Bailando con la crisis del Perú: crónica picante desde Lima y Ayacucho, entre las protestas y la música

Desde adentro, la lucha contra la resistida presidenta Dina Boularte y los últimos refugios de una comunidad artística ya habituada al aguante

Por  NICOLÁS G. RECOARO

mayo 20, 2023

Con activa participación de músicos, las marchas en Lima se multiplicaron tras la caída del presidente Castilo, en diciembre pasado, apenas 17 meses después de asumir el cargo.

KEVIN PUELLES CÁRDENAS (GENTILEZA)

Cuesta un Perú llegar al Cercado de Lima. Es el mediodía de un jueves tórrido a mitad de marzo. El fenómeno del Niño Costero achicharra a la capital. Decenas de marchistas arden a lo bonzo cerca de la Plaza 2 de Mayo, una especie de Once limeño. El sol parece atravesarlos con sus rayos. La térmica es de napalm arriba del colectivo detenido en seco por la multitud. Flota un aire mil veces respirado, denso y pegajoso como una sopa espesa. Cumbia chicha, salsa, reggaetón, huayno pop es la banda de sonido hitera que suena desde los parlantes de bólidos atascados. En la esquina de la abigarrada avenida Colonial, el coro de marchistas entona otro hit, el del presente verano negro: “Esta democracia/ ya no es democracia./ Dina asesina,/ el pueblo te repudia./ Balas y misiles/ para nuestro pueblo”, cantan los manifestantes. Estribillo de rock pesado.

Tres meses pasaron desde el autogolpe con salida forzada del presidente Pedro Castillo y la llegada de facto al poder de Dina Boluarte. ¿El nuevo escenario? Represión, detenciones masivas y un saldo de 70 muertos en las protestas a lo largo y ancho del país andino-amazónico. 

Boluarte, que llegó a la la presidencia después de Castillo, es cada vez más resistida. (Lucas aguayo/AFP).

“¿En qué momento se jodió el Perú?”. Es la primera pregunta que se hace el héroe Zavalita en Conversación en La Catedral (1969), obra cumbre del Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa. Booms, cracs, dictaduras, conflicto armado que dejó 69.000 víctimas y eterno retorno a la crisis de por medio, no hay respuesta hasta el oscuro presente del país de los incas. 

Seis jefes de Estado tuvo Perú en los últimos seis años. Ocho desde 2011. Cuatro fueron encarcelados o enfrentan cargos por corrupción. En 2019, el dos veces presidente Alan García, antecesor del dictador Alberto Fujimori y sucesor del autoexiliado Alejandro Toledo, acusado de corrupto por la Justicia, evitó el suicidio político y se mató literalmente. 

Castillo, el último mandatario constitucional en caer, llegó al cargo en julio de 2021, tras derrotar por un puñado de votos en el balotaje a Keiko Fujimori, hija del tirano noventoso. En 17 meses de gobierno, el maestro de provincia, campesino, sindicalista de izquierda nunca hizo pie y enfrentó cuatro mociones de vacancia. En la mañana del 7 de diciembre pasado, anunció sin anuncio previo la disolución del Congreso, el gobierno por decreto y el llamado a elecciones para una reforma de la impopular Constitución fujimorista. Pidió el apoyo de su partido, Perú Libre, de las Fuerzas Armadas, de la policía, de las bases dispersas en las provincias. 

La respuesta llegó apenas pasado el mediodía. Fue depuesto y encarcelado. 

Manifestantes anti Dina chocan con la policía en Arequipa. (Diego Ramos/AFP).

Entonces tomó las riendas la vice Boluarte, primera presidenta de la historia. Castillo comparte encierro en el penal de Barbadillo con Fujimori, el ingeniero agrónomo populista de derecha condenado por violaciones a los derechos humanos en su sangrienta década perdida de reinado. 

Con 30 años de crecimiento parejo en los rings de la macroeconomía, la desigualdad de las políticas neoliberales dejó un saldo de más del 30% de los peruanos en la lona de la pobreza. La pandemia fue un golpe de nocaut: el país de 33 millones de habitantes tuvo la mayor tasa de mortalidad del planeta. Según cifras de la revista The Lancet, más de 200.000 muertos. Casi 100.000 niños huérfanos dejó el miserable Covid. 

“Al 80% llegó la informalidad en la postpandemia. Cada vez hay más pobres. El sueldo mínimo es de 1.025 soles, unos 250 dólares. Vivimos al día. La situación es muy precaria y la esclavitud laboral se legalizó con la Constitución fujimorista. Defiende los intereses de los poderosos”, explica Gustavo Minaya, secretario general adjunto de la Confederación General de los Trabajadores del Perú (CGTP). El dirigente me recibe en un salón de la histórica central obrera, en un curtido edificio frente a la Plaza 2 de Mayo. La postal de facto muestra tanquetas de la Marina de Guerra y un batallón de soldados custodiando el acceso como sombras. 

Para retratar la crisis que vive el Perú, Minaya hace historia reciente: “Desde que asumió Castillo, hubo ciertos cambios para mejorar la calidad de vida de los sectores bajos. Pero tenemos vigente la Constitución de Fujimori y Vladimiro Montesinos. Leyes que precarizan a los trabajadores”. 

La represión por las protestas en todo Perú ya causó 70 muertes. (Javier Aldemar/AFP).

Con Castillo, confiesa el gremialista, tiene sentimientos encontrados: “Lo apoyamos en la segunda vuelta. Desde nuestro balcón, donde ahora se ven tanquetas, cerró su campaña electoral ante una multitud. Una vez en el poder, durante los primeros meses, no nos recibió. Sólo escuchaba consejos de su círculo. Pero luego se abrió por el contexto. Nosotros veníamos demostrando en las calles el apoyo a su gobierno. El 7 de abril del año pasado, los trabajadores paralizamos la segunda intentona de vacancia con movilizaciones. Hubo una tercera; y con la cuarta llega su salida forzada. Fue un golpe de Estado. En Perú vivimos una dictadura cívico-militar-empresarial de corte fascista. La respuesta del gobierno de Boluarte es salir a matar, meter bala”.

 “Es la primera dictadora de la historia del Perú”. Sin pelos en la lengua define la rapera Ele Mejía a la primera mandataria. La joven de 34 años es uno de los secretos a voces de la escena hip-hop peruana. Nació en Lima, creció en las costas de Trujillo, de piba volvió al barrio limeño de Barranco para hacer carrera en la música urbana. Ele se define feminista combativa e hija de las migraciones provincianas que hicieron crecer a la pujante capital: “La llegada de Castillo al poder fue inadmisible para la élite blanca de Lima. Este es un país muy centralista y racista. Que ese color de piel oscuro, que el pensamiento de izquierda lleguen al poder, es insoportable para ellos. Sienten terror ante el pueblo, los andinos y amazónicos que enriquecen nuestro país y son explotados. Les dicen terrucos, como se llamaba a los terroristas durante el conflicto armado interno de los años ochenta y noventa. Perú es un país con muchas heridas y traumas por procesar. La crisis actual es un eslabón más en ese proceso”.

Ele puso el cuerpo en las marchas de los últimos meses en la Asamblea de Mujeres y Diversidades. También su garganta poderosa en las jornadas artísticas que se organizaron para juntar donaciones destinadas a los manifestantes llegados a Lima desde las provincias: “Juntamos alimentos en una fecha previa a la represión en la Universidad de San Marcos. Todo a pulmón, como siempre se hace en la escena cultural nuestra. Somos un país casi sin industria musical, es todo muy difícil. Sin embargo, el hip-hop no para de crecer, con gente muy joven, muchas chicas, y una clara mirada latinoamericana”.

La rapera siente miedo e incertidumbre por el futuro. Dice que el gobierno censura a los artistas que apoyan las protestas. Ele menciona el caso de Yarita Lizeth, estrella folclórica oriunda de Juliaca, en el combativo sur andino: “Cancelaron sus shows en Lima, por solidarizarse con los huelguistas. La acusaron de financiar al terrorismo. Por eso digo que Bolaurte es una dictadora. Era la vice de Castillo, pero se sacó la careta y dejó ver que representa a la más rancia élite. Trajo sólo muerte y represión. Yo tuve que dejar las marchas por mi salud. Usan bombas lacrimógenas que causan convulsiones. Sin dudas, estamos volviendo al pasado más reaccionario”. 

Punks y anarquistas marchan contra la presidenta Dina Boluarte. (Nicolás G. Recoaro).

Chacalón fue el cantante más importante del género más popular del Perú: la chicha. Dosis desparejas de huayno, rock psicodélico y cumbia guarachera de la costa. Pedales wah-wah, riff rockeros y letras de esperanza, sacrificio, amor, alcohol y traición. Con su grupo La Nueva Crema –eran muy fans de Cream los muchachos–, surfeó las cumbres del éxito popular en los años ochenta y noventa. Chacalón murió joven, en 1994, a los 44 años. Es santo popular. Sus canciones hablan del Perú profundo, provinciano, trabajador. Cuentan que, cuando cantaba Chacalón, bajaban los cerros. 

Hace semanas que los Andes bajan nuevamente a la engreída Lima. Desde Puno, Cusco, Cajamarca, Huancavelica y decenas de pueblos del Perú profundo. Andinos, amazónicos, morenos, cholos. Levantan sus voces, quieren ser escuchados. Denuncian que en sus comunidades son masacrados, gaseados, apaleados por la policía y el ejército. El Perú de los nadies está de pie. 

En un viernes extrañamente poco nublado en Lima, me acerco al Campo de Marte, un parque del centro, donde se reúnen los manifestantes. Néstor Quenaya Arizaca es natural de Puno: “Viajé un día entero. Vine porque elegimos un presidente constitucional, y lo han sacado. A Dina nadie la quiere, pisotea la Constitución”. Desde diciembre vive marchando. La policía lo gaseó mil y una veces: “Hoy nos tocó en Puente Piedra. Nos dicen que somos terrucos, cocaineros, terroristas. Pero nosotros no matamos, los soldados matan”. Dispara tres consignas que hermanan a los marchistas: “Que se vaya Dina, llamado a elecciones y nueva Constitución”.

El agricultor Ignacio Tinku viajó desde Ayacucho. Morocho, morrudo y monumental como el coloso del bello retrato de Martín Chambi. “En la Constitución se dice que somos libres de protestar; nos han quitado ese derecho”. En su ciudad, dice, los caídos se cuentan de a docenas. El ejército se ha tomado al pie de la letra la toponimia. En quechua, Ayacucho significa el rincón de los muertos.

Manifestantes sostienen una versión en blanco y negro de la bandera peruana por las víctimas de la represión estatal en anteriores protestas. (Juan Karita/AP).

No hay ceviche fresco ni otros manjares de la internacional gastronomía peruana. Picante ají de pollo se sirve en el parque. Las ollas populares dan de comer. La joven Vilma sirve platazos colmados de arroz y papa. “Me motiva ayudar a los hermanos, que se respeten los derechos humanos. No somos terrucos”, dice la cocinera, armada sólo con un generoso cucharón. Carga otro plato y hace memoria: “Por edad no viví la dictadura de Fujimori, pero mi papá me contó de ese infierno. Ver las fotos de la represión me llevó a esos años oscuros. No quiero que se repita la historia”.

“Mis hermanos” es un tema de Chacalón y La Nueva Crema que nunca pasa de moda. Su letra pinta el presente: “Hoy, como en mis sueños, sufren mis hermanos./ Trabajan noche y día, y no tienen nada./ Hoy cómo quisiera tener los que tienen/ ese pan del día que los pobres piden”.

 “Hay dos temas de los cuales nunca hablan en público los rockeros peruanos. Ni de drogas ni de política. Mirá que vivimos en un país que da tanto para hablar de esos temas”, rompe el hielo Pedro Cornejo Guinassi, estudioso riguroso de la música del Perú. Es filósofo, docente universitario y autor de libros como Alta tensión, El rock en su laberinto y los tres tomos de la gruesa Enciclopedia del rock peruano. Obra a la altura de un Machu Picchu de la crítica cultural andina. 

Nos cruzamos en un café de la barriada de Lince, donde nació el punk: “Ese es otro rasgo bien nuestro, la mitificación. De acá eran Los Saicos, banda pionera  de los sesenta con sonido garagero, sucio, agresivo. Hace algunos años, el alcalde puso una placa acá cerca, que dice: ‘El punk se inventó en Lince’. La exageración es otro de nuestros males”. 

El filósofo hace genealogía para desmitificar: “Primero, hay que decir que en Perú no hubo una movida rockera o un movimiento contracultural en los inicios. Eran patas a los que les gustaron los pocos discos que llegaban de afuera y se pusieron a tocar. Era una escena bastante popular, que aparecía en la tele, sonaba en las radios. Estaban Los Shain’s, Los York’s y, por supuesto, Los Saicos, entre muchos otros. No había ideas contestatarias. En esos años, finales de los 60, se da un golpe militar con tintes ‘de izquierda nacionalista’ comandado por Velasco Alvarado. No hubo persecución al rock. Esa primera etapa termina en 1974 y no es un corte desde arriba. Simplemente dejó de ser negocio para los empresarios, pasó la moda y muchos músicos maduraron y dejaron el hobby de hacer rock. No todos, muchos pasaron a hacer cumbia. En esos años empieza la chicha, que sin duda tiene influencia del rock”.

En su deriva, Cornejo Guinassi marca otro mojón a inicios de los 80, con la fusión del rock y los sonidos andinos y los ecos del punk y la new wave. “No sabíamos qué había pasado en los sesenta. Nace sin continuidad lo que se llamó rock subterráneo. Narcosis, Leusemia y muchas bandas más. Tenían voluntad de ruptura, pero no porque tuvieran militancia política stricto sensu. Sus letras hablaban de la represión, un poco de lo que pasaba en el país, que eran los años de Sendero Luminoso y de las matanzas del ejército. Los grupos de los 90, en los años de la dictadura de Fujimori y el rock Alterlatino, se aproximan a la militancia. Hubo festivales contra la corrupción que reunían 10.000 personas. De esos años se destacan Los Mojarras y La Sarita. Fujimori tampoco persiguió el rock”. 

Con la caída del tirano no hay huecos, sino una continuidad. Con grupos enfrentando la adversidad de un país con dificultades económicas, pero con los avances tecnológicos que democratizan la posibilidad de producción y la diversidad de propuestas. Hoy, todos son nichos, y muy variados. De la vieja guardia, Pedro destaca los trabajos de Daniel F., vocalista de Leusemia; Del Pueblo-Del Barrio, fusión con aire andino que giraron por Europa; el hardcore melódico de G-3, teloneros recurrentes de Attaque 77; El Aire, un grupo experimental que duró más de dos décadas; y El Hombre Misterioso, art-rock psicodélico. 

“Cuando me preguntan por qué el rock peruano no traspasó fronteras, siempre reformulo la pregunta. ¿Cómo es que, con tantas trabas y dificultades, sigue vivo?”, se pregunta Cornejo Guinassi.

Dejo Lima y las playas pedregosas del Callao atrás por unos días. Escalo en micro hasta Ayacucho, ciudad colgada de los Andes 2.751 metros sobre el nivel del mar. El 15 de diciembre, la represión en Huamanga, capital de la provincia del centro-sur, se cobró 10 muertos y 72 heridos. Decenas de personas siguen encarceladas. La cúpula del Frente de Defensa del Pueblo de Ayacucho (Fredepa), organización histórica campesina y vecinal, fue acusada de terrorismo: siete miembros, trasladados entre gallos y madrugadas a Lima, están recluidos y enfrentan cargos.

“Dina asesina, Ayacucho te repudia”. La bandera flamea frente al Aeropuerto Mendívil Duarte. Familiares de víctimas de la represión repudian a dos ministros del gobierno de facto venidos a Huamanga para “hacer política”. “Ahora vienen, los vimos tomando vino y comiendo su chicharrón en el centro riéndose del pueblo, y aquí nosotros en la protesta porque volvimos a los años de la dictadura”, me explica July, familiar de un caído, y agita una bandera peruana teñida de negro.

Varios detenidos deja la jornada de lucha. Jóvenes que cantaban “Sucio policía”, clásico ochentoso de los punks Narcosis. El histórico dirigente Magno Ortega, presidente del Fredepa, que con 71 años volvió a la trinchera ante el descabezamiento del frente, es clarito: “No nos rendimos fácil, es nuestra historia. Somos herederos de los guerreros waris, últimos en ser dominados por los incas. Peleamos por la independencia, sobrevivimos a las dictaduras. Ayacucho no es sólo el rincón de los muertos. También es el lugar donde moran las almas de los luchadores”.

Ayacucho fue la provincia más castigada en los años de la violencia política y social entre 1980 y 2000. Según el Informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de 2003, las dos décadas de conflicto armado dejaron un saldo de 69.280 muertos y desaparecidos, 20.000 ayacuchanos. En Huamanga, el profesor de Filosofía Abimael Guzmán fundó Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas enviadas por los presidentes Fernando Belaúnde Terry (1980-1985), Alan García (1985-1990) y el dictador Alberto Fujimori (1990-2000) ejercieron el terror contrainsurgente. Dos tercios de las víctimas eran de origen indígena, campesino y quechua hablantes.

“Llevamos décadas buscando verdad, justicia, reparación digna, memoria para nuestros familiares”, me explica Lidia Flores en el salón principal del Museo de la Memoria, sede histórica  de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (Anfasep). Las Mamás de Ayacucho ponen el cuerpo en la organización de derechos humanos parida durante los tiempos de plomo. Este año conmemoran cuatro décadas de lucha. Cuenta la señora de pollera, el Estado las apaleaba, la jerarquía de la Iglesia las ignoraba, la sociedad peruana miraba para otro lado. Hablaban de “guerra entre indios”. Para Mamá Lidia, la historia se repite como tragedia en el presente: “Nos hace acordar al pasado. El gobierno mata, viola los derechos humanos, son asesinos, ¿cómo puede ser que maten a nuestros paisanos?”. 

El regreso a Lima es eterno. Un viaje de 12 horas se estira a 24 por la temporada de huaycos, las grandes olas de barro y piedra que a su paso sólo dejan destrucción. Pude apreciar los derrumbes y el paisaje digno de película catástrofe en el camino. En las puertas de la capital, la autopista Panamericana es una laguna. El río Rímac no para de subir. Los vecinos de las barriadas maldicen al cielo encapotado. 

Boluarte dice en TV que no tiene fondos para encarar la tragedia climática. Sin embargo, hace pocas semanas destinó millones de soles para armamento. Llamó a la unidad nacional, acompañada por el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga. El empresario ultraconservador y miembro numerario del Opus Dei –practica la abstinencia sexual y la autoflagelación– invocó a la ayuda divina: cadenas de oración contra los huaycos. 

En la noche sin estrella de Lima escucho “Demolición” de Los Saicos. “Demoler, demoler, demoler”. Suena el mantra y pienso cómo los huaycos y los políticos demuelen el Perú. 

Una patota de policías duerme la siesta bajo un fastuoso balcón limeño cerca de la plaza San Martín. No muy lejos, en la esquina de Quilca y Camaná, está el bohemio bar Queirolo. Escuela de escritores en los años setenta: en sus mesas, entre jarras de pisco, se educaron los poetas del movimiento vanguardista Hora Zero, que inspiraron a la pandilla real-visceralistas de Los detectives salvajes de Bolaño. En los 80 el Queirolo se convirtió en una escuela de rock. Piero Bustos Chauca, cantante y guitarrista de Del Pueblo-Del Barrio, egresó en esos años. “Éramos chibolos en los años de lucha armada. Florecía la cultura, pero acá cerca estallaban coches bomba. El rock subterráneo retrataba ese momento, la rebeldía frente al sistema, las masacres, el Ande se venía con todo. Ahora está todo tenso de nuevo”, dice Piero cerca de la barra. 

A la mesa se suma Guillermo Valdizán Guerrero, artista plástico y miembro activo del colectivo Más Cultura Más Perú, motor de las campañas solidarias y de jornadas artísticas para apoyar a los manifestantes: “Creo que hay esperanzas de que cambien los aires, y esos vientos soplan desde el sur del país. La parte andina y campesina que viene a Lima por primera vez con una agenda política propia. Por eso el miedo de los sectores conservadores, que incluso plantean si hay que separarlos del país”.

Piero es del Ande arriba, hijo de migrantes. Empapó su obra en la cultura de sus mayores: “En la escuela me discriminaban por mi apellido indio, Chauca. Cuando en diciembre vi las delegaciones de quechuas y aymaras unidos entrando al centro de Lima, me puse a llorar. No se vio jamás. No se aguanta más tanta desigualdad y pobreza en el Perú”.

En la mañana del sábado 21 de enero, las tanquetas de la policía voltearon sin preámbulos los portones de la Universidad de San Marcos, la casa de altos estudios más antigua de América. Fue fundada en 1551. ¡Casi un siglo antes que Harvard! La universidad pública limeña había sido tomada en forma pacífica por los estudiantes. En la Ciudad Universitaria estaban alojados los marchistas. “Ayudábamos con comida y medicinas. De repente vimos las tanquetas, las motos, los drones. Nos asustamos, no hubo resistencia, puras corridas, nos tiraban con bombas lacrimógenas y balas de goma. Todas las puertas tomadas. Reprimieron a mamitas, ancianos, a mansalva”, dice Diany Vivas, estudiante de Sociología. La chica tiene 22 años y es originaria de Huarochirí. Abuelos campesinos y mineros, padres migrantes y ambulantes. Diany es primera generación universitaria. En la mañana diáfana de marzo, la estudiante recuerda la represión: “Fuimos detenidos, hubo compañeros heridos, allanaron mi cuarto en la residencia. Hace un rato me llamó mi padre para contarme que llegó una citación, me quieren abrir un proceso. Siento miedo. Desde diciembre, nos marcan y nos persiguen”. 

La abogada Cruz Silva del Carpio también estuvo ese día en la universidad. Integra el Instituto de Defensa Legal (IDL), una ONG que asiste a los familiares de las víctimas. Fue golpeada por los agentes del desorden: “Nunca pensamos que íbamos a volver a ver la discriminación y la violencia, que en realidad nunca se fueron. Los estigmas: si sos cholo, sos terruco. En realidad, sos pobre y no tenés derechos. Se vive un racismo abierto. Ahora comprendemos el horror que vivieron nuestros hermanos en los 80 y 90. Queremos que se haga visible este presente, que no sea una historia silenciada del Perú”.

Dejo el campus y rumbeo hasta Miraflores. Me espera Daniel F., vocalista de los Leusemia, banda mítica del rock subte. “Crecí en la Unidad Vecinal Nº 3 de Lima, un barrio de clase media baja, familia trabajadora, donde no sobraba nada, imposible llegar a tener instrumentos o un disco. Me alimentaba el rock argentino, la revista Pelo, así me formé”. 

Daniel F., de los históricos Leusemia: “Parece que el gobierno está incitando a que la gente tome las armas”. (Eddy Cahuana, gentileza).

Daniel marca hitos del rock peruano de su adolescencia: el sonido garagero de Los Saicos, el rock pesado de El Humo, el latin jazz de Black Sugar. En 1983 formó Leusemia, su primera banda, su única banda: “Éramos una línea bien cruda, no sabíamos tocar absolutamente nada. Pero teníamos necesidad de tocar, en cualquier lado. Surgen muchas bandas en ese momento. Los discos sonaban terribles, pero nos emocionaban”. Su primera obra es una gema del rock peruano, con himnos como “Un lugar” y “Oirán tu voz, oirán nuestra voz”: “Años del nacimiento de Sendero en Ayacucho, todo parecía distante, pero nosotros teníamos otra información, porque vivíamos cerca de la San Marcos, que es un lugar muy político. Entonces empezaron a explotar las bombas y a aparecer los perros colgados de los postes de luz. Para la policía nosotros éramos subversivos, y para los subversivos nosotros éramos proimperialistas. Nosotros sólo queríamos cantar rock y contar lo que nos pasaba”.

Idas y venidas con Leusemia y carrera solista kilométrica, Daniel siempre tuvo que chambear en otros oficios para ganarse el pan de cada día. Pero sigue haciendo lo que más ama, tocar. El presente peruano lo tiene triste: “Parece que el gobierno está incitando a que la gente tome las armas, y esto deje de ser un asesinato y sea una guerra entre el Estado y los que no pueden lograr justicia. Nunca me sentí representado por los políticos, son canallas y tahúres. La democracia siempre pierde en Perú, pero sigue siendo una utopía, un sueño, siempre mejor que la pesadilla de las dictaduras”.

El colectivo que me trae de regreso al centro de Lima frena en un retén policial. Una señora susurra: “Buscan delincuentes, terroristas, como en los años de Fujimori. Pero los malos no viajan en combi, usan 4×4”. Los policías piden documentos y cachean al pasaje. Sentido homenaje a las dictaduras de América Latina.