[Archivo RS] La Mona Jimenez: “Yo soy un laburante de la alegría. Y nunca me voy a retirar”

A principios de 2000, un periodista de Rolling Stone accedió a la intimidad del emblema del cuarteto, un viaje a toda velocidad por los bailes del Club Sociedad Belgrano. "Nosotros, los cordobeses, cuarteteamos hasta morir. Al tunga tunga no lo van a sepultar", declaraba el cantante

Por  FERNANDO SANCHEZ

septiembre 3, 2023

POS MON 5-

David Sisso

Este artículo fue publicado originalmente en la edición #25 de Rolling Stone Argentina, en abril de 2000.

El pelo negro, largo; la piel blanca, palida; los labios rojos. No tiene más de 22 años y está recontrafuerte. Lleva una bombachita roja, diminuta; medias negras de red y un corpiño negro haciendo juego. Nada más. Es un infierno. ¡Y cómo baila! Se mueve como una boa alrededor de La Mona. Le refriega el culo bien ahí; lo toquetea justo ahí; le encaja flor de beso. La Mona canta y se ríe, entre sorprendido y cachondo. Son las dos y media de la madrugada del lunes. El baile en el estadio-galpón de Sociedad Belgrano lleva poco más de una hora y se viene el primer intervalo. El tema “El Bum Bum” está por terminar. Sobre el escenario, además de La Mona y la bestia de tacos altos, hay once músicos, un presentador y tres chicas más: una en bikini de comparsa; otra con top y minifalda extra small; un travesti. Antes de volver a ubicarse entre el público y dejar el escenario en llamas, la morocha se acerca a su ídolo. Quedan mejilla a mejilla. La Mona le dice algo y me sonríe. Yo estoy detrás de los teclados, parado justo en la puerta que separa el escenario del camarín. La chica viene hacia mí. La Mona me observa con gesto pícaro, mezcla de “yo no fui” y “vos, dale un beso a mi amigo”. La morocha me mira fijo. Me habla al oído:

–Dice La Mona que te diga que en el descanso le voy a chupar la pija.

¡¡¡Bien ahí!!! La Mona Jiménez posa para David Sisso.

Sociedad Belgrano es un club modesto, orillero, ubicado en el barrio Talleres, suburbio de la ciudad de Córdoba. A la una de la mañana, la calle parece la avenida Libertador a la altura del estadio Obras, después de un concierto de los Redondos. Hay muchos patrulleros, policías bien armados, pibes fisurados, parejitas apretando con envidiable entusiasmo, dealers que se toman lo que les queda, tetrabriks aplastados… En la puerta, cinco vigilantes de uniforme palpan a todo el que entra. Adentro hace calor, hay humo y olor a alcohol. Las chicas están vestidas para matar. Minifaldas, transparencias, tetas que se escapan de remeras diminutas. Bailan como odaliscas. Los pibes están sudados y se toman hasta el agua de La Cañada. Algunos se han producido para la ocasión. Humildes pero con estilo. Otros lucen remeras de Talleres y de Belgrano. Parecen recién llegados de la cancha.

Es domingo y no hay tanta gente. Apenas tres mil personas. Algunas están sentadas en el fondo, agotadas. En el medio, la mayoría de la gente baila; hay una gran ronda, que gira en sentido contrario a las agujas del reloj. Es una multitud, una ola humana que gira acompasadamente, al ritmo del cuarteto. Siempre avanzan. A veces cambian de pareja. Se tocan. Se pegotean. El termómetro sexual sube y sube. Las letras de La Mona sirven para calentar aún más el clima. Abundan en infidelidades, entregas, debuts, amores y sudor.

Los más fanáticos se amontonan frente al escenario. Tiran remeras, banderas, corpiños, rosarios: La Mona besa todo y lo devuelve. Entre el pogo furioso se destacan: un pibe con los pelos como Sid Vicious y tatuaje de La Mona en el pecho; otro pibe, de unos 17 años, con su beba en brazos; un murguero sacado; una chica que canta y mira, enamorada, a Hugo, uno de los muchachos del coro. Todos se saben todas las canciones de memoria. Algunos se paran sobre los hombros de otros y mueven frenéticamente las manos, reproduciendo las señas con las que La Mona cita cada uno de los barrios cordobeses. Es un idioma único, un diálogo imposible que remite al lenguaje de señas que usan los presos en la cárcel para que nadie los escuche.

Una chica de unos 14 años sube al escenario y baila. Mueve el culo con más gracia que las gatitas de Petardos. Besa en la boca a La Mona y se baja. Sube un chabón con una Mona estampada en la remera húmeda. Abraza a la estrella, le convida de su tetrabrik. La Mona bebe un buen trago. El chabón se baja. Sube otra chica muy joven. Quiere que La Mona le toque la cola. El le da un par de chirlos. La chica quiere más. Lo besa en la boca y se queda a un costado, bailando. Los muchachos del coro invitan a subir a otras dos minitas, que desde hacía un buen rato daban claras muestras de sus intenciones pasándose la lengua por los labios. Entre tema y tema, La Mona agradece, nombra barrios, bebe Gatorade, se seca el sudor, le toca el culo al percusionista y me mira. Está en su salsa, y le encanta.

Llega un tipo al Banco Nación y deposita 10 mil pesos. Va al otro día y deposita 20 mil. Vuelve al otro día y deposita 40 mil. Al día siguiente, 80 mil. Al otro día, 160 mil. El tipo sigue depositando guita, hasta que el gerente llama al cajero y le pregunta: 

-¿Quién es este cliente? ¿De dónde saca tanta plata? Quiero conocerlo. La próxima vez que venga, preséntemelo. 

Al día siguiente el tipo vuelve al banco y deposita 100 mil pesos; entonces, el cajero le dice:

-Señor, si es tan amable, el gerente del banco desea conocerlo. 

-Cómo no, encantado. 

El gerente recibe al tipo. -¿Cómo le va? Es un gusto conocerlo. Usted se ha convertido en uno de los clientes más importantes y quería preguntarle a qué se dedica. 

-Hago apuestas. 

-¿Apuestas? ¿Qué clase de apuestas? 

-Es muy sencillo. Le apuesto 100 mil dólares a que la semana que viene usted va a tener hemorroides.

-Por favor. Va a perder. Yo estoy sanísimo. 

-Se lo apuesto, no se preocupe. 

El gerente acepta la apuesta, y durante toda la semana se prepara. Come liviano, se inspecciona cada tanto frente al espejo. Está perfecto. Hasta que llega el día. El cliente aparece con los 100 mil dólares en un maletín; lo acompaña un escribano. El gerente, muy seguro de sí mismo, se baja los pantalones, se baja los calzoncillos y se agacha. El apostador abre las cachas, mira, mete el dedo y luego de unos minutos dice: -Es verdad, no tiene hemorroides. 

-Ve-dice el gerente-, acaba de perder. No entiendo su apuesta. 

-Es que yo le aposté un millón de dólares al escribano a que le metía un dedo en el culo al gerente del Banco Nación. 

Todo el mundo se ríe. El subsecretario de Cultura de la Nación y el presi dente de la Federación Universitaria del Litoral, también. Estamos en la ciudad de Santa Fe, en la conferencia de prensa en la que La Mona presenta ante los medios su show de esta noche. El cuartetero acaba de contar el chiste a pedido de un periodista de la televisión santafesina, que no tuvo mejor idea que desafiarlo para que, “como buen cordobés”, recordara un cuento para cerrar la conferencia de prensa. No sólo lo contó: La Mona se reveló como un Marcel Marceau experto en proctología. Está a pocos minutos de ofrecer un show gratuito en el estadio de la Universidad Tecnológica, auspiciado por la Federación Universitaria Argentina y la Secretaría de Cultura y Comunicación de la Nación. Se despide de los periodistas a los besos -uno a los chabones, dos y hasta tres a las chicas y sale en busca de la combi que lo llevará al estadio. Le resulta imposible caminar. A su alrededor se arremolina gente de toda clase y color. Es imposible que pase inadvertido, Pantalón ajustado, botas, saco y levita, todo de tela de camuflaje, verde, amarilla y marrón. 

El rey del cuarteto. La Mona Jiménez en escena (foto: David Sisso).

En la combi, camino al estadio, se mostrará feliz por la nota en ROLLING STONE (de hecho, en Córdoba el asunto fue noticia digna de la tapa de la sección espectáculos de La Voz del Interior), pero no con el comentario publicado en la misma revista (RS 24) sobre su show en la cancha de River para el cierre porteño del ciclo gratuito Argentina en Vivo. 

-¡Qué pelotudo el que escribió eso! 

-Fui yo.

-Ah, ¿sí? ¿Y por qué escribiste eso, eh? Eso del sonido… 

-Es que era verdad. Se escuchaba mal.

-Y eso del bombo, ¿cómo es eso? 

-Es que tu espectáculo es muy difícil para una cancha de fútbol. Ustedes no usan batería, y una cancha de fútbol sin un bombo que pegue fuerte, no suena. 

-Es verdad, no usamos bombo. Tenemos una máquina. Además, no pudimos probar sonido. Después lo cagué a pedos al sonidista. Pero la gente la pasó bien, ¿o no? 

-Los que estaban abajo, sí. Los de las plateas se fueron después de los hits. 

-Mirá vos. ¡Qué cagada, che! Pero vas a ver acá. Y mañana, en Córdoba. Se va a poner bueno.  

Pienso: mi primer encuentro con La Mona no está resultando amigable. Pero, en su eterno zapping temático, La Mona pregunta si el estadio está lleno, si los músicos ya armaron, si llamó la Juana; le reclama a Jorge, su asistente personal, “una copita de champán”. Me convida y hacemos las paces. Ya me compró. El camarín del estadio de la UTN no es más que un cuarto pequeño con un par de sillas de plástico y una mesa. Hay sánguches de miga y gaseosas, como en todo catering, pero Jorge tiene siempre lista su heladerita portatil llena de rolitos, Gatorade y champán. La Mona come una banana -“por el potasio, ¿viste?” – y bebe champán. Después, Gatorade. Está a mil. Se moja el pelo con un vaporizador y, muy cuidadosamente, se pasa una peineta por detrás de la nuca, Se perfuma. Se mueve, hiperkinetico. Habla todo el tiempo. Se persigna, como los jugadores de fútbol. Se calza una especie de walkman en el cinturón, “Es el retorno. Escuchá”, dice y me coloca un auricular en la oreja. Ya empezaron. Como siempre, la banda arranca primero, sola. Dos temas para probar sonido y chequear todo, Descubro que lo de River no fue una excepción: esta orquesta nunca prueba sonido. Sale La Mona. Las 40 personas deliran con “Beso a beso”, la cancion más famosa del momento. Hay muchos estudiantes -mañana comienza el XXI Congreso Ordinario de la FUA-, familias, clase media y clase baja, todos felices. La entrada se conseguía a cambio de útiles escolares y guardapolvos. Los chicos que se amontonan adelante del escenario, saltan y se empujan. Atrás, algunas parejas bailan, pero la mayoría mira moviendo la patita. La combinación perfecta entre el pogo y el trencito. Es un show de rock con ritmo de cuarteto.

Dos horas y media después, La Mona se despide y se mete en el camarín. Está empapado. Se saca la pilcha. Hasta los calzoncillos. Los estruja. Sale agua. “¿Hay una ducha?”. No. “Bueno, no importa.” Se seca un poco, se moja el pelo de nuevo, se pone desodorante, se perfuma y se calza ropa seca. Tampoco hay baño, así que mea en un rincón. Afuera, una multitud lo espera para saludarlo, pedirle autógrafos, besarlo, tocarlo; como puede, en medio del tumulto, La Mona saluda a todo el mundo. Es jodido que llegue a la combi. Lo empujan, le gritan dios, idolo, te queremos, y se va. A cenar. 

Restaurante paquete de la ciudad de Santa Fe. Toda la banda, los asistentes y los plomos comparten mesa y menú: milanesa a la napolitana con papas noisette. La Mona no para de saludar, “Parezco una copera, de mesa en mesa”, se ríe. Parece feliz. Después de mil besos y autógrafos, se sienta y come. Bebe vino tinto. A las dos y media de la madrugada del viernes se sube a uno de sus dos micros -el otro lleva luces y sonido- y emprende el regreso hacia Córdoba. Calculo que en ese colectivo se amontonan, por lo menos, veinte tipos. Allá va La Mona. 

 Es viernes. Como casi todos los días, Carlos Jiménez se despierta a las cinco de la tarde. Su rutina diaria incluye un desayuno frugal, un rato de ejercicios en su gimnasio privado -cinta, brazos-, un paseo en bicicleta, una cena abundante, una siesta entre las nueve y las doce, y, a partir de la una, calentamiento en el gimnasio y baile hasta las seis de la mañana. Hoy, naturalmente, hay baile. En Sargento Cabral, un club en el que La Mona juega de local. Pero antes tiene rueda de prensa. Parece que Rodrigo, el nuevo fenómeno del cuarteto, anduvo diciendo por ahí que es el número uno, y hasta comentan que habló mal de la Juana, esposa, manager y líder de la empresa MONA JIMENEZ. Los medios cordobeses quieren saber qué opina La Mona al respecto; todos dicen que, en Córdoba, a Rodrigo nadie lo estima demasiado, y que si se mete con Carlitos lo van a odiar. La Mona no quiere polémicas. Compartió con Rodrigo un escenario en La Plata, pero cada uno por su lado. Según dice La Mona, nunca lo invitaron a cantar con él. Y no le gusta nada que el pibe de pelo azul y rojo se arrodille ante él para las fotos.

Pero la periodista de Azul Televisión insiste, y La Mona dice: 

-Yo no quiero ser el número uno, quiero ser el número 10. Porque lo importante es estar siempre ahí. El que dice que es el número uno, será porque lo necesita decir. Yo soy un laburante de la alegría. Y nunca me voy a retirar. Será el público el que me diga: “Mona, andáte”. Cuando La Mona no sea La Mona alegre y dicharachera que siempre fue, la misma gente lo va a notar. Como la gente te sube, la gente te baja. Y siempre al lado de Juanita, que además de mi jermu es una socia. No tenemos marketing, hacemos lo que hacemos con el corazón. No somos manejados por nadie ni decimos las palabras que nos dicen que hay que decir porque conviene.
Y listo. No se habla más del tema. Por hoy. 

Después de las notas, La Mona sale a la calle. Ya es casi de noche, pero las chicas y los pibes medio conchetos de Cerro de las Rosas siguen en la esquina, boludeando y escuchando cuartetos. Cuando sale La Mona, se le van encima. Besos, abrazos, bocinazos; se detiene el tránsito. La Mona llega hasta el auto, desde donde suena “Despierta corazón”, uno de los hits más pegadizos del mundo. El volumen sube y La Mona baila. Y canta. Todo el tema. Se forma una ronda, El tipo es un imán. 

A la una de la mañana y vestido con brillos, sale para el baile, Corta una ramita de ruda macho de su jardín, la pone en el bolsillo y se sube a un Renault 9 destruido, mal de chapa y peor de tapizado. Yo voy en el asiento de atrás. Maneja El Turco, su chofer personal desde hace veinticinco años; va a toda velocidad por las calles cordobesas. Es que La Mona quiere saludar a Juanse, que toca con los Ratones Paranoicos en Carreras, un boliche súper fashion, al mejor estilo Buenos Aires News. Llegamos, y otra vez: tumulto, besos, caricias. Las mujeres más rubias y lindas y perfumadas de Córdoba mueren por una foto con La Mona. Los chicos más bronceados y musculosos de la ciudad mueren por un abrazo de La Mona. Pero Juanse todavía no llegó y el baile ya tendría que haber empezado. Unos sorbos de champán y otra vez al Renault 9 destartalado, Llegamos al Sargento Cabral. El ambiente no es tan fashion, pero el cariño y la admiración son iguales o mayores. Le cuesta entrar. En la puerta, cientos de personas -grandes, chicas, gordas, feas, lindas, todas morochas- se lo quieren comer. Cuando La Mona aparece bajo las pocas luces y en medio de una bola de sonido, se desata el baile. Sólo él notará que la gente está enojada por los cuarenta y cinco minutos de demora. Y por un ratito se sentirá culpable. 

Nadie diría que Natalia Jiménez es hija de La Mona. Es bonita, de modales suaves, mesurada y elegante. Tiene 17 años y está estudiando costura y diseño de indumentaria teatral. Desde hace un año se encarga de la ropa de su padre. “Tiene una forma increíble de vestirse”, dice. “Me gusta porque es bastante loco, y cuanto más loco sea el traje, más sobrecargado, más feliz es él.” Durante veinticinco años, Juana fue la encargada de idear y coser los trajes de su esposo. Ahora, Natalia compra telas en Miami, en Buenos Aires, en donde sea, y está obligada a hacer dos trajes por semana, porque La Mona casi nunca se viste dos veces con la misma seda. Los usa una vez en Córdoba; a los tres meses los usa para tocar en alguna provincia, y después se archivan. Están todos guardados. Hay un montón de baúles. Además tiene botas de todos los colores.” 

La futura diseñadora todavía vive en casa de los Jiménez, lo mismo que Carlitos, de 21, quien amenaza con dedicarse al pop latino. Lorena, la mayor, es actriz y pasa mucho tiempo en Buenos Aires. Tiene 23 años y trabaja en Calientes, la telenovela que sale por Canal 13. A La Mona se le cae la baba cuando habla de su cría. Y de Juana. 

En diciembre pasado, en su edición de fin de año, la revista Mercado destacó a las diez empresas cordobesas que, a su criterio, desarrollaron las mejores estrategias de marketing. Entre tarjetas de crédito y bancos reconocidos aparecía Juana, la esposa de Carlos Jiménez, responsable de cada uno de los pasos que La Mona dio a lo largo de su carrera como solista. Sin embargo, Juana aclara que lo suyo no es estrategia sino pura intuición: “No sé lo que es el marketing”. Pero es ella quien toma las decisiones; quien trabaja en la oficina y cierra contratos; quien supervisa las cuentas. Hace un tiempo que dejó de ir a los bailes para dedicarse a sus hijos y a su casa, pero durante muchos años se ocupó de la caja y la recaudación. Cumplió 49, igual que su marido, y lleva veinticuatro de casada. Está acostumbrada al huracán Mona. “No para nunca. Es agotador, como un niño. Es como si tuviera a mi propio Isidorito.”

Carlos Jimenez no deja nunca de ser La Mona. Cuando está de civil, sin esos trajes imposibles que luce en escena, usa pantalones anchos y remeras ajustadas, el cabello eternamente húmedo, la sonrisa siempre lista. Tartamudea, se le amontonan las palabras en la boca. Hace honor a su apodo y se va por las ramas, elude sin escrúpulos las preguntas que no le interesa contestar. Y tiene un casete al que siempre vuelve para relatar su historia y la del cuarteto. Así contará cientos de veces que de chico cantaba folklore y zapateaba, que después tocó canciones de los Beatles pero que debutó como cantante del Cuarteto Berna a los 15 años, después de ganar un casting entre cuarenta postulantes. Que con ese grupo grabó cinco discos y cantó casi todos los días de la semana sólo por el sánguche y la Coca. “En ese tiempo se tocaban foxtrot, rancheras, pasodobles, tarantelas. Era como era el cuarteto antes, que se lo llamaba Orquesta Característica. Para bailar. Y no tocábamos en Córdoba sno en las colonias: Colonia Caroya, Oncativo… Porque en Córdoba no nos dejaban actuar, no había clubes, era cosa de negros.” Como tenía prohibido bailar porque la estrella era Berna -un chico discapacitado que tocaba el piano-, La Mona se fue con su tío, Coco Ramaló, un hombre vinculado al por entonces famoso Cuarteto Leo, ideólogo del Cuarteto de Oro. Con ese grupo, Carlitos se hizo conocido en Córdoba. Allí surgió ese movimiento de su manito -“se lo robé a un nene”-, logró hits como “Cortáte el pelo cabezón” e, imitando a Sandro y a Elvis Presley, se puso a bailar. “Hacía locuras, me tiraba el piso. Y me empecé a disfrazar.” Por entonces conoció a Juana, a quien conquistó luego de encajarle “un chupón en el cogote”. Se casaron a los 24 años. A los 33, La Mona se independizó de su tío. -Le dije que no podía seguir cantando toda la vida con una bombita, que había que comprar luces, sonido, que había que modernizarse. Me contestó que no, que estaba loco. Que el cuarteto era violín, piano, acordeón y bajo. Que si no me gustaba, que me fuera. Y me fui.

“El cafiolo”. La Mona a los 21… (Foto: Gentileza familia Jiménez).

La Mona solista comenzó animando bailes en la periferia de Córdoba, hasta que el club Sargento Cabral le dio una oportunidad. “Estuve tres meses seguidos tocando ahí. Hacía trasnoches, además. De doce y media a cuatro y media, y después, de seis a ocho de la mañana.” Su primer hit fue “La flaca Marta”, del disco Para toda América. “Ay, cómo la gasta la flaca Marta. Ahí viene la flaca Marta, moviendo la cinturita”, canta. “Fue un gol nacional.” También tuvo suerte. En un año se ganó tres autos 0 km en sendas rifas de clubes. Construyó una casa en el barrio residencial de Cerro Las Rosas y hasta pudo levantar la hipoteca. 

-Ese día, la Juana, que no toma alcohol, se tomó una copita de champán. Y yo me tomé una así de grande (se ríe).

-La única vez que tomaste en tu vida. 

-Sí (se vuelve a reír). Es que sí, porque no me gustaba el champán. Me gustaba la sidra. Empecé a tomar champán por obligación, porque tomaba Fernet pero me hizo mal, y en el baile no puedo tomar vino, porque das olor y aparte te podés poner en pedo. 

-Con el champán también. 

-Sí, pero tomo un champán y no… Pasa voy que lo voy tirando a medida que bailando. Por lo menos no me pongo en pedo. 

-¿Antes sí? 

-No. Tomaba whisky, antes. Pero no como para ponerme mal con la gente. Con la gente tenés que estar bien de cara, lúcido, para que te vean bien. Después, no sé. Si tomás cerveza, champán, vino, no sé. Pero no para tocar. Ahora, antes de cantar me tomo un champán, pero no es para ponerse en pedo sino para alegrar el corazón. Uno tiene que estar alegre, no podés estar con cara de culo. 

-¿Nunca estás de mal humor? 

-A veces me enojo con el sonidista, porque el retorno no se escucha. Pero después se me pasa. Soy así. 

-¿Y nunca te deprimís? 

-No, gracias a Dios, no. ¿Sabés cuándo me deprimo? Si dejo de cantar y me quedo tres meses en mi casa sin hacer bailes. Ahí me viene una tristeza… 

Hay temas sobre los que La Mona no habla. De sus obras béneficas, por ejemplo. “Sólo yo sé cuándo voy a un hospital a llevar juguetes. No quiero hacer campaña ni demagogia con eso”, dice, aunque admite que, siempre que puede, da una mano. Comprando remedios, regalando comida, ropa, taxis, colchones. Por lo general, compra y regala, porque desconfía de las colectas. Tampoco habla de política. Siempre reconoció haber heredado de su familia la simpatía por el peronismo -de hecho, creció en uno de los tantos barrios creados por Evita-, pero prefiere no opinar sobre eso. Ha recibido varias propuestas de distintos partidos políticos, pero hasta ahora se ha mantenido al margen. Sólo accedió a cenar con el ex presidente Menem en Olivos, pero únicamente como gentileza. 

Y tampoco habla de drogas.

-A esas cosas hay que tenerles mucho respeto. Hay que saber manejar la vida. Yo calculo que ante el público no habría que drogarse. No te digo que soy devoto de…, quiero decir, alguna vez he probado algo, pero arriba del escenario no hay que tomar esas cosas. El público se merece respeto. Fuera de joda; te lo digo de corazón. Alguna vez he tenido

algún desvío, más bien, o algún chico que viene y dice: “Loco, querés un saque”. Pero yo digo. “No, loco, recién tomé”. Es mentira, no tomé, pero a veces, si decís que no tomás sos un gil, así que, desgraciadamente, uno tiene que decir esas cosas. Y con el alcohol, tampoco. Si estoy en mi casa y me quiero tomar una botella de vino y ponerme en pedo e irme a dormir, soy dueño de mis actos, estoy en mi casa. Pero ante el público, no. Trato de estar lo mejor posible para que me vean bien.

El público de La Mona. (Foto: David Sisso).

El partido de Belgrano esta por terminar, y desde la cocina se escucha la radio. Típica escena de domingo a la tarde. Carlos se prepara para salir a dar una de sus vueltas en bicicleta. Afuera, una gran banana inflable flota en la pileta, pero hay nubes y no está para chapuzones. La Mona baja las escaleras y parece que zapateara tap. Está ataviado como un corredor: casco flúo, traje adherente, zapatillas especiales. Viene desde arriba con una súper bicicleta, importada desde Italia, regalo del Día del Padre. “Cuando me veas vestido de ciclista te vas a caer de culo”, me había dicho. Me siento Condorito. “¡Qué hacen, culeados! ¡Vamos!”.

La Mona pedalea; David (fotógrafo RS) y yo vamos en remís. La Mona cruza la ciudad y todo el que lo reconoce, lo saluda. El pibe que limpia parabrisas y los que manejan 4×4. Va rápido. En subida; en bajada. De nuevo en subida. Va camino a Saldán. Avenida, ruta, calle, bicisenda. Esquiva autos, chifla a modo de bocina, saluda, escupe. Nuestro remisero no puede creer el estado atlético de La Mona. Nosotros tampoco. Llegamos a Villa Allende después de media hora de pedaleo. Se refresca en un ranchito abandonado donde sabe que hay una canilla. Está un poco agitado. Dedica cinco minutos a recuperar el aire y monta de nuevo en la bici. Ahora va en bajada. A los repedos, como él dice. Bocinazos, gritos, aguantes, chiflidos, besos al aire. “¡Ganó Belgrano, Mona!” En veinte minutos estamos de nuevo en Cerro de las Rosas. Se baja de la bici. Me mira orgulloso:

–Y vos me hablás de drogas a mí…

Sentada en la escalerita, en el jardin de la casa de La Mona, Vanessa espera. Parece una novia regordeta, pero no. Hoy cumple 15 años y, antes de ir a su fiesta, quiso que La Mona le diera un beso para la foto. Luce espléndida, toda de blanco. La acompañan sus padres, su hermana y un fotógrafo. Hay una familia salteña que también quiere conocer personalmente a La Mona. A la una y cuarto, La Mona sale. Ramito de ruda y foto con Vanessa; con la familia; con los salteños; conmigo; con todo el mundo. Le pide al Turco un CD y una pulsera de cuero con tachas que dice MONA. Se los obsequia a la quinceañera y se escapa en el Renault 9. Para que cierre bien la puerta hay que darle una patada. Otra vez a toda velocidad, ahora hacia el Estadio del Centro, a metros del Puente Santa Fe. Allí hay 10 mil personas. Es una cancha de básquet más que modesta, un tinglado con pocas luces y la acústica de una caja de zapatos. Pero está hirviendo. Como en las hinchadas, cada tanto se abre una rueda: durante unos segundos, dos, tres o diez chabones se muelen a trompadas, hasta que llega la policía y se los lleva, de los pelos y a los golpes. Pero nadie se asusta ni se sorprende. El baile sigue. Y es fiesta. La Mona canta arriba de los parlantes como si fuera Iggy Pop. “¿Y ahora cómo mierda me bajo?”, pregunta. Cuando logra descender, baila el vals por cuarta vez en la noche. Los músicos tocan, y La Mona danza el tres por uno con las quinceañeras que han escapado de sus fiestas especialmente para eso. El escenario parece el tren Sarmiento a las 6 de la tarde, y la orquesta –valga la tontería– suena ajustada. Cuando el sequencer marca cuatro, los once músicos –pantalones negros, camisas a cuadritos de colores– arrancan, y resistirse es imposible. Bajo, acordeón, tres teclados, cuatro percusionistas y dos coros. Más parecida a una banda de merengue que al tradicional cuarteto de violín, bajo, acordeón y piano, la fórmula del cuarteto moderno según La Mona Jiménez es capaz de hacer bailar hasta a los paralíticos. Por lo menos en Córdoba. Yo lo vi.

La casa de La Mona es grande, pero la decoración sobrecargada reduce mucho los espacios. Armarios, sillones, mesa ratona, mucha cortina, televisor enorme, escaleras, mesa grande, muchas sillas, aparadores con cientos de adornos. En el garaje hay un Gol y un jeep 4×4. En el fondo, además de la pileta y el jardín, está la casa donde vive el personal de servicio. El techo de esa casa es ahora una terraza con cesped sintético, muebles de jardín y una parrilla que invita al asado permanente. La Mona pide una jarra de agua con hielo y habla.

–¿Escuchás cuarteto?

–No mucho. Por ahí El Turco [su chofer] me pone un disco viejo mío y me cago de risa. Me hace llorar.

–¿Te acordás de todas las canciones que grabaste?

–No, hay muchos temas que no me acuerdo. Por eso, cuando me ponen un tema viejo-viejo, me emociono mucho. Aparte, el cuarteto antes era un piano, un violín, un acordeón y una chancha, o sea un contrabajo; no había nada eléctrico. Y algún día voy a grabar así; quiero hacerlo tal cual como antes. Pero no va a ser para el próximo disco, porque para ése tengo una idea muy loca, también. Pero puede ser.

–¿Con qué componés? ¿Tocás algún instrumento?

–No, todo de acá (se señala la cabeza). Yo dejé de tocar la guitarra cuando tenía 15 años, 16. Y nunca más la agarré; dejé de tocar porque me empaqué conmigo. Resulta que mi papá me compró una guitarra Jackson. Yo iba a estudiar guitarra y tenía un grupo de rock; iba a todos lados con la guitarra. Pero un día, mi hermano mayor, que tendría 17 o 18 años, la cambió por un rifle de aire comprimido. Me peleé con él, fue una de las peleas más grandes que tuve; no había forma de separarnos. Porque el Tito me quitó la ilusión. Y recién ahora sé dónde está esa guitarra: la tiene un tipo de Córdoba. Un día salí en la radio contando esto y apareció un tipo que dijo que se la había comprado a otro, que fue al que se la vendió mi hermano.

–¿La vas a ir a buscar?

–Y sí, te lo juro por Dios. Me acuerdo de todo. Tenía un baffle chiquito que decía mona atrás. Y en la guitarra también había escrito mona. Mi mujer le compró una guitarra eléctrica a mi hijo a los 9 años. Y yo lo escuchaba tocar todos los días y lloraba, porque yo nunca le haría eso a mi hijo, eso de cambiarle algo que quiere por una cosa que me guste a mí.

–¿Nunca volviste a hablar del tema con tu hermano?

–No, no. Con el Tito tenemos muy poca charla. Nos vemos una vez al año, y no nos vamos a poner a hablar de eso porque soy capaz de arrebatarlo.

–Si recuperás la vieja guitarra, tal vez puedas volver a tocar.

–¿Sabés que sí? Si la recupero tal vez se me salga toda esa bosta, ese enojo que tengo conmigo mismo.

–¿Y cómo componés las canciones?

–Yo hago la melodía. Suponéte que hago… Ayer hice un tema que dice (canta): “Y tú, qué sabes de mi vida, y tú…” (hace memoria, improvisa, tararea). Habla de una mujer que dejó a un chabón (se entusiasma, sigue con el tarareo); está buena, la hice la semana pasada. Se llama “Y tú”. Siempre tengo un grabador como éste, y grabo. Y si no, llamo por teléfono a [el tecladista Jorge] Villarreal, o a [el también tecladista Luis] Tapia, y les digo: “Loco, grabáme este tema”. Y ellos lo graban, en mi registro. Después lo traen armado, yo lo escucho y opino, digo esto sí, esto no, lo vamos puliendo. Ahora vamos a hacer un tema que se llame “¡Bien ahí!”. Porque la gente compró el disco ¡Bien ahí!, pero no hay ningún tema que se llame así… ¿Viste la frase “ni ahí”? Es negativa, y yo nunca la usé. Pero pensé en positivo, y es “¡Bien ahí!”. “Esa chica, cómo mueve las caderas, moviendo la cintura, ¡bien ahí! Esa morena…” Todo como en joda, con mucha percusión. Es para el disco que sale en julio.

–¿Cuál será el título?

–Es cortito. Dice así: “Si en la fiesta hay agite, el cuarteto…”. (Piensa) No, no te lo puedo decir. Es una cábala.

–¿Sos cabulero?

–Uy, sí. Mucho. Yo nunca uso reloj. Calculo la hora. Yo me manejo, miro el sol y sé qué hora es, si va a llover. Parezco indio, ya (risas). Y tengo una plaqueta. La llevo siempre encima. Es una plaqueta energética.

–¿Se puede ver?

–Te la muestro y la guardo, ¿sí?

Saca del bolsillo una especie de tarjeta de metal fucsia, de brillo gastado. La muestra con cuidado, y no la suelta.

–Muy loco, ¿no? Me la regalaron hace muchos años. Siempre la llevo en el bolsillo.

–Y cuando te acostás, ¿dónde queda?

–En el pijama. Duermo con eso. Voy al baño con eso, también. Y este anillo…

Enarbola el dedo medio. Muestra una tuerca gruesa, de oro, pesada y brillante.

–Yo perdí a mi papá a los 17 años. El tenía dos anillos y un reloj de oro. Mi hermano se quedó con el reloj y yo con los dos anillos. De los anillos hice esta tuerca. Cuando no tenía plata, la dejaba empeñada. Iba al mueble [el telo] y decía: “Tenéme el anillo, mañana te lo pago”. El anillo era más conocido que la mierda. Y alianza no tengo. Cuando nos casamos con la Juana, fuimos a llevar el oro a un joyero, para que hiciera las alianzas. Pero a mí me hicieron un anillo de oro, y a mi señora, uno de fantasía. Al mes, se le puso oscuro. Nos cagaron no sé cuántos gramos de oro. Entonces me saqué el anillo y se lo regalé. Y desde entonces no uso. El mío lo tiene la Juana…

Lo interrumpe un llamado del Luifa Artime, goleador de Belgrano de Córdoba, club de los amores de La Mona. El Luifa le regaló una remera autografiada. “Para La Mona, el más grande.”

–¡Luifa! ¡Hola, papi! ¡Bien ahí! ¡Gracias por la camisa, loco! ¡Un beso, vieja! ¡A ver si mañana le rompemos el culo a Ñuls!

La oficina de La Mona queda justo a lado del chalet de tres plantas que habita la familia Jiménez con sus cinco caniches. De las paredes cuelgan discos de oro y de platino, y fotos. La Mona con Pappo, con Juanse, con Fito, con Goyeneche, con los conductores de MTV latino, con los Decadentes, con Sandro… En el fondo de la oficina está lo que en pocos meses será un estudio de grabación. La Mona sigue con su monólogo.

–Todos los miércoles ensayamos. Para darle siempre a la gente un tema nuevo, que en realidad es un tema viejo, de hace veinte años, pero que los pibes nuevos no conocen. Ahora, por ejemplo, ensayamos un tema para el público, y un tema nuevo para el disco.

–¿No te tomás vacaciones?

–Sí, desde hace seis o siete años, sí. Vamos a Miami con toda la familia, como siempre. Vamos una semanita a Punta Cana, a Santo Domingo o a Cancún, y una semanita en Miami. Y no hago nada de nada. No llevo música, no quiero escuchar nada. No quiero ver espectáculos. Estoy panza arriba. Me levanto, voy al gimnasio, voy a nadar, me voy a andar en bicicleta. Me recorro la avenida Collins de punta a punta, hasta la loma del upite y de vuelta.

Se ilusiona con la posibilidad de grabar sus discos en su propio estudio. Tiene un promedio de dos álbumes por año: uno para julio y otro para las fiestas. “Es que la gente se aburre rápido de las canciones. Piden nuevas todo el tiempo”, aclara como disculpándose. Va por el álbum número 65. Y casi todos los grabó en Córdoba.

–Una vez fui a grabar a Buenos Aires, pero no quedé conforme porque en Buenos Aires no conocían el cuarteto, entonces los técnicos me decían: “Mona, el bajo se usa así, el piano no sé qué”. Y no. El bajo tiene que sonar bien grave. “Es que no se usa así. En el rock…” Pero me descuidé, me fui a comer, y cuando fuimos a masterizar, el bajo parecía un pedo: “Pup, pup”. Y no quise grabar más en Buenos Aires. Por eso me quiero poner mi propio estudio para grabar como yo lo siento.

Dice que para fin de año tiene un proyecto “muy loco, muy moderno”. “No te puedo contar nada porque si no se acaba la magia.” Lo único que adelanta es que se trata de un proyecto que incluye a Sandro, Jairo, Valeria Lynch y, fundamentalmente, a varios de sus amigos rockers: Fito Páez, Pappo, Charly García, Juanse, Andrés Calamaro, Los Auténticos Decadentes, Nito Mestre… No quiere revelar nada, pero se le escapan algunos detalles: es probable que el disco se llame La Mona y sus amigos, y que contenga versiones rockeras de viejos temas del repertorio de La Mona.

–El rock y el cuarteto son primos hermanos. Tienen energía, tienen alegría, la gente se divierte con el rock como con el cuarteto. Son parientes. Es todo música nacional. Y yo soy muy nacionalista. Me encanta la música nuestra. O sea, me siento orgulloso de cantar cuarteto.

–¿Cuántas canciones grabaste?

–Tenemos como mil: 955 canciones. Y ya tenemos siete temas del nuevo disco. De cualquier cosa hacemos una canción; hay palabras que dicen los chicos y de ahí sacamos temas. Hicimos un tema: “Carita de tramposa, carita angelical”. Hicimos otro que se llama “Noche de brujas”, que habla del gato que salta el tejado en busca de la gata para hacer el amor bajo la luna llena, al igual que ese hombre que se escapa de su casa a buscar a su amante.

–¿Cuántos discos llevás vendidos?

–Ya hemos pasado los 4 millones de discos. Pero yo cobro regalías desde que soy solista; antes todos los arreglos de plata los hacía Berna, y después mi tío. Así que no veía un peso de eso; me acostaban. Y pensá además que en ese tiempo tocábamos solamente en Córdoba, Catamarca, La Rioja, Tucumán y San Luis. Buenos Aires comenzó a descubrirme hace doce años.

Y otra vez el casete. La Mona cuenta que su debut porteño fue en 1988, en el microestadio de Atlanta, que luego copó el Luna Park y que en 1989 tocó en Cemento, tradicional antro rockero de Capital donde se topó por primera vez con punks de crestas rojas.

–Y después inauguré más de diez bailantas en Buenos Aires. Pero no fui más porque querían que me vendiera como los huevos, y les dije que no. Yo toco exclusivamente en un lugar por noche, dos horas y media y nada más. Ellos querían que tocara veinte minutos y siguiera en otro lado. Pero no. Aunque se gane más plata. Quiero ganar menos pero quiero seguir haciendo eso, tocando para esa gente que va a verme a un lugar. Pero los productores de bailanta no querían que yo avivara a todos los demás grupos, y no me llevaron más. Entonces, cuando yo voy a Buenos Aires, hago el Luna Park. Y alguna disco. Pero ahora quiero volver a hacer una cancha. En junio, julio, voy a tocar en una cancha de fútbol. Puede ser en Morón. ¿Se puede hacer ahí?

–Sí, claro. Es una cancha de un club de Primera B…

–¿Ferro es mejor?

–Es más grande, pero es en Capital. Morón queda en el Gran Buenos Aires.

–Ahí vamos a estar, entonces.

–¿Sabés cuántos shows hiciste en estos 34 años?

–Sacá la cuenta. Pensemos en jueves, viernes, sábado y domingo. Aunque también hice muchos miércoles. Y pensá que antes, hasta hace cinco años, los sábados eran dobles: noche y trasnoche. Y los domingos, matiné y noche. Paramos porque el cuerpo ya no aguantaba. Pero saquemos un promedio de cuatro bailes por semana; digamos, veinte por mes. Además, las vacaciones empezaron hace seis años; antes no parábamos nunca, no había vacaciones. Hacíamos bailes hasta en Navidad. Así que hagamos veinte por doce meses: da 240. Y multipliquemos eso por 34 años. ¿Cuánto da?

–Como 8 mil.

–No, qué 8 mil. 80 mil, será. No puede ser. A ver: si son 240 bailes por año, en diez años son…

–2.400.

–No… Sí, está bien. Ahora multiplicálo por tres.

–7.200.

–Agregále cuatro años más.

– Es eso, más o menos 8 mil.

–¿Ocho mil recitales?

–¿Te parece poco?

–Sí, parece poco. Yo creí que eran muchos más.

–Ocho mil recitales es un montón.

–A mí me parece poco. Yo digo que es más. Fuera de joda. Con el Cuarteto de Oro a veces parábamos nada más que los lunes. Pero, bueno, ¿es mucho 8 mil?