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“Esto terminará en sangre y cenizas”

Un vistazo al reinado de terror en Haití, la guerra de pandillas más peligrosa del mundo

Por  JASON MOTLAGH

diciembre 27, 2023

El líder pandillero, Manno, y sus soldados de 5 Segond patrullan a las afueras de Village de Dieu, en Puerto Príncipe.

Jason Motlagh

El 29 de mayo, poco antes de las 8 a.m., Lourdy Denis contestó su teléfono y una mujer le dijo que su hijo había recibido un disparo en la cabeza. Había encontrado el número de Denis garabateado en el reverso del cuaderno del niño, y le rogó que fuera de inmediato. Denis corrió al hospital de Médicos Sin Fronteras en el suroeste de Puerto Príncipe, la capital haitiana, presa del pánico. ¿Cuánto tiempo aguantaría el niño? ¿Y qué había pasado con su hermano menor? Lourdyson y Paul eran inseparables, y esa mañana habían ido al colegio juntos. Al llegar a la sala de traumatología, Denis los encontró uno al lado del otro en coma. “Uno con un tiro en la cabeza”, dice, “y el otro en el corazón”. Los hermanos fallecieron ese mismo día. Casi dos semanas después, su padre se avergüenza de admitir que sus cuerpos siguen en la morgue porque no puede costear enterrarlos.

Denis vendía refrescos en una tienda de Bel-Air, un deteriorado barrio conocido por ser foco de revueltas políticas. Dice que el negocio le daba lo suficiente para pagar el colegio de sus hijos, hasta que fue incendiado. En noviembre de 2019, asaltantes de una pandilla vecina incendiaron su tienda con cócteles molotov y le dispararon en el pie y en la ingle. Fue el disparo inicial de una brutal guerra de pandillas que ha dejado abandonadas y en ruinas secciones de la ciudad, llenas de huesos y casquillos de bala por doquier. “Esta zona antes era segura”, dice Denis, fumando un cigarrillo. “Ahora, Barbecue lo está destruyendo todo”.

Según Denis e investigadores haitianos, el hombre detrás de esta carnicería es Jimmy ‘Barbecue’ Cherizier, expolicía convertido en mandamás de la Familia G9 y Aliados, la federación de pandillas más poderosa de un país gobernado por pandillas. Desde el asesinato del presidente Jovenel Moïse en julio de 2021, una batalla por la supremacía entre G9 y una alianza enemiga, G-Pep, ha sumido a esta nación caribeña de doce millones de habitantes en una catastrófica espiral de violencia que, según las Naciones Unidas, es equiparable a la de países en guerra.
Hoy en día, las pandillas controlan casi el 90 % de la capital, armadas con rifles estadounidenses. Los homicidios aumentaron un 115 % durante el verano, y los secuestros han alcanzado su máximo histórico. Los hospitales y los colegios han cerrado, y la mayoría de los principales organismos de ayuda se han retirado por completo. “Es lo peor que he visto jamás, es la desintegración total del Estado”, afirma Robert Fatton, profesor haitianoestadounidense de política en la Universidad de Virginia. “Y francamente, no veo una salida. No tengo idea”.

El primer ministro interino Ariel Henry ha pedido en repetidas ocasiones una fuerza multinacional para acabar con el dominio de las pandillas, pero hasta la fecha no se ha desplegado ninguna. La desesperación ha desencadenado una ola de justicia por mano propia en la que presuntos pandilleros son perseguidos por turbas armadas con machetes e incendiados en las calles mientras la policía espera a un lado. Las pandillas han respondido matando a civiles, pero sin cargos electos y con una inseguridad demasiado alta para convocar elecciones, la democracia está paralizada. El único consenso es que la actual marcha hacia la anarquía continuará y los civiles pagarán el costo. “Aquí la gente dice que su vida se prorroga cada 24 horas”, afirma Vélina Élysée Charlier, activista política en Puerto Príncipe. “Algunos incluso te dicen que la prórroga va por minutos, porque no sabes cuándo te va a alcanzar una bala perdida”.

El líder pandillero más poderoso en Haití, Jimmy ‘Barbecue’ Cherizier, en una fiesta callejera.
Jason Motlagh

En el vacío de un Estado roto, el nombre de Barbecue inspira tanto temor como elogios, dependiendo de dónde se viva. Cherizier y los partidarios de su ciudadela en Lower Delmas insisten en que es una barrera contra las pandillas depredadoras que llevan ya mucho haciendo el trabajo sucio de políticos y de las élites. Sin embargo, para los habitantes de Bel-Air y las zonas aliadas de G-Pep, es un monstruo cuya tendencia a “escupir fuego” les quita el sueño. Grupos de derechos humanos alegan que Cherizier está detrás de una larga lista de masacres que se remonta a 2017 y que ha causado la muerte y desaparición de cientos de personas, lo que ha llevado a Estados Unidos y a la ONU a imponerle sanciones. La violencia en Bel-Air el invierno pasado terminó con al menos 148 personas asesinadas o desaparecidas y más de 60 casas reducidas a cenizas, según la Red Nacional de Defensa de los Derechos Humanos (RNDDH).

La incesante violencia y la pobreza están provocando un éxodo de haitianos que buscan asilo en el extranjero. Más de 105 000 haitianos fueron reportados por las aduanas estadounidenses en la frontera sur y en el mar durante los primeros nueve meses de 2023, casi el doble del total del año anterior. Si el hambre y la inseguridad siguen creciendo, EE.UU. podría experimentar “un aumento radical en la migración irregular” desde Haití, advierte Robert Muggah, cofundador del Instituto Igarapé, un grupo de expertos independiente que se centra en la seguridad y el desarrollo.

Con las elecciones presidenciales del próximo año en Estados Unidos, las crecientes presiones migratorias pondrán a prueba la determinación de candidatos que tienen más en común de lo que sugieren sus posturas. En 2017, el entonces presidente Trump desechó una política que les permitía vivir y trabajar en EE. UU. a unos 60 000 haitianos en peligro, y más tarde se refirió a Haití y a las naciones africanas como “países de mierda”. Aunque Estados Unidos sigue siendo el mayor donante individual de ayuda humanitaria a Haití, el presidente Biden ha deportado al menos a 20 000 solicitantes de asilo haitianos desde que asumió el cargo, la mayoría de ellos bajo una política despreciable de la era de Trump. (Biden amplió este año un programa de libertad condicional que permite a los haitianos volar a Estados Unidos si tienen un patrocinador y cumplen otras condiciones previas, pero hasta ahora, 21 estados se han unido a una demanda para bloquear el programa).

Jason Motlagh

A medida que la crisis en Haití se intensifica, la renuencia de los países occidentales a liderar o contribuir significativamente a una misión de estabilización también podría tener repercusiones geopolíticas más amplias. “Su negativa a poner un pie en el terreno envía un mensaje” que podría “envalentonar a los gobiernos más autoritarios y a las redes criminales” que mueven cocaína por el país, afirma Muggah. “Por otro lado, abre espacio para que rivales de Estados Unidos como China y Rusia fortalezcan su influencia en el hemisferio occidental”.

Mientras tanto, decenas de miles de haitianos siguen huyendo hacia EE. UU. en barco y en aviones a Sudamérica, tras lo cual recorren miles de kilómetros por tierra hasta la frontera. Para los que se quedan, es una lucha diaria sobrevivir en un Estado fallido.
A Denis siempre le gustó Bel-Air por su ambiente animado y desafiante, y se quedó incluso después de haber sido disparado por los soldados de Cherizier. Pero cuando mataron a sus hijos, trasladó su familia a un campamento en el centro de la ciudad, y de vez en cuando volvía a su antigua casa para recoger sus pertenencias. En un momento, abre una bolsa de basura con objetos personales de los chicos: una mochila, cuadernos deshilachados y la ropa que llevaban en su último día. Un hedor a sudor agrio y sangre inunda la calurosa habitación.


“Somos un grupo armado con una ideología”, dice Cherizier. “Usamos las armas para presionar al Estado”.


Lourdyson, de 11 años, era cinturón azul en kárate y un prometedor jugador de fútbol. Paul, de 13, quería ser periodista. “Todo lo que tenía era para ellos”, dice Denis, “pero siempre les decía que no contaran conmigo, porque en este país muere gente todos los días”. Encuentra 150 gourdes arrugados en el bolsillo de un pantalón (aproximadamente un dólar estadounidense), lo suficiente para que uno de los chicos comprara el almuerzo, pero no para el autobús que les habría mantenido fuera de la calle. “Esto era todo lo que tenía para darles”.

Una ráfaga de disparos se escucha por los tejados. Cae la noche y Denis empieza a hacer las maletas para marcharse. “Me siento como un muerto viviente”, expresa. “No debería haber nadie en Haití, porque nadie se salva. Barbecue es un vampiro, un hombre que se alimenta de sangre”.

En una mañana de domingo en Lower Delmas —el corazón del territorio de la G9—, Barbecue está sudando frío. Es bajito, viste un traje negro y tiene una mirada severa y una cadena de oro con un colgante masónico mientras describe cómo su soldado Palalap murió de un tiro el 26 de abril por gánsteres aliados de la G-Pep que, según él, habían roto una tregua. “Recuerden que no soy Dios y no puedo devolverle la vida”, dice. La madre, afligida, empieza a llorar y Cherizier se seca la frente con una toalla. “Quiero que todos sepan que en la lucha por cambiar este país se perderán muchas vidas”, prosigue, instando a la gente a no huir de sus casas, sino a defender el barrio contra asesinos y secuestradores. “Sepan que estoy con ustedes y que siempre estaré a su lado”.

La G9 forma parte de un largo linaje de grupos armados haitianos que operan como la mafia. Tradicionalmente, estar de su lado puede ofrecer protección, dinero, comida; un medio de supervivencia. Pero Cherizier y otros líderes de pandillas se han desvinculado de las viejas tradiciones con conexiones políticas. “Ahora [las pandillas] tienen más autonomía, más poder y más armas, son una amenaza para cualquier gobierno constituido”, afirma Fatton. “Se han convertido en un poder en sí mismas”. Presentándose como un Robin Hood, Cherizier inspiró su retórica antiélite en una narrativa de poder afro que funciona bien en la calle y que refuerza su visión de convertirse en una persona importante del gobierno de Haití.

Barbecue sale para estrechar manos, besar bebés y repartir billetes a los niños. Los soldados de la G9 con camisetas de “Descanse en paz” izan el ataúd y encabezan la procesión hasta un nuevo cementerio inaugurado por Cherizier, seguidos por una banda tocando ‘Auld Lang Syne’. En el lugar del entierro, un sacerdote vudú limpia al grupo con humo. Cherizier derrama un poco de ron sobre el ataúd antes de que se desenfunden las pistolas para una salva de tres disparos. “Recordad”, les dice a sus soldados, “sois polvo y al polvo volveréis”.

“¡Barbecue para presidente!”, grita Jocelyne Alexis, de 65 años, en el camino de vuelta a casa de Cherizier. Ha vivido en Delmas toda su vida, y dice que hace cuatro años las pandillas rivales, que “se extienden como un virus”, la echaron de su casa. “Le quiero porque cuida de todos nosotros; nos paga la escuela, la comida, la atención sanitaria y el alquiler; literalmente, todo. Y no usa la violencia contra nosotros”, y vuelve a gritar “¡Barbecue para presidente!”, mirándolo para asegurarse de que ha captado el cumplido.

En comparación con otras zonas empobrecidas de la capital, las calles de Lower Delmas están limpias y ordenadas. Los canales de desagüe están atascados de basura, pero las aceras están limpias; las paredes están pintadas y tienen grafitis encargados por Cherizier. Un tema recurrente es “Barbevara”: su rostro superpuesto en icónico retrato del Che Guevara (Cherizier también tiene una funda de iPhone personalizada con su parecido al Che).

Cherizier sirvió 14 años como agente de policía, lleva una placa tatuada en la muñeca —junto con su ametralladora favorita— y afirma que la disciplina aprendida en el trabajo le mantuvo con vida y a su barrio intacto. Tiene una jerarquía organizada de capitanes y soldados, y lleva un inventario meticuloso de su arsenal. A día de hoy, Cherizier prefiere dormir en la acera frente a su casa para que “todos puedan descansar tranquilos dentro de sus casas”.

Lourdy Denis en su anterior hogar, abandonado después de que sus hijos fueran asesinados yendo al colegio.
Jason Motlagh

A las afueras de Delmas 6, su base de operaciones, Barbecue comprueba las defensas de primera línea y llama a los soldados de guardia. Jóvenes delgados en pantalones cortos y chanclas aparecen desde muros y tejados decrépitos provistos de AR-15, M4 y M-16. Cherizier no quiere decir de dónde saca el dinero o las armas, solo que tiene muchas. “Cada día llegan más armas al país”, afirma.

Un informe de la ONU redactado por Muggah acusa a Estados Unidos de ser la fuente de la crisis de armas en Haití. Las redes criminales y los miembros de la diáspora haitiana suelen adquirir armas mediante compras de testaferros en estados con leyes de armas laxas, y luego las transportan de Florida a Haití. Con 1770 kilómetros de costa por patrullar, agentes de aduanas corruptos y un poder judicial desdentado, se puede conseguir cualquier cosa por el precio correcto.

Sigo a Cherizier hasta un edificio parcialmente construido que iba a ser una escuela de formación profesional. Dice que las bandas aliadas de la G-Pep la utilizaban para retener a secuestrados, “así que la recuperamos”. Aquí es donde su soldado Palalap recibió un disparo en el pecho mientras hacía guardia la semana pasada. Pero Barbecue se da cuenta de que una de las ventanas no ha sido tapiada, un fallo de seguridad que empeora el mal humor que tiene desde el funeral. Le quita su rifle a uno de los soldados, encaja el cañón en un orificio de disparo y descarga un cargador lleno de balas contra la posición enemiga de la G-Pep, a menos de 50 metros.

Cherizier creció en la pobreza junto con siete hermanos en Lower Delmas; su padre murió cuando él era un niño, y a diferencia de la creencia popular de que su apodo proviene de su afición a prenderles fuego a las personas, “Barbecue” se debe a que su madre vendía pollo a la parrilla. Tras estudiar informática en la universidad, se incorporó a la policía en 2004, un punto de inflexión para un país en crisis perpetua. El primer líder de Haití elegido democráticamente, Jean-Bertrand Aristide, se enfrentaba a una reacción popular, y las pandillas conocidas como chimères, vinculadas a su partido Lavalas, sembraban el terror en los barrios marginales. A medida que los insurgentes armados se acercaban a la capital, Aristide huyó al exilio y una fuerza multinacional liderada por Estados Unidos intervino. Pero las pandillas se multiplicaron con el apoyo de los políticos que las usaron como herramientas de opresión.

Haití se mantiene como el país más pobre del hemisferio occidental, asolado por catástrofes naturales y alteraciones provocadas por el hombre. Después del terremoto de 2010, que dejó más de 200 000 muertos y puso al país de rodillas, llegaron más de trece mil millones de dólares en ayuda exterior. Para evitar la corrupción oficial, menos del 1 % se gastó a través de organizaciones no gubernamentales, dejando un “espacio cada vez más pequeño para una élite rapaz” que haría lo que sea para llegar al poder y mantenerse en él, en una “guerra de todos contra todos”, afirma Fatton.

Sin embargo, entre 2008 y 2016, supuestamente se malversaron casi dos mil millones de dólares de un programa de préstamos petroleros patrocinado por Venezuela, y dos primeros ministros y un expresidente figuran entre las docenas de funcionarios electos que han sido implicados en tramas de corrupción, lavado de dinero, contrabando de armas y narcotráfico. El país sigue siendo un punto de transbordo de la cocaína colombiana con destino a Estados Unidos. El aumento de los precios de los productos de primera necesidad, como el combustible y los alimentos, ha enriquecido aún más a los oligarcas que controlan la economía. Y a medida que la gente salía a protestar a las calles, las pandillas como medio de intimidación no hacían más que aumentar.


“Nuestro objetivo es un nuevo Haití”, dice Cherizier. “Creé la G9 para luchar contra el sistema”. Sin embargo, las acusaciones de masacre contra él se acumulan.


Cuando Moïse asumió el poder en 2017, Cherizier prestaba servicio en una fuerza especializada para reprimir disturbios. Ese año estuvo presuntamente implicado en la ejecución extrajudicial de nueve civiles. Después de ser despedido de la policía y con una orden de arresto en su contra, en noviembre de 2018, fue acusado de facilitar —junto con dos funcionarios del gobierno de Moïse— la masacre más letal en más de una década contra manifestantes en la favela de La Saline. Según un informe de la Clínica Internacional de Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de Harvard, 71 personas murieron, 11 fueron violadas y unas 150 viviendas fueron destruidas. En los días posteriores, por las redes sociales circularon vídeos de cerdos alimentándose de cadáveres quemados y descuartizados.

Cherizier había estado implicado en otras masacres cuando formó la G9 a mediados de 2020 con la promesa de restablecer la paz en la capital. En lugar de ello, según los críticos, el grupo amplió su control territorial al tiempo que proporcionó al presidente Moïse, presunto patrocinador de Cherizier, un arma unificada para aplastar a la oposición. El presidente llevaba meses gobernando por decreto, y las protestas que exigían su dimisión por los presuntos sobornos, la escasez de gasolina y el aumento de la violencia estaban en su punto álgido. Con uniforme militar y flanqueado por docenas de pistoleros enmascarados, Cherizier dio una rueda de prensa llamando a la revolución, afirmando después que estaba “listo para la guerra”.

El asesinato de Moïse en julio de 2021 puso al descubierto la debilidad del Estado, y la G9 ha llenado ese vacío de poder. En octubre, las pandillas abrieron fuego contra un convoy del gobierno e interrumpieron una ceremonia oficial, obligando al primer ministro Henry a huir; Cherizier, vestido con un traje blanco, se hizo cargo de la ceremonia. En dos ocasiones durante el año siguiente, la G9 impuso el bloqueo a Terminal Varreux, la mayor terminal petrolera de Haití, desencadenando una crisis de combustible que asfixió la economía y obligó a hospitales y escuelas a cerrar durante un brote de cólera. “Hace tiempo que Frankenstein perdió el control del monstruo, y ahora, en algunas partes de Puerto Príncipe, Barbecue es más poderoso que las élites que lo engendraron”, afirma Jeremy McDermott, codirector de InSight Crime, un grupo de expertos que estudia el crimen organizado en América Latina y el Caribe. “La falta de un gobierno legítimo y la impotencia de Ariel Henry refuerzan las pretensiones de las pandillas de representar a las comunidades que dominan”.

Cherizier niega cualquier implicación en las masacres o de haber estado en la nómina de Moïse, y afirma que “el 95 %” de las acusaciones en su contra son mentira. Insiste en que son parte de un esfuerzo coordinado de la élite haitiana, la clase política y los grupos de derechos humanos para difamarlo por atreverse a desafiar el orden establecido. “Desde hace 50 años, el país nada en corrupción. Los oligarcas acaparan la riqueza del país y conspiran con los políticos para proteger sus intereses a cualquier precio”, afirma. “Cuanta más inestabilidad hay, más ricos se hacen”.

Jason Motlagh

El funeral de los hijos de Denis. “Barbecue está destruyendo todo”, dice Denis. “Es un vampiro que se alimenta de sangre”.


Según Cherizier, al principio, Moïse fue “una marioneta” del sistema, pero como exproductor de plátanos del campo, el expresidente se dio cuenta de que los mayores obstáculos para reformar el Estado eran los oligarcas. “Empezó a luchar contra ellos, y por eso lo asesinaron”, afirma. “Sinceramente pienso que estaba dispuesto a llevar al país en la dirección correcta”.

“Creé la G9 para luchar contra este sistema explotador: todos para uno y uno para todos”, continúa, insistiendo en que la alianza no es una pandilla. “Somos un grupo armado con una ideología: vivir en un país donde el Estado trabaje en beneficio de la mayoría, donde la riqueza del país se reparta entre los pobres. Usamos nuestras armas para presionar al Estado. Es una lucha social”.

Una tarde, Cherizier organiza una caravana improvisada con una docena de soldados motorizados para enseñarme La Saline, el escenario de la masacre de 2018. La gente aparta la mirada cuando pasamos a toda velocidad. En el mercado principal, veo a gánsteres de la G9 cobrando dinero de “protección” a los vendedores. Algunos contenedores de transporte bloquean el acceso en un extremo de la calle principal, y las paredes tienen retratos recién pintados de Nelson Mandela y Martin Luther King Jr. En el interior de las estrechas madrigueras de tablas de madera y metal oxidado, el calor es sofocante, y manchas carbonizadas indican dónde tuvo lugar parte de la masacre.

Con un séquito armado, Cherizier se pone en pie. “Si fuera un asesino y un secuestrador, esta gente me odiaría. ¿Ustedes me odian?”, pregunta en voz alta a nadie en particular. “¿Cómo podría matar a mi propia clase? Esta es mi gente, solo mira la manera tan triste en la que están viviendo”.
“¿Qué necesitas, cariño?”, se inclina para preguntar a una frágil mujer. “La diferencia entre la G9 y los demás grupos armados”, continúa, “es que nosotros nunca secuestramos, violamos ni masacramos a nuestras comunidades. No necesitamos un nuevo territorio. Nuestro objetivo no es el dinero, sino un nuevo Haití”.

Y, aun así, las acusaciones de masacre en contra de Cherizier y la G9 siguen acumulándose. Cuando menciono los últimos ataques, se torna frío y no se disculpa. “Toda acción merece una respuesta. Las pandillas [G-Pep] de Bel-Air y sus aliados lanzaron un ataque, y nosotros contraatacamos, y lo hicimos al instante”, afirma. “No sabemos cuántos muertos y heridos hay en su bando. Solo sabemos que respondimos”.

Una mujer camina junto a los restos humeantes de un presunto pandillero asesinado por vigilantes de Bwa Kale.
Jason Motlagh

Unas casas más abajo de la vivienda de Lourdy Denis, en la calle Tiremasse, me llevan por un estrecho callejón hasta una morgue. Veo hileras de viviendas destruidas y calcinadas por el fuego, con objetos personales por el suelo: sandalias de plástico derretidas, extensiones de pelo, un osito de peluche… junto con costillas y vértebras de habitantes quemados vivos. “Antes aquí había algunos cráneos, pero los perros debieron llevárselos”, dice Marc-Andre Alexandre, autoproclamado portavoz de Bel-Air.

En la noche del 3 de marzo, en medio de una semana de ataques, Alexandre afirma que los soldados de Barbecue irrumpieron en el callejón y arrasaron la zona con refuerzos de la policía. “Vienen a masacrar a la población con el pretexto de que unos tipos de Bel-Air están secuestrando gente”, dice. “Aquí no había rehenes, solo hubo víctimas”. Al menos 20 personas fueron calcinadas en sus casas, y se llevaron a unas 50 más, según el grupo de derechos RNDDH.

Me encuentro a Taina Jean, de 17 años, lavando ropa en una repisa de concreto agrietada, y me dice que su madre, Betty, había salido a hacer recados cuando fue arrastrada por el ataque. Jean marcó una y otra vez al teléfono de su madre hasta que un hombre contestó y le dijo que ya la habían matado: “Ahora, vamos a quemarla por ti”. Su padre fue asesinado en 2019, dejándola sola y cuidando de su abuela. “Mientras exista este país, nada cambiará”, dice. “Ya hay demasiados mafiosos, no puedes matarlos a todos”.

Bel-Air ha sido una trinchera de la resistencia desde los días de Aristide, cuando las pandillas locales atacaron a las fuerzas de paz de la ONU estacionadas en la zona. “La gente dice que somos mafiosos, pero no lo somos: somos revolucionarios”, dice Louna Georges, una activista cuyo marido fue asesinado por atacantes de la G9 en 2019. “Envían gente a matarnos, luego usan los medios de comunicación para difamarnos, así destruyen nuestras vidas de diferentes maneras. Llevamos cuatro años viviendo en dolor”.
No obstante, la verdad es más complicada. Un líder de la comunidad que pidió permanecer en el anonimato explica que la lucha de Bel-Air por contener la agresión de la G9 creó la oportunidad perfecta para un exconvicto llamado Kempes Sanon. Tras escapar de la cárcel en 2021, Sanon se instaló en el barrio y se alió con G-Pep. “Cada vez que Barbecue ataca, Kempes es el que defiende al pueblo”, dice el líder. “Sin él, hace tiempo que la G9 habría tomado el control”. Hablamos dentro de un vehículo con las ventanas polarizadas y cerradas a pesar del calor. A unos metros, un grupo de jóvenes estampa camisetas de “Feliz cumpleaños Kempes”, con el logotipo del pistolero. “Para ellos es un héroe”, me dice el líder.

Sanon también es un prolífico secuestrador, y ha convertido a Bel-Air en su base de operaciones. Ahora, cada vez que el líder ve pasar un vehículo con los vidrios polarizados, asume que se trata de un secuestro. “Hoy en día, Bel-Air se divide en dos bandos”, comenta, “gente que sufre y gente que quiere dinero a toda costa”.

La campaña de terror de Sanon ha afectado a casi todo el mundo aquí. Me encuentro con mujeres que han sido alcanzadas por balas mientras están lavando la ropa o preparando la cena. La semana anterior, un inspector de policía y su hija fueron secuestrados por la pandilla de Sanon en una de las vías más transitadas de la ciudad. Desde principios de año han secuestrado a nueve periodistas haitianos. “Están agarrando a gente a su antojo”, dice Rosy Auguste Ducena, de RNDDH, señalando que desde 2018 ni un solo caso ha sido procesado con éxito. “No hay lugar del oeste de Puerto Príncipe que sea seguro”.


“Cuando la sociedad está al borde del colapso, y no consigue surgir otra, surgen los monstruos”.


En un recinto fortificado en uno de los puntos más altos de la ciudad, me tomo un café con Pierre Buteau, un historiador de 74 años y exministro de Educación que pasó 10 días en la cautividad de la G-Pep. Su hermano fue secuestrado en 2006, “cuando la cosa era más política”, me dice. “Hoy es económica, un intercambio”.

Una mañana de enero, Buteau estaba abriendo puertas y ventanas, un hábito que ha mantenido desde el terremoto, cuando cuatro hombres armados irrumpieron en su vivienda. Se apoderaron de sus relojes, su televisor y su carro, y lo condujeron a la zona de control de Sanon. Por las conversaciones con sus captores, dice Buteau, se enteró de que Johnson Alexandre, alias ‘Izo’, de la temida pandilla 5 Segond, le proporcionaba apoyo logístico. “Era una colaboración y yo estaba en el centro de ella”.

La nota de rescate exigía un millón de dólares (Buteau se niega a revelar la cantidad exacta que pagó, solo dice que fue muchísimo). Ahora imparte todas sus clases universitarias a través de Zoom. Rara vez sale de casa y a menudo se despierta en medio de la noche con recuerdos traumáticos. Sin embargo, afirma que sus captores nunca le hicieron daño físico y que simpatiza con su situación. Todos nacieron en la pobreza y están infectados por una “enfermedad social”, dice el profesor. “Llevan armas para resolver su miseria. Así es como pueden ser iguales a los demás”.

“Tenemos una élite con un gran instinto adquisitivo de riqueza”, añade. “La gente se hace preguntas, y el gobierno es incapaz de responderlas. Cuando la sociedad está al borde del colapso, y no consigue surgir otra, surgen los monstruos”.

Sin autoridades con las que contar, los haitianos, hartos, se toman la justicia por su mano. Este año, la policía confiscó armas a más de una docena de supuestos miembros de pandillas en un bus público. Una turba se apoderó rápidamente de los hombres, los golpeó y les prendió fuego en la calle con llantas empapadas en gasolina. El linchamiento marcó el inicio de Bwa Kale, que se traduce literalmente como “madera pelada” en criollo haitiano (o, en argot vulgar, “erección”), un levantamiento antipandillas sin precedentes que ha visto a grandes grupos de personas con machetes y piedras recorriendo los barrios de la capital en busca de delincuentes.

La violencia de las turbas continuó en mayo, cuando otro grupo de miembros de una pandilla fue atacado y linchado por justicieros, y los cadáveres aún humeaban cuando unos niños cruzaron por ahí. “Esto es traumático”, dice Clifford Clerveaux, propietario de una tienda de muebles al otro lado de la calle. “Entiendo la frustración, pero esta no puede ser la forma de resolverla. Las cosas van a ir demasiado lejos; podría morir gente inocente”.

A la vuelta de la esquina, la acera frente a la comisaría está ennegrecida por otra víctima. “Intentamos contener a la gente, pero solo hasta cierto punto, porque tampoco queremos que se vuelvan en nuestra contra”, me dice el policía de mayor rango que está de servicio. También me cuenta que, a comienzos de la semana, un agente no uniformado disparó al aire para dispersar a una multitud de manifestantes, y ese mismo tumulto le prendió fuego. “Cuando se dieron cuenta de que era policía, ya era demasiado tarde”.

Desplazados internos en un campamento improvisado en el centro de Puerto Príncipe.
Jason Motlagh

Haití tiene una sangrienta historia de expulsar opresores. La revolución de 1804, que derrocó a la Francia colonial, fue la revuelta de esclavos más exitosa de la historia y dio origen a la primera república afro libre del mundo. Cuando en 1986 terminó la dictadura de 29 años del expresidente François ‘Papa Doc’ Duvalier y su hijo, Jean-Claude ‘Baby Doc’ Duvalier, el país se vio sumido en una vigilancia parapolicial destinada a borrar todo vestigio de su reinado. En una campaña conocida como dechoukaj (desarraigo), los exmiembros de los Tonton Macoutes, la tristemente célebre fuerza paramilitar que torturó y asesinó a miles de haitianos, fueron perseguidos y ejecutados con llantas en llamas.

Ese espíritu ahora está resurgiendo. En Upper Delmas, vi a un activista repartir machetes gratis en un mercado mientras la gente coreaba “Libertad o muerte”; en Debussy, los vigilantes impusieron sus propios controles; y en Solino, seguí a una patrulla nocturna conformada por vecinos y policías fuera de servicio, que permaneció despierta toda la noche vigilando las barricadas de vehículos y muebles, iluminadas con hogueras de basura.

“Es cierto que [las pandillas] tienen armas grandes, pero no olvidemos 1804, cuando el ejército de Napoleón también las tenía, y ¿qué tenían los esclavos? Machetes y piedras”, explica Patrick Destiné, un voluntario local de 48 años. “Mientras respiremos, defenderemos nuestro territorio. Y cuando acabemos con los pequeños bandidos de la calle, iremos a por los bandidos trajeados, los de los ojos verdes y los negocios. Ellos también son delincuentes, solo que despliegan su violencia de otra manera. La segunda revolución comenzó aquí”.

La Village de Dieu (Aldea de Dios) es un barrio pobre costero al sur de la capital y la base de operaciones de 5 Segond. Para llegar hay que pasar en moto a través de líneas divisorias rivales y barreras de concreto hasta la carretera nacional, donde las fuertes lluvias y el mal drenaje han creado golfos de agua sucia que sirven como una especie de zanja. El nivel del agua es lo bastante alto como para alcanzar el tubo de escape de la moto en la que vamos, haciéndola salpicar antes de adentrarnos en un laberinto de callejuelas vigiladas por pistoleros drogados y lugareños confundidos.

Un haitiano pasa junto a un montón de basura ardiendo en el Boulevard Dessalines, Puerto Príncipe.
Jason Motlagh

Una última curva nos lleva al santuario del líder de 5 Segond, Manno, y a su ayudante de confianza, Izo, el portavoz de la banda y un aspirante a rapero cuyos videos demasiado gráficos han sido prohibidos en YouTube. Manno (nacido Emanuel Solomon) sigue siendo un misterio. Hay retratos gigantes de él y de Izo en una pared, complementados con una valla publicitaria de La Máscara, de Jim Carrey, el apodo de Manno desde sus primeros días como atracador. El jefe, moreno y barbudo, aparece fumando un porro y se disculpa porque la piscina no está llena; el camión de agua no ha podido pasar. Sobre una mesa hay una ametralladora Negev NG7, “un trofeo”, dice Manno. El hijo de dos años de uno de sus soldados muertos deambula por allí.

Manno no es muy hablador, pero en la Village de Dieu sus palabras son la ley. Me comenta que comenzó como soldado, luego ascendió y se convirtió en el líder cuando detuvieron a su jefe, y recibió tres tiros de paso. 5 Segond consolidó su reputación enfrentándose a la policía en tiroteos, un hecho del que Manno se siente orgulloso. “Esto nos hace superiores a las demás pandillas”, expresa. “Mucha gente dice que la G9 es fuerte, pero yo digo que es débil porque recibe apoyo especial del Estado”. Manno es buscado por el FBI por secuestrar a un ciudadano estadounidense, y mantiene que su pandilla recauda dinero gravando camiones en la carretera y cobrando pagos de protección a pequeños negocios. Se muestra evasivo cuando se le pregunta por el secuestro, y se limita a decir que la imposibilidad de entrada de la policía a la Village de Dieu lo convierte en el lugar ideal para esconder rehenes.

Damos un paseo por la Villa acompañados por un pelotón de soldados. Un vehículo blindado de la policía se encuentra al final de la manzana, erguido como monumento a una redada fallida en marzo de 2021 que dejó cinco agentes muertos. Comparado con las zonas de Lower Delmas y G9, el grafiti es menos revolucionario y más gánster; hay retratos de Ice Cube y 2Pac. Nos detenemos cerca de la primera línea para no provocar un tiroteo. Le pregunto a Manno cómo hace para que sus combatientes se mantengan obedientes, y me dice que cuando Salomón pidió ayuda a Dios, no le pidió dinero, sino sabiduría. “Tienes que mostrarles tu visión y verás que les llega a gustar lo que a ti te gusta. Es casi como criar a un hijo”.

De vuelta en la base, llega un camión y Manno distribuye paquetes de camisetas, pantalones cortos y zapatillas a algunos miembros de su banda. Al anochecer, preside una lujosa mesa en medio de la calle, acompañado por un par de amigas que preparan bebidas para sus soldados, un hombre cuyo único trabajo aparente es armar porros para el jefe y un consejero de 13 años armado y callado que siempre está en casa de Manno.

Mientras suena la música, algunos de sus Niños perdidos empiezan a abrirse. Samuel, de 32 años, dice que dejó de estudiar ingeniería porque no veía ninguna oportunidad en ello. “Aquí es perro come perro”, dice. “Manno nos cuida, nos mantiene bien”, señala sus nuevas zapatillas. “Les seguiré a él y a Izo hasta el final”.

Un soldado llamado Black nos cuenta la historia de una misión de la pandilla por reafirmar el control de la G-Pep en una franja del oeste de Puerto Príncipe. Unos 60 miembros de 5 Segond viajaron a la zona en medio de la oscuridad y al amanecer se dieron cuenta de que habían caído en una trampa. La policía, al acecho, abrió fuego y abatió a varios hombres de inmediato. Black dice que se escabulló entre los compañeros muertos mientras las balas volaban a su alrededor. Esa misma mañana se había producido el primer linchamiento de Bwa Kale en Canape Vert, y las turbas enardecidas buscaban a los gánsteres con frenesí. Durante los siguientes cuatro días, según Black, recorrió la jungla urbana con solo seis balas, dispuesto a suicidarse antes de que alguien le pusiera una rueda encima. “Solo 12 conseguimos volver. Es un milagro que siga vivo”.

Black viene de una familia trabajadora, pero abandonó los estudios y se metió en una pandilla. Mientras vivía en la calle, me dice, empezó a fumar crack y a hacer recados para los gánsteres. “Al unirte a una pandilla, buscas una mejor vida”, afirma. “Pero estás seguro de que vas a morir. Es como si firmaras un contrato en el que el final de tu vida también es el final del contrato”.

La mayoría de las noches, el soldado bebe hasta quedarse dormirse y fuma yerba al despertarse para adormecer la culpa por las caras horrorizadas de los rehenes, de los policías que ha matado, de la pérdida de su familia y amigos, de su pequeño mundo cada vez más pequeño. Dice que cree en Dios, pero que su vida está en manos del Diablo. “He hecho demasiado”, dice con un suspiro. “Solo espero las consecuencias de mis actos”.

Por su parte, Cherizier se ríe cuando le pregunto si está preocupado por Bwa Kale. “No hay secuestros ni violaciones en las zonas bajo el control de la G9, así que ¿por qué deberíamos preocuparnos?”, pregunta. “Un grupo de personas con el que me llevo bien —y que sabe que no es nada sin mí— nunca me mataría. Saben que una vez que me haya ido, no habrá más paz, ni más apoyo”.

En una sofocante mañana de junio, Cherizier patrocina un “lavado de cuerpo” para el barrio: una fiesta de baile callejera en la que los tambores comunales se llenan de agua y todo el mundo se empapa mientras que un DJ pone la música. Un Barbecue sin camisa reparte cervezas y mangos y baila al ritmo de sus fieles, aparentemente tranquilo en su feudo, a pesar de la pistola 9 mm que lleva en la cadera. La fiesta durará todo el día, y el camión de agua rellenará los tambores por encargo.

Mientras tanto, cerca de un basurero en el centro de la ciudad, Lourdy Denis y otros residentes desplazados de Bel-Air se hacinan en un conjunto destruido de habitaciones a la espera de limosnas. La llegada del camión cisterna, una vez a la semana, hace que las familias se apresuren a recoger el agua de toda la semana.

Denis, su mujer, sus tres hijos sobrevivientes y su madre ciega duermen en el suelo “respirando el aliento de los demás”. Más de 30 personas se hacinan cada noche en una habitación contigua, bajo un tejado lleno de agujeros de bala. Un disparo perdido impacta la pared de afuera y hace que todos se dispersen. “Esto ocurre todo el tiempo, y la gente está aterrorizada”, dice Mirlaine Saizmi, de 44 años, madre de tres hijos. Su madre anciana descansa sobre un cartón con una bala alojada en el pecho, a la espera de una operación. Por la noche, me cuenta, las ratas muerden a sus hijos y la lluvia se cuela por los huecos del tejado.

“Vivimos como animales”, dice Steven Coicou, un vendedor ambulante cuya esposa murió en un ataque de la G9, y sacó a sus cuatro hijos del colegio tras la muerte de los chicos de Denis. Sin trabajo y con una grave inflación, depende de los fondos de amigos en Estados Unidos para alimentarlos, “de lo contrario, se morirán de hambre”. Según el Programa Mundial de Alimentos de la ONU, una cifra récord de 4,7 millones de haitianos padece hambre aguda. Como tantos otros, Coicou quiere abandonar el país con su familia, pero carece de los medios para hacerlo. “¿Cómo es posible que seamos vecinos de Estados Unidos?”, se pregunta. “Sus gobernantes deben pensar que no somos nada”.

En gran medida, Estados Unidos ha permanecido de brazos cruzados mientras la crisis empeora. “Haití no es un país estratégico para Estados Unidos”, explica Fatton, “solo lo tienen en cuenta por el problema de la migración”. El profesor considera que la administración Biden se mantendrá al margen dadas las guerras en Ucrania y el Oriente Medio, además del fracaso de las intervenciones previas para resolver los males del país.

Las alternativas tampoco inspiran confianza. Kenia, respaldada por una promesa de ayuda de hasta doscientos millones de dólares por parte de Estados Unidos, está dispuesta a enviar 1100 policías para dirigir una fuerza de seguridad aprobada por la ONU que se enfrente a las pandillas. Pero la policía keniana tiene un pésimo historial en materia de derechos humanos. La violencia sexual y los mortíferos brotes de cólera, provocados por fuerzas extranjeras en el pasado, han hecho que los haitianos se muestren reacios a la intervención. Incluso en este momento de desesperación, cuando casi el 70 % de los encuestados apoya el despliegue de una fuerza multinacional, existe un gran cinismo sobre lo que pueden conseguir los extranjeros.

Restaurar la autoridad de la ley exigirá inversiones a más largo plazo en la revisión de la policía y la desmovilización de los pandilleros, la reforma de la justicia y las prisiones, y los controles fronterizos y aduaneros, afirma Muggah, y “la motivación de los donantes por este tipo de apoyo no está muy clara”. “Todo lo que ha hecho la comunidad internacional o la ONU es venir con soluciones temporales”, dice Charlier. “Y para lo que estamos viendo hoy en día, no es suficiente”.

Un último recurso popular entre algunas élites haitianas es la contratación de mercenarios extranjeros, libres de problemas de derechos humanos, para tratar de exterminar a las pandillas (Bastó un escuadrón de la muerte para asesinar al presidente en su dormitorio). Documentos filtrados por Estados Unidos revelaron que el grupo ruso Wagner estaba buscando contratos con el gobierno, pero este es un escenario que solo ahogaría a la nación en más sangre.

A pesar de todo, Cherizier insiste en que está preparado para cualquier combate y que tiene planes aún más grandes. “En reconocimiento a mi lucha por mi comunidad y mi país, puede que en el futuro tenga que meterme en la política”. En un futuro previsible, las mismas élites criminales se seguirán beneficiando de la impunidad que ha hecho la vida insostenible para la mayoría de los haitianos, obligando a todo el que pueda a abandonar el país, y a los que no, a sumirse aún más en la desesperación. “La población solo se va a enojar más, y en algún punto, las pandillas reaccionarán y se producirá una gran masacre”, afirma Charlier. “Creo que esto acabará en sangre y cenizas”.

Tres semanas después de que sus hijos fueran asesinados a tiros, Lourdy Denis pudo reunir los fondos necesarios para darles un funeral. Durante una breve misa el sábado por la mañana en la iglesia de St. Antoine, en Poste-Marchand, Denis se sentó junto a los ataúdes con un traje nuevo, demacrado y pálido, pero manteniendo la compostura mientras otros dolientes lloraban. Una larga y lenta procesión por el centro de la ciudad termina a la entrada del cementerio municipal, donde otros dos grupos también llevan a sus familiares muertos: uno asesinado por el fuego cruzado de las pandillas, el otro a causa de una enfermedad.

Lourdy se detiene y queda afuera del cementerio; en Haití, se considera mala suerte que los padres asistan al funeral de sus hijos, no sea que traigan una maldición a otros descendientes. Sigo a los portadores del féretro a través de pasadizos en ruinas, y la gente se empuja sobre los huesos y la ropa destrozada para colocar los ataúdes en un par de ranuras de las que quitaron restos anteriores. Todos se quedan en silencio en conmemoración. Incluso estando tan lejos de Bel-Air, Cherizier sigue en sus mentes.

“No quería entrar en el cementerio, porque aquí enterraron a mi mujer hace dos meses”, dice Coicou. “Pero si nadie habla, las cosas no harán más que empeorar. Tenemos suerte de encontrar los cuerpos de los chicos, pero ¿saben cuántos más han desaparecido? Tenemos que levantarnos y decir basta”.
La última vez que veo a Denis, está sentado en la puerta de su habitación tipo celda, fumando aturdido. “No puedo dejar de pensar en mis hijos”, dice. “Siempre están conmigo”. Dos de los hijos que le quedan deambulan a su alrededor, demasiado pequeños para comprender lo que les ha pasado a sus hermanos. Denis me mira y me dice: “Puedes adoptarlos, si quieres, y llevártelos lejos de este lugar. Aquí no hay vida, ni futuro”, dice. “Para mí, ya están prácticamente muertos”.