El punto de inflexión en el ambicioso show de Rosalía llega cuando acaba de cantar su versión de “Perdóname”, aquél hit del grupo panameño La Factoría, un reggaetón clásico de 2008. La cantante cubre el conjunto de minifalda y chaqueta de cuero azul y violeta (debajo luce un body al tono) con un vestido gitano negro que ostenta una cola exageradamente larga y voluminosa. Y despliega su voz en una de sus canciones seminales, “De plata”, sobre la pista con la guitarra distorsionada de Raül Refree, el notable guitarrista y productor catalán que, no sólo ha sido uno de los descubridores de Rosalía (y de otra cantante exquisita, la catalana Silvia Pérez Cruz), sino que ha colaborado con el guitarrista Thurston Moore, de Sonic Youth, entre otros. Así que lo que suena es una guitarra rabiosa con tintes flamencos, y suena también el quejío de su voz, y aparece -definitivamente- el duende, la magia, la conexión con la música de raíz. Es un título incluído en su primer álbum de estudio, Los Angeles (2017), donde abordaba un repertorio flamenco de modo iconoclasta y que sería el caldo de cultivo para El mal querer (2018), ese ejercicio de regionalismo crítico que traducía los palos del flamenco al lenguaje del trap, y que le dió una proyección global a su voz. Si elegimos a éste como el punto de inflexión de un show que no tiene baches, acaso sea porque la Rosalía, que tiene un vestido con una cola que atraviesa literalmente todo el escenario en diagonal, se desnuda en los desgarros de su voz. Y aunque tiene a la multitud que colmó el Movistar Arena a sus pies desde antes de pisar el escenario, lo que ocurre en ese momento es conmovedor.
Por la ausencia de músicos, es mucho más apropiado hablar de un show que de un concierto. Un gran soundsystem con pistas que son la base de una deslumbrante experiencia audiovisual. Rosalía borra las tensiones entre el pop y la vanguardia. Sobre un escenario despojado, como el que proponía por ejemplo David Byrne en American Utopia (y que replicó el uruguayo Jorge Drexler en la presentación de Tinta y tiempo), o a los riesgos que asumió Björk a lo largo de su carrera, se suceden una serie de cuadros coreográficos mucho más cercanos al lenguaje de la danza contemporánea que al pop prefabricado. Es la cantante y su ballet, un cuerpo de baile de ocho integrantes que despliegan coreografías inusuales y muchas veces ofician de camarógrafos (algo que hace también la cantante, en modo selfie, en alguna ocasión). También hay un camarógrafo que entra a escena y tiene una participación casi coreográfica, porque es un show concebido para múltiples lecturas, para múltiples visiones, pero incorpora a las pantallas (casi sin pregrabaciones) de un modo que supera el mero registro. Algo que tiene toda la lógica para una artista que interpela a la generación de TikTok.
Hace poco más de tres años, el 29 de marzo de 2019, Rosalía cantó por primera vez en Argentina. Fue en el marco del Lollapalooza, y la fecha fue especial por varios motivos. El primero, porque allí inició la gira mundial de El mal querer. Pero ese día, además, fue el estreno de “Con altura”, su colaboración con J. Balvin que fue el comienzo de una nueva etapa de su carrera, la conexión latina que derivaría en esa fantástica conjunción de hits que es Motomami.
Rosalía es La Puta Ama. Eso está claro desde que irrumpe en escena con los motopapis, los bailarines que lucen máscaras luminosas y con arma una fiesta al ritmo de “Saoko”, y una arenga, “yo soy muy mía, yo me transformo”, que funciona como una declaración de principios. Hay una estructura sólida, incluso por detrás de los pasitos virales de “Bizcochito”, que proponen una conexión con los bailes ancestrales de los pueblos de la Península Ibérica. El show no da respiro, es un verdadero tour de force construido a la velocidad frenética que implica volverse una estrella global.
Como si fuera un número de circo, los bailarines construyen una moto humana y allí se monta la Rosalía, para cantar el tema que le da nombre al álbum, al tour, que refleja el vértigo de su vida actual. Las pantallas, de fondo, reproducen un paisaje que generan el efecto del movimiento.
Al minimalismo de esa gran caja vacía que oficia de escenario se le añaden en distintos momentos diversos elementos. Una tarima giratoria en “G3n15”, un sillón de peluquería en “Diablo” (con una performance que incluye el corte de algunos mechones de su cabello), se sienta al piano para cantar la conmovedora “Hentai” mientras las pantallas reproducen un paisaje bucólico, una guitarra eléctrica con su amplificador en “Dolerme”.
Rosalía está emocionada. Se la ve lagrimear, se toma el tiempo de dialogar con los carteles que llevaron sus fans (“¿Podrías firmar mi culo?”, le piden; “Es una propuesta inusual”, respodne con humor), de agradecer los regalos (bueno, también se queja cuando le pegan con un paquete, pero luego lee la carta y agradece el catsuit que lleva dentro), canta -a pedido y a capella- “Alfonsina y el Mar” (Ariel Ramirez y Féliz Luna), se toma el tiempo de expresar su admiración por Astor Piazzolla: “Me gusta la salsa pero también me gusta el tango”, dice en medio de “Abcdefg”. Y anuncia: “Un día me voy a hacer un tema inspirada en la música de ese hombre”. Y no duda en colgarse del cuello el pañuelo verde que le tiran al escenario en esa canción, replicada por las miles de gargantas que llenan el estadio.
Sobrevuela el aura de The Weeknd en la bachata “La fama” y en el remix de “Blinding Lights”, hay werking en “La combi Versace” y una mirada revisionista del reggaetón en “TKN”, una celebración del dembow con citas a “Papi Chulo” (Lorna) y “Gasolina” (Daddy Yankee). Hacia el final, Rosalía y su ballet se suben a unos monopatines plateados para montar una coreografía. Todo marcha sobre ruedas. El sprint final (“con altura”, la intimista “Sakura” -acompañada por su tecladista- y “CUUUUuuuuuute”) es colosal.
Rosalía construyó su carrera a partir de una relectura de las músicas de raíz. Llegó a la cima y, desde allí, aborda una diversidad de ritmos con un nivel superlativo de ritmo, de calidad y de riesgo. El duende aparece, en las bulerías, en el dembow y en cualquier otra cosa que se se le ocurra cantar. Con altura, siempre.