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El Chapo habla

“Las leyes de la conciencia, que nosotros pretendemos que se deriven de la naturaleza, nacen de la costumbre”. –Montaigne

Por  SEAN PENN

marzo 30, 2020

Cortesía

Información importante: Algunos nombres han sido cambiados, algunas ubicaciones no se han nombrado, y se negoció con el sujeto que esta entrevista se presentaría para su aprobación antes de su publicación. El sujeto no pidió ningún cambio.

“Las leyes de la conciencia, que nosotros pretendemos que se deriven de la naturaleza, nacen de la costumbre”. –Montaigne

Hoy es 28 de septiembre de 2015. Mi cabeza está nadando, etiquetando TracPhones (grabadoras), uno por cada contacto, uno por día, destruir, quemar, comprar, equilibrando los niveles de codificación, a través de Blackphones, direcciones de email anónimas, mensajes no enviados almacenados en la bandeja de borradores. Es una película de horror clandestina para el hombre más analfabeto en tecnología que existe en el mundo. Tengo 55 años de edad y nunca he aprendido a utilizar una laptop. ¿Aún fabrican laptops? ¡Ni puta idea! Son las 4:00 de la tarde. Otro precioso día de otoño en la ciudad de Nueva York. Las calles han sido un hervidero de luces y sirenas de movimiento diplomático, jefes de Estado, funcionarios de la ONU, servicios secretos y la policía de Nueva York. Es la semana de la Asamblea General de la ONU. El Papa Francisco iluminó el camino y se marchó de la ciudad dos días antes. Estoy sentado en mi habitación del Hotel St. Regis con mi colega y compañero de armas, Espinoza.

Espinoza y yo hemos recorrido muchos caminos juntos, pero ninguno tan imprevisible como el que vamos a transitar en breve. Espinoza es el búho que vuela entre los halcones. Ya sea que esté en medio de un barrio pobre, de una selva, o de un campo de batalla, su idiosincrásica elegancia, su sonrisa traviesa y su modesto encanto calman de forma natural la amenaza potencial que se cierne. La cabeza calva de Espinoza hace que te dirijas a sus ojos centelleantes. Es un hombre fascinado y comprometido. Nos susurramos mutuamente comunicándonos en clave. Por fin me puedo tomar un respiro y alejarme de la cibertecnología que ha estado quemándome el cerebro y el alma. Nos sentamos en la quietud que existe tras las paredes fortificadas del viejo hotel neoyorquino, cuando las paredes eran paredes, y los teléfonos se podían usar sin necesidad de hacer un doctorado. Hacemos nuestros planes en silencio, conscientes de la paradoja que supone que en nuestro hotel se hospede el Presidente de México, Enrique Peña Nieto. Espinoza y yo abandonamos la habitación para salir fuera del hotel, respirar el aire de otoño y caminar las cinco cuadras que nos separan de un restaurante japonés, donde nos encontraremos con nuestro colega El Alto García. Al salir a la calle 55, la banqueta está forrada con las camionetas blindadas que transportarán al presidente de México a la Asamblea General de la ONU. Paradójico en verdad, cuando un miembro de su escolta me pregunta si me podría tomar un selfie con él. Un flash: Yo y un agente de seguridad mexicano de 1.80 m. de alto y con un auricular insertado en el oído para escuchar instrucciones.

Un flash: ¿Por qué es paradójico? Es paradójico, porque actualmente México tiene, en efecto, dos presidentes. Y de los dos presidentes, no era Peña Nieto a quien Espinoza y yo planeábamos ver cuando hablábamos en clave arriba en la habitación. No era él quien hizo necesarias tantas semanas de planificación clandestina. Era más bien un hombre de aproximadamente mi edad, aunque sin ningún tipo de cálculo humano que pudiera brindarnos una idea de cualidades compartidas. Con cuatro años, en 1964, yo excavaba en busca de tesoros imaginarios, innecesarios, en el patio trasero de la casa de mis padres, una familia estadounidense de clase media, mientras él dibujaba a mano pesos imaginarios que, de haber sido reales, podrían haber sido la única posibilidad para él y su familia de soñar más allá de una vida puramente campesina. Y mientras yo estaba surfeando en las olas de Malibú a los nueve años, él ya estaba trabajando en los campos de marihuana y amapola de las montañas remotas del estado mexicano de Sinaloa. Hoy en día, dirige el mayor cártel internacional de drogas que el mundo ha conocido jamás, mayor incluso que el de Pablo Escobar. Vende y mueve, según algunas estimaciones, más de la mitad de toda la cocaína, heroína, metanfetaminas, y marihuana que entran en los Estados Unidos.

Le llaman “El Chapo”. Joaquín Archivaldo Guzmán Loera. El mismo Chapo Guzmán que tan sólo dos meses antes había humillado al Gobierno de Peña Nieto y sorprendido al mundo con su extraordinaria fuga de la prisión de máxima seguridad del Altiplano a través de un túnel de más de un kilómetro y medio de largo de ingeniería inmaculada.

Ésta se convertiría en la segunda fuga de El Chapo, el narcotraficante más notorio del mundo, la primera tuvo lugar 13 años antes en la prisión de Puente Grande, donde logró escapar oculto debajo de las sábanas en un carrito de lavandería. Desde que iniciara su andadura en el negocio del narcotráfico, El Chapo fue ascendiendo con rapidez, forjándose una reputación casi mítica: primero, como un frío pragmatista de quien se decía que te metía un tiro en la cabeza por cualquier error cometido en un envío, y luego, conforme fue estableciendo el cártel de Sinaloa, como un Robin Hood que proporcionaba servicios sumamente necesarios en las montañas de Sinaloa, financiando todo, desde comida y carreteras hasta ayuda médica. Para cuando asistimos a su segunda fuga de una prisión federal, se había convertido en todo un personaje consolidado del folklore popular mexicano.

En 1989, El Chapo excavó el primer paso subterráneo a través de la frontera entre Tijuana y San Diego, y fue pionero en el uso de túneles para transportar sus productos sin ser capturado. Más adelante yo descubriría que sus ya consumados ingenieros habían volado a Alemania el año pasado por tres meses para recibir la formación adicional necesaria para tratar el acuífero de bajo nivel que corría por debajo de la prisión y la zona que lo rodea. Un túnel equipado con una motocicleta guiada por rieles con un motor especialmente diseñado para funcionar en un espacio poco oxigenado, permitiendo que El Chapo se deslizara por un agujero en el piso de la regadera de su celda hacia su asiento y recorriera una milla hasta su libertad. Fue este presidente de México el que había accedido a vernos.

He de decir que no me produce orgullo alguno guardar secretos que se pueden percibir como que protegen a delincuentes, ni siento ningún regodeo soberbio en tomarme selfies con agentes de seguridad ignorantes. Pero estoy en mi ritmo. Todo lo que digo a todo el mundo debe ser cierto. Tan cierto como que es una verdad dividida. La confianza que El Chapo había depositado en nosotros no era algo para chingárselo así como así. Esta será la primera entrevista jamás concedida por El Chapo fuera de una sala de interrogatorios, lo cual me dejaba sin precedentes para medir los riesgos que asumíamos. Había visto un montón de videos y fotografías de inocentes, activistas, valientes periodistas y enemigos del cártel que fueron decapitados, hechos explotar, desmembrados o acribillados a balazos. Yo era muy consciente del compromiso de la DEA y otros policías y militares, tanto mexicanos como estadounidenses, que habían perdido la vida ejecutando las políticas de la Guerra contra las Drogas. Las familias diezmadas, y las instituciones corrompidas.

Me sentí algo reconfortado con un singular aspecto de la reputación de El Chapo entre los jefes de los cárteles de la droga en México: Que, a diferencia de sus colegas que se dedican al secuestro gratuito y al asesinato al azar, El Chapo es antes que nada un hombre de negocios, que solo recurre a la violencia cuando lo considera ventajoso para sí mismo o sus intereses comerciales. Fue la fuerza de las aparentemente mejor calculadas estrategias del cártel de Sinaloa (un cártel, cuya cara conocida es El Chapo, pero que incluye asimismo el co-liderazgo de Ismael “El Mayo” Zambada) la que sirvió de base para que se convirtiera en uno de los sindicatos criminales dominantes en México, extendiéndose más allá del estado noroccidental rural que le da nombre, con un control considerable de las principales zonas fronterizas entre Estados Unidos y México: Ciudad Juárez, Mexicali y Tijuana, y que ya llega hasta Los Cabos.

Como ciudadano estadounidense, me siento atraído a explorar lo que puede ser inconsistente con las descripciones de nuestro Gobierno y medios de comunicación sobre sus enemigos declarados. Desde los tiempos de Osama bin Laden, nadie ha capturado tanto la imaginación del público desde el punto de vista de la captura de un fugitivo. Pero, a diferencia de bin Laden, quien había planteado la premisa de que toda la población de un país se define por las políticas de sus líderes, y es cómplice de las mismas, en el caso del narcotraficante más buscado del mundo, nosotros, los americanos, ¿no somos de hecho cómplices de todo lo que puede ser satanizado? Somos los consumidores, y como tales, somos cómplices de todos los asesinatos, de toda la corrupción existente en la capacidad de una institución para proteger la calidad de vida de los ciudadanos de México y Estados Unidos, y que es el resultado de nuestro insaciable apetito de narcóticos ilegales.

Volvemos una vez más a una cuestión de moralidad relativa. ¿Qué decir de las decenas de miles de estadounidenses enfermos y químicamente adictos, encarcelados salvajemente por el crimen de su enfermedad? Encerrados en centros donde es inevitable que se den actos atroces de deshumanización y violencia, y donde el asesinato es una amenaza que se cierne constantemente. ¿Estamos diciendo que lo que es sistémico en nuestra cultura, y está fuera de nuestra vista y control directos, no comparte ningún tipo de equivalencia moral con las abominaciones que pueden rivalizar con los asesinatos provocados por el narcotráfico en Juárez? O, ¿se trata de una distinción para quienes pretenden tener de forma pasiva superioridad moral?

Caben muy pocas dudas de que la Guerra contra las Drogas ha fracasado. Hasta 27 mil homicidios relacionados con las drogas en México en un solo año, y un incremento continuado de la adicción a los opiáceos en EEUU. Trabajando en las áreas de emergencias y desarrollo en Haití, se me han propuesto en innumerables ocasionales soluciones teóricas a los males del país por parte de agencias burocráticas que desconocen la cultura e incongruencias existentes sobre el terreno. Quizá dada la estrechez de miras de nuestra cultura puritana y perseguidora, que ha diseñado la Guerra contra las Drogas, hayamos perdido de forma similar de vista lo que resulta práctico, y hayamos rendido nuestras almas a la teoría. Con un costo para el contribuyente estadounidense de $25 mil millones de dólares al año, estas políticas de guerra han contribuido de manera importante a matar a nuestros hijos, drenar nuestras economías, abrumar a nuestros policías y tribunales de justicia, sacarnos el dinero, llenar nuestras prisiones y guardar las apariencias. La lucha de otro día perdida. Y con ella, cualquier posible visión de reforma, o reconocimiento de las ventajas demostradas en tantos países logradas mediante la legalización regulada de las drogas con fines recreativos.

Ahora, en la Calle 50, Espinoza y yo entramos en el restaurante japonés. El Alto se sienta solo en un rincón tranquilo, bajo un ventilador que gira lentamente diseminando un aroma a pescado crudo. Es un hombre grandote, tranquilo y elegante, que habla casi susurrando. Me había ayudado en muchos viajes anteriores. Es un hombre de mundo, con muchos contactos y cae muy bien. Espinoza, hablando en español, le pone al día de nuestros planes e itinerario. El Alto escucha con atención, apretando lentamente los frijoles de una vaina de soya edamame entre los dientes, uno por uno. Esta era la reunión que considerábamos nuestro punto de no retorno. O todos le entrábamos o renunciábamos al plan. Habíamos evaluado los distintos riesgos pero me sentía confiado y se lo dije. Yo me había adentrado en experiencias que iban más allá de mi control en numerosos países en situaciones de guerra, terror, corrupción y desastres. Lugares donde lo que puede salir mal, saldrá mal, o ya había salido mal y, al final, con todo, me habían proporcionado un pedazo de mi conciencia terrenal (si bien no es una ciencia perfecta) de precauciones disponibles dentro del diseño del caos.

Acordamos que yo volaría a Los Ángeles el día siguiente para coordinar con nuestro principal punto de contacto con El Chapo. Pedimos sake y nos dejamos llevar haciendo algunos chistes para relajarnos y abstraernos de nuestras imperfectamente científicas preocupaciones. Al otro lado de las ventanas del restaurante, vemos pasar un grupo de estadounidenses de origen mexicano que marchan en protesta contra las violaciones alegadas contra los derechos humanos del Gobierno de Peña Nieto, tras haber permitido que su país de origen haya caído en las garras del régimen de los narcotraficantes.

En enero de 2012, la estrella mexicana de cine y televisión Kate del Castillo, que interpretó exitosamente a una narcotraficante en la telenovela La reina del Sur, muy popular en México, usó Twitter para expresar su desconfianza del Gobierno mexicano. Declaró que, en cuestiones de confianza, entre gobiernos y cárteles, ella confiaba más en El Chapo. Con ese tuit, la actriz expresaba un sueño, tal vez alentando al mismísimo Chapo: “Sr. Chapo, ¿no sería genial que empezara a traficar con amor? Con curas para las enfermedades, con comida para niños sin hogar, con alcohol para las residencias de ancianos que no permiten a las personas mayores hacer lo que les venga en gana por el resto de sus días. Imagine traficar con políticos corruptos en vez de con mujeres y niños que terminan como esclavos. ¿Por qué no quema usted todos esos almacenes donde las mujeres valen menos que un paquete de cigarrillos? Sin oferta, no hay demanda. ¡Vamos Señor! Usted sería un héroe entre los héroes. Trafiquemos con amor. Usted sabe cómo hacerlo. La vida es un negocio y lo único que cambia es la mercancía. ¿No está de acuerdo?”. Si bien muchos la condenaron, otros tantos compartieron también el sentimiento de Kate en México. Puede escucharse en los narco corridos, tan populares en todo el país. Sin embargo, lo suyo fue algo diferente, lejos de la visión romántica del bandido, se trataba más bien de la continuidad de su historia de expresar valientemente sus sueños optimistas para su tierra. Ya se había sincerado antes sobre temas de política, sexo y religión, y es una de las voces independientes y valientes que las democracias han de proteger y de las cuales no pueden prescindir.

Su valentía también queda demostrada al permitir que la nombremos en este artículo. Hay fuerzas brutales y corruptas en el Gobierno mexicano que se le opondrían (y, de hecho, según Kate, altos funcionarios del Gobierno han respondido a su declaración pública con intimidaciones a nivel privado), y, por ende, una responsabilidad del público por salvaguardar a aquellos que se hacen oír.

Tal vez no debería sorprender que este ícono local del espectáculo haya atraído el interés de un singular admirador, al tiempo que fugitivo, de Sinaloa. Después de leer la declaración de Kate en Twitter, un abogado que representaba a El Chapo Guzmán contactó a Kate. Dijo, El Señor quería enviarle flores como muestra de agradecimiento. Ella, nerviosa, ofreció su dirección, pero haciendo gala de maniobras picarescas propias de una actriz, lo cierto es que las flores nunca le llegaron.

Dos años después, en febrero de 2014, un destacamento de marines mexicanos capturó a El Chapo en un hotel de Mazatlán, tras una búsqueda que se prolongó durante 13 años. Las imágenes del arresto se pudieron ver en canales de televisión de todo el mundo. Mientras estuvo encarcelado en la prisión del Altiplano, los abogados de El Chapo se vieron inundados por tentativas de acercamiento por parte de estudios de Hollywood. Tras su dramática captura y, quizá, la ilusión de tratos seguros, ahora que El Chapo estaba entre rejas, los gringos se apresuraban a contar su historia. La semilla había sido plantada, y El Chapo, después de que se le abrieran los ojos ante la posibilidad, hizo planes propios. Estaba interesado en que se hiciera una película de su vida, pero solo le confiaría el guión a Kate. El mismo abogado volvió a localizarla, esta vez a través del equivalente mexicano del Sindicato de Actores de Cine de los EE UU, y el narcotraficante encarcelado y la actriz empezaron a enviarse cartas manuscritas y mensajes a través de BBM.

Fue en un evento social en Los Ángeles donde Kate conoció a Espinoza. Descubrió que él estaba sumamente bien conectado con fuentes financieras, incluyendo fuentes que financiaban proyectos de películas, y le propuso una asociación para hacer una película acerca de El Chapo. Fue aquí cuando Espinoza incluyó a nuestro colega y amigo mutuo, El Alto. Me enteré de su intención de hacer la película, pero no conocía a Kate, ni estaba involucrado en el proyecto. Los tres se reunieron con el abogado de El Chapo para evaluar la idea, pero se determinó en última instancia que el acceso directo a El Chapo seguiría estando demasiado restringido para que su emprendimiento autorizado destacara por encima de otros proyectos centrados en la vida de El Chapo que Hollywood intentaría llevar a la gran pantalla con o sin su participación.

Luego pasó lo de julio de 2015: La fuga de El Chapo. El mundo, y particularmente México y Estados Unidos, pusieron el grito en el cielo. ¿Cómo pudo suceder esto? La DEA y el Departamento de Justicia de los EEUU estaban furiosos. El hecho de que el Secretario de Gobernación de México, Miguel Ángel Osorio Chong, hubiera negado la extradición de El El Chapo a Estados Unidos, y de que hubiera escapado luego, había hecho quedar a Chong y a la administración de Peña Nieto como parias.

Seguí las noticias de la fuga de El Chapo y me puse en contacto con Espinoza. Nos reunimos en el patio de un hotel boutique de París a finales de agosto. Me dijo que Kate había tenido contactos intermitentes con El Chapo después de su fuga. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea de escribir un artículo para una revista. Volvió a asomar la mirada traviesa de Espinoza, indicando que haría preparativos para que me encontrara con Kate en los Ángeles. Le hablé a Kate de lo que tenía en mente en un restaurante de Santa Mónica, y ella acordó hacer de emisaria y enviar nuestros nombres para que fueran aprobados al otro lado de la frontera. Cundo una semana después más o menos tuvimos conocimiento de que El Chapo había aceptado vernos, llamé a Jann Wenner de Rolling Stone. Nos encomendaron la tarea a mí, a Espinoza y a El Alto. Con una carta de Jann que oficializaba el proyecto, nos uniríamos a Kate, que era nuestro pasaporte para ganarnos la confianza de El Chapo, y nos pondríamos en manos de los representantes del cártel de Sinaloa, quienes diseñarían la logística de nuestro viaje. Había transcurrido un mes de planificación desde que Espinoza y yo iniciáramos esta andadura a finales de septiembre en la calle 55 de Nueva York.

Cuatro días después, el 2 de octubre, El Alto, Espinoza, Kate y yo abordamos un vuelo chárter autofinanciado en un aeropuerto de la zona de Los Ángeles para viajar a una ciudad en el centro de México. Tras aterrizar, un conductor del hotel nos recoge en el aeropuerto y nos lleva al hotel en el que debíamos reservar. Sospechando de todo ser vivo o inanimado, empiezo a auscultar con la vista automóviles y conductores, madres con niños, abuelos, transeúntes, terrazas de edificios y cortinas de ventanas. Busco helicópteros en el cielo. No tengo duda de que la DEA y el Gobierno mexicano están siguiendo el rastro de nuestros movimientos. Desde el momento en que Kate se había expuesto con su tuit de enero de 2012 hasta el inicio de nuestras negociaciones cifradas para ver a El Chapo, me había sentido desconcertado intentando determinar por qué El Chapo se arriesgaba así con nuestra visita. Si Kate estaba siendo vigilada, también debían estar siendo vigilados quienes figurasen en cualquier lista de pasajeros compartida. Si bien no veo ningún ojo espía, doy por sentado que sí los hay.

Por el parabrisas de la camioneta, a medida que nos acercamos al hotel, veo a un hombre vestido de manera informal de 40 y pico años de edad que da instrucciones a nuestro conductor para dirigirse a la entrada, al tiempo que de forma simultánea marca un número en su celular. Se trata de Alonzo, quien, según estoy a punto de descubrir, trabaja para El Chapo. Agarramos nuestras maletas y salimos de la camioneta. Casi de inmediato disminuye el tránsito cerca del punto designado donde nos recogen. Fuera de mi línea de visión, alguien está bloqueando las calles adyacentes. Luego, aparece una caravana solitaria de vehículos blindados frente a nuestro hotel. Alonzo nos pide que entreguemos nuestros dispositivos electrónicos y los dejemos (teléfonos celulares, computadoras, etc.). Yo había dejado los míos en Los Ángeles, ya anticipándome a este requisito. Mis colegas entregan los suyos en la recepción del hotel. Nos meten rápidamente en los vehículos. Alonzo viaja como guardia armado, mis colegas y yo vamos sentados atrás. Alonzo y el conductor hablan español rápido y en voz baja. Mi español es, siendo generoso, deficiente. Por el día, y si me veo obligado a ello, mi vocabulario se restringe a “hola” y “adiós”. Por la noche, con unas cervezas encima, puedo defenderme, hablando y escuchando lentamente. La conversación en el asiento de delante parece inofensiva, nada más que un intercambio afable de aspectos logísticos en pos de nuestro viaje. Durante el viaje de una hora y media desde la ciudad, y atravesando tierras de labranza, ambos hombres reciben mensajes frecuentes por BBM; quizá actualizaciones en relación con nuestra ruta para mantener la seguridad de nuestro convoy. Con cada mensaje recibido, sube la aguja del velocímetro, llegando a alcanzar velocidades bastante superiores a los 160 km. por hora. Me gusta la velocidad. Pero no cuando no soy yo quien tiene las manos en el volante. Para calmarme, hago como si tuviera cualquier razón para memorizar la ruta de nuestro viaje. Es en eso en lo que me concentro, y no en los intercambios de palabras entre los dos extraños que guían nuestro viaje.

Llegamos a una pista aérea de tierra. Miembros del personal de seguridad con trajes a medida están parados al lado de dos avionetas de un solo motor con seis asientos. No es hasta que abordamos una de las dos avionetas que me doy cuenta de que nuestro conductor había sido el hijo de 29 años de El Chapo, Alfredo Guzmán. Se sienta a mi lado, habiendo sido designado como uno de nuestros escoltas personales para ver a su padre. Es un tipo bien parecido, delgado y bien vestido, con un reloj de pulsera que podría tener más valor que todo el dinero que albergan los bancos centrales de la mayoría de las naciones. Tiene un reloj espectacular.

Las avionetas despegan y viajamos un par de horas. Una al lado de la otra, volando sobre las corrientes de una jungla montañosa. Nuevamente, pienso en todos los riesgos que El Chapo y su gente corren recibiéndonos. No nos habían vendado los ojos, y cualquier viajero experimentado podría haber recordado diferentes puntos de referencia triangulados para repetir el viaje. Pero gracias a su fe en Kate, con quien solo había hablado a través de cartas o BBM, gozamos de una confianza insólita. Le pregunto a Alfredo que cómo podemos estar seguros de que no nos están siguiendo o vigilando. Sonríe (cabe señalar que no pestañea mucho) y apunta a un codificador rojo debajo de los controles de la cabina del piloto. “Ese conmutador bloquea el radar terrestre”, señala. Agrega que tienen un infiltrado que les avisa cuando va a despegar el avión militar de vigilancia a gran altitud. Se muestra confiado en que ya no hay ojos indeseados a esa altura. Platicamos a lo largo del vuelo gracias a la ayuda de Kate, que hace de intérprete. Tengo cuidado de no decir nada que pueda poner en peligro la bienvenida de su padre antes siquiera de que hayamos llegado.

Cuando llevamos dos horas de vuelo, descendemos desde los exuberantes picos montañosos hasta una pista a nivel del mar. El piloto habla a tierra a través de un teléfono codificado. Siento que el ejército está incrementando sus operaciones en su área de búsqueda. Se ha considerado súbitamente que la zona original de aterrizaje ya no es segura. Luego de conversar durante un buen rato durante todo el viaje, y de volar en círculos a una inquietante baja altitud, encontramos un claro de tierra alternativo con dos camionetas que nos esperan en la sombra en un terreno rodeado de árboles. El vuelo había sido lo suficientemente movido como para que todos tomáramos unos tragos de una botella de tequila Honor, una marca nueva que Kate está comercializando. Bajo de la avioneta, entablando ligeramente conciencia de dónde me encuentro, y me dirijo hacia los conductores que nos esperan haciendo señas. Arrojo mi mochila en la parte trasera de la camioneta y avanzo pesadamente hasta la arboleda a orinar. Pene en mano, lo cuento entre las partes de mi cuerpo vulnerables a los cuchillos de narcos irracionales, y vuelvo a admirarlo una vez más por si acaso antes de volver a ponerlo a buen recaudo.

Espinoza se había operado hacía poco de la espalda. Se estiró, y se ajustó la faja postoperatoria, que quedó a la vista de todo el mundo. Se me ocurre que, entre todos los que nos habían recibido en tierra, algunos podrían haber pensado que la faja tenía un cable, un chip o un dispositivo de rastreo. A pesar de tener todos los ojos puestos en él, Espinoza se ajusta metódicamente el velcro hacia la barriga, y mira lentamente hacia arriba, con su peculiar sonrisa ante las miradas de sospecha de quienes están a su alrededor. Luego dice “Cirugía de espalda”. Momento de tensión superado.

Nos adentramos en la espesa y montañosa selva, en una caravana de dos camionetas, cruzando río tras río, durante siete largas horas. Espinoza y El Alto, con un conductor en el vehículo de delante; yo y Kate con Alonzo y Alfredo atrás. En ocasiones, la jungla se abre y deja entrever tierras de labranza, para luego volver a cerrarse. A medida que va aumentando la altura, las señales de la carretera anuncian que nos acercamos a municipalidades. Y luego, pareciendo que nos encontramos en la entrada de Oz, el pico más alto visible, llegamos a un control militar. Dos soldados uniformados del Gobierno, armas en mano, se acercan al vehículo. Alfredo baja la ventanilla del pasajero; los soldados se retiran pareciendo avergonzados, y nos hacen señales con la mano para que pasemos. ¡Ah! Ese es el poder de la cara de Guzmán. Y la corrupción de una institución. ¿Significaba esto que nos estábamos acercando al hombre?

Hubieron de transcurrir varias horas de viaje por la jungla antes de que viéramos señales de que nos estábamos acercando. Luego, aparecen varios extraños como de la nada, en el camino de tierra, haciendo comprobaciones con nuestros conductores e intercambiando radios. Seguimos. La jungla da paso a pueblos pequeños; los ojos protectores de los campesinos se relajan cuando les saluda un conductor que les resulta conocido. No hay cobertura para teléfonos celulares aquí, de manera que hay repetidores de radio en puntos elevados de la topografía que hacen posible las comunicaciones internas.

Habíamos salido de Los Ángeles a las 7:00 am. Cuando el tablero de mandos del vehículo indica las 9:00 pm, llegamos a un claro donde hay varios SUV estacionados. Hay un pequeño grupo de hombres alrededor. En una loma a lo alto, veo algunos búngalos deteriorados. Me bajo del camión, miro a la cara a los hombres que nos custodiaban buscando su aprobación y me dirijo a la cajuela del camión para tomar con mi mochila. A continuación, asentimientos con la cabeza. Procedo. Y cuando lo hago… ahí está. Justo al lado del camión. El fugitivo más famoso del mundo: El Chapo. Lo reconozco de inmediato por los cientos de fotos que había buscado y todas las noticias que había visto. No hay duda alguna, es él. Lleva puesta una camisa de seda con un diseño informal, jeans negros planchados, y parece estar sorprendentemente bien arreglado y sano para ser un hombre que se esconde. Abre la puerta de Kate y la saluda como si fuera una hija que regresa de la universidad. Parece que para él es importante expresarle en persona el cálido afecto que hasta ahora solo ha podido transmitirle ocasionalmente desde la distancia. Después de saludarla, se vuelve hacia mí con una sonrisa acogedora, estrechándome la mano. Se la doy. Me da un abrazo de “compadre”, me mira a los ojos y me suelta un largo saludo en un español demasiado rápido como para poder entenderle. Junto las fuerzas para explicarle a él en un español entrecortado que dependería de Kate para hacer de intérprete a medida que avanzara la noche. Sólo ahí se da cuenta de que su saludo no ha sido entendido. Hace bromas con sus hombres, se ríe de sí mismo por haber asumido que yo hablaba español y de mi desorientación pasajera al dejarle continuar durante tanto tiempo con su saludo.

Subimos unas escaleras hasta un área plana en la loma al lado de los búngalos. Una familia local sirve un buffet de tacos, enchiladas, pollo, arroz, frijoles, salsa fresca y… carne asada. “Carne asada”, un término muy usado por el cártel que describe cuerpos diezmados en ciudades como Juárez después de ejecuciones masivas por parte de los narcos. De ahí que opte por los tacos. Nos dirigen hacia una mesa de picnic, nos ofrecen bebidas. Nos sentamos bajo la iluminación tenue de varias hileras de luces, pero el perímetro del área se oscurece de manera abrupta. Sólo puedo ver entre 30 y 35 personas. (Luego, El Chapo le contó a El Alto que había otros 100 soldados suyos presentes en el área inmediata que no se podían ver a simple vista). No hay armas de cañón largo a la vista. No hay ninguna persona tipo Danny Trejo. Mi impresión de su pandilla está más en sintonía con lo que uno imaginaría de los alumnos de la universidad de la Ciudad de México. Limpios, bien vestidos y respetuosos. Ningún fumador en el grupo. Solo dos o tres personas del grupo llevan pequeñas bolsas con asa al hombro que cuelgan a la altura de la cintura, en donde supongo que llevan armas pequeñas. Me parece que a nuestro anfitrión le preocupa que Kate, la única mujer entre nosotros, se sienta intimidada por imágenes de violencia. Esta suposición se confirmaría varias horas después.

Cuando nos sentamos a la mesa de picnic, nos presentamos. A mi izquierda, Alonzo. Resulta que Alonzo es uno de los abogados de El Chapo. Cuando se habla de los abogados de El Chapo, puede resultar un poco confuso. Durante su encarcelamiento, las únicas visitas permitidas eran los “abogados”. Evidentemente, algunos a quienes podía describirse con más precisión como lugartenientes habían sido apodados o quizás certificados por la expedición de poder como parte de su equipo jurídico. Alonzo visitó a El Chapo en el Altiplano tan sólo dos horas antes de su audaz fuga. Según Alonzo, no estaba informado acerca del plan de fuga. Sin embargo, señala que esto no le libró de la extenuante ronda de interrogatorios a la que se vio sometido después de la fuga.

A mi derecha, Rodrigo. Rodrigo es el padrino de las gemelas de cuatro años de El Chapo, cuya madre es su esposa Emma Coronel, de 26 años de edad y ganadora de concursos de belleza. Quien me preocupa es Rodrigo. Su mirada es distante, pero dirigida hacia mí. Mi especulación se hace sonora. Oigo motosierras. Siento salpicaduras. Soy la paranoia dubitativa de Sean. Mis ojos se ven forzados a moverse a la derecha de Rodrigo. Ahí está Iván; el hijo mayor de El Chapo. Con 32 años de edad, se le considera el heredero del cártel de Sinaloa. Se muestra atento, con una madurez sosegada. Al igual que su hermano, presume de un fabuloso reloj. Y justo enfrente de mí, nuestro anfitrión, con Kate a su derecha. Al lado de Alonzo, Alfredo. El Alto se sienta al extremo de la mesa. Espinoza, todavía en pie, se disculpa ante El Chapo y le pregunta que si puede acostarse durante una hora para que descanse su espalda. Espinoza es peculiar en este sentido. Es como si hubiéramos pasado incontables horas agotadoras subiendo a pie una cumbre volcánica vertical hasta la cima, y ahora, a solo tres pasos del anillo de la caldera, dijera: “Voy a dormir una siesta. Más tarde examinaré el agujero”.

Comienzo a explicar mis intenciones; Kate hace las veces de intérprete. Sentí de manera cada vez más fuerte que había llegado como una curiosidad para él. El gringo solitario entre mis colegas, que se había movido a la sombra de la fe de El Chapo en Kate. Sentí que aquello le entretenía y puse mis cartas sobre la mesa. Me pregunta acerca de mi relación con el difunto presidente de Venezuela Hugo Chávez, con lo que parece ser una indagación acerca de mi disposición a ser vilipendiado por mis asociaciones.

Hablo de nuestra amistad de una manera tal que parece ser merecedora de forma intuitiva de la independencia de mi perspectiva. Le digo por adelantado que tenía un familiar que trabajó con la Administración para el Control de Drogas (DEA por sus siglas en inglés), y que a través de mi trabajo en Haití (soy el Director Ejecutivo de J/P HRO, una organización no gubernamental con base en Puerto Príncipe) mantenía muchas relaciones con el Gobierno de los Estados Unidos. Le aseguro asimismo que tales contactos no tenían relación alguna con mi interés en él. Que lo único que me interesaba era hacerle preguntas y transmitir sus respuestas, a ser sopesadas por los lectores, ya fuera de forma balanceada o con desdén.

Le digo que entendía que en la narrativa dominante acerca de los narcos, la gran hipocresía olvidada está en la complicidad de los compradores. No podía hacer pasar mis intenciones por cosas que no eran, y sabía que para la redacción de cualquier artículo, mis únicas cartas genuinas con las que podía jugar eran exponerme como una persona fascinada y dispuesta a suprimir juicios de valor. Entendí que independientemente de lo que pudiera decirse de él, para mí estaba claro que no era un turista en nuestro gran mundo.

A lo largo de mi introducción, El Chapo exhibe una sonrisa cálida. De hecho, durante las siete horas en las que estuvimos conversando, solo le vi sin esa sonrisa en su cara de forma esporádica. Tal y como se ha dicho de muchos hombres notorios, él tiene un carisma indiscutible. Cuando pregunto acerca de su dinámica con el Gobierno mexicano, hace una pausa. “Cuando se trata de políticos, me guardo mi opinión para mí mismo. Ellos se encargan de lo suyo y yo de lo mío”.

Detrás de su sonrisa, se vislumbra una ausencia de dudas en su expresión facial. Me viene una pregunta a la cabeza mientras observo su cara. Tanto cuando habla como cuando escucha. ¿Qué es lo que elimina toda duda de los ojos de un hombre? ¿Es el poder? ¿Claridad admirable? ¿O falta de alma? Falta de alma… ¿No era eso lo que mi condicionamiento moral estaba obligado a reconocer en él? ¿No era falta de alma lo que debo percibir en él por mí mismo para ser percibido aquí como otra cosa que no sea un eterno optimista? ¿Un apologista? Lo intenté por todos los medios. De verdad que lo intenté. Y me recordé a mí mismo una y otra vez la increíble pérdida de vidas humanas, la devastación existente en todos los rincones del mundo narco. “No quiero ser retratado como una monja”, dice El Chapo. He de decir que este retrato no se me había pasado por la cabeza. En un principio no me da la impresión de que este hombre sencillo, de un lugar sencillo, rodeado del cariño sencillo de sus hijos para con su padre, y del padre para con ellos, fuese el gran lobo malo de la sabiduría popular. Su presencia conjura interrogantes de complejidad y contexto culturales, de supervivientes y capitalistas, granjeros y tecnócratas, empresarios listos de todo tipo, algunos dicen plata, y otros plomo.

Un mesero trae una botella de tequila. El Chapo nos sirve a cada uno tres dedos. Hace un brindis dirigiéndose a Kate. “Normalmente no tomo”, dice, “pero quiero brindar contigo”. Tras levantar el vaso, tomo educadamente un sorbo. Me pregunta si mucha gente en Estados Unidos sabe de él. “Ah, sí”, digo, y le informo de que la noche antes de salir para México, había visto que el Canal Fusion estaba repitiendo su edición especial La caza de El Chapo. Él parece deleitarse con lo absurdo de esto, y mientras él y su cohorte comparten risas, miro al cielo y me pregunto qué tan divertido sería si hubiera una nave teledirigida (drone) armada encima de nosotros. Estamos sentados al aire libre a plena vista. Me tomo un trago de tequila, y el drone se va.

Me rindo a la sensación de seguridad que ofrece la calma de El Chapo y sus hombres. Hay una sensación dominante de que si hubiera alguna amenaza alrededor, ellos lo sabrían. Comemos, tomamos, y hablamos por horas. Él está interesado en el negocio de las películas y en cómo funciona. No está impresionado por su rendimiento económico. El lado de la cuenta de pérdidas y ganancias no cuadra con el riesgo de pérdida para él. Nos sugiere que consideremos cambiar de carrera profesional y nos metamos en el negocio del petróleo. Dice que le gustaría entrar en el sector energético, pero que dado que el origen de sus fondos es ilícito, sus oportunidades de inversión están restringidas. Cita (aunque me pide que no nombre por escrito) varias corporaciones importantes corruptas, tanto en México como en el extranjero. Señala, con un desdén encantado, varias a través de las cuales se ha lavado su dinero, y que toman su propio pedazo cínico del pastel de la droga.

“¿Cuánto dinero hará escribiendo este artículo?”, pregunta. Yo contesto que cuando hago periodismo, no cobro por ello. Podía ver que la idea de hacer cualquier tipo de trabajo sin que mediara un pago es para él un juego de tontos. A diferencia de los gángsters a los que estamos acostumbrados, los John Gottis que reivindicaban ser simplemente hombres de negocios que se ocultaban detrás de numerosas compañías pantalla internacionales, El Chapo se ciñe a un juego ilícito, ofreciendo voluntariamente con orgullo, “yo suministro más heroína, metanfetaminas, cocaína y marihuana que cualquier otra persona en el mundo. Tengo una flota de submarinos, aviones, camiones y embarcaciones”.

Él no muestra ningún tipo de remordimiento. Contra los retos de hacer negocios en una industria tan clandestina, él ha construido un imperio. Me vienen a la cabeza los reportes de la prensa que apuntan a la existencia de un contrato de cien millones de dólares que se dice que el hombre sentado al otro lado de la mesa enfrente de mí ha ofrecido por la vida de Donald Trump. Menciono a Trump. El Chapo sonríe, diciendo irónicamente, “¡Ah! ¡Mi amigo!”. Su voluntad desinhibida de hablar libremente, la comodidad que siente con su situación vital y su sentimiento personal de extraordinarias justificaciones evocan al Tony Montana de Oliver Stone en Scarface. Es la escena de la cena donde Elvira, interpretada por Michelle Pfeiffer, deja plantado a Tony Montana, interpretado por Al Pacino, atacándole en voz alta en un lugar público. Los clientes del restaurante se lo quedan mirando, pero él, en lugar de esconderse en la humillación, se pone en pie y les sermonea. “Todos ustedes son un montón de pinches pendejos. ¿Saben por qué? No tienen el valor de ser lo que quieren ser. Necesitan gente como yo. Necesitan gente como yo. De manera que puedan señalar con sus pinches dedos y decir, ‘Ese es un mal tipo’. ¿Y qué les hace eso a ustedes? ¿Buenos tipos? Ustedes no son buenos tipos. Tan sólo saben cómo esconderse… cómo mentir. ¿Yo? Yo no tengo ese problema. ¿Yo? Siempre digo la verdad incluso cuando miento. Así que digan buenas noches al tipo malo. Vamos. ¡Esta es la última vez que van a volver a ver a un tipo malo como yo, déjenme decirles!”.

Me pica la curiosidad, dado el caos actual en Oriente Medio, ¿qué impacto podrían tener estas frenéticas economías de opiáceos en su negocio? Le pregunto, “De todos los países y culturas con los que hace negocios, ¿cuál es el más difícil?” Sonriendo, niega con la cabeza y dice, de forma inequívoca, “Ninguno”. No hay ningún político que pueda contestar la misma pregunta de forma tan clara o satisfactoria, pero, una vez más, los desafíos son muy diferentes para una fuente de poder global que simplemente elimina cualquier obstáculo a un estrato de “dificultades”.

Habiendo explicado mis intenciones, le pregunto si me concedería dos días para una entrevista formal. Mis colegas se marcharían en la mañana pero yo me ofrezco a quedarme para grabar nuestras conversaciones. Él hace una pausa antes de responder. Dice, “Recién lo conocí. Lo haré en ocho días. ¿Puede regresar usted en ocho días?”. Digo que sí. Le pregunto que si podemos tomarnos una fotografía juntos para que pudiera verificar a mis editores en Rolling Stone que el encuentro previsto había tenido lugar. “Adelante”, dice. Todos nos levantamos de la mesa como un grupo y seguimos a El Chapo a uno de los búngalos. Una vez dentro, vemos la primera señal de armas pesadas. Hay un M16 encima de un sofá al otro lado de la pared blanca contra la cual nos tomaríamos la foto. Explico que, para fines de autenticación, sería mejor si pudiéramos darnos la mano, mirando a la cámara, pero no sonriendo. Él accede. La fotografía se toma con el teléfono celular de Alfredo. Me sería enviada más tarde a mí.

Cuando regresamos a la mesa de picnic, parece que lo que habíamos venido a hacer se había conseguido. Habíamos llegado a un acuerdo de que él se sometería a una entrevista de dos días tras mis regreso. Al tiempo que regresan a mi mente pensamientos de drones de vigilancia e incursiones militares, regreso al tequila y hago un escaneo de 360 grados en busca de un lugar donde mis colegas y yo pudiéramos tirarnos al suelo y refugiarnos en caso de que nos hubieran seguido y se iniciara una incursión militar. En la oscuridad, resulta difícil imaginarse un lugar seguro y el mundo de El Chapo era de todo menos seguro.

Después de que Espinoza regresara de su sueño profundo, Kate, sucumbiendo finalmente a los rigores del día de viaje y al consuelo de unos cuantos tequilas, acepta ser acompañada por El Chapo a sus dormitorios. Mientras camina sola hacia el búngalo tenuemente iluminado, no puedo evitar sentir un instinto primitivo de preocupación. Me ofrezco a acompañarles, si bien las circunstancias harían sin duda que cualquier intento de protección fuese inútil. Antes de que mi subidón suprarrenal de paranoia pueda inspirar un insulto o daño, El Chapo ha regresado.

Pero algo ha cambiado. Con Kate acogedoramente dormida en sus aposentos, llega el momento para él y sus hombres de los chalecos antibalas, armas pesadas, y de las granadas que cuelgan de la cintura. El ejército de guerrilleros de la jungla listo para la batalla que había dejado el estado de alerta con anterioridad durante la noche para tranquilidad de ella, y regresa ahora a lo que asumo es un estado más típico. El Chapo también, está equipado y pertrechado, y está listo para comandar.

Después de este fenomenal alarde, que evoca a la manera en que Clark Kent se transforma en Superman, El Chapo regresa a la mesa. Su comportamiento, relajado. Su equipo de batalla, todo menos eso. Espinoza y El Alto hacen de intérpretes. Comparamos notas acerca de las culturas. Hacemos preguntas desenfadadas, aunque el ambiente ha pasado a ser bastante menos desenfadado. A pesar de ello, me siento frustrado por tener que esperar ocho días para de verdad poder hacerle todas las preguntas cuyas respuestas considero que el mundo quiere saber. Me siento desnudo sin una pluma y un papel. Así que solo pregunto cosas de cuya respuesta sé que no me voy a olvidar. ¿Conoció usted a Pablo Escobar? El Chapo contesta, “Sí, le vi una vez en su casa. Una casa grande”. Sonríe. ¿Ve mucho a su madre? “Constantemente. Esperaba que nos pudiéramos haber encontrado en mi rancho para que conociera a mi madre. Ella me conoce mejor que yo mismo. Pero surgió algo y tuvimos que cambiar de planes”. Asumo que estaba insinuando que manejaba información privilegiada en el sentido de que el rancho estaba volviendo a ser vigilado por las autoridades.

Han transcurrido varias horas y El Alto y yo nos hacemos una señal con la cabeza confirmando una sensación que ambos compartimos: el grupo de soldados que rodea a El Chapo se está inquietando. Un reloj de algún tipo hace tictac dentro de ellos. Llegados a este punto, deben ser más o menos las cuatro de la mañana. El Chapo se pone en pie, dando por finalizada la noche, y nos da las gracias por nuestra visita. Le seguimos hasta una mesa detrás de la cual esperaba diligentemente la familia que había cocinado nuestra cena. Les toma gentilmente a cada uno de ellos de la mano; dándoles las gracias, y con su mirada, nos invita a que hagamos lo mismo. Nos acompaña hasta el mismo búngalo al que anteriormente había acompañado a Kate. En un estrecho callejón oscuro existente entre nuestro búngalo y otro adyacente, El Chapo me pone la mano encima del hombro, repite su deseo de que nos veamos en ocho días. “Ahora me despediré”, dice. En este momento, se me escapa una pequeña flatulencia propia del viajero (perdón), y con ella, experimento la misma cortesía que él había ofrecido cuando acompañó a Kate hasta sus aposentos, mientras hace como si no lo hubiera notado. Escapamos a su sutil bruma, y me uno a mis colegas dentro del búngalo. Hay dos camas y un sofá a poca distancia de donde puede verse a Kate dormir en una tercera cama detrás de un biombo para preservar su privacidad. Espinoza regresa a la cama de la que se había apoderado tras nuestra llegada.

Ahora solo quedábamos El Alto y yo mirándonos el uno al otro. Sus casi dos metros de estatura me miran fijamente, sabedores de que están próximos, de forma inadvertida, a un sofá en el que no cabrían sino encogidos, y de que yo, que mido bastante menos, he quedado parado a tan sólo centímetros de una cama tamaño king. Es un pulso mexicano. Ambos habíamos sufrido los rigores de viajar durante todo el día, y ambos nos habíamos medicado livianamente con tequila a lo largo de la noche. Yo solo sé que si me iba a tocar el sofá pequeño, tendría que ser a punta de pistola. Negocio. “Escúcheme, amigo. No tiene que dormir en ese sofá. La cama es grande. Podemos hablar y acurrucarnos”. Ante esta posibilidad, gano la negociación. Haciendo gala de su elegancia y discreción, El Alto hace su elección: “Me quedaré con el sofá”. Mientras me desplomo en la cama, escucho cómo el convoy de El Chapo se aleja adentrándose en la jungla nocturna.

No han pasado siquiera dos horas, cuando somos despertados abruptamente por Alonzo. “¡Viene una tormenta!”, afirma. “¡Tenemos que movernos!”. Los sucios caminos de la jungla son difíciles de transitar cuando las lluvias del mozón los saturan. Tendríamos que adelantarnos a la lluvia para poder llegar a la carretera que llevaba a la pista de despegue. Al amanecer, apenas llegamos al pavimento, cuando empieza a caer un océano de agua del cielo y grandes relámpagos iluminan el interior de nuestro vehículo como si fueran granadas destellantes. Alonzo le pide a Kate que maneje. Ella no deja pasar la oportunidad de romper la monotonía y se pone al volante con entusiasmo. Mientras tanto, El Alto se recuesta en la plataforma abierta del camión, su cerebro hambriento de sueño necesita desesperadamente oxígeno, totalmente ajeno a la lluvia torrencial. En el asiento de atrás, Alonzo me susurra que hay múltiples controles militares a lo largo de estas carreteras y que tienden a dejar pasar a los vehículos manejados por mujeres. En este caso, la lluvia cae de forma lo suficientemente copiosa como para que los soldados hayan abandonado sus puestos para resguardarse. Gracias a Dios, nadie nos para. En lugar de arriesgarnos a quedar vaporizados en una avioneta pequeña en una tormenta de relámpagos, optamos por manejar y hacer un largo viaje de ocho horas hasta la ciudad de donde habíamos partido. Espinoza reclina el asiento del pasajero para aliviar su espalda.

Para cuando llegamos a la ciudad, el cielo se ha despejado. Nos damos un regaderazo en las habitaciones que habíamos reservado. Veinte minutos después, Kate, Espinoza y yo, conjuntamente con Alonzo, nos metemos en dos taxis y nos dirigimos al aeropuerto. El Alto, que se había pasado sus dos horas de sueño en un sofá duro mucho más pequeño que él la noche anterior, y luego había quedado empapado en agua en la plataforma del camión, decide quedarse atrás y disfrutar de la comodidad de la cama del hotel durante la noche y salir al día siguiente. Alonzo se dirige a México, DF, Espinoza a Europa. Y Kate y yo nos embarcamos en el vuelo chárter de regreso a Los Ángeles. La cabeza nos da vueltas. ¿Habíamos estado de verdad donde acabábamos de estar? ¿Con quien habíamos estado? Parecía que se trataba de un extraño sueño. De alguna manera, con toda la planificación y el viaje, todavía no podía creer que hubiéramos logrado llegar hasta El Chapo. Me había imaginado que al llegar habríamos recibido una amable disculpa, que por razones de seguridad ajenas a mí, la visita no podría tener lugar, y que nos regresaríamos a Los Ángeles con las manos vacías. Pero eso no es lo que ocurrió.

Cuando aterrizamos de regreso en casa, Kate y yo nos vamos cada uno por nuestro lado. A mí me recoge un servicio de carro con chófer. En el asiento trasero, mi asistente con base en Los Ángeles me había dejado un sobre con mi teléfono celular en su interior. Enciendo el teléfono y me encuentro un diluvio de emails y mensajes de texto que se habían acumulado durante mi ausencia de dos días. Los ignoro, y lanzo el navegador del teléfono para ponerme al día de las noticias. Lo que no sabía, y lo que todavía no estaba siendo reportado en mi navegador, era que desde el momento en que el tiempo aclaró, el sitio de Sinaloa por parte del ejército era inminente. Evidentemente, El Chapo y sus hombres, tras dejarnos la noche anterior, habían bordeado la jungla para regresar a un rancho. Según los reportes de los medios que se dieron a conocer días después, se había logrado rastrear un teléfono celular de un miembro de su equipo. A partir del momento en que el ejército y la DEA avanzaron sobre la zona para localizarlos, los reportes de los medios acerca de lo que había ocurrido son contradictorios. Una fuente que conocía al cártel me informó el 3 de octubre que el sitio inicial había comenzado. Dicha fuente y otra sobre el terreno en Sinaloa informaron de que durante los días posteriores, dos helicópteros del ejército habían sido abatidos y que tropas de tierra de la infantería de marina de México habían sitiado varias propiedades de ranchos. Había reportes adicionales de que 13 comunidades de Sinaloa habían sido asoladas por disparos durante incursiones simultáneas. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos intentó entrar en el área pero no les fue permitido. Los habitantes de los pueblos se quejaron del tratamiento de los militares. Para cuando los medios de comunicación difunden la noticia en los Estados Unidos, el caos a lo largo de Sinaloa en aquellos días se había reducido esencialmente a una incursión que casi había tenido éxito y que se había centrado, con precisión quirúrgica, únicamente en El Chapo y sus hombres; algunas fuentes apuntaban a que había sido herido en la cara y la pierna.

El relato propio de los hechos por parte de El Chapo sería compartido más tarde conmigo, a través de un intercambio de BBM que había mantenido con Kate. “El 6 de octubre, hubo una operación… Dos helicópteros y seis Blackhawks iniciaron un enfrentamiento tras llegar a la zona. Los infantes de marina se dispersaron a lo largo de las granjas. Las familias tuvieron que escapar y abandonar sus hogares por miedo a ser asesinadas. Seguimos sin saber cuántos muertos hubo en total”. Preguntado por los reportes acerca de los daños sufridos por él, El Chapo respondió: “No es como dijeron. Solo me lastimé un poco la pierna”.

Cuatro días después, vuelo de Los Ángeles a Lima (Perú) para participar en un panel de debate del Banco Mundial. Tras unos días en Lima, y una estadía de una noche en Managua (Nicaragua) para visitar a un viejo amigo, llega el 11 de octubre, el día que El Chapo y yo habíamos acordado encontrarnos. Como cabría esperar, él y sus hombres se han esfumado de la faz de la tierra durante las incursiones militares. No obstante, tomo un vuelo disponible hasta una ciudad mexicana próxima, y dejo un mensaje para Alonzo diciendo que estaría esperando en el aeropuerto mexicano durante varias horas, para asegurarme de que supieran que estaba cumpliendo mi compromiso de regresar al octavo día. Aterrizo a última hora de la tarde, me siento en el aeropuerto hasta entrada la noche, esperando que un extraño me dé un golpecito en el hombro y me diga que es un amigo de Alonzo y que debía ir con él. Se me vuelve a pasar por la cabeza que cabía la posibilidad de que el servicio de inteligencia mexicano o la DEA me estuvieran vigilando. En cualquier caso, no se produce ningún tipo de contacto. De manera que tomo un vuelo yo solo por la noche ese mismo día y regreso a Los Ángeles.

Durante las semanas posteriores, sigo intentando entablar contacto con El Chapo. En dicho tiempo, las barridas masivas del ejército, la policía y las agencias responsables de hacer cumplir la ley dan pie a cientos de arrestos, confiscaciones y varias extradiciones de miembros del cártel a los Estados Unidos. Los reportes de que un nuevo cártel, el Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG), podría haber estado involucrado en la fuga de El Chapo y que el CJNG podría convertirse, de hecho, en el brazo paramilitar del cártel de Sinaloa han agravado las preocupaciones gubernamentales. En otras palabras, con el agua hirviendo, nuestros intermediarios del cártel se han esfumado básicamente, o puede que hayan sido arrestados, o incluso que estén muertos.

Finalmente, Kate logra volver a entablar contacto a través de una red de dispositivos BBM. Sin embargo, la intensidad de las actividades policiales y de vigilancia había llegado al extremo. Incluso recibí un soplo creíble de que la DEA había tenido conocimiento de nuestro viaje a México. Reservar cualquier tipo de vuelo a México ahora haría saltar sin duda las alarmas. Hago planes para ocultarme en la cajuela del carro de un amigo para que me lleve hasta un vehículo de alquiler que aguarda. Mi plan era manejar después desde Los Ángeles hasta Yuma, Arizona, y luego cruzar la frontera en Algodones. Conozco este paso fronterizo; no se comprueba la documentación y los vehículos pasan tranquilamente sin que los miren. Luego manejaría las cerca de 80 curiosas millas que separan la frontera de Grande Desierto, y la población de El Golfo de Santa Clara, donde me esperaría un avión del cártel que podría llevarme hasta El Chapo. Sin embargo, Kate insiste en que si decido hacer el viaje, ella tendría que venir conmigo. La ruta es relativamente segura, pero hay algunas áreas controladas por los narcos, incluyendo algunas donde no se recibe con los brazos abiertos al cártel de Sinaloa. Había visto asimismo dos controles militares la última vez que había manejado por esa ruta. La idea de ver a un gringo manejando con una estrella cinematográfica mexicana atraería probablemente mucha atención, pero Kate no estaba dispuesta a considerar otra cosa. Se hace evidente que los riesgos son mayores que los beneficios desde todo punto de vista, y, en lugar de ir, decidimos que enviaré mis preguntas a El Chapo por BBM. Él acepta que sus respuestas sean grabadas en video. Sin estar presente, yo no tendría control sobre las preguntas que se harían de hecho, ni podría planteárselas para hacerle abundar en sus respuestas. Además, cada pregunta enviada tenía que ser traducida en primer lugar al español. Sorprendentemente, si bien El Chapo tiene acceso en todo momento a cientos de soldados y asociados, parece ser que ninguno habla inglés.

Y conforme iba pasando un día tras otro sin recibir el video, Kate me aseguraba que era tan sólo cuestión de un día más. Sin embargo, cada noche, El Chapo la contactaba con más demoras y dudas aparentes. No solo acerca de mis preguntas, sino aparentemente también acerca de cómo grabar el video con sus respuestas. “Kate, a ver si entiendo. El tipo dirige un negocio de miles de millones de dólares con una red de al menos 50 países, ¿y no hay ni un pinche tipo con él en la jungla que hable una puta palabra de inglés? Y esta noche, ¿me estás diciendo que su BBM se descompuso, y que a duras penas tiene acceso a una maldita computadora? ¿Me estás diciendo que no posee la capacidad técnica para hacer un video propio y pasarlo de contrabando a los Estados Unidos?”.

Me pregunto a mí mismo, ¿Cómo carajo dirige nadie un negocio de esa manera? Adopto un talante de gringo total tipo Trump con Kate, insistiéndola diariamente por teléfono, texto, y email codificado. Al final, la demora no tuvo nada que ver con incompetencia técnica. ¡Qué novedad! Dejando a un lado la vileza atribuible a este hombre, y su indiscutible genialidad para manejarse en la calle, también es un mexicano humilde y de campo, cuya percepción de su lugar en el mundo ofrece una ventana a un extraordinario misterio de disparidad cultural. Se hizo evidente que el campesino devenido narcotraficante multimillonario parecía abrumado y en cierta medida desconcertado por la noción de que el mundo que está más allá de las montañas que le rodean pudiera estar interesado en él. Y las demoras un día tras otro podrían revelar cierto grado de inseguridad en él, como un adolescente incómodo que siente timidez al ponerse sin dirección delante de la cámara. O, ¿había sido todo esto una representación orquestada?

Una vez superada la odisea del dichoso video, gracias al ahínco de Kate, y a mi incesante insistencia, las únicas represalias que temí derivadas de mi contacto con El Chapo Guzmán y el cártel de Sinaloa fueron la ira potencial de una actriz mexicana hacia un actor estadounidense que había abusado con gran determinación de su amistad con ella para lograr hacerse con el video que necesitábamos. Y entonces llegó un mensaje codificado de Kate: “¡Lo tengo!”. Casi rompo el techo al brincar de alegría cuando sonó en mi teléfono el mensaje de Kate “… pinche pesado y prepotente”. Me lo merecía. Claramente, un emisario de El Chapo le había entregado el video. Kate y yo nos vimos, la pedí disculpas, y ella transfirió el video de su dispositivo al mío. En casa, bajé la intensidad de las luces, me senté con una transcripción que me había dado Kate, y empecé a leer su nota, “El video dura 17 minutos. Presiona play”.

Aparece sentado en una silla improvisada con una camisa de manga larga estampada color turquesa y azul marino, y pantalones negros lisos. Se ha afeitado su inconfundible bigote que lucía cuando nos vimos por última vez. Su característico sombrero de camionero negro, ausente. Su cabello peinado, o quizá aplastado por el sombrero, conjurando la visión de un muchacho en la escuela con cara de inocente que se muestra inseguro cuando le llama su maestra. Sus manos entrecruzadas, con un pulgar asomando que cruza el nudillo del otro, y que parece ofrecer un efecto relajante. A su lado, una pared corta de ladrillos con una valla encima. Detrás, una camioneta pickup 4×4 blanca. La ubicación parece una propiedad grande tipo rancho con montañas bajas que se ven a la distancia y el quiquiriquí intermitente de gallos de granja que hacen las veces de coro griego para la entrevista. A lo largo del video, vemos trabajadores de granja y paramilitares que cruzan detrás de él. Un pastor alemán olfatea el suelo y desaparece de la imagen.

El Chapo

Comienza: “Quiero dejar claro que esta entrevista es para uso exclusivo de la Srta. Kate del Castillo y el Sr. Sean Penn”. La pantalla se pone de color negro.

Cuando regresa, lo hace sintiendo nuevamente la comodidad de su sombrero de camionero.

De las numerosas preguntas que había enviado a El Chapo, un cámara que no aparece en ningún momento en la imagen le hace directamente algunas de ellas, parafrasea otras, edulcora muchas y omite directamente las restantes.

¿Cómo fue su infancia?

Recuerdo que de los seis años para acá, mis papás, una familia muy humilde, muy pobres. Recuerdo que mi mamá hacía pan para el sustento de la familia, yo lo vendía, vendía naranjas, refrescos, dulces; mi mamá era muy trabajadora, sembrábamos maíz, frijol, cuidaba el ganado de mi abuela y cortaba leña.

¿Y cómo pasó, cómo entró en contacto con las drogas?

Bueno, de la edad de 15 años en adelante, de donde yo soy, que es el municipio del Badiraguato, yo me crié en un rancho que se llama La Tuna, por allá hasta la fecha no hay fuentes de trabajo, la manera de tener para comprar la comida, para sobrevivir, es sembrar amapola, marihuana, y yo a esa edad comencé a cultivarla, a cosecharla y venderla, eso es lo que le puedo comentar.

¿Cómo se salió de ahí? ¿Cómo fue que creció todo?

Yo de ahí de mi rancho comencé a salir a la edad de 18 años, a Culiacán, luego después a Guadalajara, sin dejar de visitar mi rancho y hasta la fecha, porque mi mamá gracias a Dios todavía vive, por allá en nuestro rancho que es La Tuna y es que, pues así ha sido.

Su vida familiar, ¿cómo ha cambiado de un tiempo a ahora?

Muy bien, mis hijos, mis hermanos, mis sobrinos, una convivencia muy normal, muy bien.

Y ahora que está libre, ¿cómo le ha afectado? Por estar libre y por la presión que hay detrás de usted, de que lo buscan.

Bueno, por estar libre, pues feliz, porque la libertad es muy bonita y la presión pues para mí es normal porque, ya llevo algunos años que he andado cuidándome en ciertas ciudades, y no, no siento algo que me lastime mi salud ni mi mente, me siento bien.

¿Es cierto lo que dicen que las drogas destruyen a la humanidad y que traen daños?

Bueno, eso es una realidad, las drogas destruyen. Desgraciadamente, como le comento, donde yo me crié no había otra manera, ni hay, de sobrevivir y no había otro camino cómo llevar a cabo nuestra economía para poder vivir.

¿Usted cree que sea cierto que usted es el culpable de que haya tanta drogadicción, que haya tantas drogas en el mundo?

No, eso es falso, porque el día que yo no exista no va a mermar lo que es nada, el tráfico de drogas, eso es falso.

Cuando usted no ha estado libre, que ha pasado unos años retenido, ¿vio que se bajara o disminuyera esta actividad?

Pues, para lo que yo veo y sé es que todo sigue igual, nada ha mermado, no ha subido.

Y la violencia que vinculan mucho a estas actividades, ¿qué le parece?

En parte, pues, es porque ya algunas personas ya crecen con problemas y ya alguna envidia, o alguna información que den en contra de la persona, eso es lo que crea violencia.

¿Usted se considera un hombre violento?

No señor.

¿Usted busca la violencia, busca evitar la violencia o deja la violencia como último recurso?

Pues sí, yo lo que hago es defenderme nada más, que yo ande buscando problemas, jamás.

¿Usted cómo ve la situación en México, qué es lo que pasa en México, cómo ve el panorama de México?

Bueno, pues el narcotráfico ya es una cultura que viene de los antepasados, y no nada más en México, esto es a nivel mundial.

¿Usted considera que su actividad, que usted forma parte de un cártel?

No señor, para nada. Porque la gente que se dedican a esta actividad pues no dependen de mí.

¿Usted cómo ha visto el desarrollo de esta actividad desde que usted empezó a ahora?

Mucha diferencia. Ya que ahora hay muchas drogas y antes la que conocíamos nada más era la marihuana y la amapola.

Y la gente cambia, la diferencia de la gente de aquel tiempo a la de ahora.

Mucha diferencia porque ya ahora, día con día, van creciendo las poblaciones y ya habemos mucha gente. Mucha diferencia en el pensar.

¿Usted cómo ve el futuro de esa actividad, cree que se acabe o que crezca?

No, no se acabará porque día con día, habemos más personas y eso no se va a acabar nunca.

¿Usted cree que el terrorismo del Medio Oriente de alguna manera afecte o influya el futuro sobre el narcotráfico aquí en México?

No señor, no influye para nada.

Usted vio cómo fue el final de la vida de Escobar. ¿Cómo ve su final de esta actividad?

Sé que un algún día me voy a morir, espero que sea de muerte natural.

Y la actividad que usted desarrolla, ¿cómo cree que impacta sobre México? ¿Cree que es un fuerte impacto?

Para nada.

¿Por qué?

Porque el narcotráfico no depende de una persona, sino de muchísimas personas.

¿Usted qué opina sobre el crecimiento, quiénes son los culpables?, ¿los que venden la droga o los que determinan la demanda?, ¿qué relación hay entre producción, venta y consumo?

Si no hubiera consumo no hubiera venta. Es muy cierto que el consumo día con día es más grande y más grande, y pues hay gente y de ahí viene.

Nunca hemos visto o conocido que se haga publicidad sobre las drogas, ¿usted sabe si hay alguna forma de que aumenten los consumidores, hacer que la gente consuma drogas?

No para nada, eso llama la atención y la gente de alguna manera trata de saber qué se siente o qué sabor tiene, y de ahí va creciendo la adicción.

¿Usted tiene algunos sueños?, ¿sueña?

Lo que es normal, pero estar soñando diario, no.

¿Pero algún sueño, una ilusión para la vida?

Vivir con mi familia los días que Dios me dé.

Si pudiera cambiar el mundo, ¿lo cambiaría?

Yo para mí, a como estamos, soy feliz…

¿Es respeto lo que hay?

Sí señor, hay mucho respeto, cariño y amor.

¿Cómo ve el futuro para sus hijos y sus hijas?

Muy bien, la convivencia entre ellos, muy familiar.

Su vida, ¿cómo ha cambiado, cómo la ha vivido después de su fuga?

Mucha felicidad por la libertad.

¿Usted alguna vez ha consumido drogas?

No señor. Hace muchos años sí la he probado, pero llegar a adicto, no.

¿Hace cuánto?

Hace más de 20 años que no consumo ninguna droga.

¿Le preocupó que su fuga pusiera en riesgo su familia?

Sí señor.

¿Para su reciente fuga, usted buscó su libertad a costa de todo, a costa de arriesgar a todo el mundo?

Nunca pensé en eso, en arriesgar a nadie, sino que le pedí a Dios y salió perfecto todo. Por ahora estoy aquí, gracias a Dios.

Las dos veces que usted ha logrado salir, hay que destacar que no hubo violencia, no fue armado.

Conmigo no llegó a eso. Algunas otras situaciones se han visto de diferentes maneras, pero aquí no se ocupó violencia.

Usted, de acuerdo como vive su vida, ¿usted qué mensaje le mandaría a todo México?

Puedo decir que es normal que la gente piense de diferentes maneras porque algunos me conocen y otros no, porque las personas que no me conocen tendrán sus dudas de decir si yo soy buena persona o mala.

Si le pidiera a usted que se definiera como persona, si usted fuera una persona ajena a Joaquín, que lo conoce mejor que nadie, ¿cómo lo definiría?

Si yo lo conociera, con respeto de mi parte, te diría que es una persona que no anda buscando problemas en ningún aspecto.

Desde nuestra visita bien entrada la noche en las montañas de México, las incursiones en los ranchos no han cesado. Una zona de guerra. Helicópteros de la Marina que ejecutan ataques aéreos y hacen incursiones con tropas. Helicópteros derribados por pistoleros del cártel de Sinaloa. Infantes de marina muertos. Combatientes del cártel muertos. Campesinos muertos o desplazados. Hay rumores de que El Chapo ha escapado a Guatemala, o incluso más allá, a algún rincón de Sudamérica. Pero no. Estaba justo donde nació y se crió. El viernes 8 de enero de 2016, ocurrió. El Chapo fue capturado, vivo, y arrestado.

Pienso en esa noche, en la calma antes de la tempestad, y la experiencia propia de otro mundo de sentarme con un hombre aparentemente muy sereno, a pesar de vivir una realidad tan surrealista. No había logrado hacer la entrevista en profundidad que había esperado. No había podido tener un intercambio dialéctico verdaderamente significativo con él. Pero quizá, al menos, alcancé a ver desde el otro lado, y lo que, en mi opinión, constituye un testimonio de la pantomima de satanización que ha demandado tan extraordinario despliegue de activos para capturar o matar a alguien con un sombrero negro.

Con todo, hoy, hay niños pequeños en Sinaloa que dibujan pesos de mentira, cuyos padres y abuelos antes que ellos cosecharon el único producto que jamás conocieron para transformar esos pesos de mentira en pesos reales. Se preguntan de dónde proviene nuestra indignación, cuando somos nosotros, nuestros hijos, amigos, vecinos, jefes, hermanos y hermanas quienes financian todo este maldito negocio. Sin un cambio de paradigma, sin entender la vertiente económica y la enfermedad de la adicción, los padres en México y EE UU se arriesgarán cada vez más a sustituir esa pregunta estándar que hacen a sus hijos adolescentes antes de salir por la noche con los amigos de “¿Adónde vas esta noche?” por “¿Dónde vas a morir esta noche?”.

¿El Chapo? No pasará mucho tiempo, estoy seguro, antes de que el siguiente envío del cártel de Sinaloa a EE UU sea el propio Chapo.

Sean Penn es actor, escritor y director; ha escrito desde diversos frentes como: Haití, Irak, Irán, Venezuela y Cuba. Él desea dedicar este artículo a los padres de los jóvenes inmolados de Chicago, y para Rodrigo Lara Bonilla, servidor público, padre y héroe.

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