Rosalía: cómo la super estrella pop menos convencional logró hacerse un nombre en la escena internacional

Con su impactante performance y una batería de hits, la artista global del 2022 dio la vuelta al mundo con el Motomami World Tour

Por  CAT CARDENAS

enero 18, 2023

En el tumulto de los húsares de Momo, Rosalía narra en su nueva canción un romance efímero en medio del desenfreno carnavalero.

Foto: JOSEFINA BIETTI

Hace apenas un par de horas que pasó una tormenta por las playas de Bahía Beach en Puerto Rico. Los ojos de Rosalía siguen clavados en el mar. Se queda inmóvil un par de segundos. Por fuera está serena, pero su mente sigue atrapada en el caos de la noche anterior.

“Dios mío, fue una locura”, dice en español, con un dejo de alegre incredulidad.

Primero que nada, no digamos que fue un recital. Durante casi dos horas, Rosalía cantó y bailó ante un colmado Coliseo José Miguel Agrelot. Pero, si nos olvidamos de las oleadas de fans que gritaban, el show fue más parecido a una performance artística que a un recital tradicional. Con este show Rosalía ha logrado adueñarse por igual de ciudades enteras y de las redes sociales en los últimos meses. No hay apertura, no hay cambios de vestuario. Rosalía está en el centro, su rostro laqueado por el sudor y las lágrimas, y hace todo al mismo tiempo: rasguea una guitarra negra, hace ruido con un chicle en la boca, martilla las teclas de un piano con su corazón desgarrado. Y como Motomami World Tour ya dio la vuelta al mundo, esta ha sido la vida de Rosalía durante el último año.

(Foto: JOSEFINA BIETTI)

La fecha en Puerto Rico fue puro furor. Las butacas numeradas quedaron de lado muy rápido; los guardias de seguridad pululaban por el campo tratando de evitar que la masa enloquecida pasara por encima de vallas y pasillos. Parecía que el estadio estaba derrumbándose cuando Rosalía le gritó a la multitud: “¡El amor de mi vida está aquí!”, refiriéndose a su novio, la estrella puertorriqueña Rauw Alejandro. Cuando todo terminó, todavía tenía energía para ir con él a una fiesta post-recital en una disco de San Juan. Desde los cuatro lados de la pista, una miríada de iPhones apuntaba en su dirección mientras bailaban un hit tras otro, incluido “Despechá” de la misma Rosalía, hasta altas horas de la noche.
Pero a la mañana siguiente, cuando llego a la residencia de Rosalía en Puerto Rico (una casa frente al mar en la bahía de St. Regis, donde ya están algunos de sus amigos dando vueltas), me la encuentro en perfecto estado, super lúcida, impecable en un vestidito azul marino con cuello bebé, como si no supiera nada de la noche anterior. Tengo un millón de cosas que preguntarle, pero es ella quien inmediatamente comienza a acribillarme a preguntas: “OK”, dice mientras sus ojos se iluminan con curiosidad genuina. “Entonces, ¿cómo te sentiste anoche? Fue la primera vez que venías a verme, ¿no? ¿Qué te pareció? Quiero saber”.

Rápidamente la pongo al corriente, diciéndole que la única otra actuación suya que había visto había sido en Austin City Limits, en 2019. Entonces, Rosalía venía del gran éxito de El mal querer, el intrincado álbum conceptual que lanzó en 2018. De repente, una joven prometedora graduada de la Escuela Superior de Música de Cataluña, en Barcelona, que había dedicado la mayor parte de su vida al tortuoso arte del flamenco, se transformó en una de las figuras más innovadoras del avant-fusion. En ese momento, rompió todas las fronteras, convirtiéndose en una artista conocida mundialmente por su enciclopédica gama de referencias culturales, que entremezcla a Justin Timberlake, el cante jondo y una novela en occitano sobre una relación tóxica, todo en el mismo proyecto (la novela, llamada Román de Flamenca, en realidad inspiró todo el álbum, que fue su tesis universitaria).

Tal vez los oyentes estaban esperando más flamenco y teatro barroco después de El mal querer, pero Rosalía pegó un volantazo y se metió a colaborar con artistas de reggaetón y hip-hop como J Balvin, Travis Scott y Ozuna durante los siguientes dos años. Algunos quedaron hipnotizados por sus habilidades camaleónicas extremas: su capacidad de moverse a los saltos en el espacio y el tiempo de la música mundial se les antojaba como la imagen valiente y profética de un planeta sin fronteras. Para otros, su trabajo con citas y referencias era una forma descarada de apropiación cultural en la que se destacan, sobre todo, sus privilegios sociales. Rosalía se mostraba como una figura extraña, juguetona y difícil de precisar: aquí tenías a una música disciplinada, apasionada por el arte y las influencias clásicas, pero bien versada en la cultura de Internet y dispuesta a hacer tonterías online, disfrazándose de una chica que publica selfies, haciendo twerking en TikTok, sacándose fotos con las Kardashian y adoptando las tendencias más bobas de las redes sociales.

No importa qué pensaba la gente, lo que importa es que todos la estaban observando, obsesionados con su próximo movimiento. Claro que podría haber hecho enseguida otro álbum en la misma línea, solo para mantener el rumbo e incrementar su dominio en el pop. Pero Rosalía, que en su trabajo toma elementos de referentes como Björk, Kate Bush y Lauryn Hill, dejó en claro que el ruido exterior no dictaría su proceso creativo. “No quería sacar dos discos seguidos de apuro”, dice. “No soy ese tipo de persona. Hago música cuando tengo algo para decir”.

Durante los siguientes tres años, Rosalía estuvo con el ojo puesto en la evolución de su próximo disco. Empezó como una especie de protesta por las expectativas que habían caído sobre ella después de El mal querer, pero también debió enfrentar cambios desorientadores en su vida personal: durante meses, la pandemia la mantuvo a un océano de distancia de su familia en Barcelona mientras grababa en Estados Unidos. Al mismo tiempo, estaba empezando a lidiar con la fama. Siendo una artista independiente sin vínculos con la industria y sin un camino claro, había pasado a ser una estrella, a tener que enfrentar la atención constante y un mayor escrutinio de los medios. “Yo no crecí así”, me dice. “Es algo nuevo en mi vida y creo que, como no estoy acostumbrada, pensé: ‘¿Cómo me hace sentir esto?’”.

Y la frutilla del postre: se enamoró. Ya desde 2020, los fans la vinculaban con Rauw y analizaban como forenses cada una de sus interacciones en las redes sociales. Revisaban las imágenes en busca de pequeñas pistas: tal vez un estacionamiento en el que ambos habían sido fotografiados o una fracción de la mano de Rauw en el fondo de una imagen. La pareja hizo todo lo posible para mantener su relación en privado, a pesar de las crecientes especulaciones e incluso el acoso. (Como Rauw le dijo a Rolling Stone hace un año, decidieron blanquear todo cuando los paparazzi los acorralaron en un restaurante. “Yo decía: ¿qué vamos a hacer? Y ella me dijo: ‘¿Sabes qué? Estoy harta de todo esto’”).

Finalmente, en marzo pasado, Rosalía lanzó Motomami, un choque de estilos y géneros que aglutinó todo el impacto que estaba teniendo en una especie de manifiesto personal muy atrevido. El lío en el que estaba metida aparece en el espeluznante exceso de “La combi Versace”, una sátira desopilante sobre el gusto grotesco de los nuevos ricos articulada con un arreglo dembow que sorprende por su paradójico minimalismo. En la discordante combinación de jazz y reggaetón en “Saoko”, un homenaje a las leyendas Daddy Yankee y Wisin, Rosalía rapea sobre su derecho a transformarse y contradecirse.

“Es un disco caótico”, dice entre risas. “Quería que fuera como una montaña rusa emocional, que es lo que estaba sintiendo en ese momento de mi vida. Quería esa dinámica, esa sensación constante de toma y daca”.

(Foto: JOSEFINA BIETTI)

Motomami fue una auténtica sorpresa pop. David Byrne quizás vio en el eclecticismo del disco a un bicho raro como él y armó una playlist completa inspirada en un recital de Rosalía en el Radio City Music Hall de Nueva York. Lorde hizo una versión de “Hentai” (una balada incuestionablemente lasciva) en un concierto en Nueva York. Cardi B logró que Rosalía hiciera un cameo en el video “WAP”, junto con Megan Thee Stallion, y además elogió el disco en Twitter (“muuuy bueno”, les dijo a sus 22 millones de seguidores). Los mayores elogios de la industria llegaron más recientemente: Motomami obtuvo dos nominaciones al Grammy y ganó el Álbum del Año en los Latin Grammy en noviembre pasado, cristalizando el lugar de Rosalía como la reina embriagadora del pop global y una provocadora desinhibida, que puede pasar del campo del kitsch a las tradiciones musicales más sacrosantas sin temor a las consecuencias.

“Rosalía es como el agua”, dice Noah Goldstein, el productor e ingeniero ganador del Grammy que trabajó con ella en Motomami. “Tiene lo que uno busca en cualquier artista: que sea lo más adaptable posible, que se doble sin romperse, que se mueva con fluidez. Ella es así y esa fluidez se traduce en la forma de producir las canciones”.

Incluso en una playa de Puerto Rico, los engranajes en la mente de Rosalía siempre están girando furiosamente. En una conversación que alterna entre el inglés y el español, a veces busca una palabra en su catalán nativo. Hace referencia a sus bailes en TikTok antes de mencionar las reflexiones de un poeta y filósofo francés del siglo XVII y requiere mi ayuda para recordar su nombre (que yo jamás iba a saber).

Rosalía ha estado viviendo años luz por delante de los demás, con la mente llena de conceptos que querría probar, metas a alcanzar y destinos a los que querría llegar. En este momento, hay un lugar al que quiere ir: “¿Deberíamos ver la playa?”, pregunta al darse cuenta de que la villa tiene acceso privado al mar. En cuestión de segundos, toma la delantera y pronto el Atlántico baña sus crocs Balenciaga negros. A pesar de todo lo que le da vueltas en la cabeza, en este momento realmente se siente con los pies en la tierra, incluso con el próximo recital, la próxima ciudad y la próxima gran idea que se avecina. “Me siento realmente anclada, más que en cualquier otro momento de mi vida”, dice. “Realmente estoy tratando de disfrutar lo que sucede en cada momento”.

Rosalía se sumerge en el momento cada vez que está en el escenario. La configuración del show de Motomami es mínima: la mayor parte de la coreografía transcurre frente a un fondo blanco puro. Un camarógrafo en el escenario, una red de iPhones colocados estratégicamente alrededor del escenario e incluso algunos bailarines con el teléfono en la mano filman diferentes ángulos de la acción. Todo se proyecta en pantallas gigantes a ambos lados del escenario. Las cámaras se acercan cuando Rosalía se limpia el maquillaje en un momento; después la toman cuando se corta un mechón de cabello y lo arroja al público, literalmente dándoles un pedazo de sí misma. El resultado es visceral y un poco siniestro, como darte cuenta de que estás en una película con ella en lugar de verla.

Hacia el final del show, Rosalía está acostada boca abajo, arrastrándose lentamente hasta el borde del escenario. Los iPhones la observan tan de cerca que se pueden ver las gotas de sudor que se forman alrededor de sus poros. “En ese punto del show, soy un desastre”, dice riendo. Es un mensaje para el público, un acto de protesta contra la idea de que las artistas mujeres deben presentarse de una manera específica. La borradura del maquillaje y el mechón de cabello están destinados a sacudir a las personas, recordarles que, más allá de una simple actuación, esto es real. “Si alguien tira algo al escenario, si alguien grita, significa que algo está pasando y es tu elección hacer algo en ese momento”, dice. “Tenés que poder dejarte llevar”.

A veces, todo se vuelve un poco demasiado real. En una fecha temprana de la gira, al momento de tijeretearse una de sus extensiones trenzadas, accidentalmente se cortó parte de su cabello de verdad. Al contármelo se pasa los dedos por la cabeza y se ríe de sí misma mientras trata de mostrarme el hueco de los mechones cortados. “Estaba un poco preocupada pensando cómo podría terminar al final de la gira”, bromea. “Pero voy a seguir improvisando. Voy a seguir tratando de hacer que el show esté vivo, incluso si a veces hay consecuencias”.

Para Rosalía, el concepto es todo. Las canciones no pueden ser piezas dispares; deben ser parte de una historia global. Cuando empezó a trabajar en Motomami, una de las primeras cosas que le vinieron a la mente fue el título del disco, un acrónimo inspirado en la cultura motoquera con la que había crecido en la pequeña localidad de Sant Esteve Sesrovires, en las afueras de Barcelona, conocida por sus fábricas de autos y por ser la sede central de Chupa Chups, la marca de chupetines. Su madre, que manejaba una empresa metalúrgica, andaba en moto. Rosalía quería transmitir la fuerza que había aprendido de ella y otras mujeres de su familia, incluida su hermana mayor Pili, que ahora es su estilista y directora creativa.
Pero también buscaba algo más: “Libertad absoluta”, como ella dice. “Como artista, mi mayor deseo es ser lo más libre posible”. De eso se trata Motomami. “Fue como preguntarme: ¿hasta dónde puedo llegar para alcanzar la mayor libertad posible en todo sentido? En las letras, en el sonido, la estética, en todo”.
Quería romper con las suposiciones y expectativas que la rodeaban, y también con las limitaciones que impone la industria, y que notó al primer contacto con la máquina del pop mainstream.

“Veo constantemente un fenómeno que me sigue sorprendiendo: las artistas mujeres están totalmente tipificadas: está la sexy, la loca, la mandona, la diva, y hay que elegir de ahí”, dice. “Pero esas categorías no llevan a ninguna parte, solo limitan”. Rosalía piensa otro tanto de los géneros musicales: “Quiero escapar de esas categorías porque no ayudan en nada. No ayudan a tu creatividad. Solo es algo que te restringe, así que no me interesa”.

Pero la libertad que buscaba no fue fácil, especialmente durante uno de los períodos más restringidos. Cuando llegó la pandemia, Rosalía se quedó en Estados Unidos, trabajando en estudios en Nueva York, Los Ángeles y Miami mientras su familia permanecía en España. “Fue uno de los momentos más difíciles”, dice. “Tenía muchas ganas de volver a casa, pero sabía que si regresaba, pondría en riesgo el disco. Había una alta probabilidad de que no lo pudiera terminar”. Así que siguió puliendo el material al frente de un grupo de productores que admiraba, incluidos Pharrell Williams, Goldstein y Michael Uzowuru. Fueron muchas horas agotadoras afinando cada detalle. Pili la llamaba seguido para recordarle que seguía posponiendo la fecha de lanzamiento. “Nunca llego bien al deadline”, admite Rosalía. “Pero es porque algo dentro mío me avisa cuando el trabajo está listo”.

En el camino también hubo pequeños milagros: a la mitad del proceso, Rosalía recibió una librería gigantesca de sonidos de reggaetón de la vieja escuela de Luis Jonuel González Maldonado, el productor puertorriqueño conocido como Mr. NaisGai, amigo de Rauw desde la escuela primaria y cercano colaborador suyo (trabajó en su hit de platino “Todo de ti”). “Me dijo que este archivo de sonidos había pasado de generación en generación, así que realmente sentí que era un material muy especial”, dice Rosalía. “Hubo un antes y un después de ese momento en la producción. Finalmente pude comenzar a terminar ciertas canciones”.

Pharrell había observado su trabajo desde el principio. “Ella piensa sin límites”, dice, describiendo Motomami como “canciones con dientes”: música que podría morderte y dejar una marca. “Observar sus altibajos, sus emociones, la manera tan brillante como se generó la terapia que necesitaba con este disco, fue cerebral, emocionante, enérgico”.

Una de las canciones que Pharrell coprodujo fue “Hentai”, en la que Rosalía canta acerca de los placeres del buen sexo sobre una melodía de piano inspirada en Disney, que Uzowuru la alentó a tocar ella misma. La batería la encontró en el material que le había pasado Mr. NaisGai y la convirtió en el clímax, con un doble sentido incrustado en el núcleo de la pista: “Yo la batí hasta que se montó. Segundo es chingarte, lo primero es Dios”, canta en el momento más juguetón, perverso y emancipatorio de todo el disco.

(Foto: JOSEFINA BIETTI)

Motomami es lo más cerca que alguien ha estado de la infinita biblioteca de sonidos que viven en su cerebro. Después de escuchar el coro de una iglesia cuando era niña, Rosalía persuadió a sus padres para que la dejaran dedicarse a la música. A los 13 años comenzó a formarse en flamenco y finalmente estudió con el reverenciado profesor José Miguel Vizcaya. Cuando él comenzó a dar clases en un programa universitario de ingreso muy restringido, conocido por aceptar un estudiante de flamenco al año, ella lo siguió y absorbió todo lo que ofrecía la escuela, desde las composiciones clásicas hasta los standards de jazz. En su tiempo libre, escuchaba reggaetón con amigos, pero a menudo se encerraba sola a estudiar detenidamente los libros de texto. Por la noche, actuaba en pequeños bares de Barcelona y se iba a casa, donde su madre cantaba temas de Bowie a todo volumen. Rosalía recuerda que una vez un artista en Barcelona le dijo que más estudios, más conocimientos, más influencias ahogarían su creatividad. “Pero es al revés”, dice, todavía sin poder creerlo. “Me lo dijeron cuando tenía 19 años y ya en ese momento sabía que era al revés. Si vas a pintar, vas a tener que buscarte colores, pinceles, una tela… Cuantos más colores tengas, con mayor precisión vas a poder expresar exactamente lo que querías decir. El conocimiento nunca amenaza a la creatividad, es al revés”.

Pero el acceso a este pensamiento musical ilimitado viene con un par de preguntas difíciles, que parecen más importantes acá en Puerto Rico, la cuna del reggaetón y la salsa, géneros arraigados en las comunidades afrocaribeñas. Motomami recibió elogios apenas salió, sí, pero la incursión sistemática de Rosalía en culturas que no son la suya también provocó ira. Un artículo sobre la canción de bachata “La fama” señaló que la bachata es un género negro de origen dominicano que por sí solo no ha obtenido el reconocimiento que merece, y su uso de parte de Rosalía “muestra el problema de white-washing que pesa sobre la música Black Latinx”.

Lo que Rosalía hace en Motomami es meter referencias como si estuviera armando la bibliografía final de una tesis de doctorado. Los nombres que quiere citar ni siquiera necesita darlos a entender, directamente los menciona en voz alta frente al micrófono. Ella dice que está ansiosa por homenajear y hacer brillar a las personas y las tradiciones que la han influenciado. “Espero que gracias a mi música otros puedan conocer a estos increíbles artistas que me emocionan”, dice. “[Manolo] Caracol es un cantaor de flamenco increíble, [también lo es] Camarón [de la Isla], pero de la misma manera tengo que mencionar a Willie Colón u Omega. Encuentro inspiración en tantos lugares y estilos diferentes”.

Pero mientras Rosalía está ansiosa por citar sus fuentes, ¿qué significa que una mujer europea haya tenido algunos de los mayores éxitos de bachata y merengue del año? ¿La industria está elevando a los creadores de sus sonidos con la misma reverencia? Todo el debate se complica por el hecho de que Rosalía trabaja con una precisión y un rigor implacables, pero una vez que termina sus canciones, deja la interpretación final a su público.

Esta forma de pensar le permitió mantener a raya las demandas de la industria y la presión de los charts. En julio, cuando lanzó “Despechá”, marcó el mayor debut en streaming de una canción en español de una artista mujer en Spotify. Pero ese nunca fue el objetivo. “No puedo controlar los charts, así que no me enfoco en eso”, dice.

Seis semanas después de verla en Puerto Rico, voy a encontrarme de nuevo con Rosalía antes de que salga al escenario en un pequeño recital en el teatro Palladium de Times Square. Antes de mirar el teléfono para confirmar la dirección, me doy cuenta de que llegué a mi destino: una larga fila de Motomamis y Motopapis vestidos con mallas, cuero y arneses se arremolinan alrededor de la entrada. Adentro, Rosalía está de pie en el escenario con una camisa blanca lisa y pantalones negros, con el rostro contraído en una expresión de intensidad. Mientras los técnicos de sonido e iluminación zumban a su alrededor haciendo los ajustes finales, ella está concentrada, ajustando sus monitores internos. Este es sin duda el lugar más pequeño en el que ha actuado en todo el año; es probablemente el más pequeño en el que ha actuado desde que firmó con un sello por primera vez. Traducir un espectáculo enorme como el Motomami World Tour a una sala de un octavo del tamaño es una tarea empinada y meticulosa, que la tiene preocupada.

Después de la prueba de sonido, nos sentamos en unos sillones a conversar un rato más. Me imagino que va a estar más tranquila, pero no. “Doy todo en estos shows. Pero antes, tengo que prepararme, tengo que asegurarme de que todo va a funcionar sin problemas, y para eso tengo que estar concentrada”.
Rosalía pone todo en su trabajo, y la verdad es que Motomami le llevó un gran sacrificio. Eso explica por qué simplemente se largó a llorar cuando Fito Páez pronunció el título del disco al momento de entregar el premio al Álbum del Año en los Latin Grammy de noviembre pasado. No había hecho lo mismo cuando El mal querer ganó en 2019. “Cuando lo escuché a Fito decir Motomami, sentí el peso de todo lo que me costó hacer este proyecto”, dice. “Lo sentí al instante, me recorrió todo el cuerpo, como si la suma de los últimos tres años me hubiera tirado al suelo de un golpe y me hubiera hecho levantar y ponerme a llorar”.
Inmediatamente abrazó a Rauw, que estaba de pie a su derecha, y a Pili, a su izquierda. “Abracé a las dos personas que más amo en la vida, porque ellos también saben cuánto tuve que luchar para terminar este disco. Comenzar un disco no es un gran desafío si ese es tu sueño, pero terminarlo… es otra cosa”. El hecho de que sus colegas votaran por el disco fue todavía más significativo. “No hago música pensando en el dinero, ni en los premios, aunque soy muy agradecida si eso llega”, dice.

Y el disco al final fue lo que necesitaba que fuera. “Siento que en Motomami hice y dije exactamente lo que quería decir y hacer, en mis propios términos”, dice. “Después de esto, no hay vuelta atrás”.
En el Palladium, Rosalía descubre cómo miniaturizar su show sin sacrificar su energía. La multitud la sigue mientras baila en el piso de madera del lugar; un puñado de fans se suben al escenario. Es otra fiesta salvaje y, una vez que termina, Rosalía se retira bajo la lluvia torrencial. La gente baila hasta altas horas de la noche, pero para entonces, Rosalía está en otro lugar, ya vive en el futuro.

Producción de Clara Doria y Celeste Santo Domingo. Dirección de fotografía por Emma Reeves. Dirección de moda por Alex Badía. Peinado por Jesús Guerrero para The Wall Group. Maquillaje por Raisa Flowers para E.D.M.A. Manicuría por Zaira Vega. Editor de mercado Emily Mercer. Estilismo por Joaquin Díaz. Diseño del set por Ignacio Vaello y Laura Roldán para Buendía Estudios. Diseño de luces por Camilo Díaz Salamanca. Retoque por Bruno Rezende.

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