Tragedia en los Andes. Crónica de un viaje al límite y con el final menos esperado

Veinte turistas se lanzan a cruzar a pie la cordillera desde Mendoza hacia Chile, hasta que un hecho fuera de cualquier cálculo los obliga a replantearse todo

Por  JUAN MANUEL MANNARINO Y LAUREANO BARRERA

abril 19, 2023

(Foto: Gentileza Susana Errasti)

Daniel, el chofer, volantea la Traffic 2007 que ahora retrocede descontrolada. “Tranquilos, chicos, me quedé sin frenos”. La camioneta pega unos saltos entre la piedra y algunas mochilas de los compartimentos se vienen abajo. Una golpea a Victoria, joven geóloga nacida en Bahía Blanca, que estudia las formaciones rocosas de Ushuaia, donde vive actualmente como becaria del Conicet. Son unos pocos segundos donde nadie habla ni se mueve. Daniel intenta una maniobra desesperada y choca voluntariamente contra una roca grande antes de que el vehículo se vuelva ingobernable. El impacto dobla el caño de escape a la mitad, pero la chata se detiene. Tiempo más tarde todos pensarán que allí, donde hubo una piedra, pudo haber vacío.

“El motor giró al revés, por eso se clavó. Yo siempre digo que hay que salir a las 7 de la mañana y no a las 9.30. Porque el viento de la mañana sopla de frente y enfría un poco el motor. Ya estoy cansado de repetirlo”, se queja Daniel, con el cordón montañoso a su alrededor: un camino serpenteante, que va desde el pueblo del Manzano Histórico, en Tunuyán, hacia el puesto de Gendarmería llamado refugio Portinari, a 2.500 metros de altura.

(Ilustración de Diego Orellano)

Mientras conduce por el sendero de ripio en trepidante subida, el simpático de Daniel parece tener respuesta para todo. Así lo percibe Laura, arquitecta de 48 años, chaqueña, cuatro hijos, que había subido a la Traffic con dos amigas, Lorena y Silvana, hermanas entre sí, en un punto del Manzano después de disfrutar dos días de las bellezas del Valle de Uco en la temporada de verano. La Traffic, en realidad, reemplazó a un micro más cómodo y moderno que se averió antes de arrancar, y había salido con demora desde la estación de servicio frente a la terminal de micros de la ciudad de Mendoza, donde un grupo de veinte desconocidos se reunió para emular la travesía que inmortalizó José de San Martín: seis días de caminata en medio de la cordillera de los Andes, cruzándola desde Mendoza a Chile.

A Laura y sus amigas las pasó a buscar Gonzalo, uno de los guías, en su camioneta cuatro por cuatro. Se conocieron hace años, cuando ellas empezaron a hacer montañismo con su empresa, Andes Expediciones. Las chaqueñas son de las más experimentadas del grupo, pero nunca hicieron el cruce, que –aunque no se venda exclusivamente para especialistas ni fanáticos de los cerros– exige una buena preparación física y un conocimiento mínimo de alta montaña.

Todas las edades, a partir de treinta, están representadas en el grupo: el grueso está entre los cuarenta y cincuenta, y hay varias personas que rondan los sesenta. Jueces, abogados, contadores, médicas, ingenieros, psicólogas, astrólogas, maestros, profesores de educación física y personal trainers. Casi todos profesionales de clase media o clase media alta, que pueden costear el casi medio millón de pesos que implica el costo de la travesía, la compra y alquiler de equipos y los traslados. Y nosotros: un periodista y un fotógrafo husmeando todo lo que pasa. Hay quienes se muestran emocionados, inquietos, curiosos. En los primeros minutos una pregunta se repite: “¿Es tu primera vez?”. Lo es.

Macarena, la segunda guía, se muestra firme con los papeles: sin la vacunación completa contra el Covid, repite, no podremos entrar a Chile. Una pareja de profesores de educación física, que será el dúo más correcto de la expedición, prefiere apartarse en silencio. Muchos somos de Capital Federal y Buenos Aires. Una maestra de Bell Ville, Córdoba, la investigadora de Tierra del Fuego, una ingeniera que reside en Miami y un matrimonio de argentinos que dejaron sus puestos de bancarios a fines de los 80 y terminaron en Barcelona.

Somos un grupo de desconocidos que emprende su viaje de egresados, aparentemente livianos y sonrientes a pesar de nuestras pesadas ropas de montaña, asándonos en el sopor del enero mendocino. Nadie puede augurar un fatal presagio, aunque un viaje a la cordillera supone –lo sabremos– una predisposición a enfrentar todo tipo de riesgos. Antes de que la Traffic se quedara sin frenos, en el tablero se había prendido la luz roja de calentamiento del motor: Daniel frenó en seco, bajó con una botella de agua y anunció que lo había solucionado.

—¡Qué linda manera de empezar la expedición, ¿no?! —suelta Reinaldo, un abogado de 55 años que trajina el fuero civil y comercial en Bahía Blanca, cuando Daniel logra controlar de un sacudón la Traffic.
Reinaldo baja y prende un cigarro. Se para al lado del conductor y arriesga la posible causa del fallo del motor. Abajo, Marco, 28 años, que coordina el área de pymes de un banco importante y es el más joven del grupo, registra con su celular último modelo al chofer arreglando el caño de escape. Otros aprovechamos para estirar las piernas. Algunos ríen nerviosos y conversan en voz baja. La Traffic se recompone, no sin antes echar una humareda negra a la cabina, y sigue camino lentamente, en un silencio expectante. Algunos se mudan a una segunda camioneta, que vuelve a socorrernos, pero ninguno protesta ni se queja: entendemos, de prepo y casi sin lugar a la reflexión, que hemos venido a eso. A perder el control, a no cuestionarnos demasiado, a dejar de lado miedos, pensamientos y certezas.
Ya nadie tiene señal de celular para contarlo. Ya nadie la recuperará, cuando con el correr de los días haya otros episodios reveladores.

Hace unos 30 años, desde el cielo, Nadia, médica jubilada y pintora que ahora tiene 62 años, vio las cumbres de la cordillera por primera vez. Por la ventana del Boeing que sobrevolaba Mendoza, las montañas emergieron anaranjadas por la luz del ocaso y la conmovieron tanto que se juró cruzarlas por tierra. “Me generaron una sensación de poderío, de que yo iba a poder cualquier cosa”, recuerda.

Tenía treinta y pico y se obsesionó. Durante algunos años, les preguntó a los montañistas con los que conversaba si la habían cruzado, pero no encontró a nadie. El tiempo relegó el deseo y el proyecto quedó en el olvido. Una tarde de noviembre de 2021, un amigo de su esposo, que estaba de visita, comentó sin demasiado énfasis que iba a cruzar los Andes a pie. Nadia sintió el impacto físico de una emoción en el estómago, aquella visión del pasado volviendo de un golpe, y sin pensarlo soltó tres palabras tajantes:

—Voy con vos.

Para Reinaldo, el hombre que le había sacudido ese anhelo enterrado, la travesía no simbolizaba un hito ni una refundación vital. Lo diría a viva voz delante de casi todo el grupo: estaba boludeando en Internet cuando se cruzó con la publicidad. Andes Expediciones Compañía de Guías de Montaña. Clic. Somos líderes en experiencias andinas. Clic. Destinos más solicitados. Clic. Cruce de los Andes caminando de Argentina a Chile. Clic. Formá parte de este Cruce de los Andes caminando por el paso Portillo de Piuquenes, uno de los pasos del general San Martín durante la gesta libertadora: clic. Rey, abogado bahiense, estaba buscando qué hacer con sus vacaciones, y cinco pulsadas del mouse después ya tenía el plan perfecto para pasar el verano lejos de la ciudad. El marido de Nadia no quiso sumarse, a pesar de que ella le insistió.

Entonces eran dos.

Pero una aventura así, idílica, es un gran tema de conversación. Nadia se lo comentó a su cuñada, María Ester, una funcionaria judicial del sur de la provincia de Buenos Aires de 59 años que adoraba vacacionar en destinos abiertos y alejados de la histeria urbana, que no le asustaban el frío ni los destinos ásperos, y enseguida dio el sí.

Resulta, entonces, que eran tres.

Unos días después, María Ester intercambió mensajes con Marcela, una gran amiga de décadas, ingeniera civil, 61 años, que había conocido jugando al paddle y vivía desde hacía dos décadas en Miami, trazando planos para edificios vidriados y lujosas moles, quien tampoco titubeó.
Así que finalmente eran cuatro.

Marcela pensó en su sobrina Victoria, la geóloga joven. Habían salido juntas en otras ocasiones y pocas semanas antes de la fecha de partida le hizo extensiva la invitación.
De modo que tampoco eran cuatro, sino cinco, el grupo de bahienses dispersos por el mundo que empezaban a entrenarse, cada uno a su manera, y se encontrarían con otros quince extraños para atravesar la cordillera continental más larga de la Tierra. A pie.

Marcela, la ingeniera civil de 61 años, que falleció súbitamente en el tercer día de trekking por los Andes (Foto: Gentileza Susana Errasti)

Por fin y después de superar los trámites de aduana y la Traffic de Daniel, a las 14.30 del 7 de enero de 2023 empezamos una fila de veinte personas, con una mochila de ocho o nueve kilos en la espalda, a cruzar los Andes. El primer día hacia el refugio Scaravelli, a 3.160 msnm, es un recorrido de 5,23 kilómetros que transcurre sin sobresaltos, sintiendo el fragor de la piedra sobre piedra en nuestros pasos, el vaivén de la altura en las sienes y una extraordinaria belleza que se abre a los costados.

Nos acompañan unos arrieros de la zona, que con sus mulas cargan las carpas, la comida y el resto de las cosas. Toman mate dulce y beben Coca-Cola: el azúcar es como el aire en la altura. Con boina y poncho, Gonzalito, el más joven de ellos, se pega al paso lento de la marcha. Su caballo se usa también como “mula-ambulancia”: allí suben los que necesitan descansar, por intervalos.

Gonzalo y Macarena, los guías, se encargan de preparar el desayuno y la cena. Nos dan una “vianda de marcha” para que administremos en el camino, con un sánguche de fiambre y tomate, naranjas, manzanas, alfajores, barritas de cereal, caramelos, chupetines, jugos: saber cuándo tomar agua, masticar un caramelo o comer el sánguche, más allá de los parates a almorzar, se convierte en algo tan esencial como equilibrar el peso de la mochila en la cintura para aflojar hombros y espalda.

Tres pieles de ropa se ordenan y desordenan en el cuerpo y en la mochila, según vaya cambiando el clima: en la cordillera se pasa del calor abrasador con el sol de frente a un viento fuerte y helado al entrar a un pico; y de una lluvia o nevada repentina al frío de madrugada que cala en los huesos. Guantes, gorras, remera térmica, lentes para sol con filtro rayos UV, aislante de neoprene, bolsa de dormir para -15° C, bastones de trekking y muchas otras cosas nimias que pueden ser cruciales en la expedición. Con el agotamiento de la marcha en el cuerpo, ordenarse y encontrar a tiempo los elementos parece una odisea.

“Nunca laburé tanto en este último tiempo”, larga alguien, cuando al llegar el segundo día al campamento se pone a armar la carpa bajo una lluvia tenue: el armado y desarmado de la tienda es otra de las tareas.

Macarena, la que más habla de los guías, dice que para caminar por la cordillera hay una serie de tips: el paso lento y sin pisar fuerte, apoyar bien el talón, respirar por la nariz y largar por la boca. Así continúa el segundo día, que hacemos desde Scaravelli a campamento Yaretas (3.550 msnm), recorriendo 2,61 km. La altura se aclimata en los cuerpos de forma diversa: vemos cómo uno de nuestros compañeros, profe de gimnasia, se retuerce en vómitos en un punto del trayecto.

“Hoy empieza el cruce, gente. Tenemos que ser lo más profesionales posible”, arremete seriamente en el desayuno del tercer día Gonzalo, el guía con más experiencia. El humor no es el mejor: dice que estamos saliendo media hora tarde del campamento por un retraso del grupo. Todos sabíamos que este, el tercer día, es el más arduo de la expedición: casi 12 horas de caminata, pasando los 4.000 metros. ¿Era necesario hablar en términos “profesionales” a un grupo amateur, inexperto?

Empezamos a sentir que el cruce no es un paseo. Varios quieren frenar a tomar fotos de paisajes que jamás volverán a ver en sus vidas, pero resulta imposible. Hay otros que quieren prolongar un descanso en el camino. “Chicos, no es de policías, pero necesitamos que vayan respetando todas las marcas. Tenemos que llegar bien a campamento, aprovechar la luz, son trayectos largos”, dice Macarena, en tono fuerte pero amable.

La sensación de estar aislados e incomunicados con el tiempo se torna agradable, como un peso que uno va dejando en el camino para concentrarse en la carga de la mochila. Pero en las bajadas el cuerpo se relaja y se producen más accidentes. Susy, la mujer del matrimonio que vive en Barcelona, no amortigua una pisada por el cansancio y cae hacia atrás. Su reacción es épica: domina su cuerpo con tal agilidad que evita un golpe en la cabeza.

La cordillera, recortada en el horizonte, es un orden de lo cambiante: texturas, colores, climas. Si Virgilio Piñera dijo sobre Cuba que era “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, en la cordillera de los Andes se trata de la piedra. Una maldita circunstancia en los pies.

Después de seis horas de ascenso sobre tierra y roca, tenemos a unos metros el majestuoso Portillo de Piuquenes. Nos adelantamos con Gonzalo, el guía, para fotografiar la llegada del grupo al punto más alto de la travesía, tocando los 4.380. El Portillo es una hendidura natural en la cima de la montaña que conecta dos valles: el filo entre dos mundos. De un lado, el paisaje lunar y terroso del valle de Yaretas, una inmensidad terracota de lomadas y faldas que acabamos de dejar atrás. Del otro, un paisaje blanco con vetas barrosas. Nos abrazamos un instante, arrasados por una emoción profunda. El resto del grupo llega y empiezan las felicitaciones, la sonrisa del deber cumplido. Como en un guion de cine, el primer cóndor de la travesía nos sobrevuela en círculos, y empieza suavemente a nevar. Nos sacamos la foto grupal en la cima, ahora sí, como el grupo de egresados que parecemos ser. Que tal vez somos. Todo es emoción, todo es goce.

El helicóptero de rescate que retiró el cuerpo del remoto paraje a unos 3.700 metros sobre el nivel del mar (Foto: Gentileza Laureano Barrera)

Ese tercer día, después de la emoción del Portillo, Nadia, la médica jubilada y pintora, siente que su cabeza va a implotar. Acabamos de subir seis horas y bajar unas cuatro más, con tres o cuatro paradas rápidas para hidratarse y echar combustible a la máquina, como repite Maca: hidratos, fruta o algo de azúcar. Un edema en el cerebro le hace presión a Nadia hacia afuera y le produce dolores punzantes, en oleadas, muy difíciles de soportar. Los efectos de la altura eran lo único a lo que Nadia temía; años antes, en un viaje a Cuzco, lo había pasado muy mal. Ahora, por encima de los 4.000, el cuerpo se comporta de otra forma. Los guías nos habían prevenido. Nadia siente esos estiletazos y piensa que se va a desmayar.
—Gonzalo, me duele mucho la cabeza, necesito parar.

—Paramos todo lo que quieras, pero la única forma de mejorar es bajando— le contesta el guía.

Marcela, la ingeniera civil que vive en Florida y es amiga de su cuñada, María Ester, interviene.

—Si vos querés parar, parás —le dice.

Nadia está tan descompuesta que no le contesta. Se propone dejar de lado la jaqueca, hacer prevalecer lo mental por sobre lo físico: todo lo que importa es bajar.

Al rato nos detenemos sobre un promontorio de piedras. Casi todos estamos extenuados. Gonzalo y Macarena avisan que tenemos media hora para almorzar y otra media para llegar al río Tunuyán, donde recargaremos nuestras botellas prácticamente vacías. Nadia se acerca a Marcela.

—¿Cómo te sentís?

—Me falta un poco el aire.

—¿Cuando estás quieta o cuando andás?

Cuando camino, respondió. Nadia la ve sacar el sánguche doble de miga y se asombra: esa mujer de físico pequeño come de a bocados generosos y todo lo que ella puede hacer sin que le den arcadas es chupar un caramelo. Marcela no come la fruta para que no le caiga pesada. Guarda en la mochila las sobras de la vianda como las guardamos todos: una manzana o una naranja, un Pico Dulce. Retoma el paso como los demás: las piernas cada vez más pesadas, como si estuvieran sumergidas en el barro, las suelas de las botas levantándose cada vez menos del piso, los palos de trekking cayendo sobre las hendijas de las piedras como jabalinas.

El cansancio es una fuerza gravitatoria que le agrega capas inútiles al cuerpo, volviéndolo torpe y anómalo. Falta caminar otra hora y media hasta el campamento en Real de la Olla, que a nuestro ritmo van a ser dos y media, estima Gonzalo. Nos detendremos un minuto en el lecho del río para reponer agua. Cuando llegamos, muchos queremos sacarnos las mochilas y ganar unos minutos para recobrar el aire. Gonzalo y Macarena se ponen firmes. Cinco minutos, ni uno más.

Marcela le pregunta a María Ester si se puede sacar la mochila. Su amiga de siempre le dice que sí.
En la ciudad o en el campo, una muerte más o menos lógica puede alcanzarte en tres lugares: la calle, tu casa o la cama de un hospital. Puede llegar acompañada de violencia, deliberada o accidental, o ser el fin esperable de una larga enfermedad. Pero en la cordillera de los Andes, la muerte tiene una condición única: siempre es repentina. Nadie fallece de viejo o vieja en una carpa iglú, en medio de la nada. No hay lisiados por el tránsito ni infectados por alguna peste ni internaciones prolongadas. Nadie es víctima de un crimen.

Alejandra, una maestra de historia correntina que vive en Córdoba, recordaría después que un segundo antes la vio a Marcela conversar. La mujer dejó la mochila en el suelo y se inclinó apenas para apoyar sobre una saliente los bastones de marcha.

En un instante, el movimiento intencionado se vuelve maquinal y su cuerpo cae ladeado sobre el pedregullo del valle. Laura ve sus manos cerrarse en un puño. Son cerca de las cuatro de la tarde. María Ester se agacha sin apuro, porque piensa que su amiga se tropezó.

La vemos a Marcela caer, la mueca de su boca hacia un costado, sus pupilas trazando con frenesí parábolas raras.

“¡El oxígeno!”, exige Gonzalo, el guía, cuando se agacha a mirarla. Macarena, la otra guía, sale corriendo hacia la mula, tropieza en el camino, se levanta y sigue.

Muchos nos quedamos impávidos, sin saber qué hacer. Gonzalo se agacha para hacerle reanimación pero se acalambra. Nadia, que fue médica pediatra, le toma la mano y le habla.

—Marce, respirá, quedate conmigo. Dale que podés.

Llega el oxígeno en un tubo grande. Gonzalo lo prepara y con Macarena, a la cuenta de tres, la pasamos sobre un aislante extendido en el piso. Nos quitamos camperas y gorros para darle calor.

—Vamos, Marce, ahora tenés oxígeno, respirá, muy bien —le susurra Nadia.

Los primeros minutos, Marcela hace unos sonidos guturales. Nadia pide que le hagan RCP. Martín, un profesor de educación física de Berazategui, que viene con su pareja en su viaje de jubilación, es además guardavidas e hizo el curso de iniciación al montañismo. Empieza la reanimación. Son dos minutos, y para calcular el ritmo de los masajes cardíacos hay que cantar una canción. Ya no es necesario, como antes, hacer respiración boca a boca. La bolsa adherida a la mascarilla se hincha y se deshincha. Nadia la alienta. Gonzalo abre una valija donde tiene ampollas con corticoide. Nadia le coloca dos.

A Martín lo reemplaza Marco, el chico de 28 años que vive en Palermo e hizo un curso de primeros auxilios después de ver desplomarse al padre de un amigo. Será uno de los más activos en el intento de reanimarla: cronometra con su reloj, hace masajes, se saca su campera para abrigarla. Y eso que, siendo el más joven, fue uno de los más apunados y con dolor de cabeza este día. A Marco le sigue Laura, la arquitecta.

—Yo voy a seguir hasta que me indiquen los guías —dice Laura—. Pero ya no tiene pulso.

La tragedia hermana para siempre a los desconocidos; como los sobrevivientes de un naufragio. Victoria, su sobrina, y María Ester, su gran amiga, con la voz cada vez más cortada, vuelven a pedirle fuerza, que se quede con ellas, vamos Marce, un poquito más. Hasta que lo entienden, o no, no pueden entenderlo, nadie en ese páramo hermoso y glacial puede entender, pero aceptan el sinsentido de la muerte y se abrazan en un solo llanto.

Llegan al galope Gonzalito, el arriero, y otro jinete con un botiquín que no hubiera servido de mucho. Cubrimos a Marcela con el poncho del pibe. Lo aseguran con piedras pesadas a los costados, nos formamos en círculo, algunos nos abrazamos por la cintura. Y Nadia vuelve a hablar.

—Marce, hiciste todo lo posible por quedarte acá, fuiste valiente. Ahora pasaste a otro plano, podés irte a volar.

Victoria, la sobrina, le deja una ramita verde con una flor blanca que extrañamente encontró por ahí. Allí queda Marcela, en “El mansa”, a 3.700 metros: el lugar donde serena el arroyo.

Maca nos reúne y nos habla sobre la filosofía de la montaña, lo pequeños que somos. Tenemos que seguir, dice, así es la vida. Salir de ahí, del viento arrasador que empieza a darnos temblores.

Como es previsible, hasta el campamento donde están las carpas no es una caminata sino una procesión. El ruido regular de las botas contra la piedra es el único sonido humano que rompe el silencio: todo lo demás es viento. Gonzalo encabeza la fila, pero está en otro lugar: sigue mirando el teléfono satelital –el servicio de Garmin, que usan los montañistas en varios puntos del mundo– con el que se comunica con su esposa, que está en Mendoza y hace el enlace con la policía de Montaña de la provincia y Gendarmería Nacional. Alrededor, la belleza estalla en una gama de colores ocres, amarillos y verdes, con las coronas blancas de los picos andinos a su alrededor. Pero ninguno de nosotros puede apreciarlo: el absurdo de una muerte entre nosotros cae con la pesadez de un piano, o una garrafa, o una bomba nuclear.

—Me cuesta muchísimo asimilar la muerte súbita. Alguien que un minuto antes estaba bien —reflexiona Nadia, la pediatra jubilada, unas semanas después—. Todo lo que nos pasa es por algo, tiene un motivo. Estoy segura. Pero todavía hay cosas de la travesía que no pude entender.
Casi siempre, morir en la cordillera es morir inmediatamente después de estar muy bien. Principio y final del círculo se tocan, en una sincronía casi perfecta. Ese contraste tan brusco nos hunde a todos en la misma perplejidad.

Laureano Barrera y Juan Manuel Mannarino, autores de esta nota, emprendieron el viaje sin imaginar lo que ocurriría (Foto: Gentileza Laureano Barrera)

Es el cuarto día y, anoche, embotados del shock por la muerte de Marcela, tuvimos que cruzar el río helado con nuestras zapatillas de vadeo, exhaustos, y armar las carpas con la noche cayendo y una llovizna fina pero tenaz. Cenamos Capeletinis y Rocklets. Muchos se quedaron en la carpa, al refugio de la lluvia y de la tristeza general. Gonzalo, el guía, casi no habló: dijo que tenía que gestionar la seguridad del grupo, y que Gonzalito, el arriero, se había quedado con el cuerpo.

—Hay tormenta y no es seguro que Gendarmería llegue hasta donde está el cuerpo —dijo—. Yo ya envié la ubicación, pero la comunicación es por teléfono satelital y muy incierta, no sé qué órdenes darán.
Nos dijo que nos hidratáramos bien y fuéramos a descansar. Que no sabía qué iba a pasar.

Pero esta mañana, el sol ya está entibiando en el cielo. Victoria y María Ester, las más cercanas a Marcela, salieron a sacar alguna foto por el lugar. Mientras tomamos mate cocido, Nadia vuelve a tomar la palabra.

—Si algo me llevo de esta tragedia es la fe en nosotros, como argentinos. Tengo que decirles gracias por la contención y la reanimación. Somos un grupo unido por el destino y agradezco que haya sido con ustedes.

Un rato después, en un claro del campamento, nos vamos arrimando en círculo a tomar mate. El ánimo del grupo es un poco mejor. Se habla de otras cosas: de pinturas, literatos bahienses, medicamentos fuertes, ejercicios físicos y formas de ocultar los excrementos. Víctor, contador y personal trainer, dice que le gusta viajar y muestra sus tatuajes maoríes. Todo ese pequeño mundo parece contenido en esos retazos tan distintos de conversación.

Gonzalo interrumpe la charla. Tiene información. La patrulla de Gendarmería que salió a buscar el cuerpo se perdió y está otra vez en el refugio Portinari. Tenemos que pasar el día en el campamento esperando que la patrulla de Montaña o Gendarmería den la autorización de seguir a Chile, que técnica y emocionalmente es la mejor opción.

Comemos una picada con fiambres y gaseosas. A la siesta se larga a llover. Antes de merendar, Gonzalo nos convoca a una nueva charla. Hay novedades.

Nos lee un mensaje de la patrulla de Montaña en su comunicador satelital.

—La información concreta es que no va a llegar hoy la patrulla ni nos van a autorizar para ir hacia Chile. Por lo tanto, no tenemos posibilidad de seguir. Así de simple. La idea es que mañana, a las siete, arranquemos para volver a Yaretas. Yo ya pedí que esté una Traffic esperándonos allá.

Todos escuchábamos en silencio.

—Aunque no lo crean, es más fácil volver que venir. Porque estamos descansados con un día y porque la subida en el sentido inverso es más gradual. No será fácil, pero juntos lo vamos a lograr.

En el grupo no todos acuerdan y hay quienes tienen miedo de volver caminado por el Portillo, ante el anuncio de un posible temporal. Pero no nos queda alternativa: nadie nos rescatará de la montaña. Al atardecer, alguien se anima a poner cumbia en su carpa.

Así emprendemos el regreso a Mendoza. Una compañera dice que nos parecemos a los personajes de “La autopista del sur”, el cuento de Cortázar. Cuando pasamos por el arroyo donde está el cuerpo de Marcela, como si se tratara de una toma cinematográfica, escuchamos el sonido de un helicóptero. Le hacemos aspavientos con los palos de trekking. El helicóptero, guiado por un arriero, aterriza bajo un sol radiante y en pocos minutos se lleva el cuerpo. Se había demorado porque los rescates, en Mendoza, están destinados al Aconcagua. Esa es la explicación oficial.

Apenas Gonzalo anuncia que la Traffic que subirá para buscarnos en la base del Portillo es la de Daniel, estallan las risas. “Es lo que nos faltaba, hermoso”, desliza alguien, sin disimular los nervios. Sin embargo, no se trataría del único chofer en arribar al rescate. Otro, Rubén, a bordo de una cuatro por cuatro vieja, es el primero en llegar. A lo largo del viaje, con un humor irónico, Rubén se conecta con los chistes que, a modo de descarga y en el camino hacia el refugio Portinari, allí donde cinco días atrás comenzamos el recorrido, circulan entre nosotros, exhaustos y sobrecargados de emoción.

–Lo de ustedes fue muy arriesgado… la montaña impone su respeto –suelta Rubén, mientras saca su ancho brazo por la ventanilla abierta y mira con sus anteojos de miope a una cuadrilla de soldados que espera subir un cerro como día de entrenamiento.

En una breve conversación, dice que lamenta lo sucedido y quiere saber detalles del accidente. Luego, por lo bajo, cuenta que es de la zona, que estudió montañismo en el Club Andino de Mendoza y que la primera vez que hizo el cruce fue en bicicleta. “Nos preparamos durante días, nos aclimatamos en pequeños circuitos antes de ir hacia el Portillo Argentino. Fuimos probando resistencias y adaptaciones en grupos. Y eso que nacimos en la montaña, pero para subir tantos metros, no se puede de un tirón. Ustedes vienen del llano y al toque caminan en la montaña, en tramos complicados. Es una diferencia importante, ¿no?”, pregunta, y nadie sabe qué responder.

En el refugio Portinari, nos esperan los familiares de Marcela. Se unen en un solo abrazo a Victoria y María Ester, y rompen en llanto. El resto miramos absortos, transpirados por las más de diez horas de caminata, contentos por haber vuelto a tierra firme y a la vez destrozados por dentro. Nos esperan en la comisaría, para notificarnos. Y entonces llegan las palabras de un familiar, que con brazos en alto dice: “Gracias, gracias por Marcela. Era una persona tan buena, tan trabajadora. Gracias”.

Semanas después, ya en nuestras ciudades, la mayoría confiesa querer hacer el cruce de nuevo, pero con mejor entrenamiento o a caballo. Martín y Marcela, la pareja de profesores de Educación Física que fueron la dupla perfecta en tiempo y conducta, comparten las siguientes palabras: “La idea es volver a realizar el cruce el año que viene, ya estamos hablando con los guías. De ser posible, con el consentimiento de la familia, las autoridades y los guías nos gustaría colocar una placa para recordar a Marcela”.

Gonzalo, el guía, siente un trago amargo más que el orgullo profesional de haber salido de la montaña. Dice que a Marcela y a las personas mayores les pidieron especialmente chequeos, aunque reconoce que a partir de ahora podrían ser más enfáticos en la exigencia de papeles. No había un elemento de sospecha en la ficha médica de Marcela, ni siquiera para ella.

Según la autopsia, Marcela sufrió un paro cardiorrespiratorio. “La convicción fue que se murió haciendo lo que le gustaba, sin enterarse y en el mejor lugar posible para ella, como dijeron María Ester y sus familiares”, piensa Gonzalo.

En una nota de febrero de este año publicada en La Nación, titulada “El Chaltén. Con 5 escaladores muertos, el deporte se cuestiona y nos interpela: ¿por qué decidimos tomar riesgos?”, se analiza el auge de las actividades en altura y el aumento de los peligros para los que no están bien preparados.
Durante esta temporada de verano, además de los de El Chaltén, fallecieron tres turistas en el cerro Aconcagua y uno en el cerro Hielo Azul, en la localidad rionegrina de El Bolsón. Además del aluvión de turistas, las condiciones climáticas empezaron a ser “más extremas”, tanto en períodos fríos como de calor.

“No puede ser que alguien que nunca hizo actividad en la montaña comience con algo de dificultad media o alta”, explica Lucas Jacobson, secretario de la Asociación Argentina de Guías de Montaña (AAGM). El guía apunta al “fenómeno de las redes sociales” por la creciente demanda de gente no lo suficientemente entrenada para los riesgos de alta montaña.

“Los únicos límites son los que nosotros nos imponemos” y “No nos detenemos por falta de entrenamiento sino por desconfianza en nosotros mismos” son parte de los relatos que aparecen en el libro de Federico Bianchini Desafiar al cuerpo. Del dolor a la gloria. Cómo cruzar el umbral, cómo sobrepasar nuestras propias barreras. Historias de los que no frenan cuando aparece el dolor, de los que no abandonan cuando están cansados. Pero ni Marcela ni el resto del grupo parecíamos ser esas criaturas extraordinarias dispuestas a dejar de lado el sentido común para conseguir la marca más rápida o batir el récord de supervivencia.

¿Pudo evitarse su muerte? Pese a su buena salud, ¿fue consciente de los peligros de la cordillera? ¿O todo fue parte del destino?

Caminar con tu pensamiento por horas, dice Laura, la arquitecta. No aturdirse, sentir la paz de la montaña. Eso es lo que sintió en esa caminata, tal vez la más triste de nuestras vidas, de dos horas y media después de la muerte de Marcela, hasta llegar al campamento Real de la Olla: la mente en blanco acompañada del silencio absoluto del grupo, en forma de comunión. Hasta que, entonces, hubo que atravesar un río helado y Laura sintió en los pies que se despertó del letargo. Nervios y calma, desasosiego y templanza, dolor y adrenalina, hostilidad y belleza; vida y muerte, en definitiva: todo de un tirón abrazados por esa indolente permanencia de la cordillera.

Marcela había contado en las primeras horas de caminata que vivía en Florida, Estados Unidos, que se había ido de Argentina en 2001, y que trabajaba hacía tiempo en una empresa de la construcción como ingeniera civil. Curiosamente, con expresión tímida, dijo que no le gustaba el calor ni nunca había ido a las playas del estado de Florida. Le gustaban el frío, la montaña, la calma de los lugares aislados. Habían viajado con María Ester, con la que se habían conocido en Bahía Blanca y fueron de jóvenes grandes competidoras en dupla de paddle, por ciertos lugares emblemáticos de los amantes de la aventura: vieron la aurora boreal en algún país nórdico y llegaron en motor-home a Alaska. Pero nunca habían hecho algo así: caminar varios días por un cordón montañoso tan estremecedor.

Algunos la vimos cansada en el primer día de caminata. Al subir una cuesta, notamos cierta palidez en su rostro. Algunos nos acercamos a comentárselo a uno de los guías. Claro, el cansancio era algo habitual en la travesía, no había demasiado por qué preocuparse y más que, al poco tiempo, Marcela mostró una entereza envidiable y una aclimatación que a nadie pareció volver a preocupar. Como era de pocas palabras, tampoco supimos si nos perdimos de algo más.

Dispuestos en una ronda alrededor de su cuerpo ya tapado por una bolsa, a la vera del arroyo, hicimos un aplauso. Espontáneamente, quizás para romper un silencio abrumador después de turnarnos en abrazar a María Ester y Vicky, su sobrina, que se cubrían las caras inundadas de lágrimas. Un pequeño gesto de reconocimiento a su osadía, a su capacidad de aventura a los 61 años.

No somos ajenos ni inmunes a la muerte de otro. No importa si no lo conocimos. El cuerpo yace ahí, al lado, y acá estamos nosotros, perfectos desconocidos, en el lugar más inhóspito y hermoso de la Tierra.

El 12 de enero, en el grupo de WhatsApp “Cruce enero 2023”, María Ester, la amiga de Marcela, escribió el siguiente mensaje: “ANDES. Montañas indomables, ríos constantes, el cóndor en vuelo. Nada simboliza mejor el espíritu libre y tenaz de Marcela. No sé si fue el mejor momento; creo que no. Pero estoy segura de que fue en el mejor lugar. También, de que fue de la mejor manera: celebrando la naturaleza y rodeada de personas que, casi sin conocerla, dieron todo para que no se fuera. No tengo palabras para agradecerles a todos la empatía, la solidaridad y la contención tan amorosa que nos brindaron. Sé que vieron frustrada la concreción de un proyecto muy anhelado y lo siento de verdad. Creo que ninguno de nosotros es el mismo que cruzó el Portillo de ida. Gracias también a la seriedad de Gonza, a la dulzura de Maca y al profesionalismo de ambos, que nos trajeron de vuelta sanos y salvos en una situación tan extrema. A todos, los abrazo y los llevo en el corazón. GRACIAS!!!”.

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