Juana Rozas tiene el vicio de la trama. No es una cita indirecta de Jorge Drexler, es más bien una foto de este momento de su vida, en el que después de haber sacado un primer álbum basado en un personaje que se llama Vladi (homónimo al disco) y haberle construido una serie de historias alrededor, descubrió que había ahí un buen germen para componer canciones y un gran truco para armar un tejido de cosas que le interesan, la obsesionan o le generan preguntas. Una estructura sobre la que ahondar en algunos de sus flashes de los últimos años: la actuación, el terror y la rave. Y, de paso, compartirla con amigos.
Hace algo así como una década que Juana hace música y teatro. Empezó cuando estaba en la escuela: estuvo en bandas de jazz, rock y funk. Estudió guitarra en el conservatorio y tuvo su etapa spinettiana, atendiendo al mandamiento de un instrumento que, si vivís en Argentina, te exige empezar tocando temas de Almendra. También armó un trío electropop, Gruv in furs: ella cantaba, una amiga bailaba, otro componía.
En paralelo, empezó a estudiar actuación con el dramaturgo y director Mariano Tenconi Blanco. Y el vicio se hizo incareteable: “Juana siempre armaba personajitos, era muy genial y te entusiasmaba trabajar con ella”, cuenta Tenconi Blanco, que luego la dirigió en Todo tendría sentido si no existiera la muerte, una obra que duraba tres horas y que, con Lorena Vega y Maruja Bustamante como protagonistas, tenía un nivel de elenco muy pro. Juana interpretó a la hija de una mujer (Vega) que, tras recibir el diagnóstico de una enfermedad terminal, le pide a su familia que le cumpla un último deseo: filmar una película porno. Para ella se dio con naturalidad, pero fue un debut inusual. Después trabajó en una segunda obra, El placer, de Jorge Eiro. Para Eiro también hay en ella, más allá de su corta experiencia, “algo muy lanzado, una predisposición para probar cosas, para experimentar”.
En la mitad de ese camino le pasó lo mejor que le puede pasar a una chica a que le gusta la música y el teatro en una ciudad como Buenos Aires: descubrir el mundo de las fiestas LGBTQ. “Yo venía de un entorno re paki, tocando casi siempre con chabones”, cuenta Juana a Rolling Stone. Eso cambió cuando entró a la Escuela de Artes Dramáticas, donde conoció a Juan Wolf y Leandro Vázquez, directores creativos con los que hizo sus videos y terminó de dar forma al universo Vladi, narrados con imágenes en los videoclips de “Revelde”, “Fotos y mentiras” y “Pena”, que juntos pueden verse como un corto.
Con Juan y Leandro conectó por la música: Charli XCX y el trap medio emo de Rojuu. Se juntaban también a ver clásicos del terror (algunas de esa lista: Suspiria, Drácula, Possession, Pesadilla en Elm Street 2 y mucho body horror de Cronenberg). “Cuando Juani trajo lo que había escrito sobre este personaje medio vampiresco y roto, nosotras, que somos seis mariconas fans del terror, nos copamos mucho con ayudarla a desarrollar ese universo estético”, dice Leandro.
En el corto, Juana es poseída por Vladi, un alterego maligno que le hace hacer cosas que ella no quiere (¿o que quizás quiere pero cree que no debería hacer?). “Nos volvimos unos pesados con lo de apegarnos a la historia”, dice Juana. No sabe por qué se enroscaron tanto con eso, pero ahora se volvió un jueguito imparable. “Es una mezcla de ganas de sobrepensar con gusto por imponernos condiciones. Ya es un automatismo, es escribir algo e inmediatamente ver cómo esto encaja con aquello. No podemos o no queremos hacer otra cosa”.
Además de escuchar música y ver cine, Juana empezó a compartir fiestas con ese grupo, lo que terminó dándole material para las historias que cuenta en Vladi. De alguna forma también llevó el sonido del disco a un pop mucho más maximalista, de artificio, diseñado para la rave, y la ayudó a pensar en los shows en términos performáticos.
“Hay en esa escena algo del pop nocturno, que tiene artistas muy versátiles con hambre por hacer cosas disruptivas”, dice sobre ciclos porteños como Tauro y Fractura. “Va más allá de la música, te guste o no lo que esté pasando en el escenario, son momentos que te atraviesan”. Algo de esto ocurrió en el último show que Juana dio en el teatro porteño Margarita Xirgú, preparado para verse desde sus elegantes butacas. El público entró y se sentó, pero cuando empezó la música tardó menos de un minuto en pararse para bailar frente al escenario. Lo dicho: en algunos shows más que en otros, las músicas hacen algo que interpela mucho más directamente a los cuerpos.
Empezó a trabajar en las canciones de su disco en cuarentena. Había descubierto Ableton mirando videos en YouTube, así que grababa voces y adlibs que chopeaba, jugaba con los efectos y así comenzó a armar un primer reservorio de ideas que luego trabajó con el productor Manuel Dengis. Vladi se ajusta al hyperpop que se gestó en las fiestas queer de la primera década del 2000 (mucho glitcheo, mucho Auto-Tune) y agrega cosas más inesperadas, como la combinación con elementos del terror donde no se lo espera. Por ejemplo, cuando su voz robotizada, pero todavía super dulce, arma un relato cute-lúgubre en “Cementerio” (de lo más bailable del disco). Si hay horror punk y hay horror metal, ¿quizás con Vladi estemos frente al horror pop?
Después de su álbum debut, Juana grabó el EP EL TRUCO (2023) junto al cantante y productor Marttein, una suerte de joven Federico Moura de la electrónica experimental local. EL TRUCO es más hardcore que Vladi, con bombos más duros, beats más veloces, referencias más explícitas a intoxicaciones nocturnas (“ahora sí estoy siendo feliz, mi vida toda por la nariz”, cantan en “Cortame ahí”, un mutante latoso con cadencia reggeatonera, hit total del EP). “Lo que más me interesó de la música de Juana es que tiene una idea de contar algo bien contemporáneo de la juventud, de la noche”, dice Marttein. Resuena el eco de un poema de Mariano Blatt: “La música de ahora resuelve los problemas de ahora/ De modo que quien no escuche música de ahora, quedará con muchos problemas sin resolver”.
Tal vez no haya problemas o necesidades más contemporáneas que las que resuelven todos los géneros emparentados con el techno: una urgencia por pensar un poco menos, un impulso por agotar el cuerpo. “Una buena rave hace posible una configuración de posibilidades fugitivas”, escribió McKenzie Wark en Raving. Quizás sea lo único que realmente necesitemos.