Allá por 2008, cuando Luis Ortega tenía 28 años y dos películas a cuestas, Enrique Symns lo entrevistó para ROLLING STONE. La charla giró alrededor de detalles biográficos y anécdotas juveniles, emplazándose sobre un entendimiento mutuo en el desparpajo. Pero lo que más brilló del rapport Ortega-Symns, por lo menos a mi entender, fue un amor cinéfilo compartido. El primer párrafo de Enrique, de hecho, aludía con deslumbramiento a una carta firmada por Leonardo Favio, en la que el director de Crónica de un niño solo profesaba su fascinación con Caja negra, el debut de Luis.
“Ahí te la traigo”, dice Ortega ante mi pedido de admirador entrometido, cuando me recibe en su oficina de Almagro, a pocas cuadras del parque Centenario. No debe tardar más de tres minutos en dar con la carta, pero es el tiempo suficiente para que lo inquiete el perspectiva de haberla perdido (“Esto es lo único que no se puede perder”, llega a decir).
Finalmente la encuentra. Dice así: “Querido Luis: Ayer escudriñé nuevamente tu película. No sé si tenés real conciencia de lo que es tu obra. Caja negra es una de las películas más bellas, conmovedoras y de un lenguaje tan perfecto como no vi en nuestro cine en toda su historia. Luis, tanta sensibilidad, tanta ternura no se lleva a cuestas gratis, es temerario. Cuidate mucho porque tendrás que ser muy fuerte. Dentro de poco nos veremos y nos tenemos que prometer no hablar de nuestro cine en el primer encuentro. Yo te prometo tratarte como a un ser normal y vos prometeme que me llamarás Leo, como me llama la gente que me quiere, mis amigos. Hasta muy pronto. Leo”.
Las virtudes que advirtió Favio en octubre de 2003 se siguen apreciando veintiún años después en El jockey, el regreso de Ortega al largometraje. La película, que se estrenó este jueves 26 de septiembre, fue programada en la Competencia Oficial del último Festival de Cine de Venecia y elegida para representar a la Argentina en los premios Oscar y Goya, es de una originalidad total y de una cadencia única, sobre todo en el contexto de la cinematografía argentina.
“La película gira en torno a este asunto de que nadie sabe quién es. Algunos saben que no saben, y otros están más aferrados a sus personajes. Una persona es inhallable para sí misma. Y eso es fascinante. Elegí el Hipódromo de Palermo para filmar porque es un lugar maravilloso. Pero no trata para nada sobre el mundo del turf. Es más bien sobre el mundo del cine”.
¿Cuál fue el detonante para El jockey?
Lo que gatilló la película fue un tipo que está dando vueltas por la ciudad, un ruso. Se llama Maxi y es de Sebastopol. Cuando lo vi, estaba vestido mitad de hombre y mitad de mujer: tenía una cartera, un zapato con taco alto en un pie, una Croc en el otro, y distintas medallas y pins que juntaba de la calle. Me llamó mucho la atención porque era un príncipe vestido de mujer, y lo empecé a seguir. Entraba en las farmacias, se pesaba, salía e iba a otra. Cuando salió de una me le acerqué y lo saludé. Me dijo: “Peso cero en todas las balanzas. No existo, pero me están siguiendo”. Me pareció muy claro eso. Rodolfo Palacios, que es coautor de la película y colaborador de hace mucho tiempo, también lo vio, y a él le dijo: “Adonde voy siempre está lloviendo”. Si das un par de vueltas, en menos de una hora te lo cruzás; para mí está en todos lados porque se desdobla. Cuando lo volvimos a cruzar, le pregunté si le gustaría actuar, y me contestó: “Es un trabajo muy estúpido”.
Las caras siguen siendo para mí el inicio de todas las aventuras. Cuando salí de la Universidad del Cine en San Telmo, pasó el protagonista de Caja negra y lo vi y lo seguí. Así empezó mi primera película a los 18 años, y así empezó la última. Hay una imantación con ciertos sujetos que cargan con una humanidad muy particular, y uno quiere zambullirse ahí donde siempre hay mucho dolor. Pensé enseguida que el único actor del mundo que podría hacer eso era Nahuel Pérez Biscayart. Empecé a escribir algunas cosas pensando en él vestido de esa manera, y rápidamente se alargó su cabeza en mi imaginación. Un amigo me llevó al hipódromo y vi a todo este mundo de jockeys y jocketas bajitos, donde todos vestían colores y nadie pesaba más de 50 kilos. En seguida se me unieron las dos cosas. Este tipo que está dando vueltas por la ciudad y no sabe si existe podría ser un jockey que se cayó del caballo, se escapó del hospital, agarró un tapado de piel y de a poco se transformó en señora.
El jockey problematiza directamente la idea de la identidad, y plantea la pregunta de a cuánto de uno mismo se está dispuesto a renunciar en pos de la consecución del amor. ¿Podés identificar algún evento en tu vida en donde se haya impreso quién fuiste después?
Mi niñez en Estados Unidos me marcó porque veía muchas películas por televisión, pero creo que el punto de quiebre fue cuando me mudé a Tucumán, sin escalas, durante mi adolescencia. Ahí la realidad imprime de modo menos subjetivo, porque es más potente y el factor humano no tiene tanto intermediario, o por lo menos no lo tenía en 1991. Cuando llegué a Buenos Aires detonó la bomba. Ahí se desarmó el yo; ahí es cuando llega el psiquiatra a tu vida, y cuando llegan los diagnósticos de despersonalización. A una crisis o a un evento espiritual que debería celebrarse, que es la destrucción del yo, se lo etiqueta y transforma en un evento psiquiátrico y preocupante. A partir de ahí sigue una serie de actos y secuencias donde el entorno hace todo lo posible para que vos vuelvas a ser funcional al sistema, y quedan dos caminos: tomar la pastillita o llegar al fondo de la ausencia del yo. Ese es el camino más interesante, porque el punto de vista de uno está vacío y lo que hace el yo es colonizar el lugar donde va la cámara. Para mí uno es la cámara, un espía que no sabe para quién trabaja, pero está absorbiendo la información. Mi relación con el cine es directamente desde la experiencia humana, entonces es importante que el yo no esté habitado para poder conectar más directamente con la verdad. No con la realidad, porque no creo que exista tal cosa. Aferrarse a una personalidad, a un estilo o a una tendencia no le hace lugar a Dios; le hace lugar a un tipo que se tiene que reafirmar en la sociedad para conseguir trabajo o reconocimiento, y hoy la presión para que eso suceda es muy fuerte. El culto a la personalidad está muy claro en el trap y ya lo estaba en el rock. Lo que en realidad nos une como personas es el derrumbe y no la cosa sólida, pero la matrix está armada para que la máscara sea la que interactúa con la otra máscara. En vez de interactuar desde nuestra vulnerabilidad, interactuamos desde lo que construimos para que no se note. Es más verdadero cuando uno se comunica desde la fragilidad; ese es nuestro punto de unión y por algún motivo el sistema se encargó de que ese sea nuestro punto de desconexión.
¿Hubo algo en particular que haya generado esa toma de conciencia o fue el encuentro en sí mismo con la gran ciudad? Pregunto porque reaparece mucho en tu cine esta idea de la metrópolis en la nocturnidad, no solo en El jockey sino también en tu corto Salomé.
No quiero decir cosas de las que me voy a arrepentir. Mejor digamos que la soledad es un factor imprescindible para cualquier percepción que se acerque a la pureza. Cuando toda la gente que no se hizo estas preguntas se va a dormir y uno queda deambulando por la ciudad, cruzándose con otros fantasmas, empiezan a haber energías que te despiertan del teatro de la realidad. Ahí decís: “Ah, esto es lo que está por fuera de la vida mecánica”. Y lo que está por fuera de la vida mecánica colectiva es un contacto religioso. El aislamiento es un derecho que uno tiene que imponer para no transformarse en autómata. Si uno le hace espacio a Dios, Dios aparece. Pero hay que hacerle ese espacio, y cortar con esta teatralización de la vida humana que hace sentir a la gente más joven que si no está ahí, no está en donde ocurren las cosas. Las cosas ocurren solo en una habitación o caminando a las tres de la mañana. La conexión religiosa que uno puede tener con su actividad o misión es esencial. Uno nunca sabe qué está pasando: no lo sabés cuando sos un bebé, no lo sabés cuando sos adolescente y cuando sos más grande mucho menos. Hay como unos bárbaros en el horizonte y nunca llegás, pero aparecen, los seguís, desaparecen y vuelven a aparecer. Uso este ejemplo por el libro de Coetzee, Esperando a los bárbaros, que es genial. Los del imperio quieren aniquilar a los bárbaros y tienen una técnica como la que aparece en Guerra y paz, donde el ejército francés se quiere meter en Rusia y la estrategia del ejército ruso es hacerlos entrar cada vez más en la nieve, en un clima super hostil. Nunca van al frente, nunca combaten, dejan que se pierdan solos y se vuelvan locos. Esas señales, si uno está todo el tiempo online o en la fiesta de no sé quién o en el recital de coso, no las vas a ver.
El jockey parte de un protagonista prototípicamente ortegueano, como en su momento lo fueron Robledo Puch o Lucas de Lulú, pero lo terminás machacando y llevando a un lugar sumamente distinto. ¿Hubo algún cambio en tu vida que te haya hecho sentir la necesidad de renacer simbólicamente? ¿Cambió tu entendimiento de las cosas en los años que pasaron desde El Ángel?
Tuve un hijo. Todos te dicen que te va a cambiar la vida, y vos decís: “No, es tarde para que mi vida cambie”. La verdad es que hasta que tuvo dos años, no sentí esa apertura incondicional al amor. Cuando empecé a conectar con él, dije: “Ah, va por acá”. Le debo mucho a su mamá, que me enseñó muchas cosas. Un día le pregunté: “¿Cómo puedo hacer para arreglar esto?”. Esto era un problema típico de pareja. Y me dijo: “Tenés que morir y nacer de nuevo”.
¿Esa escena de El jockey fue extraída literalmente de tu vida?
Sí. Esa frase.
En Lulú hay una escena muy similar en la que Nahuel Pérez Biscayart se aferra al vientre de su pareja de un modo muy parecido. También está la charla sobre el alboroto, y en El jockey volvés a decir que hay que volver a la violencia. ¿Están articuladas esas dos películas en tu cabeza?
Yo ya ni sé qué hice, te digo la verdad. Nunca más vuelvo a ver una película que haya hecho, ni que me paguen o la pasen en un festival. No es una experiencia agradable. Uno sólo ve errores, lo que podría estar mejor, lo que podría haber hecho ahora, y es una experiencia que delata mucho tus limitaciones. El jockey yo la pensé, escribí, filmé y edité cuadro por cuadro. Hay películas como Stalker, que debo haber visto cien veces, pero para hacer tu propia película la tenés que ver mil veces. Llegás al final, das play y ves un primer armado que es una catástrofe total. Tu relación con tu propia película empieza a ser una guerra, sobre todo en mi caso, que no soy Bresson o Kaurismäki. Soy un tipo caótico. No hago una toma, hago treinta.
Ya que lo mencionás, el director de fotografía de El jockey es Timo Salminen, el DF de Kaurismäki. ¿Cómo se dio ese contacto, y qué impacto tuvo el cine de Aki en vos?
Para El jockey pensé más en Chaplin que en Kaurismäki, y en una película de Elia Suleiman que se llama It Must Be Heaven. Timo Salminen, que es el DF de Aki, ya había trabajado con Lisandro Alonso, que es muy amigo mío. Siempre me gustó su manera de iluminar, porque cuando uno deja de pensar en las boludeces que nos atormentan todo el día y bloquea esa intrusión, empieza a ver más simplemente. Todo sale del plano conceptual, entonces ves una silla y es tan alucinante como un atardecer. Eso es difícil de transmitir y requiere de la generación de un artificio para que las cosas tengan un valor que la cotidianidad se ocupó de matar. Entonces hay que acentuar un poquito la luz, y Timo ilumina de una manera que genera una cosa irreal. Como para mí la realidad es irreal, necesitaba ese efecto de puesta en escena. Es increíble la habilidad de los dibujantes de hacer retratos perfectos, pero es mejor uno de Picasso, y por ahí están retratando a la misma persona. Eso corre a lo largo de varias de mis películas. En El Ángel, el personaje sentía que Dios lo estaba mirando y que todo era una puesta en escena, que estaba jugando con él y tomándole el pelo. Se transforma en un asesino para desafiar a Dios en volver evidente que la muerte no existe. Entonces también es una película sobre la percepción de que la realidad es una representación ilusoria, y que lo que verdaderamente mueve todo son fuerzas ocultas.
Luis Ortega filma, pero también filosofa. Y es, sobre todo, un alma sensible, profiriendo cada palabra desde la verdad más profunda de su experiencia, como si cada oración estuviera al borde del llanto. Cada vez que dice algo, lo hace pausadamente y sin muletillas, con elocuencia y convicción. No sorprende que conecte tanto con John Cassavetes, al punto de tener un retrato suyo en su casa.
Lo que Nahuel Pérez Biscayart logró en El jockey es espectacular. ¿Qué tanto te involucrás en el proceso actoral de tu elenco? En entrevistas anteriores noté que tenés muy incorporado el léxico del teatro: hablás de conceptos como la cadencia, el subtexto y la extensión de uno mismo.
En realidad me gusta trabajar con no actores porque siento que puedo generar una telepatía en un terreno que todavía no está explorado. El actor ya tiene el terreno explorado. En el caso de El jockey, lo que había que hacer era complejo y no tenía una lógica tan palpable para un actor de método que hace muchas preguntas y se cuestiona por qué ahora el personaje es mujer y después es un bebé y después es un vagabundo y después está preso. Necesitaba alguien con experiencia en habitar su propia ignorancia y que tenga una conexión con el misterio. Nahuel trabaja mucho, pero vive viajando, hace retiros de silencio de quince días, se va a Europa del Este o a Indonesia o a la selva de Perú a ayudar, y después colabora con su pareja, Teddy Williams, que hace unas películas muy locas. Hay una conexión de Nahuel con las fuerzas misteriosas que te evita este estudio del personaje en el que uno tiene que saber todo cuando en realidad uno nunca sabe nada de sí mismo. Pretender entender al personaje es una limitación tremenda para la interpretación porque no permite que surjan cosas vivas sino lo que vos ya estudiaste y conceptualizaste. No hay muchos actores que salten sin miedo al vacío, y Nahuel sabe que nosotros también somos el vacío. Necesitaba un tipo de actor así, y con una intuición femenina muy fuerte. Acá no hay muchos porque en Argentina se prioriza el macho alfa buen mozo y con un poquito de gimnasio. Nahuel es más humano que eso. Tan es así que acá no tuvo el feedback que se merece. Para mí es uno de los mejores actores del mundo.
¿Cómo se dio la presencia de Adriana Aguirre en la película?
Se me apareció esta mujer misteriosa con un relato budista, y era medio difícil de entender qué carajo hacía ahí en la película. Lo entendí la última vez que la vi. Cuando era chico, en Tucumán, empecé a correr en motocross y había un campeón que me llevaba a correr a Catamarca, Salta y Santiago del Estero. Yo viajaba en la caja de la camioneta, con todos los saltos que hay en la ruta y el bidón que se abría y me manchaba de nafta, y él iba adelante con una rubia espectacular. Se me vino eso como también se me vino la imagen del Malevo Ferreyra que representa el hombre misterioso que lo sigue a él como si fuera su karma. Hay elementos que traje de la infancia. Adriana hizo un casting increíble y no le tuve que explicar nada. A veces, a la gente con una presencia muy llamativa como la suya le quedan bien ciertos textos místicos. Hay una parte medio críptica entre ese personaje y ese texto.
¿Qué podés compartir de la producción de El jockey? ¿Hubo alguna escena que haya sido particularmente memorable de rodar? Imagino que la perspectiva de Remo mientras corre en el caballo debe haber sido muy difícil de conseguir.
Fue un quilombo. No es recomendable filmar con caballos. El otro día le mostré El Santo de la espada de Torre Nilsson a mi hijo de cinco años porque vino hablando de San Martín, y le dije: “Tu abuela hizo de Remedios”. Vimos esas escenas de doscientos caballos en batalla, donde los jinetes se caían y rodaban. Eso debe haber pasado hace sesenta años, y hoy es imposible filmar una película así. Nosotros, que tenemos el deber de escenificar la experiencia humana, tenemos ahora una serie de limitaciones burocráticas donde tenés que hacer un plano de un caballo y son como seis horas para que lo traigan de no sé dónde porque el caballo no puede esperar ahí, le molesta el sonido. Lo mismo con los bebés: eran muy importantes en la película, pero un bebé creo que puede estar dos horas en un set. Lógico, yo no te daría el mío. La escena más conmovedora de El jockey para mí es cuando Cabeza de Sandía, este personaje en el que se transforma Nahuel en su proceso de ser Dolores, encuentra a su pareja con su nueva novia en una situación íntima y casi que forma parte de eso con solo mirarlo. Úrsula Corberó se para y le dice: “No me importa quién sos. Podés ser Dolores, podés ser Remo, esa no es tu identidad. No es lo que yo veo. Yo veo tu esencia. No me importa lo que hayas hecho. Yo te amo. Yo te amo, y no sé quién sos”. Esa es la clave. No necesito saber quién sos para amarte porque es mucho pedir. Si vos no sabés quién sos, cómo voy a saberlo yo. Ella de algún modo ya sabe lo que va a pasar: que él va a morir y ella lo va a parir de vuelta. Eso es algo que Úrsula pudo incorporar no sé cómo. La última vez que vi la película fue una tortura, pero no me podía ir del cine porque estábamos en Venecia, y esa escena me hizo lagrimear. Ese es un punto clave de la película: está todo bien con no saber quién sos. Hay una presión muy fuerte por la identidad, y no sé qué da más miedo: si tener una identidad o no tenerla. Porque la identidad viene a ocupar el espacio vacío que somos, y tal vez esa sea una especie de invasión o de posesión. No sé si me da más miedo esa idea de que no saber quién soy, o la posibilidad de que uno en realidad no sea nadie en particular, de que sea una presencia espiritual en función de algo más grande.
Por algún motivo (no me preguntes cuál porque no detecto similitudes formales o narrativas), El jockey me remitió a En un año con trece lunas de Fassbinder, y leyendo aquella entrevista que le diste a Enrique Symns para Rolling Stone en 2008, descubrí que es una película que te marcó. ¿Está en el ADN de El jockey?
Es una de mis películas favoritas, y te digo más: había una escena donde la mafia iba a buscarlo a Remo a esta pensión donde se está quedando el personaje de Enrique, que está inspirado en Enrique Symns, y está viendo En un año con trece lunas. La mafia se sentaba en la cama, miraba la escena y Roberto Carnaghi decía: “Qué maravilla”.
No recuerdo esa escena.
Eso lo filmamos y no quedó. Es mi película favorita de Fassbinder.
¿Más que Petra von Kant?
Sí. Petra es más teatral, y además yo entro al mundo femenino más desde esta experiencia actual masculina. En un año de trece lunas borra la línea, pero de una manera donde no es exclusivamente femenina ni masculina. La vi de muy chico y me marcó para siempre. También la debo haber visto cincuenta veces. De hecho compramos los derechos para que la podamos pasar en El jockey. La película tenía otro giro que terminé sacando porque siempre pensé que era una película de noventa minutos, no sé por qué. No me propongo usualmente un metraje determinado. Cuando filmás cosas, aunque las saques están en la película. De ahí que hayas percibido eso.
Contaste varias veces que filmaste la mitad de lo que escribiste para Historia de un clan. ¿Hay alguna escena de El jockey, o de cualquier otra película tuya, que haya quedado en el tintero y te siga pesando?
Había una anécdota de Robledo Puch en la que le disparaba a una cuna. Era tan demencial esa idea, el acto más atroz y nihilista que uno podría imaginar, pero se conectaba de vuelta con este desafío de lo que es o no es verdad. Eso está en el libro de Rodolfo Palacios, El Ángel Negro. A esa escena la filmé y la saqué de El Ángel, pero fue una escena de génesis para el personaje. Empecé a meterme desde ahí. Uno siempre extrapola su experiencia humana al personaje. Yo, por lo menos, no tengo otra manera de dirigir que no sea una extensión de uno mismo. A veces me tomo el atrevimiento de hacer la escena para los actores, porque sé lo que se siente ser el títere de una fuerza superior. El jockey también tenía muchas escenas que no llegamos a filmar y eran esenciales, lo que pasa es que nadie la quiso producir.
Debe haber sido imposible de pitchear un proyecto así.
Imposible. Entonces tuve que armar mi propia productora, juntarme con REI Cine (que es de las pocas productoras que hoy tienen la capacidad y sensibilidad de llevar un proyecto así adelante) y ahí empezamos a conseguir los fondos. Acá en Argentina no nos apoyó nadie, ni siquiera la gente con la que habíamos trabajado y nos había ido bien. Si la gente no ve un kiosco, no va. Evidentemente, acá solo quieren ver a los cinco actores de turno, al machito argentino y al cuentito de Netflix.
Alguna vez te definiste como yonqui de filmar. ¿Ya tenés algún otro proyecto en desarrollo?
Estamos trabajando en algo con Wos. Es una posibilidad. Es sobre un cura. Un día entra una actriz que hace mucho que no duerme, y le pide hablar. Con el tiempo se enamoran, y ella lo introduce a un mundo de mucho exceso. La Iglesia lo expulsa, y lo manda a trabajar a las minas de Potosí. Él se vuelve un especialista en dinamita, porque Potosí es un pueblo minero y en los kioscos podés comprar un paquete de cigarrillos y un kilo de dinamita, y se obsesiona con hacer explotar todo. Tengo un tratamiento pero todavía no terminé de escribir el guion. Sí me gustaría hacer algo con Wos. Tenemos que ver porque él está muy activo, pero venimos hablando y por ahí sale.
Tanto El Ángel como El jockey son películas que se valen de recursos inherentes al cine. Está bien que un largometraje como Caja negra no exigía de esa clase de despliegue, pero pregunto: ¿Identificás algún punto en tu filmografía en el que hayas empezado a pensar en términos más puramente cinematográficos?
Caja negra fue una película hecha por un adolescente entrando en lo que los budistas llaman visión pura. Sin saberlo, yo no estaba en un proceso intelectual de reconocer esto que los budistas llaman rigpa. En Caja negra estaba eso sin saberlo. En el medio ocurrieron algunos eventos desafortunados y películas erráticas en donde yo estaba en una búsqueda estilística, pero en un momento de mucho caos personal. Demasiado. A partir de los treinta años, cuando hice Lulú, pude un poco empezar a encauzar mi caos y dije: “Voy a vivir a fondo mi aventura porque estoy filmando las cosas que me imaginaba a los seis años”. Mi idea de cine es el triunfo de la infancia y de la imaginación. Yo no siento que haya cambiado mucho en mi imaginación, pero a esa edad nadie te valida. Por eso, ahora que tengo un hijo, lo valido en su creatividad, en su lenguaje, en su manera de construir las frases. Me parece importante que él sienta seguridad en ese mundo que está imaginando, y que es el mundo en el que tiene que vivir. No en el de la matriz que te obliga a deshacerte de tu espíritu para pertenecer a una maquinaria que se da la cabeza contra la pared todo el tiempo. Uno no tuvo esa validación, y cuando empezó a querer llevarla a cabo aparece la policía de la poesía y te dice: “Esto sí, esto no, esto es ridículo”. Como si todos no fuéramos ridículos. ¿Cuál es el problema con que un personaje sea un hombre, después una mujer, y después un linyera, un drogadicto y un bebé? Mientras más vivo, más me doy cuenta de que todas esas cosas conviven. Hay una falla en el sistema que se llama anamnesis, que es la pérdida del olvido. Es lo que hace que puedas recordar toda tu experiencia, incluso de otras vidas. Entonces podés sentir lo que es haber sido un príncipe, un mendigo, una mujer, un esclavo. Está en El vagabundo de las estrellas de Jack London. Dicen que es un mal libro, pero es espectacular. Es un tipo al que lo torturan tanto que dice: “Qué necio, como si pudieran estrangular mi inmortalidad con su estúpido trasto de sogas y palancas. Caminaré de nuevo, sí, caminaré a lo largo y ancho de la tierra una vez más, innumerables veces. Andaré hecho carne y hueso, príncipe o esclavo, sabio o bufón”.
Así como sos honesto a la hora de demostrar tu aprecio hacia Caja negra y El Ángel, también renegaste abiertamente de Monobloc. Para cerrar, y con la poca perspectiva que puede haber en este momento, ¿cómo te vinculás vos con el corte final de El jockey?
Siento que es una película que empieza algo para mí. Es como una primera película, un punto de quiebre. No quiero volver atrás, dejando de lado mi intuición para satisfacer a gente que quiere montar ese kiosquito que, por otro lado, es super transitorio. Todo es transitorio, pero quizás este tipo de películas que empiezan con El jockey aspiran a algo más sensato y que por ahí trasciende el hecho cinematográfico en sí. Al menos eso espero. Al final es solo una película.