Este artículo fue publicado en la revista Rolling Stone Argentina #161, editada en agosto de 2011.
Entonces Adrián Dárgelos dice: “Hijo de puta, te voy a mandar a matar. Tendría que bajarte del auto acá y dejar que te coja un travesti. ¿Cómo sabés eso? ¿Quién te lo contó?”.
Son casi las 9 PM y recorremos a paso de hombre la zona roja de los bosques de Palermo, en Buenos Aires, mientras el cantante de Babasónicos maneja su coupé de lujo negra y trata de averiguar cómo se supo, quién lo contó, quién fue el traicionero hijo de mil putas que filtró el dato de que a los 42 años, Dárgelos, cantante del grupo argentino Babasónicos, tuvo su primer hijo, su primogénito.
Y en este punto, lo que me mantiene con vida es que soy el único que le puede decir quién fue.
El hijo de Dárgelos nació hace menos de un año y se llama Eneas. Fue en medio del período de mezcla de A propósito (2011, Universal), el último disco de la banda, durante “el único día que no mezclamos… ¡Un genio!”.
Hay muchas cosas de las que no habla. No habla de la relación con sus padres. No habla de su infancia, de la adolescencia. No habla de los lugares específicos en los que sucedieron las cosas. No habla con fechas. No habla de cómo era su vida antes de ser parte de Babasónicos. No habla de cómo cree que será después. No habla de su hijo y tampoco de su pareja, a la que llama “mi novia”. De todas estas cosas, no habla.
-Mi novia es politóloga, hace doce años que estamos juntos, ¿Eso lo sabías también?-dice, asumiendo que lo re cagaron.
Entre la grabación de su disco anterior, Mucho (2008, Universal), y este nuevo álbum, perdió a uno de sus mejores amigos, Gabo Manelli, bajista fundador de Babasónicos y su socio en la composición musical, que murió por un linfoma de Hodgkin el 12 de enero de 2008. También a uno de sus mentores en la escritura, el poeta y novelista Rodolfo Enrique Fogwill, autor de Los pichiciegos y Muchacha punk, entre otros clásicos, fallecido en agosto de 2010.
Y nació Eneas.
El nombre de su hijo viene del griego antiguo. Eneas, hijo de Venus, caudillo mitológico, protagonista de la Eneida de Virgilio y estrella de decenas de pinturas clásicas (como la del maestro Federico Barocco) en las que se lo ve cargando a Anquises, su padre, mientras huyen de la ciudad que está siendo incendiada por el ejército aqueo. Es el final de una era y el comienzo de otra: el fin de Troya y el inicio del imperio joven de Roma.
En la casa de Dargelos hay un solo cuadro y es una versión de esa escena pintada por el artista Nahuel Vecino, ex integrante de A-Tirador Láser. Pero el nombre no, el nombre lo eligió su novia, que leyó la Deida en latín: “Fue una genialidad de ella”, dice. “Los nombres de los hijos los eligen las mujeres.”
Pero su mujer no es un personaje público. Ni siquiera lo acompaña a los recitales. Una sola vez salieron en una revista: fueron dos fotos robadas en Punta del Este por un paparazzi de Gente, en el verano de 2005. En una de las fotos, Dárgelos sostiene la edición Anagrama de 2666 de Roberto Bolaño y, sentado en la arena, debajo de una sombrilla azul, mira al fotógrafo con desprecio. Los demás -su novia, una pareja de amigos y un perro- parecen no percatarse de nada.
“Después de eso no fui nunca más a la playa”, asegura mientras termina de brotarse dentro del auto. Ya no le importa quién dijo que había tenido un hijo. Ahora Dárgelos odia hasta que el periodista que está a su lado sepa que tiene auto: “Preferiría que no supieras qué auto tengo”, dice. “Te saqué de ahí porque es de noche, hace frío y no ibas a conseguir taxi.”
De pronto estamos en medio de un embotellamiento, sobre avenida Libertador. Los autos alrededor tocan bocina pero él no, y nos quedamos los dos callados.
“Vos viste que el paso del tiempo tenía un efecto en mí, y está bien”, dice, un momento después. Y más calmo, concede: “El rock es vigor, y el vigor no dura para siempre. Sé que lo que hago es finito, no voy a poder hacer rock toda la vida. Por eso nunca hablo de estas cosas. Porque cuando me retire me voy a ir a mi vida privada, que es mi silencio”.
Hacía dos años que Babasónicos no tocaba en Buenos Aires. Habían estado de gira por distintas partes de mundo, con más de diecisiete shows sólo en Estados Unidos, donde debutaron en el festival Coachella. Su vuelta a los escenarios argentinos fue en mayo, en la tercera fecha del Quilmes Rock 2011, donde Dárgelos cantó por primera vez, en vivo, algunas canciones de A propósito, vistiendo un gamulán naval diseñado por Agustina Troyer (parte de su nuevo vestuario). Y veintinueve días más tarde, la terraza del Centro Cultural Recoleta colapsó, con corridas y golpes, cuando unas cinco mil personas se enteraron por las redes sociales que Babasónicos era el “grupo sorpresa” que cerraba el festival Ciudad Emergente. Babasónicos ejecutó, en orden, todos los temas de Jessico, el álbum clásico de 2001 que fue elegido por esta revista como disco de la década.
En dos extremos estéticos, Babasónicos y La Renga son los dos grupos argentinos más relevantes que (al margen del Indio Solari) han logrado instalar una lógica propia en el negocio del rock: La Renga, desde la independencia discográfica, con su sistema rústico de venta del disco sólo con la entrada al recital, lleva vendidas más de 100 mil copias de Algún Rayo; Babasónicos, con Universal como sello, ostenta el lugar de ser la banda con la que todas las marcas quieren hacer sinergia y se ha puesto a la vanguardia de la venta digital de música (sus últimos discos fueron editados primero en formato digital y después en formato físico).
El 20 de junio, mientras Dargelos canta sobre el escenario del Emergente alguno de los temas de Jessico, nadie lo nota pero el guitarrista Mariano Roger se asoma a contemplar a su hija, una pequeña rubia que lo mira desde acá abajo, en un rincón VIP, agarrada del vallado, al costado de las cámaras, donde está al cuidado de unos pocos familiares y amigos del grupo.
El primer encuentro con Adrian Dargelos, la tarde del 26 de junio en el Club de Golf de los bosques de Palermo, es la semana posterior a esto.
“Mé impulsó a escribir canciones un profundo resentimiento de clase que tengo yo”, dice él, revalidando la leyenda de origen que decidió forjarse.
En la casa de los Rodriguez no había biblioteca. Los libros que se leían, llegaban y se iban, se vendían: volvían al puesto de diarios de su padre.
Su padre había heredado el puesto del abuelo de Adrián, porque las paradas de diarios en Buenos Aires se heredan de generación en generación. La de los Rodriguez queda en un andén, aunque prefiere no decir de cuál estación, sólo que no es en la de Lanús, que ahí tenía el puesto de diarios su tio Bebe, un tío abuelo que no llegó a conocer y que, según se sabe en la familia, también tenía un reparto de diarios en carreta por la zona sur.
El primer trabajo que tuvo Adrian fue para su padre; tendría 9, 10 años. “Me chamuyaban como una especie de trabajo”, dice. “Mi papá compraba unas remesas de saldos de editoriales españolas como Bruguera, Salvat, Emecé, y yo tenía que catalogarlas y separar los libros que estaban prohibidos por el Proceso. Yo ya sabía cuáles eran los prohibidos, pero no entendía bien por qué.”
En el garaje de su casa, bajo la habitación que compartía con su hermano (le lleva cuatro años), Adrián se encargaba de “discriminar” los libros. Sabia que tenía que dejar afuera King Kong, el simio erótico y Memorias de una princesa rusa. Y sabía lo más importante: “Si yo hacía eso, me compraban un disco o me daban algo de plata”.
Pero de ahí también tomó algunos libros para él, y así fue como empezó a diseñar su biblioteca personal. “Empiezo a sacarme unos libros, porque nadie le importaba realmente si esos libros se vendían o no. Ahí encuentro Cocteau. Encuentro varios: Conrad, Gogol… Cocteau“, recuerda. “Pero no te podría decir cuál fue el criterio que sacar esos y no otros, porque yo vengo de una casa donde no había ni una enciclopedia.”
Cuando en el garaje de la casa de sus padres ordenando pilas de libros solo, Adrián encuentra Los niños terribles de Jean Cocteau, también encuentra su seudónimo artístico, su nombre de escenario: Dárgelos.
La forma en la que le gustaría que lo vieran.
En la intimidad, Adrián Dárgelos se presenta de una manera sobria y sencilla: “Hola, Adrián”. Después pregunta quién eligió este lugar (creíamos que había sido él), porque le costó un montón encontrarlo, y ya estamos en una mesa en el fondo del restaurante del Club de Golf, frente a un ventanal que da al hoyo 18. En el cuello lleva una cadena que se cierra con el mismo sistema que un collar de ahorque; está vestido de negro y en los pies usa zapatillas blancas de suela alta, parecidas a las Perfect Step de corrección postural.
A propósito es el décimo disco oficial de estudio de Babasónicos en veinte años de carrera, y como en prácticamente toda la discografía del grupo, las letras están firmadas por él, que además crea muchas de las melodías. Una hora -tal vez más- después de empezar la entrevista, dice: “Yo escribo para callarme. Escribir me silencia, silencia mi persona”.
¿Qué es lo que te atrae de escribir canciones?
Yo condenso, pero en realidad escribo mucho más de lo que se ve. Por ejemplo, para “Flora y Fauno” escribí tres letras. Esta es la tercera. Quizá la primera era un poco mejor, la segunda era definitivamente peor, pero la tercera es la que muestro. La primera no me animé. La segunda por suerte la grabé, la canté para el disco y cuando la escuché antes de mezclar, me agarró un ataque y la cambié.
¿Por?
Porque no era lo suficientemente…
Y de pronto Dárgelos cierra su puño y lo mira, como si intentara apretar eso que sintió: “Porque yo me imagino que «Flora y Fauno» es un diálogo al que le falta la mitad”, dice. “Falta todo lo que Flora le dice a él. Y Fauno entendió, entendió lo que le explica a Flora. Esa es mi visión de una charla romántica de pareja, eh.”
Como “En privado”, en la que también falta la mitad del diálogo.
Es que este disco está expresado en la ausencia. A mí la canción no me surge de tener una idea previa y después salir a decorar o a describir esa idea. La canción sale de la frase misma. A mí, en vez de venirme palabras o combinaciones de palabras, me vienen estructuras hechas. En este disco jugué a no tocarlas, a que si me viene una frase larga y con una musicalidad, no la toco, así se note la ausencia intermedia entre una preposición y otra. Como diciendo: “Bueno, hay un faltante”. Y ese faltante es la complicidad con quien escucha. Yo encontré que la canción tiene esa dinámica de juego, en la que hay uno que trata de convencer y hay otro que no quiere acceder. Pero lo que pasa es que la persona que escucha termina siendo muy inmoral porque, bueno, sí, lo acepta… pero en privado.
En ese tema pusiste un término de la marinería: barlovento. ¿Cómo llegaste a eso?
El disco está plagado de metáforas náuticas y otras bursátiles. Cuando yo me doy cuenta de que vienen saliendo todas esas metáforas náuticas, me dejo ir en eso y lo tomo, en una conversación conmigo mismo, como un homenaje a mi amigo Quique Fogwill, que era un gran navegante. Quique murió cuando yo estaba escribiendo el disco. Imaginate qué poca justificación y a la vez qué noble, porque yo lo admiro a Quique.
¿Recordás algo que te haya dicho Fogwill sobre lo que vos hacés?
No, Quique odiaba el rock. Le parecía la música más deplorable que existe.
Dárgelos admira a unas pocas personas en todo el mundo. Estas son: el escritor Marcelo Cohen, el músico de Los Auténticos Decadentes Jorge Serrano y el productor Daniel Melero.
Y a Fogwill, del que tomó algunas palabras para esa frase de “Putita”, de Infame (2003): “La piel, los labios donde roza la bambula, serán mi prado, mi vergel”.
“Yo no sé si él se llegó a dar cuenta de que yo le había sacado ese pedacito”, dice. “Sabés que yo no tengo ninguna cita directa. Es lo único de toda mi carrera. Porque vos sabés: la mayoría de mis letras son cosas imposibles.”
A Adrián, la muerte de Fogwill no le resultó tan repentina como la del actor Rolo Puente, padre de Mariano Roger. “Porque todos tenemos padres como de la misma edad. Somos todos del 69 nosotros”, dice. Ahí fue cuando tuvo de nuevo esa sensación de finitud.
“Yo había estado con Rolo un día antes de que cayera enfermo, y no lo vi tan mal”, sigue. “Pero uno de chico fantasea que los padres o los abuelos van a morir. En cambio, la muerte de un amigo es algo para lo que no estás preparado. Es lo más duro…”
Las canciones de Dárgelos siempre están protagonizadas por personajes. Algunas veces esos personajes han sido sus compañeros, y en otras ocasiones puede que haya sido él mismo.
Como en “Gratis” de Infame, en la que escribió: “Mi viaje, sin humildad, al corazón de la basura, lo hice por mí; como me sobra, reparto…”.
O como en “Chisme de zorro”, de A propósito: “Y no sabrás de mí hasta que algún zorro no largue la lengua”.
Gabo es el primer amigo de Adrián que muere. “Desde que lo conozco a Gabo, soy la persona que más lo vio y estuvo con él”, dice. Ni Adrián ni los otros miembros de la banda creían realmente que Gabo iba a morir: el linfoma que tenía acusaba más de 90 por ciento de sobrevida. Pero aunque se mejoró, durante el Año Nuevo, mientras el grupo despedía 2007 en las sierras de Córdoba, Gabo tuvo una recaída y murió pocos días después.
“Me dio un odio bárbaro, porque hubiese preferido morir yo”, dice. “Siempre tuve desprecio por la vida. Gabo igual me ganaba en eso: éramos dos que despreciábamos mucho esta vida. Y bueno, él se murió antes. Me cagó.”
¿A qué te referis?
A que, viste, te dejan acá y tenés que seguir en este complot. Para mí es eso lo que mantiene unido a Babasónicos: entendemos que somos socios en el complot, que no podemos dejarnos ganar por esta mierda. Somos un grupo de odiadores porque lo único que reciben de los demás es miseria. Yo sólo recibo miseria. Recibo amor del público, también, pero de la vida recibo la miseria nada más. La miseria del mundo. Lo que digo en “Estertor” por ejemplo. Ahí está, ahí tenés: ése soy yo. Esa persona vulnerable que se siente rodeada por el desierto de miseria, o por la abundancia de mezquindad. Esa mezquindad que no la puedo comprender.
“Estertor”, el track 4 de Infame, empieza con una línea de bajo humillante, característica de Gabo, y Dárgelos canta: “Acurruquémonos mi amor, todo estalla en derredor, la miseria y su estertor nos mata/ Acurruquémonos mi amor, fulminemos el rencor que sólo sobrevive del pasado”.
“Yo debía de tener déficit de atención”, dice. Y después se desdice: “Aunque no sé si tenía”.
Sus padres lo tuvieron el 3 de enero de 1969. Eran los dos muy jóvenes y vivían con el bebé en Constitución. Lo bautizaron y al poco tiempo se mudaron a Lanús, donde nació su hermano. A Adrián lo inscribieron en el Balmoral College, un colegio privado y bilingüe de Banfield, y lo mandaban a catequesis, hasta que los curas les pidieron a sus padres que retiraran al chico. “Yo esa parte de mi formación la discutí mucho, mucho, con todos los que hiciera falta”, recuerda. “Me obligaron a ser católico pero yo no fui impactado por la fe. Me hice muy tempranamente un agnóstico envarado, después pasé a un profundo nihilista, y después… un odiador. Un odiador porque entiendo que la religión es un método muy severo de manipulación. Y cuando entiendo eso, enloquezco y me hago un enemigo.”
Era demasiado chico para hacer tantas preguntas. En el colegio lo mismo: “Yo les preguntaba a los profesores por qué no leíamos otros libros. «No, es el programa». Pero por qué no ponemos en el programa algo mejor, les decía yo”.
Más que Lengua y definitivamente más que Gimnasia, le interesaban Matemática y Física. Pero había otra materia en la que su desempeño era brillante: Música. Y lo cuenta casi como si él mismo estuviera escribiendo su perfil: “En los últimos años de la primaria, había ayudado a componer unas canciones con las profesoras de Música”.
En su casa nunca, jamás, lo incentivaron para que hiciera música. Dárgelos dice: “Mis padres me dijeron que eso lo hacía todo el mundo, que cualquier chico de mi edad lo podía hacer”.
Te bajaron a tierra, digamos.
Está bien, es lo que hay que hacer.
¿Con la crianza?
No sé. ¿Qué se cree uno?
Durante los primeros años del secundario, lo que más hacía en clase era leer. Leía literatura argentina y la revista brasileña Rock Bizz. De pronto se volvió más introspectivo y solitario. “La música y la literatura me parecían mágicas”, dice. “Pero nunca pensé que de grande iba a ser músico. Siempre pensé que me iba a tener que civilizar.”
Era fan de Kiss y de Queen, y lo que más le molestaba del bajo consumo cultural de su casa era no tener diccionarios, ni enciclopedias, porque en los mapas políticos no podía encontrar donde vivían los hugonotes, los visigodos. Era, asegura, “un lector voraz: agarraba un diccionario y un libro y leía en portugués, en francés”. Y, claro, lo desesperaba no poder ubicar en un globo terráqueo donde quedaban las capitales del pasado que leía en los relatos de Borges.
“Yo admiraba la Encyclopædia Britannica. Y decía: «Cuándo veré una enciclopedia donde pueda encontrar a Tlön, Uqbar, Orbis Tertius».”
“Otra cosa que tenés que entender”, avisa, “es que para mí la calle era el mundo que empezaba fuera de la mirada de mis padres. Yo me formo todo en la calle”.
A los 11 años empezó viajar solo en tren y subte hasta los cines de Lavalle. Y a los 12, durante unas vacaciones en Mar del Plata junto a sus abuelos maternos, fue por primera vez a bailar. Pero más que bailar, escuchó la música, trató de almacenar la mayor cantidad de información posible y luego se propuso conseguir lo que había escuchado.
“Iba a las disquerías y preguntaba: «¿No conocés una canción así y así?». Tenía muchísima memoria para eso. A los 13, 14 años ya vengo al Centro a ver bandas y a fiestas. Ahí empieza todo para mí.”
Completó la secundaria en el Piedrabuena de Quilmes, una escuela pública, y aunque en 1986 cursó seis meses en la Escuela de Publicidad (iba con Diego Tuñón, tecladista del grupo) y un año de Filosofía en la UBA, en ese momento le hizo saber a su padre que abandonaba los estudios. “No tenía ganas”, dice. “La historia del pensamiento me la suda, básicamente.”
Pero a su padre se lo argumentó así: “«Voy a ser escritor». Y él me miró y me dijo: «Vos sos hijo de un diariero. Ningún hijo de diariero puede ser escritor»”.
Según Dárgelos, solo deberían existir dos categorías para los discos: los inspirados y el resto.
Mientras cursaba quinto año, tuvo una disquería. “Era una disquería chiquitita donde vendía discos inspirados”, dice.
La tienda se llamaba Psychedelic Records, se especializaba en new wave y new romantic, y quedaba en Lanús. El atendía. Había conseguido montarla en sociedad con dos amigos que ya estaban en la facultad: “Necesitaban de mi colección de discos y de unas conexiones que yo tenía con azafatas, distribuidores”, recuerda. “Yo ya venía con conexiones de ésas, sabía donde quedaba DBN. Y sí, no tenía ninguna especie de talento para atender a nadie”.
El “contacto” que él tenía en la industria discográfica consistía, en realidad, en el teléfono de un tío que era dueño de Kuky, una conocida disquería de Constitución.
Psychedelic Records duró apenas un semestre, hasta que él decidió finalmente dejar la universidad y tomarse un avión a París, la única ciudad del mundo digna de un escritor o un poeta. Vendió todos sus discos y le dio “unos pesos” a una azafata que lo subió a un vuelo como acompañante. El avión iba hasta Nueva York, donde trabajó de lavacopas durante un par de meses, hasta ahorrar lo suficiente para llegar a Europa. Adrián entró en Estados Unidos con 400 dólares.
“Me encantaría recordar más. Yo me llevé un paquete de libros al viaje y, como me daba lástima tirarlos pero no los podía cargar, los iba dejando sobre algún lugar, en una estación de tren o sobre una mesa en un café, y me iba caminando, pensando que otro podía recoger el libro y leerlo.”
Siempre ha dado muy pocas pistas de ese viaje iniciático en el que vio shows de los Happy Mondays y Claudia Brücken (cantante de Propaganda). Llevó siete libros -tal vez eran diez- en su bolso, y su cariño por ellos le hace decir algo que nunca dice: que le encantaría recordar más. Sólo se acuerda de un título: 62. Modelo para armar, de Julio Cortázar. Estuvo en París, y pensó en viajar a España, pero desde Madrid un amigo lo desalentó: en España no había trabajo, en Francia tampoco, tenía que ir a Londres. Y en Londres tomaba la línea que todavía se llamaba 52A, igual que uno de los personajes de ese libro de Cortázar.
“Al principio viví en New Malden. Después, en una parada de colectivo, encontré un papelito que decía: «Rent a flat, basement», y me mudé a un sótano cerca de la estación Westbourne Park, en Portobello, el barrio latino, donde vivían los Clash. Era el único barrio español y negro a la vez, y donde vendían faso, porque en esa época no se vendía faso en Londres. Mis vecinos eran dealers y tenían mi misma edad. Ellos iban a muchas fiestas, y me llevaron al circuito de lo que pasaba.”
Durante varios meses vivió en Portobello, curtiendo una escena que iba de la tienda García a la célebre radio pirata FM Kiss. En los carnavales de Notting Hill (antes de la película) vio a Mick Jones hacer un DJ set. Pero a los once meses su pasaje de vuelta se vencía, y tuvo que ir a París para ir a Nueva York y de ahí a Lanús otra vez.
“Cuando me retiro de mi primer episodio del under, no me importaba más hacer música. Habíamos tenido dos bandas con Panza y Tuñón, Rosas del Diluvio y X-Tanz, y a Gabo y a Gabriel Guerrisi [de Los Brujos, ahora en El Otro Yo] les re gustaban nuestras bandas, porque tenemos la misma edad pero nosotros empezamos a tocar antes. Y nos venían a ver, les parecía que éramos como Kraftwerk. ¡Y a mí no me gustaba mi banda! Me fui un año a vivir afuera y cuando volví ya no me importaba más hacer música.”
¿Qué querías hacer?
No, cuando volví no quería hacer nada. Morir. Empezó a cantar por casualidad, porque el baterista Diego “Panza” Castellano le pidió que lo hiciera. “Yo no sabía que cantaba. Yo no cantaba ni el feliz cumpleaños en mi casa”, dice Adrián. “Yo escribo y canto porque Panza me pidió que lo hiciera.”
¿Cómo es eso?
Y, porque fui al primer ensayo con un bajo, pero como el bajo me pesaba, pasó otro por al lado y le dije: “¿Lo llevás?”. Y bueno, el otro terminó tocando el bajo. Y yo terminé cantando, pero no sabía que iba a ser performer. Yo soy medio tímido, no me gusta llamar mucho la atención. Expuesto a la vergüenza que me da, hago cualquier cosa. Y supongo que eso es lo que pudo haberle divertido a Panza: que Adrián es medio tímido pero expuesto ahí es un descarado.
En su casa, cuando escribe, lo hace siempre en el mismo sillón, uno que no tiene apoyabrazos, porque para componer se sienta con una guitarra en la falda. Nunca graba. Retiene las melodías en la memoria, y eventualmente anota. Tiene siete cuadernos en los que está todo lo que hizo hasta ahora. Están escritos en forma desordenada y arbitraria, y la tinta va cambiando de color.
“Mi forma de escribir es convulsa”, dice él. Por fuera, en cambio, sus cuadernos no llaman nada la atención. El primero se lo regaló su madre, que “lo ganó en un sorteo”. Otro se lo dio el padre de Tuñón. “En un extremo de antifetichismo, uso lo que me regalan, que no tenga ninguna clase de estilo, de estética, de nada. No usaría Moleskine, por ejemplo”, dice, levantando mi libreta. “Temo que no se me ocurra nada que valga el papel ese.”
Durante la composición de A propósito, el caudal de ideas fue el mayor en años. “En este disco tuve un mes que hacía diez años que no tenía”, dice. “Un mes antes de empezar los ensayos para la grabación, tuve gran parte del volumen de ocurrencias. Porque hay un momento en que ya estoy por vomitar el disco y las ideas empiezan a matarme. Yo veo el mundo con ese grado de poesía todos los días, es permanente, lo que pasa es que entre disco y disco no escribo, y durante el período que no lo necesito, digo las ideas y se me van…”.
¿Te molesta perder ideas por no llevar un anotador?
No, no: transé, hice un pacto conmigo mismo de no arrepentirme y no sufrir por todo lo que pierdo. Porque yo estoy permanentemente perdiendo.
Nunca pensaste en escribir…
¿Critica musical?
SÍ…
No se me ocurrió.
¿Y un libro?
No, tampoco. No lo sé hacer. Tampoco se me ocurrió hacer un disco solista.
¿No?
No, porque a mí me gusta no hacer nada. De verdad. Yo no me considero culto, no soy muy inteligente. Toda esa cantidad de tiempo que llevo invertido en la lectura, es tiempo para callarme la boca. Y por más que crean que podría dirigir cine o hacer novelas, no: yo lo único que sé hacer es música. Tengo una mente musical, por eso Babasónicos tiene esas melodías con un encadenado tan mágico, con una puesta tan poco sutil de la palabra en el lugar donde va. Es muy adrede, es muy dramático el lugar que cada palabra ocupa.
Si fuera por él, preferiría no hacerlo, como Bartleby, el escribiente, el protagonista del relato de Herman Melville. Sentarse a escribir no lo divierte, no le gusta. Varias canciones de A propósito las hizo “parado”. Es lo más parecido a un método que tiene: “Parado, mientras ellos tocan, yo canto varias cosas que pueden ser pavadas o no, porque trato de ver qué viene ahí, qué viene ahí con eso”, dice. “Escribí la mayor parte de «En privado» así”, sigue.
“Y «Fiesta popular» la escribí toda de parado.” Durante la composición de A propósito volvió a él una vieja sensación: “Me pasaba en Dopádromo [Sony, 1996] y me pasa ahora, que hay un costo muy alto de angustia que yo pago por escribir. Incertidumbre, angustia, y sí, en ese aspecto quiero terminarlo, porque me quiero sacar de encima ese grado de vulnerabilidad, de esa puerta que se abre y donde sólo hay nada, hay abismo”, dice. “Viste que escribir es desgarrador porque no es nada. Tenés que sentarte y hacerlo. Y me da un odio, me da un tedio… tedio me da. Y me tengo que quedar ahí pensando y escribiendo y no sé. La mayor parte del tiempo no se me ocurre nada, como a todos.”
¿Pero con el tiempo no sentiste que te empezaban a salir más fácilmente las canciones?
No, me cuestan lo mismo. Me cuestan un montón. ¿Sabés que no me doy cuenta de si un disco me costó más o menos que otro? No me acuerdo cuál fue el disco que más me costó. Creo que en Jessico fue cuando menos autoconfianza tenía, quizá.
Jessico fue editado meses antes del estallido de 2001 (cuando la industria del disco se desplomaba en escala global y Tower Records abandonaba el país), en una extraña sincronía con la explosión del consumo de éxtasis en las pistas de Buenos Aires. Ese disco fue el que propulsó finalmente a Babasónicos a una nueva plataforma de convocatoria: en un año pasaron de tocar en El Teatro de Colegiales al Luna Park, adonde vuelven este mes.
En ese momento de rock y desconcierto, de vértigo y hervor sónico, el cantante comandaba el éxito ya la vez se sentía profundamente perdido.
“Ahí entro en una etapa de inseguridad y hablo mucho con Cohen.” Marcelo Cohen había publicado la antología crítica ¡Realmente fantástico! y otros ensayos (2003, Norma), “un libro genial que me explicó cómo escribir”, dice. “¡Y me hizo bien. Porque ahí descubrí la esencia de lo que estaba en mí, y me dio seguridad.”
Después de leer ese libro de Cohen se volvió seguro, confiado, más preciso. Así escribió Infame, Anoche, Mucho y Mucho+. Escribió líneas como “estoy mirando a tu novia, ¿y qué?” o su ya célebre “soy hermoso…”.
En ese mismo momento también perfecciona su intuición melódica y desarrolla un talento extra para lo popular. Jorge Serrano, autor de “Loco (tu forma de ser)”, dice: “Para mí su mejor disco es Infame. Es fabuloso. Y «Putita» me parece una canción increíble. Increíble”.
Cohen conoció a Adrián en la Rock & Pop, en el programa Sábado maldito. Y tiempo después, para la salida de Jessico, la revista Los Inrockuptibles los juntó en una entrevista sobre cultura rock y escritura. “A partir de ahí nos hicimos amigos”, dice Cohen.
Para Anoche, Cohen y Dárgelos escribieron a cuatro manos la letra de “Falsario”. “Fue un trabajo de dos o tres horas, una noche”, recuerda Cohen. “Charlamos un rato, perdimos el tiempo, comimos, y nos pusimos con sendos cuadernitos a conversar. Llegamos a un acuerdo sobre un tipo que engaña, que miente. Fue un gusto que nos sacamos, eso es todo.”
Cohen dice sobre Dárgelos: “Yo creo que Adrián tiene inspiración, tiene destreza y tiene competencia gramatical. Hay que tener en cuenta que en el último disco de él hay una canción como «Muñeco de Haiti», que empieza con una frase condicional: «Si encontrase la palabra, estoy seguro que no la diría». Hacer una canción que funcione y que empiece con una frase condicional requiere destreza. Y además tiene algo que no es muy frecuente en la letrística en castellano: fuentes de inspiración en otros campos que no son el pop. El lee la gran poesía, es un lector de Rimbaud o de Zelarrayán, el poeta bajo que transformó la lengua, el gran poeta iconoclasta argentino”.
Dárgelos dice sobre Cohen: “Cohen es el mejor escritor argentino vivo”. Y después detalla el linaje de sus favoritos: “El mejor fue (Juan) Filloy. Muerto Filloy, Saer. Muerto Saer, Quique (Fogwill). Y muerto Quique, Marcelo. Aunque Marcelo sea mejor que todos para mí”.
Llega un mensaje al iphone de Adrián, y él lo pone en mi cara para que lea. Un cartel en la pantalla táctil dice ANDRES y abajo aparece una línea, breve y contundente: “Gozando con el disco”.
Atrás entran varios mensajes más: son otros amigos que le avisan que Calamaro está tuiteando sus primeras impresiones sobre A propósito. Dárgelos dice: “Me ha dado eso lindo la música: grandes amigos”.
Dice que no tiene cuenta de Twitter, que cómo hace para verlo, que no tiene computadora. Sin embargo, en marzo de este año, las marcas Intel y HP premiaron a Babasónicos con la Laptop de Oro cuando, un mes antes de la edición del último álbum, el grupo alcanzó una preventa digital inédita para la industria local: 10 mil copias. “Yo no he progresado nada desde que está internet”, dice. “No confío en internet. No confío nada en Wikipedia por ejemplo, porque Wikipedia dice todas mentiras de mí.”
¿Empezando por cuál?
Y, ahora lo arreglaron, pero yo era actor para Wikipedia. O es muy injusta la biografía que tiene sobre Babasónicos.
¿Por qué?¿Qué omite?
Nada, somos como una banda de mierda más para Wikipedia. Y no te lo dejan cambiar, boludo.
¿Cómo? Si lo puede editar cualquiera…
No, no… ¡Bueno, cambiala! Haceme una biografía decente.
Cuando llego a mi casa busco los tuits de la cuenta @andrescalamarok. Son varios, uno atrás del otro, y en el último Andrés escribe: “¿Puedo ser un babasónico?”.
Dárgelos dice que ha tenido mucha prensa hostil en su vida: “Siempre me han hecho notas para tratar de desmitificarme”.
Es un hombre que se ha pasado la vida yendo contra su supuesto destino, escribiendo su propia historia, y no le gusta que nadie meta la mano ahí. “Yo estoy en contra de todo, básicamente. Soy muy iconoclasta, es un problema que tengo, no sé cómo resolverlo. Entonces tengo problemas con la autoridad en todos los aspectos, y por lo tanto con la versión oficial sobre lo que soy”, dice, como si la versión oficial no fuera la propia. “Siempre voy a tener problemas con eso. Es un problema que está en la base de todo. Mi problema con la autoridad se ve representado en miles de canciones que hice.”
Adrián Rodríguez es el que escribe todas las canciones de Babasónicos. Dárgelos, en cambio, parece ser más el cuerpo que las interpreta, la acción.
Muchas veces, la mayoría, Adrián hace de Dárgelos en las entrevistas. Su carisma es avasallante. Aun antes de ser famoso, se presentaba en los medios como un arrogante, un lenguaraz. El gran falsario.
-En el escenario no tenés familia, no tenés historia, no tenés herencia -le dijo a Clarín en 2006.
-Quizá siempre quise ser masivo. Nunca me lo pregunté. Pero bueno, denme poder, el poder de la masividad, y yo después veo cómo lo manejo -le había dicho diez años antes, en septiembre de 1996, a la célebre cronista Leila Guerriero para una tapa de La Nación Revista.
Hay un escritorio con un sillón ejecutivo pero él no se sienta de aquel lado y yo de éste: trae una silla común y la pone al lado mío. En las oficinas de Crack, la productora del Bajo donde Babasónicos tiene su estudio y sala de grabación, así es como empieza nuestra segunda charla, la primera después de que se pusiera como loco en su auto.
“Ya sé por qué me vas a preguntar eso”, dice, antes de que yo diga nada.
¿Qué cosa?
Lo del paso del tiempo. El otro día vos hiciste una cadena de proposiciones con la muerte de Gabo, la muerte de Quique, que tenían un desencadenante en el nacimiento de mi hijo. Y no, yo no lo veo así. No estoy tan preocupado por la pérdida de la juventud. ¿Vos me lo preguntás por “Tormento” [de A propósito]? Porque dice: “…Y me queda poco tiempo de ahora en más”.
Pero eso sería como si yo estuviera entrevistando a tus canciones, no a vos.
Ah, porque yo me quedé pensando…
¿Qué cosa?
Y… Que a vos te intriga mucho el proceso de cómo se desenvuelve una persona que es aparentemente común, creada en el núcleo de la inmovilidad social y de lo redundante, donde no hay brillo, cómo logra desplegar lo que es ahora. Supongo que eso es lo que te intriga.
El manager del grupo, Eduardo Rocca, es el verdadero dueño de esta oficina: un pequeño atalaya con dos ventanas. Por una se ve la autopista ahí nomás y los monoblocks donde Babasónicos se sacó unas de sus primeras fotos oficiales. “Nosotros vivíamos acá, a tres cuadras”, dice Dárgelos señalando unos techos de por allá. Por el otro ventanal, que da al fondo de la propiedad, hay una panorámica de la nueva sala-estudio de la banda. Parado frente a la ventana, Adrián Dárgelos me habla: “Este es el disco en el que menos me río del gusto de los demás. ¡Qué lindo haber perdido ese sarcasmo!”, dice.
Nos quedamos un minuto ahí, viendo cómo la noche cubre el Bajo, y él, con la mirada vacía, define inspiración y belleza: “La inspiración es la estética en la trayectoria de la caída”, dice. “Ese cisne que va a morir dibuja un ornamento en el aire y es aplaudido o no. Lo mejor es que normalmente es empujado al salto, y como va a morir en el impacto, no tiene nada por qué darlo y lo da. Ahí es donde hay belleza para mí. Esas son las bandas de rock que yo admiro y supongo que eso fue lo que hizo a Babasónicos algo distinto. Yo me había separado de mi familia y no iba a heredar el trabajo de mis padres. Estaba decidido a matarme antes de hacer eso. Y antes de estrellarme hago una música, pero sin esperar que la música me rescate económicamente, sino eleve en el momento en el que la hago. Que sea en el que me sopor de mi muerte. En eso, Babasónicos coincide. A partir de ahí, lo único que hicimos fue acelerar más, más, más… irnos más a la mierda.”
La oficina no tiene puerta, sino una pared como las de los estudios de televisión que se divide en varias hojas móviles con ruedas. Nunca estamos del todo solos, y nos interrumpen varias veces: entra la secretaria, sale la secretaria; entra Rocca, sale Rocca. Y también entra Marcelo Moura, de Virus, una de las bandas que más influyeron en Dárgelos. Moura lo saluda y, antes de irse, le hace el gesto inequívoco de quien acuna un bebé.
-¿Y, cómo la van llevando? ¿Bien?-le pregunta.
-Sí, como puedo -responde Adrián en seco.
-¡Pero está bueno! Yo desde que tengo tres estoy feliz.
-Sí, pero supongo que cuando dependen mucho de vos es más difícil.
-Bueno, hoy por ahí estás deseando que tenga 25 años…
-32… Y estar muerto ya para entonces.
Hoy Adrián vino en bicicleta, una bici de paseo estilo inglesa pero moderna que se ve por el ventanal, y cuando nos vayamos se va a excusar en broma: “Hoy no te voy a poder llevar. Ves… a veces me toca en auto, otras en bicicleta”.
Antes, cruza los brazos y se da abrigo. “Lo único que realmente me atraviesa y me emociona y me deja una huella en la que vivo y me acurruco, es esa distancia imperfecta de lo que no está valorado culturalmente por el parámetro de lo lindo y lo feo, y sin embargo me subyuga.”
Después hace un silencio y dice: “Qué complejo que lo dije, ¿no? Yo me escucho a mí mismo y no me creo capaz de escribir lo que acabo de decir”.
Producción: Cecilia Dos Santos & Ulises Da Silva para Toro Production. Asistente: Jazmín Mairn.
Caracterización: Leandro Bustos con Tomás Jalil.