Barbie va al cine: ¿es su película un gran tanque color de rosa o un caballo de Troya en el mainstream?

Entre la sátira y la fantasía, el film sobre la muñeca más famosa tiene su principal destreza y su principal limitación en... su propia neurosis

Por  BARTOLOMÉ ARMENTANO

julio 20, 2023

Desde que impactó en el mercado norteamericano en 1959, Barbie ha sido blanco de posicionamientos acalorados. ¿Cuál fue el legado verdadero de su creadora, Ruth Handler? ¿Ofrecerle a las jóvenes de entonces una alternativa simbólica a la maternidad, que entonces se prefiguraba como el único destino posible? ¿O acomplejar a una generación entera con un modelo de mujer, con su altura imponente y su cintura de avispa, inalcanzable y anatómicamente imposible? Y la pregunta clave, que es la que se hace la actriz America Ferrera en el monólogo central Barbie: si se desdeña y escruta a una muñeca que atisba a proponer una imagen de feminidad, ¿qué pueden esperar las mujeres para sí?

Barbie, la tercera película de Greta Gerwig en solitario, identifica en el producto de Mattel un símbolo perfecto para los estándares imposibles -y frecuentemente contradictorios- que someten a todo el género femenino. Imperativos que, más que nunca, parecen estar rigiendo para la cineasta detrás de Lady Bird. En su primera mega-producción, se carga encima la empresa superyoica de reconciliar todos los argumentos y contraargumentos alrededor de la muñeca: de satisfacer tanto a Warner Bros. y a Mattel como al fandom de Barbie, a sus detractores y, de prepo, a su propia necesidad de filmar algo con integridad artística. 

El resultado de todos estos tirones en contradicción es una película concienzuda cuya principal destreza, y cuya principal limitación… es su propia neurosis. Barbie es una curiosidad posmoderna cuyo humor autorreflexivo es simultáneamente gracioso y defensivo: Gerwig y Noah Baumbach (su pareja y co-guionista) anticipan cualquier cuestionamiento y lo desarticulan con un chiste. Los remates lo abarcan todo: desde el historial evasor de Handler hasta el panel exclusivamente masculino a cargo de Mattel. Es un sentido del humor que se establece desde el primer instante, con una parodia brillante de 2001 en la que Gerwig traza un paralelo entre la aparición de Barbie y la aparición de la herramienta como eslabones de la evolución.

Es a partir de este diálogo socrático que Gerwig mantiene consigo misma que se comienza a delinear una narrativa sobre tener la libertad de salirse del molde y ser suficiente tal como se es. Barbie (Margot Robbie) vive en un matriarcado edénico y fucsia llamado Barbieland, donde otras muñecas que se llaman igual gobiernan y escuchan Dua Lipa. Los Kens existen en función de las Barbies, en una reversión del mito judeocristiano de la creación. Un día, ocurre lo peor que podría suceder en un universo así: Barbie descubre que tiene celulitis y cobra noción de su propia mortalidad. Entonces, debe emprender un viaje a lo Judy Garland hacia el mundo real. Más allá del arcoiris, en Los Ángeles, Barbie se encuentra con otro reordenamiento del poder, uno que radicaliza a Ken. Y las centennials la consideran fascista a ella. 

Barbie, la película, encuentra su tono en la segunda mitad: cuando Gerwig y Baumbach ya resolvieron la necesidad de ofrecer un marco de blockbuster en clave “sapo de otro pozo” y pueden, finalmente, permitirse soltar su imaginación. Ahí es cuando regalan todo lo que es exclusivo a esta película: guerras entre Kens, chistes de Pavement y Proust, power-ballads ochenteras y clases simplificadas de pensamiento sociopolítico. Claramente, lo que hace Barbie para avispar a las otras muñecas (“darle voz a la disonancia cognitiva que implica vivir como mujer bajo el patriarcado”) es lo que pretende hacer Gerwig con este caballo de Troya camuflado de tanque mainstream. Y si llama la atención que todas las Barbies minoritarias sean las que renuncian a su agencia, no pasa nada: Greta y Baumbach ya se adelantaron con un chiste sobre la Barbie White Savior.

La ambivalencia del texto, que pendula entre estar bien y estar muy bien, está contrarrestada con la seguridad de las imágenes. Si Lady Bird tenía la textura de una postal, Barbie tiene la contundencia de una fotografía de Guy Bourdin. Y si Laurie Metcalf creía que el vestido de Saoirse Ronan era demasiado rosa, es porque nunca conoció Barbieland. Todos estos tonos rosados se superponen entre sí para generar una realidad realzada, una fairytopia artificial que retrotrae simultáneamente a los musicales de antaño, a Jacques Demy y a The Archers. A su vez, los efectos prácticos y los telones pintados de Sarah Greenwood (la directora de arte) generan una sensación de tactilidad que está en total sintonía con una película sobre juguetes. Barbie le permite a Gerwig jugar con dioramas, coreografiar secuencias de baile, filmar comerciales de muñecas que subliman su depresión con mini-series de Jane Austen de la BBC, incluso rescatar grabaciones caseras.

Tampoco hay que minimizar la habilidad de Gerwig de extraer sentido a través del montaje: un ejemplo claro es cuando, en Lady Bird, Ronan consuela a Lucas Hedges e, inmediatamente después, Metcalf hace lo mismo con Stephen McKinley, sugiriendo que, aunque no logren comunicarse entre sí, son familia y capaces de la misma bondad. No hay nada tan profundo en Barbie, pero sí una yuxtaposición muy graciosa de epifanías cuando Barbie se cruza con un cuerpo avejentado y Ken descubre los privilegios del patriarcado, que se ilustran con imágenes de caballos, de Stallone y de Bill Clinton.

Que una película como Barbie funcione, y preserve su verosimilitud en tanto se mece entre la sátira y la fantasía, depende mucho del trabajo de casting. Robbie y Gosling le ponen el cuerpo al material con total compromiso, demostrando la maleabilidad de su talento en sus personajes de plástico. No es la primera vez que Robbie halla la humanidad en una figura otrora relegada a la vitrina de la iconografía norteamericana, y la calidez asequible con la que delineó a Sharon Tate reaparece en la extensión de un papel protagónico. Gosling, por su parte, se entrega al delirio con tanta convicción que desmiente el presupuesto reiterado ad nauseam de que a nadie le importa Ken. Es claro que a Gerwig sí: si le está destinando todas las mejores líneas es porque reconoce el timing perfecto del canadiense para la comedia.

Igual, independientemente de la dedicación con la que cada departamento pueda lanzarse al absurdismo, hay otro gran valor añadido en Barbie, y es que despeja cualquier duda que se pueda tener en cuanto a Greta Gerwig, y la singularidad de su voz siendo diezmada a medida que se extienden las dimensiones de su lienzo. Su lectura de Mujercitas fue infalible y fresca, claro, pero que Gerwig haya decidido suceder una adaptación de un libro tan canónico con un proyecto basado en propiedad intelectual pareció sugerir un distanciamiento de aquella originalidad que hizo de Lady Bird una película tan audaz. 
Barbie reluce la pluma reconocible de su autora, pero lo cierto es que el material siempre sintonizó con sus intereses. La obra de Gerwig retorna constantemente a la transición hacia la adultez o, en otras palabras, al espacio liminal que liberó Mattel cuando extinguió la antonimia hija-madre que prefiguraban las baby dolls. Bajo cierta óptica, Barbie también es un relato iniciático: uno que narra la transfiguración de una abstracción en algo humano. Es probable que Gerwig, de igual modo, se haya cansado de ser una idea; que se reconozca en Barbara y, con la película, esté reivindicando su libertad de hacer lo que quiera. De ponerse las chancletas del mumblecore o los stilettos rosados de Mattel.