“Disculpá, ¿cómo se llama la banda?”, pregunta un hombre que junta latas en la puerta del Teatro Flores. “¿Winona Riders? ¡Fa! ¡Qué nombre! ¿Por qué no le ponen Johnny Depp?”, sugiere con una sonrisa socarrona, como para dar a entender que captó la referencia, y se pone al hombro un bolsón negro lleno de cadáveres de cerveza antes de retomar su búsqueda.
Es un viernes más de diciembre y en Buenos Aires hace calor, pero no tanto como el que va a hacer en un rato, puertas adentro, cuando los seis integrantes de la banda anfitriona de la noche salgan a escena para presentar su segundo disco, El sonido del éxtasis, que salió hace poco más de un mes (el primero, Esto es lo que obtenés cuando te cansás de lo que ya obtuviste, es de fines de abril y en diciembre lo editaron en vinilo). Hoy es su debut absoluto en el recinto que hace décadas se llamaba Teatro Fénix y que desde su reapertura, en 2005, se convirtió en un punto clave para la escena del rock local e internacional. Por eso, es una noche muy especial para todos.
“Es un lugar con mucho peso místico”, aclara Ricardo “Ricky” Morales (29 años), miembro fundador de WR, días antes del concierto, en la casa de operaciones de Indie Folks (donde se realizó la sesión de fotos para esta nota), el sello y agencia de management con la que empezaron a trabajar a principios de 2023. Ricky, uno de los guitarristas y cantante de la banda, fue el que postuló el Teatro Flores como lugar ideal (“y orgánico”, un concepto que utilizan mucho a la hora de explicarse a sí mismos) para presentar el disco nuevo. Por sus dimensiones, su ubicación y su espíritu.
“Ahí tocan siempre Divididos y cada tanto Skay”, agrega entusiasmado en la cocina de la casa Indie Folks. En la otra punta de la mesa, Ariel Mirabal Nigrelli (25 años), guitarrista, cantante y también miembro fundador de WR, agrega convencido: “¿De dónde venimos nosotros? Del Oeste. Si tocás en Flores, al palermitano lo sacás de la manzana de siempre. Y el del Oeste va a Flores peregrinando”.
Una vez dentro del teatro, pasadas ya las 9 de la noche, se abre el telón, pero no hay banda. En su lugar, la pantalla grande interroga: “Stooges? Velvets? Spacemen?”. Es el golpe de efecto con el que deciden arrancar el show: antes de cualquier sonido, primero apelar, una vez más, a las referencias rockeras, una constante en su forma de ver el mundo. Los ejemplos sobran. Uno muy próximo: en el puesto de merchandising de Flores se pueden comprar remeras con el nombre de la banda, pero al estilo The Modern Lovers. Otros: en su primer disco hay un tema que se llama “La cura (los chicos también lloran)”; en el segundo está “¿Así que te gusta hacerte el Lou Reed?” (aunque bien podría llamarse “Estupefacientes, rock y sala de ensayo”). Son disparadores de sentido, como el tatuaje en el brazo de Ricky que dice Humbug (2009), el disco más californiano y desértico de los británicos Arctic Monkeys. O como el que lleva Ariel en el abdomen, la clásica pirámide de sus adorados Spacemen 3. Porque en esta banda, que quede bien claro, primero vinieron las referencias sonoras y estéticas, y luego el proyecto musical.
Una noche de sábado en San Andrés
La semilla de lo que hoy conocemos como Winona Riders fue plantada hace casi una década, una noche de sábado en la localidad bonaerense de San Andrés, partido de San Martín. Ricky integraba por entonces un dúo de guitarra y batería llamado Caen Rayos y siempre andaba en busca de fechas para tocar. Tanto le insistió a sus amigos Mauricio Barrios y Manuel Cañoli, responsables del centro cultural y sala de ensayo Black Room, que terminaron dándole un sábado.
“Ese lugar le brindó un montón a la escena de esa zona, sobre todo a ese rap barrial que se tocaba con banda. Se ponía bastante hardcore por momentos la cosa, estaba muy bueno”, recuerda Ricky. Para darle impronta a su ciclo, invitó a Niño Mercurio, la banda de Juan Olima (mejor conocido como Oli, hoy al frente de Plenamente), y se garantizó una buena cuota de shoegaze.
El mismo sábado, a la tarde, Oli lo llamó por teléfono para preguntarle si podía sumarse una tercera banda de un amigo suyo, unos tales Rubber. Oh, casualidad, era un dúo de guitarra y batería. Ricky aceptó sin pensarlo demasiado y a las siete de la tarde sonó el timbre de Black Room. Cuando abrió la puerta, lo saludó un pibe que no llegaba a los 18 años. Traía una guitarra en la mano y se llamaba Ariel.
“Es muy loco… jamás había escuchado hablar de San Andrés y jamás volví a escuchar que nombren esa ciudad. No sabía ni dónde quedaba, pero yo quería tocar”, dice Ariel del otro lado del teléfono. Son los primeros días de enero de 2024 y accedió gentilmente a tener una última charla. Tiene ganas de hablar, elige las palabras con precisión y, de vez en cuando, se toma una breve pausa para tomar algo. “Es café”, aclara por las dudas y retoma la conversación.
“Cuando me dijeron que podíamos sumarnos a esa fecha caímos superpuntuales, gran error, no se llega temprano a las fechas. Pero bueno, éramos chicos. Me acuerdo de que tocamos covers porque ni siquiera teníamos temas propios. Y ahí se dio el flechazo”.
Ricky recuerda que cuando sonó el timbre ni siquiera habían puesto la barra en condiciones para vender. “La fecha arrancaba dos horas más tarde. Pero bueno, armamos todo y empezó a caer gente. Primero tocó Niño Mercurio, estuvo buenísimo. Cuando empezó a tocar la banda de Ari fue como amor a primera vista”, dice.
“Habrán tocado media hora. Los covers los conocíamos mi batero y yo, que éramos del mismo palo, mucho garage rock de California. No lo podíamos creer”. Ariel se acuerda de memoria la lista de covers de esa noche: “Post Acid” y “No Hope Kids”, de los californianos Wavves; “Stoked and Broke”, de FIDLAR, otros californianos con mucho sentido del humor; “Heathers”, de Surf Curse, una banda estadounidense que tuvo un inesperado éxito en pandemia, gracias a que se viralizó en TikTok un tema suyo de 2013, “Freaks”. Pero faltaba lo mejor, el guiño más fino de todos: un cover de “And Piranhas Won”, del dúo argentino Santos Wussies, uno de los tantos proyectos locales de garage rock de la década de 2010 que se pueden rastrear en YouTube y Bandcamp.
La afinidad musical fue instantánea y Caen Rayos empezó a compartir cada vez más fechas con Rubber. Hasta que, casi al mismo tiempo, llegó el ocaso de ambos proyectos. “Las dos bandas se disuelven prácticamente por los mismos motivos”, dice Ricky.
“Como ya tenía un par de fechas programadas, le pregunté a Ari si no me segundeaba en la batería. Él tocaba la viola y también la bata. Estuvimos un par de meses tocando en ese formato. Todo se dio muy orgánico, nos conocimos de casualidad porque se terminó casi colando en esa fecha. Me acuerdo de que grabamos un simple con el nombre de Caen Rayos, pero después de un tiempito empezaron a salir otras cosas en la sala. Ahí fue cuando dijimos: ‘Terminemos formalmente cada uno con su proyecto y armemos uno nuevo’. Sentíamos que había mucho más para escarbar”.
La última publicación que se puede ver en la fanpage de Caen Rayos es del 1° de mayo de 2018. Un flyer hecho en Paint que anuncia un show en Salas Tifón, en Ramos Mejía (lugar que sería clave para la historia de WR), y aclara: “Última fecha con Ariel Mirabal en las baterías y última para Caen Rayos hasta conseguir otro batero, arreglar cosas que están adentro de la cabeza y juntar fuerzas para nuevas cosas”.
A finales de ese mismo año, Ariel y Ricky iban a componer su primera canción a la par, “Anton”, una oda al líder de The Brian Jonestown Massacre, Anton Newcombe, una de las mayores influencias artísticas de WR. Como muestra de que los guiños a veces pueden ir demasiado lejos, cinco años más tarde se darían el lujo de abrir el show de sus ídolos en Buenos Aires, el martes 18 de abril de 2023, una fecha que jamás podrán borrar de su mente.
La unión de Ricky y Ariel daba como resultado dos guitarras, algunas canciones y un cúmulo de referencias. Pero había que seguir completando el equipo. Ahí es donde aparece por primera vez Francisco Cirillo (29 años), gracias al poder de las redes sociales. “Fran me seguía en el Instagram de Caen Rayos porque le gustaba la banda”, recuerda Ricky. “Con Ari estábamos buscando batero porque teníamos una fecha pactada. Íbamos a salir a tocar con pistas. En un momento de desesperación, tiré una historia diciendo que buscábamos a alguien que quiera tocar la batería. Ni siquiera necesitábamos que sea batero”.
De repente, la storie surtió efecto y llegó un mensaje. Era Francisco, el tecladista y cantante de Sucio Rosa, que aclaraba que no era baterista, pero que tenía ganas de estar en un proyecto donde pudiera tocar ese instrumento. “Nos conocíamos solo vía Internet, por la buena onda que giraba en las interacciones, pero nada más”, cuenta Ricky. “Organizamos una reunión previa a un ensayo porque no pintaba ensayar así, de una, sin conocernos, sin romper esa primera fase”.
La cita fue en un bar y la cerveza ayudó a liberar las tensiones. Se quedaron horas y horas hablando de música, pegando onda. Después, ensayaron. A la semana siguiente, hicieron la primera fecha como trío, justamente, en Salas Tifón. Pero, para poder continuar con este relato, hay que hacer un paréntesis y contar la historia del nombre de la banda.
El nombre que no fue
En sus orígenes, antes de llamarse Winona Riders, durante algunas semanas la banda se llamó Ceremonias. Pero después se definieron por otro título que les pareció más divertido: Lou Weed, una referencia en clave cannábica al cantante neoyorquino, sí, pero también a la canción de The Dandy Warhols que lleva ese nombre (“[Tony This Song Is Called] Lou Weed”). Como para matar dos pájaros de un tiro. El primer show del ahora trío Lou Weed se daría el 15 de junio de 2019. Ariel se encargó de diseñar el logo (en Paint, claro) y un flyer para difundir la fecha. Imprimieron varios tamaño A4, prepararon engrudo en un balde y salieron a pegar carteles por Ramos Mejía, Castelar y Morón.
“Queríamos romper un poco con la pantalla del celular”, explica Ariel y traza un paralelo: “Es la diferencia que hay cuando alguien te putea por mensaje o te putea cara a cara. Ver un flyer en Instagram o en donde sea no tienen el mismo impacto que verlo en persona. Te lo cruzás y decís: ‘¡Fa! Esta banda estuvo acá, donde yo estoy ahora’. En ese momento no nos conocía nadie, pero igual, fue dejar una huella.
La pegatina duró un buen rato. Empezaron a la tarde y cayó la noche. Hacía frío, pero estaban orgullosos de su trabajo. Hasta que llegó un mensaje inesperado. Unos ya existentes Lou Weed, de Quilmes, se quejaban por el uso de su nombre.
“Nos rompió las pelotas, pero ahí nos dimos cuenta de lo fácil que es llegarle a la gente. Pegamos afiches por acá y al toque le llegaron a alguien en Zona Sur, ¡es increíble!”, dice Ariel como si se tratara de una epifanía. Y admite: “La verdad es que nosotros habíamos visto que había unos Lou Weed, pero no tocaban hacía un montón y tenían cero sentido de la estética. Era buen nombre al pedo. Nos decían que habían tenido cierta trayectoria, que estaban pensando en volver, que habían tocado con Santiago Motorizado. ‘Ustedes, si se ponen Los Violadores, sería medio raro’. Bueno, pero no son Los Violadores, hermano”.
Forcejearon un poco, pero terminaron cediendo. “Que se lo metan en el orto”. Y cambiaron de nombre otra vez. Ariel cuenta: “Mi viejo, una vez, hablando de la nada, me dijo: ‘¿Sabés qué nombre está bueno para una banda? Winona Riders’. Así que lo teníamos ahí, bajo la manga. Medio que salió por descarte porque la fecha ya estaba pactada”. Al día siguiente, diseñó el logo nuevo y el flyer, imprimió varios y salió a pegarlos con Ricky arriba de todos los carteles que decían Lou Weed.
“Me parece que fue una gran decisión porque es un muy buen nombre Winona Riders comparado con Lou Weed. Aparte, la palabra Riders nos dio cierto concepto”, dice Ariel. El logo de WR sigue siendo el mismo del debut: una foto de la famosa actriz Winona Ryder editada en PhotoScape a la que se le agregaron un par de lentes oscuros. Por ahora, no bajaron quejas desde Hollywood.
Una vez consumado el debut en Salas Tifón, Francisco propuso sumar a Santiago Vidiri (30 años) para completar la base sonora de Winona Riders. Santiago era guitarrista, pero podía hacerse cargo del bajo sin problemas. De hecho, él era tecladista y estaba sentado en la batería. Tocaban juntos en Sucio Rosa y tenían el mismo gusto musical que ya había matcheado con Ariel y Ricky. Así que organizaron un ensayo para conocerse y que Santiago se aprenda las canciones. En pocos días se venía la segunda fecha de la banda, en La Gran Jaime, un espacio cultural de Villa Crespo, y no había tiempo que perder. Pero, por alguna razón que nadie recuerda, el encuentro no se pudo dar. Había una alternativa.
“Nosotros habíamos subido a Bandcamp un bootleg de la primera fecha”, explica Ricky. “Así que Santi se estudió las canciones de ahí y lo conocimos en pleno show”. Ariel recuerda que esa noche, el nuevo integrante tocó de espaldas al público para poder ver las manos de sus flamantes compañeros e ir imitando las notas. Como cuarteto, tocaron algunas fechas más y hasta llegaron a presentarse en el lado B de Niceto. Sin embargo, todavía faltaban dos incorporaciones (y una pandemia) para terminar de consolidar el asunto.
Una pandereta y dos maracas
“Che, yo quiero tocar”. Esa frase (o una similar) le dijo Gabriel Torres Carabajal (24 años) a Ariel para sumarse a Winona Riders. Había un pequeño problema: no sabía tocar ningún instrumento. La amistad entre ambos nació en pleno proceso de construcción de la banda y su incorporación al proyecto fue prácticamente inevitable. “Le dije que ya estábamos todos, que no había cupos, a menos que quisiera tocar la pandereta”, explica Ariel. Gabriel empezó a caer a los ensayos y a entablar una relación con el grupo.
“Yo todavía no había hablado con los chicos sobre Gaby. Ya lo conocían, pero no había hablado de la posibilidad de que toque la pandereta. Pero Gaby caía de una a ensayar. ¡Y me hacía quedar como el orto! (risas)”. Ensayaban en Palermo, en la sala donde trabajaban Francisco y Santiago, que intercambiaban horas extra por horas de ensayo para la banda. “Un día estábamos ensayando y de repente entra Gaby en medio de un tema, deja la mochila en el piso y se pone a tocar la pandereta. Lo miro, después miro a los demás y bueno, si iba a ser así, ya fue. El famoso fue joda y quedó. Bueno, eso fue Gaby”.
Hoy, la figura de Gabriel es central en la puesta en escena de la banda de la manera más literal posible: es el que se para en el medio del escenario (sí, adivinaron, como hace Joel Guion en los shows de The Brian Jonestown Massacre). Es el principal arengador del público y da una buena muestra de su desempeño en el Teatro Flores. Cuando empiezan a sonar los primeros segundos de “A.P.T. (American Pro Trucker)”, el movimiento frenético de su instrumento se pone en sincro con su melena en un headbanging a toda velocidad, en modo turbo, que se prolonga durante las tres horas de concierto.
En la charla telefónica, Ariel se toma un momento para destacar la actitud de su amigo: “Hay que pararse en el medio del escenario con un instrumento que no te tapa ni medio cuerpo, ¿eh? Es una pandereta y dos maracas, nada más”. Y nada menos, habría que agregar. De hecho, es la imagen que inmortalizaron en la tapa de su segundo disco.
Postpunkdemia
Para terminar de armar el rompecabezas de Winona Riders faltaba una última pieza que llegó después de la pandemia. Las medidas gubernamentales para evitar la propagación del coronavirus obligaron a poner en pausa el proyecto justo cuando se estaba empezando a poner divertido. Esperaron un tiempo, pero en cuanto pudieron retomaron los ensayos de manera clandestina. El plan era aprovechar el tiempo para afilar la máquina. Sonar lo más profesional posible.
Lo que sí se podía empezar a hacer, poco a poco, era sacar a pasear al perro. Ricky llevaba al suyo, Aramis, a la plaza Bartolomé Mitre de Ramos Mejía, la misma a la que Mauro Arenas (37 años), también conocido como “El Bocha”, llevaba a pasear a su perro, Río. “Eso también fue amor a primera vista”, dice Ricky.
“Fue medio en plan levante. Él me elogió una remera de alguna banda y empezamos a hablar de música. Sin buscar nada, le comenté que tocaba. Después les dije a los chicos que había conocido al Bocha, que me había caído re bien, que tocaba los sintetizadores. Estábamos volviendo a ensayar después de la pandemia, volviendo a reagrupar. Sin saber que necesitábamos eso, cae Bocha a un ensayo y ahí descubrimos que sí, lo necesitábamos. Como dicen por ahí, ‘andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos’”.
La incorporación de las teclas abrió nuevas puertas de percepción. Por fín había un colchón extra donde estirar los solos, improvisar y experimentar. En agosto de 2021 tocaron por primera vez como sexteto, precisamente en Salas Tifón, que para ese momento se había mudado de locación. Y empezaron a ganar terreno a los codazos en una escena que comenzaba a configurarse con nuevos matices, sonidos y, como es lógico después de meses de encierro, mucha sed de música en vivo.
Junto con Mujer Cebra, Ryan, Las Tussi o Dum Chica, por citar a algunas, Winona Riders fue una de las bandas que supo capitalizar el pulso pospandémico y retomar un sendero que, a su juicio, había sido extraviado. Abrevar en las bases fundacionales del género para invocar al presente todo lo divertido, atractivo, polémico, cretino y sensual que tiene el rock and roll. Y tocar, claro, lo más importante de todo. Según su propia cuenta, al cierre de la edición de esta revista, acumularían un total de 116 shows.
La charla telefónica con Ariel se extiende más de lo pactado, pero no parece estar incómodo. Destaca la forma de trabajar de las bandas de afuera, un sistema completamente distinto, con otras oportunidades. “Las bandas de afuera que tienen la llegada que tenemos nosotros giran por toda Europa, pero no hay que esperar a ser eso para hacer eso, ¿se entiende? Si estamos en Ramos, metamos una fecha en Burzaco, otra en La Plata, y así. El temor de los productores es que toques demasiado. Pero bueno, si toco en Capital, no me podés decir nada si hago una fecha en Banfield. Está esa idea de que si tocás mucho, te quemás, y la gente puede dejar de ir a verte. Pero sos una banda, ¡tenés que tocar!”, exclama.
Bueno, ustedes tocan bastante seguido…
Hay que cambiar el juego. Demostrar que, sin seguir al formato que siempre nos aburrió, se puede hacer un montón. Hay que animarse a escupir para arriba y que te entre la saliva al ojo. No importa. Lo que a la gente le gusta del rock and roll es lo que no se estaba haciendo. Se hizo un filtro y todo lo mejor del rock and roll, su filosofía y todo lo que significa, quedó ahí en el colador. En 2022, tocamos 36 fechas, fue un gran año. En 2023, lo mismo, pero el doble: 60. En un mes tocamos diez veces. Y, ojo, no es fácil… la primera vez que tocamos diez veces en un mes terminé llorando en una esquina de Montegrande. Por excesos, bajones de sustancias, lo que sea. También por exigirse mucho. Por ahí hacés cosas que no debés en situaciones que no conocés. Pero bueno, es curtirse. Y aprendimos un montón. A los golpazos, pero es la gracia y es lo mejor que hicimos en nuestras vidas. Todos los logros que tuvimos hasta ahora, o a lo que nosotros le llamamos logros, fueron sin haberle chupado el culo a nadie. Tenemos la conciencia tranquila con eso. Ahora podríamos estar viviendo de la música plenamente, pero si estuviésemos en esa situación, hubiésemos hecho cosas que por ahí no querríamos, porque no iban con nuestra filosofía.
¿Les ofrecieron firmar un contrato?
No sé si firmar… bueno, sí, pero no solo eso, sino por ahí de tocar con… tocar en… ¿Estás tocando para el resto o estás tocando para vos? Yo creo que si estás tocando para vos, va a ser mucho más puro. Por eso la gente se pone como se pone en vivo. Siento que sienten que lo hacemos por nosotros. Los temas largos son un ejemplo. “Dopamina” lo pasan en la radio y dura seis minutos. Y entro a cantar al minuto dos y pico. Es lo menos radial que existe, pero lo pasan igual, lo eligen ellos. No hace falta chupar culos. Si hacés las cosas que vos querés y las defendés con el corazón, ¡el culo te lo chupan a vos!