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Apología del narco, ¿negocio de irresponsables?

Una mirada a la idealización de la vida criminal en el cine, la televisión y la música. “El crimen sí paga cuando lo llevas a la pantalla”, parece decirnos la industria del entretenimiento.

Por  ANDRÉ DIDYME-DÔME Y RICARDO DURÁN

febrero 12, 2024

Ilustración: Santiago Sanabria Uribe

El término “gánster” comenzó a usarse en el lenguaje estadounidense a finales del siglo XIX, cinco años antes de los orígenes del cine, para referirse originalmente a los políticos. Curiosamente, después del cambio de siglo, el término comenzó a utilizarse para las pandillas de criminales.

Las primeras películas que abordaron el mundo criminal fueron El gran robo al tren (1903) de Edwin S. Porter y Los mosqueteros de Pig Alley (1912) de D.W. Griffith, que se promocionó como “una representación de la maldad de los gánsteres”.

El bajo mundo (1927) de Joseph von Sternberg, fue un exitoso largometraje silente que también precedió a las clásicas películas de gánsteres. En él se retrata a Bull Weed (George Bancroft) como un criminal enloquecido y posesivo. Tanto la película de Griffithcomo la de von Stenberg, contienen escenas que se convertirían en convenciones para las posteriores películas de mafiosos, incluyendo el tiroteo y la reunión que luego se convierte en un enfrentamiento entre bandas rivales.

La implementación de la ley seca en Estados Unidos en 1920, que prohibió el consumo de bebidas alcohólicas, creó las condiciones perfectas para el florecimiento del crimen organizado. En las metrópolis estadounidenses, los gánsteres se convirtieron en figuras tan admiradas como temidas por el público. Su rápido ascenso social era (y continúa siendo) una distorsionada caricatura del sueño americano. No solo la industria cinematográfica capitalizó esta situación, también el mundo del cómic, con Dick Tracy de Chester Gould, un detective inspirado en la figura real de Elliot Ness y empecinado con acabar el imperio de los jefes de la mafia.

Con el inicio de la Gran Depresión del 29 los estadounidenses se volvieron cada vez más conscientes de los males sociales a escala nacional. La cobertura periodística de las hazañas de Al Capone y Baby Face Nelson parecían fascinar al público. Robert Warshow, en su ensayo de 1948 para el Partisan Review titulado El gánster como héroe trágico, observa que, “de formas que no definimos fácilmente o con voluntad, el gánster habla por nosotros, expresando esa parte de la psique estadounidense que rechaza las cualidades y las demandas de la vida moderna; que rechaza el propio modo de vivir americano”.

Las películas de gánsteres que comenzaron a aparecer en las pantallas de cine del país en 1931, en plena era de la Prohibición, encarnaron estos rechazos, y los ingresos de taquilla sugieren que el público se sintió atraído por películas cuyas historias provenían de titulares de periódicos, o por lo menos así lo afirmaban los estudios. Entre ellas encontramos los clásicos del cine gangsteril, Little Caesar (1930) de Mervyn LeRoy, El enemigo público (1931) de William Wellman, y la original Cara cortada (1932) de Howard Hawks, con Paul Muni como Tony Camonte. En estas películas de ritmo rápido, diálogo punzante y acción electrizante, los gánsteres asumen todos los símbolos del éxito fácil, logrado al margen de la ley. Y cuando llegaba el fin del gánster, este llegaba de repente, permitiendo que las películas se adhirieran, así fuera en el acto final, al espíritu del Código de Producción de 1930 que prohibía la glorificación de la vida criminal.

Sin embargo, la mayor parte de la historia había desobedecido flagrantemente el espíritu del Código; el delincuente, sus métodos y objetivos, resultaban enaltecidos a lo largo de producciones que -con o sin intención- terminaban convertidas en una apología.

Los protagonistas de este tipo de películas son en su mayoría inmigrantes que llegan a los Estados Unidos con la aspiración de dejar atrás su pobreza y alcanzar el éxito a como dé lugar. Esto los lleva a tomar el camino del crimen y, con el tiempo, su astucia, su instinto de supervivencia animal, su actitud maquiavélica y su falta de piedad, lo llevan a asumir una posición de poder.

Sin embargo, comienzan a surgir las señales de su declive, como la ambición desmedida, la pérdida de seres queridos (el padre, la madre un hermano, un amigo) el abandono o traición de su pareja (la “mujer fatal”); traiciones al interior de su círculo, hasta que finalmente, llega su caída, que generalmente equivale a la muerte, ya que casi ninguno de los gánsteres de estas películas termina en prisión.

A finales de la década de 1940, surgió una nueva dimensión psicológica en el tratamiento de los gánsteres, evidenciada por el psicópata burlón Tommy Udo (Richard Widmark) en la película El beso de la muerte (1947) de Henry Hathaway; y por el trastornado Cody Jarrett (James Cagney), obsesionado con su madre, en Alma negra (1949) de Raoul Walsh, cuya muerte en una refinería de petróleo provoca una explosión apoteósica (“mejor estallar que desvanecerse”).

En 1951, cuando las audiencias del Comité Especial del Senador Estes Kefauver para Investigar el Crimen en el Comercio Interestatal aparecían en la televisión estadounidense, el crimen organizado volvió a ser noticia de primera plana, y reaparecieron las películas sobre sindicatos del crimen, entre ellas Sin conciencia (1951), y Los hermanos Rico (1957).

Pero es en la segunda mitad del siglo XX, cuando la familia Corleone se convierte en la protagonista de la trilogía de El padrino de Francis Ford Coppola (1972, 1974, 1990), con Marlon Brando, Al Pacino y Robert De Niro, cuando el cine de gánsteres llega a su máxima expresión. Junto a ella, encontramos a Scarface (1983) de Brian De Palma, protagonizada por Al Pacino y con un guion de Oliver Stone, en donde Tony Camonte se convierte en el despiadado inmigrante cubano Tony Montana.

Los casos reales de Bonnie Parker, Ma Barker y Boxcar Bertha, inmortalizadas en las exitosas cintas de Arthur Penn (Bonnie & Clyde), Roger Corman (Bloody Mama) y Martin Scorsese, respectivamente, llevaron a una variación del género en donde la mujer fatal se convierte en la líder de una pandilla criminal, con una personalidad tan despiadada, astuta y recursiva como sus contrapartes masculinas. Ejemplos recientes de esta línea los encontramos en series como Weeds, Animal Kingdom (basada en una cinta homónima), Peaky Blinders y Grizelda.   

El enorme culto alrededor del Scarface de De Palma y Pacino, junto con el auge de la “cultura del narco”, llevó a un nuevo tipo de películas y series protagonizadas por jefes de carteles, a veces de origen latino, como en Carlito’s Way (1993), y a veces no como en El Rey de Nueva York (1990) de Abel Ferrara. Y si a esto se le suma la pasión del público por las historias “basadas en hechos reales” de comienzos del siglo XXI asociadas al éxito de los reality shows y los documentales sobre crímenes, así como al culto a figuras infames como John Gotti o Pablo Escobar, era lógico anticipar que el siguiente paso consistiría en fusionar el drama biográfico con el cine de gánsteres.

El hijo bastardo de este tipo de producciones se encuentra en las denominadas “narconovelas” que reemplaza a la heroína enamorada del apuesto galán, por un anti héroe dispuesto a todo para ser coronado como rey (o reina) de la mafia. La mayoría de estas han sido y son realizadas en México y Colombia -países tristemente conocidos por ser grandes centros del narcotráfico- con títulos como Escobar: La traición, Narcos, Las muñecas de la mafia, Sin tetas no hay paraíso, El cartel, El cartel de los sapos, El Chapo, Rabo de Peixe, y muchos otros más seriados que, al igual que Betty La Fea, tuvieron su origen en la televisión abierta, pero que luego encontraron su lugar ideal en las plataformas de streaming, donde los suscriptores, como niños que repiten una y otra vez una cinta animada de Disney, ven estos programas en más de una oportunidad. Los usuarios de Netflix, y la misma plataforma, parecen tener una especie de fijación con el tema.

En un mundo donde el sueño del éxito por un camino recto es cada vez más lejano, y donde la cultura capitalista traduce el éxito en términos de bienes materiales, lujos, reconocimiento social y estatus, los protagonistas de estas historias, que en la televisión estadounidense tienen a sus equivalentes en Los sopranos, Breaking Bad y Ozark, dejan de ser villanos o antihéroes para convertirse en unos auténticos “héroes del pueblo”, idealizados también por los corridos prohibidos, la música de banda, e innumerables piezas de gangsta rap, trap y reggaetón.     

¿Qué pasa con una sociedad que se entrega a la admiración de delincuentes y asesinos, dispuestos a destruir miles de vidas en busca de riqueza? ¿Qué pasa con una industria musical que saca de la marginalidad la música que rinde homenaje a los narcos y la lleva al mainstream para que triunfe en lo más alto de las listas? ¿Qué efecto tiene en la salud mental y en las dinámicas sociales el hecho de que históricamente hayamos convertido a los criminales en objeto de admiración?

“Están registrando lo que realmente ocurrió” o “Esa es la realidad que nos tocó, y son personas que no tuvieron otra oportunidad”, dirán algunos con superficialidad, conformismo e indolencia, cayendo también en generalizaciones absurdas, porque no todas las personas de nuestros barrios marginales se entregan al delito, ¿o sí? Esto no exime de ninguna responsabilidad a los políticos y empresarios sociópatas que se llenan los bolsillos mientras generan la miseria que abruma a los países de la región.

Por su lado, estudios de televisión, plataformas de streaming, medios de comunicación, editoriales y disqueras, han encontrado un negocio muy lucrativo en la exaltación del narcotráfico; esas historias escabrosas de personajes desafiantes venden hoy más que nunca. La mesura y la responsabilidad social no tienen forma de triunfar en los tiempos que vivimos, no son rentables.

El lujo y la ostentación que se exhibe en las redes sociales hacen que millones de personas se sientan infinitamente miserables, ejerciendo una presión social que puede llevar a las decisiones más riesgosas, absurdas y descabelladas. El dinero fácil que ofrecen montones de embaucadores en las redes sociales, y las actitudes irresponsables que muestran con orgullo algunas estrellas del entretenimiento (muchos deportistas no se salvan), son un gran complemento para las series que consumimos y las canciones que triunfan en tantos listados, mientras algunos turistas llegan a Medellín para hacer un tour del narcotráfico luciendo camisetas con la cara de un hombre responsable de miles de asesinatos. El interés por convertir en atractivo turístico a Badiraguato, tierra del ‘Chapo’ Guzmán, se ha despertado desde la captura de este narco. Esa fascinación se refleja crecientemente en toda la cultura popular, y seguirá haciéndolo si los inescrupulosos ven allí la oportunidad de enriquecerse.

“En este país, primero debes conseguir el dinero, así tienes el poder, y luego tienes a la mujer, entonces, tienes al mundo agarrado por los cojones”, dice Tony Montana, un criminal vanagloriado y enaltecido en la sorda grandilocuencia de las redes sociales, que se popularizaron décadas después del estreno de Scarface.

JGL traigo en las cachas orgullosamente / Mandan los jefes / Yo cuido el área, aquí nadie se mete / En una Urus me salgo a pasear / Diez camionetas se miran atrás / Cuido la plaza del señor Guzmán”, canta Luis R. Conriquez en ‘Siempre pendientes’, en cuyo video aparece portando fusiles. En caso de que aún no esté claro: JGL son las iniciales de Joaquín Guzmán Loera, el “Chapo”, el “señor Guzmán”. Esa clase de música merece todo un capítulo aparte porque también ha existido siempre en muy diversos géneros (pensemos en el gangsta rap, en el grind core de Brujería, en ‘La banda del carro rojo’ o ‘La cruz de marihuana’) como siempre han existido películas sobre hampones; sin embargo, ahora estas canciones cuentan con el apoyo de la gran industria musical, y las apologías televisivas a la mafia llegan cada día más lejos, y con más fuerza. Hay una diferencia enorme en el volumen de la producción y en la masividad, en el impacto alcanzado, y habrá una diferencia enorme en las consecuencias que esto traiga.

Algo interesante pasaría si el público toma consciencia y distancia de estos productos que glorifican la vida delictiva con sus asesinos y justificaciones, tal vez dejarían de ser rentables para las grandes industrias que los venden. Nunca, como ahora, celebrar la vida de los criminales había generado tanto dinero, enriqueciendo a tantos irresponsables.

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