloche con mis amigos. Y hoy el baterista de Catupecu es Javier.
(Una digresión, y otra vez en el Roxy, donde los Catupecu ya son locales. La pista arde con sus temas, y es por eso que la banda, muchas veces por sorpresa y sin anunciarse, aparece sobre el escenario y toca. Fue el 5 de octubre, en una de sus recientes apariciones imprevistas, cuando se produjo la tan meneada pelea con Charly García. Los Catupecu habían terminado de hacer su propia versión de “Hablando a tu corazón”, de García, cuando el propio Charly, también local en el Roxy, llegó y quiso subir a tocarla de nuevo. Los Catupecu dijeron que no, Charly desenchufó un equipo de guitarras, Gabriel le dio un empujón al bicolor y se armó un escándalo que llegó a los camarines y a las secciones chismosas de los diarios. Los Catupecu dicen que admiran la obra de García, pero que no les gusta demasiado la onda “Yo los inventé a todos ustedes” que a veces propone Charly. Fin de la digresión.)
Catupecu y Machu
Cuadros dentro de cuadros es al mismo tiempo un disco poderoso y delicado; sutil y brutal; arriesgado y con muchísimas posibilidades de explotar masivamente. La banda lo presenta el 23 de este mes en Obras y seguramente después se irá de gira. Se habla de tocar en los Estados Unidos, España y Puerto Rico, donde (también allá) juegan casi de locales.
La historia de lo que pasó con Catupecu Machu en Puerto Rico es muy curiosa y es un buen ejemplo de lo que puede producir la banda. El disco Cuentos decapitados (la edición argentina, porque no se había editado allí) llegó a la radio más importante de la isla; a alguien de la radio le encantó y empezó a pasar “Y lo que quiero es que pises sin el suelo”. El tema pegó tanto que llegó al número uno del ranking, la gente lo empezó a pedir y recién entonces la compañía editó el disco en Puerto Rico. Cuando el grupo fue a tocar, arrasó.
Fue la música la que se impuso, sola. Como le gusta a Catupecu Machu, la banda capaz de volver a poner al rock argentino en el mundo.
En serio. Fuera de Yoda.