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Crítica: Ana Rosa

En un documental personal y valiente, una nieta busca visibilizar a su abuela pianista quien fue víctima de una lobotomía.

Catalina Villar 

Por  ANDRÉ DIDYME-DÔME

Cortesía de Perrenque Media Lab

La historia de la locura en la época clásica fue un influyente libro del filósofo francés Michel Foucault, publicado originalmente en 1961, donde se examina la evolución de la percepción y el tratamiento de la locura en la sociedad occidental desde la Edad Media hasta el siglo XIX.

En él, Foucault argumenta que la locura no es simplemente un fenómeno médico, sino también un constructo social que refleja las normas culturales y las relaciones de poder de una determinada época. Explora cómo la locura ha sido definida y comprendida a lo largo de la historia, desde ser vista como una manifestación divina (o demoníaca) en la Edad Media, hasta ser medicalizada y encerrada en asilos en la era moderna.

El libro revela cómo la locura fue gradualmente marginada y estigmatizada por la sociedad, y cómo las instituciones como los asilos y hospitales psiquiátricos surgieron como mecanismos de control social. Foucault también examina cómo los conceptos de racionalidad y normalidad se utilizaron para definir y excluir a aquellos considerados “locos” de la sociedad.

Si la separación de la locura es, de acuerdo con Foucault, un modo de exclusión social y un ejercicio de poder, la lobotomía y la institucionalización psiquiátrica fueron parte integral de los mecanismos de control.  

La lobotomía cerebral es un procedimiento quirúrgico que involucra la desconexión o destrucción de ciertas conexiones nerviosas en el cerebro, generalmente realizada para tratar trastornos psiquiátricos graves. Fue desarrollada en la década de 1930 por el neurocirujano portugués Egas Moniz, quien recibió el Premio Nobel de Medicina en 1949 por su trabajo en este campo, y luego popularizada por el médico estadounidense Walter Freeman, quien perdió su licencia cuando uno de sus pacientes murió accidentalmente durante una lobotomía.

Existen dos tipos principales de lobotomía cerebral: La lobotomía prefrontal, que implica la extirpación o ablación de parte del lóbulo frontal del cerebro, mientras que la lobotomía transorbital consiste en la inserción de un instrumento a través de la cuenca del ojo para llegar al cerebro y destruir ciertas áreas.

Inicialmente, la lobotomía se utilizó como último recurso para tratar trastornos mentales graves como la esquizofrenia y la depresión resistente al tratamiento. Sin embargo, su uso se extendió rápidamente y se aplicó de manera indiscriminada en una amplia gama de pacientes, incluidos aquellos con trastornos menos graves o incluso en quienes no padecían enfermedades mentales, en especial mujeres.

Aunque algunos pacientes mostraron una mejora temporal en sus síntomas después de someterse a una lobotomía, muchos otros sufrieron efectos secundarios graves y permanentes, como cambios en la personalidad, pérdida de la función cognitiva, disminución de la motivación y pérdida de la capacidad de experimentar emociones. Además, el procedimiento estaba asociado con un riesgo significativo de complicaciones, incluyendo hemorragias cerebrales y muerte.

Con el avance de los tratamientos psiquiátricos y el reconocimiento de los riesgos y efectos adversos de la lobotomía, su uso comenzó a disminuir en la década de 1950. Aunque aún se practica en circunstancias muy limitadas y bajo estricta supervisión médica, la lobotomía ha sido en gran medida reemplazada por enfoques más seguros y efectivos para el tratamiento de los trastornos mentales, como la medicación y la terapia psicológica.

Por otra parte, la institucionalización psiquiátrica se refiere al proceso histórico mediante el cual las personas con trastornos mentales fueron internadas en instituciones especializadas, como manicomios, asilos o hospitales psiquiátricos, para su tratamiento y cuidado. Este proceso tuvo lugar principalmente en los siglos XIX y XX, aunque sus raíces se remontan a épocas anteriores (como la legendaria “Nave de los locos”).

La institucionalización psiquiátrica se desarrolló en respuesta a la creciente preocupación de la sociedad por el manejo de las enfermedades mentales y el comportamiento considerado desviado. Durante el siglo XIX, con el surgimiento de la medicina moderna y la psiquiatría como disciplina médica, se establecieron hospitales especializados para el tratamiento de pacientes mentales.

Inicialmente, se creía que el aislamiento y la supervisión en estas instituciones eran necesarios para proteger tanto a los pacientes como a la sociedad. Sin embargo, con el tiempo, muchas de estas instituciones se convirtieron en lugares superpoblados y con condiciones inhumanas, donde los pacientes eran objeto de abusos y negligencia.

En el siglo XX, la institucionalización psiquiátrica alcanzó su punto máximo con la construcción de grandes hospitales en todo el mundo, donde los pacientes a menudo permanecían internados de por vida. Sin embargo, a partir de mediados de este siglo, se produjo un cambio hacia un enfoque más comunitario, motivado por críticas a las condiciones inhumanas en los hospitales y por avances en terapias y medicamentos psicotrópicos. Movimientos sociales y políticos abogaron por la desinstitucionalización, lo que llevó al cierre de muchos hospitales y a la creación de programas de atención comunitaria y servicios de salud mental ambulatorios.

Catalina Villar plantea en su documental Ana Rosa una pregunta crucial: ¿Hasta qué punto la psiquiatría puede intervenir en nuestras vidas para adaptarnos a las normas sociales contemporáneas? Este interrogante surge al indagar en la historia de su abuela, Ana Rosa Gaviria Paredes, quien fue sometida a una lobotomía a finales de los años 50 del siglo pasado, a los 53 años.

Villar, quien ya en 2017 había dirigido junto con su esposo Yves de Peretti, un cortometraje documental sobre la relación foucaultiana entre psiquiatría y poder (Camino), nos narra en este largometraje tremendamente personal, el silencio familiar que rodeó a Ana Rosa, cuya identidad quedó relegada al olvido, excepto por el hecho de que tocaba el piano y fue sometida a una lobotomía. La directora busca en un triste y valiente trabajo cinematográfico, rescatar la memoria de su abuela y explorar quién era antes de perderse en los meandros de una mente desconectada. De igual manera, se abordan los aspectos éticos y morales relacionados con la lobotomía y la institucionalización y sobre los confusos límites entre el comportamiento que se considera patológico y el que no, así como también la arbitrariedad de las normas sociales que, en últimas, establecen qué es la normalidad, especialmente en las mujeres.

El descubrimiento de una única foto en un cajón desencadena la búsqueda por reconstruir la historia de una mujer invisibilizada. Aunque la nieta enfrenta la falta de testimonios directos, sí llega a encontrar algunas pistas sobre la vida de su abuela a través de familiares (un primo mayor y un tío menor) y archivos médicos (la historia clínica de Ana Rosa no fue encontrada, pero sí la de muchas otras mujeres lobotomizadas e institucionalizadas). 

Su labor detectivesca, que incluyó visitas a las ruinas del infame “Asilo de locas” de Bogotá, así como entrevistas a varios de los especialistas que trabajaron allí, le permite a Villar destapar la olla podrida para mostrarnos otra oscura relación, esta vez entre la psiquiatría y la experimentación en seres humanos. No es fortuito que el 85% de las lobotomías realizadas en el mundo se hayan hecho en mujeres.

Asimismo, el documental revelará que el destino de Ana Rosa, como el de muchas mujeres de su época, fue determinado por los hombres de la familia y por una ciencia dominada por hombres, quienes no soportan a una mujer desobediente, dueña de su sexualidad y emancipada. En una de las historias clínicas revisadas por Villar dice: “notable daño del buen servicio”, frase que traduce como “no ejercer adecuadamente las tareas que la sociedad impone y espera de ellas”.

Basta con recordar los diagnósticos de “histeria” y “ninfomanía”, cargados de machismo y misoginia y que se mantuvieron por siglos, para evidenciar que la brutal opresión a la mujer en cuerpo y mente ha sido, sigue y seguirá siendo algo real. 

Al respecto, la antropóloga María Angélica Ospina dice en el documental: “A finales del siglo XIX y comienzos del XX, en relación con las mujeres específicamente, la medicina y la psiquiatría tenían como fin controlar su sexualidad, su rol doméstico… ponerlas en su sitio”.

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