Hace memoria y dice que habrá sido a los 9 o a los 10 años. Fue en “la torre”, se encerraba en ese cuarto pequeño que quedaba en el primer piso del PH, desde donde se veían todas las demás habitaciones de la casa en la que vivía con sus padres en Parque Chacabuco. Era la habitación de la computadora, la que usaba su papá como oficina, pero fue ahí donde la pequeña Nina Suárez compuso su primera canción. “De amor, claro”, dice ahora en un bar en Parque Patricios. “No sé por qué eso es lo primero que sale”. Unos años después estaba fanatizada con el rap español, haciendo rimas que grababa y subía a YouTube, y así pasó su adolescencia, hasta que un día su mamá −la cantante, actriz, escritora y compositora Rosario Bléfari, fallecida en 2020−, antes de tocar en un festival en Córdoba, le dijo: “¿Hoy te animás a cantar esa canción conmigo?”. Se refería a la primera composición con guitarra que la había escuchado hacer. “No era una presión, era más una cosa de tirate a la pileta, de ‘aprovechá esta oportunidad’, y lo hice. Estuvo buenísimo”. Ahora, con 21 años, ya tiene dos singles publicados, “Quequén” y “Corrida al arco”, está próxima a lanzar su primer disco con la banda que conforma con Chicho Guisolfi en el bajo (de Bestia Bebé) y Manolo Lamothe en batería (de Cabeza Flotante), y no para de tocar bajo el método de su mamá: la autogestión indie.
Criada en una familia donde el arte tenía múltiples formas, Nina las toma todas y las hace a su manera, sin la presión del legado sino con la escuela del do it yourself. Ahora está tan acelerada en la música que va a grabar los primeros seis temas con su banda para que se transformen en un disco físico, porque las nuevas canciones que ya están tocando aprietan y apuran. “Hay que registrar este momento”, dice, antes de que cambie el repertorio y sea tarde. Ya, con la urgencia de su juventud. Hoy, todo lo toma la música, pero si aparece algún proyecto que se amolde a su vida de ensayos, shows y concentración compositiva, le da la bienvenida.
Es que Nina ya sabe de estrenos y escenarios. En 2017 protagonizó una película, Arpón, de Tom Espinoza; después compartió pantalla con su mamá en La idea de un lago (2017), de Milagros Mumenthaler y en Planta permanente (2019), de Ezequiel Radusky, y actuó en la obra teatral Recital olímpico, de Camila Fabbri y Eugenia Pérez Tomas. El método que heredó no solo es la autogestión, es el disfrute de los procesos y la exploración del arte.
Pero sobre todas las cosas está la escritura. Con la curiosidad como bandera, Nina fue al taller de la reconocida poeta Cecilia Pavón durante años, frecuentó (tocó y leyó) en recitales de poesía, pero sobre todo leyó de la biblioteca familiar y la universal (Internet) como quien juega a descubrir mundos posibles. “Antes me gustaba más la ficción y ahora empecé a disfrutar más los ensayos, que es como la ficción de la realidad”. Fragmentos del discurso amoroso y La cámara lúcida de Roland Barthes la tienen enloquecida. “Leer dos páginas ya pone mi mente a funcionar y a pensar cosas que jamás hubiera pensado, eso me encanta”. El relato diferente sobre lo cotidiano, como ver los objetos a través de un caleidoscopio.
“Ahora te quiero, pero no te voy a querer siempre/ Lo sé, porque con este punto en la nariz veo todo diferente”, canta en “Corrida al arco”. Las letras de Nina cuentan historias de ciudad, de perros callejeros, del movimiento de la bici en el asfalto. Como Rosario, Nina se toma un café negro chiquito en este bar y dice: “Lo que a mí más feliz me hace, más allá de la música, los consejos y la vida, es que siento que mi mamá me dejó como una pista de hacia dónde está mi lugar en el mundo. Es como un ‘es por ahí’, como si me hubiera facilitado la gente con la que me sentiría cómoda”, dice, abriendo los ojos, moviendo las manos, como si hubiera una prisa en precisar la idea exacta. Porque hay algo mágico en eso para ella, haber conocido a tantos músicos y amigos, mucho más grandes, y sentir que encontró una familia extendida inesperada. Todos la conocían de chica, sin que ella registrara esas caras, pero ahora el cariño es propio del descubrimiento −para ella y los demás− en lo que Nina se convirtió. “Con Chiche, con Manolo, en la sala y en Laptra es donde más cómoda me siento, y ahora que hay tantas etiquetas para corresponderse como mujer, al ser gay y música, que sea este el lugar donde me siento cómoda es en un punto muy loco. Es donde más soy yo, y eso se lo debo a mi vieja, que me llevaba a ensayar ahí, a la sala de Bestia Bebé, y me decía ‘andá a preguntarle a Tom (Quintans)’ cuando no me salía el fill de la batería, y yo iba y él me explicaba”.
Qué vino primero, ¿el escenario o las canciones propias? En este caso fue casi en simultáneo. Desde la primera vez que se subió con su mamá, en Córdoba, a la última, que fue en el CCKonex en 2019 en un festival donde tocaba una de las bandas de Rosario, Sué Mon Mont. De pequeños salones, de festivales de poesía, a un venue grande del Abasto en una fecha donde también tocaban Las Ligas Menores y Atrás Hay Truenos.
Crecer con padre y madre músicos fue un ejemplo de trabajo y de juego. Nina sabe todo el esfuerzo que hay detrás de una canción y que el proceso es creativo, pero sobre todo requiere de la seriedad del trabajo. El escenario en Nina es algo tan natural que basta ver el video donde Suárez está tocando en el Festival Alternativa en 2001, con Bléfari embarazada de ella, con la panza al aire frente al público. Desde ese día hasta el último, compartir el espacio de creación fue algo cotidiano. Orgánico, dice Nina. Y lo que más le gustaba de todo eso era lo que rodeaba a los shows. “El antes de tocar, de ir más temprano, que te dejen pasar con una cinta a lugares especiales, es lo que más me gusta de todo. Sentir que estoy viendo las cosas desde un punto de vista distinto, que me estoy preparando para algo, ver cómo se prepara el lugar, conocer toda la gente que trabaja para eso, los distintos roles, es muy flashero”. No hay en su relato el tedio y cansancio que a veces hay en la espera de los shows, para ella es todo aventura. Una vida de juego.
Y fue así, como un paso de baile del destino, que Esteban Lamothe, a quien conocía del mundo actoral, la llamó un día para preguntarle si quería tocar con la criolla en una fecha de la Rucho Fest, en diciembre de 2019. “Yo estaba haciendo la obra de teatro y tocando en un ciclo de poesía, ya había dejado la facultad y le decía que sí a todo, y fui”, cuenta. Lamothe le dijo: “Mi hermano es baterista, te puede acompañar en algunas canciones si querés”, y ahí apareció Manolo en esta historia. La invitó a ir a la sala a escuchar las canciones que Nina tenía, que eran pocas. “Manolo compró dos birras −yo tenía 18 años, recién me empezaba a gustar la cerveza−, le mostré mi canción ‘Ciudades’, él la tocaba con los pads, con una Roland, le mostré unos hip-hops, y se recopó y nos hicimos amigos”. Ese mismo día fue el show, pero se siguieron juntando.
Manolo sabía que tenía buen material y que había que darle forma con más instrumentos. Se juntaron en su casa a armarlas y un día, pospandemia, llamó a Chicho de Bestia Bebé para que grabara los bajos. “Yo no lo conocía personalmente, solo de ir a verlo, porque recién empezaba a salir sola y siempre veía a Bestia Bebé. Y ahí salió todo, fue muy rápido”. La palabra muletilla, de nuevo, aparece: “Fue orgánico”.
Con todas las canciones del primer EP terminadas de grabar, falta la mezcla y editarlo en físico antes de noviembre. Nina y su banda no paran de tocar, y la urgencia apremia. Su nombre, aunque es Nina Suárez, a veces aparece en los carteles con el de su madre también. “No fui yo, en una película me lo pusieron sin avisar, y me gustó que hayan sido los demás. Son como dos yos”. Ya sea como figura en el DNI o con el link con su madre, Nina recién empieza una carrera de fondo, la de su vida artística.