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La ballena

El director de π, Réquiem por un sueño y El luchador nos entrega una de las mejores películas, si no la mejor, de su filmografía

Darren Aronofsky 

/ Brendan Fraser, Sadie Sink, Samantha Morton, Hong Chau, Ty Simpkins

Por  ANDRÉ DIDYME-DÔME

Cortesía de Cine Colombia

Uno de los símbolos más fascinantes en el arte, especialmente en la literatura, es la figura de la ballena. El pasaje de Jonás, uno de los más ambiguos y enigmáticos de la Biblia, nos muestra a una ballena que bien puede representar dos estados: Un estado exterior, marcado por la monstruosidad y el terror; y un estado interior, marcado por la paz y la bondad. También puede pensarse como la concretización de las dicotomías de la vida y la muerte, la luz y la oscuridad, así como la comodidad de la rutina que se opone a la incomodidad que significa vivir de verdad.

En el cuento infantil de Carlo Collodi, la ballena representa a la muerte amenazante que lleva a un niño a convertirse en adulto. El psicoanálisis freudiano plantea que la “muerte” del padre conlleva a la madurez del hijo. Algunos mitos primitivos nos muestran a la ballena como un animal salvador y a un hombre montado en este inmenso animal, quien aparece de manera repentina para salvar a un pueblo desprotegido. Y por supuesto, está la ballena de la novela de Melville, que representa tanto a la muerte como a la obsesión humana.

Podríamos decir que la ballena como símbolo también está conectada a la figura del pez en el cristianismo, que viene a simbolizar el sacrificio y la ayuda desinteresada. Morir para dar vida y ser alimento de un otro. De ahí que Jesús se asocie con la figura del pez y, asimismo, que se caracterice como maestro, salvador y redentor.

Darren Aronofsky regresa a la gran pantalla luego de cuatro años de ausencia. Su último largometraje fue ¡Madre!, una película cuasi experimental cargada de simbolismos judeocristianos, que bien puede equipararse a Noé, un péplum bíblico subvalorado, al que muchos consideran como su obra más ligera y decepcionante.

No fue así con El luchador, la cinta que sacó al malogrado actor Mickey Rourke del vientre de la ballena, para hacerlo brillar una vez más y en donde se nos muestra a un hombre destrozado por fuera y por dentro que intenta salvar su alma, al ofrecerle su amor a una bailarina exótica cercana a una María Magdalena, y a una hija que se asocia a la figura de la oveja perdida.     

Ahora, con La ballena, obra basada en la pieza teatral homónima de Samuel D. Hunter, Aronofsky retoma los componentes religiosos y mesiánicos de sus anteriores trabajos (eso incluye a la metafísica La fuente de la vida), regresa al sufrimiento infernal causado por la adicción de Réquiem por un sueño (en este caso con la adicción a la comida) y a las relaciones familiares rotas exploradas tanto en Réquiem como en El luchador. El resultado es una de las mejores obras de una filmografía ya de por sí destacada.

Este devastador viaje emocional que se desarrolla en el interior de una casa, está protagonizado por Brendan Fraser, un actor que ha tenido sus altibajos y quien, como Rourke, encontró en Aronofsky su redención como artista. Como si se tratara de una versión alternativa de Robotman, el trágico antihéroe que Fraser encarna en la serie Doom Patrol, aquí tenemos a otro hombre cuyo soma se opone a su psique.

El personaje en cuestión es Charlie, un profesor de escritura que lidera un curso virtual. Charlie es un hombre culto, amable, sensible e inteligente, pero al que no le gusta conectar su cámara para que los estudiantes vean quién es el que les está hablando. La razón es que Charlie padece de obesidad mórbida, causada por un deseo compulsivo de comer en grandes cantidades, especialmente alimentos procesados e hipercalóricos como pizzas, barras de chocolate y pollo frito apanado.

Una mujer visita a Charlie periódicamente y cuida de él. Ella es Liz (Hoing Chau), una enfermera de carácter fuerte, quien se exaspera porque Charlie no quiere cuidarse y tampoco ser atendido en un hospital, especialmente después de un preinfarto que sufre, luego de estar masturbándose ante un video de pornografía gay que este observaba en su computador portátil. Más adelante nos enteraremos que Charlie sufre de una gran depresión producto de la pérdida de su pareja, un estudiante del que se enamoró perdidamente y que lo llevó a separarse de su esposa Mary (una Samantha Morton estupenda como siempre) y de su hija Ellie (Sadie Sink, el arma secreta de Stranger Things y la razón por la cual las nuevas generaciones conocen a la cantante Kate Bush).

Una nueva persona ha ingresado a la vida de este hombre con salud precaria y movimientos limitados. Él es Thomas (Ty Simpkins), un joven visitador domiciliario encargado de propagar la Palabra de Dios, y quien fuera el salvador de Charlie cuando este sufre su ataque al corazón. Por órdenes de Charlie, Thomas le lee un ensayo sobre Moby Dick, el cual le da paz al hombre enfermo y angustiado. El sobrepeso de Charlie no es la única razón por la que esta cinta se titula La ballena.

La cinta comienza a sentirse como si se tratara de una secuela de El luchador, ya que el escritor, al verse en el final de su vida, intenta reconciliarse con su hija, del mismo modo como Randy, el personaje de Rourke, intentó hacerlo con la suya. El proceso va a ser largo y tortuoso, ya que Ellie es básicamente un pájaro herido que picotea con furia a quien intenta ayudarlo.

Más allá del imponente trabajo de maquillaje, conformado por prótesis y látex, Fraser logra una interpretación magistral, brindando una mezcla entre repugnancia, compasión, nobleza y simpatía, encarnando a un gigante gentil que posee un corazón demasiado grande.

Aronofsky comete en La ballena el mismo error de todas sus películas, el cual consiste en exagerar las situaciones hasta llegar a los límites del melodrama cursi e inverosímil. Sin embargo, intención es noble, ya que su cine busca hacernos sentir con letras mayúsculas, más que invitarnos a pensar o a tomar distancia sobre lo que sucede. Aquí, su paroxismo llega a rendir frutos, dando como resultado una cinta melancólica que nos conmueve y sacude profundamente, pero que también contiene un aire esperanzador, muy cercano al de la obra maestra Ikiru de Akira Kurosawa, en la que un hombre que sabe que le quedan pocos días de vida, y que en vez de disfrutar los pocos días que le quedan de una manera hedonista, decide tratar de dejar un mundo mejor para aquellos que continuarán viviendo.

El Robotman de Fraser es un hombre egoísta y superficial, atrapado en una armadura metálica que le impide amar. El Charlie de Fraser es un hombre altruista y amable, encerrado en un cuerpo tan enorme como frágil y enfermo. El arquetipo de la ballena, presente en el ensayo literario y en el cuerpo de este hombre, puede verse como un símbolo que representa la eterna lucha entre Eros y Tánatos: la fragilidad de la vida versus la inevitabilidad de la muerte.

Pero la lección más valiosa de la película de Aronofsky consiste en que debemos intentar ser transparentes y sinceros y decirle a los demás todo lo que sentimos y pensamos, sin importar que tan incómodo o doloroso sea hacerlo para nosotros o para los demás. La honestidad es dura, pero es liberadora. Y no hay que olvidar que en el Nuevo Testamento se plantea que el amor y el perdón son la clave para la salvación.

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