La cineasta catalana Carla Simón debutó en el 2017 con una hermosa y desgarradora ópera prima de rasgos autobiográficos llamada Verano 1993. Esta cinta, que nos recuerda a las hermosísimas Ponette de Jacques Doillon y El Espíritu de la Colmena de Víctor Erice, giraba en torno a una niña de seis años que acababa de perder a sus padres víctimas del SIDA y que es adoptada por sus tíos.
La presión ejercida por semejante debut, llevó a su directora a tomarse las cosas con calma y a alejarse de una manera sabia, de volver a insistir con una historia similar. El resultado rindió sus frutos.
Alcarràs, su segundo trabajo, es una obra tan profunda y sensible como Verano 1993 y la llevó a ser la primera directora española en obtener el Oso de Oro en la pasada edición del Festival de Cine de Berlín, un premio más que merecido.
Manteniendo ese tono naturalista que hace parte de su estilo, Simón nos entrega un retrato coral sobre una familia, que bebe del cine del norteamericano Robert Altman, del francés Arnaud Desplechin, del español Luis García Berlanga y, en especial, del italiano Ermanno Olmi, el autor de esa inolvidable cinta El árbol de los zuecos.
La cinta de Simón hace parte de algo que bien podríamos llamar un “neo-neorrealismo”, que continúa con la tradición de Visconti, Bertolucci y Vittorio De Sica, de llegar a una verdad, de conectarse con las emociones y hacer una denuncia social. También por el uso de una cámara fluida, recurrir a actores no profesionales y centrarse en la lucha por sobrevivir de las personas que poseen escasos recursos.
Simón de nuevo hace uso de sus experiencias familiares y de infancia (sus tíos heredaron un cultivo de melocotones). Pero Alcarràs termina siendo una historia de ficción realista que, al igual que la entrañable Louloute, comenta sobre la difícil situación de los campesinos en Europa.
La familia Solé, protagonista de la cinta, debe abandonar su tierra ubicada en un pequeño pueblo de Cataluña, y deben recoger una última cosecha. Como si se tratara de un documental, Simón logra que todo fluya de manera orgánica y nos sintamos parte del drama de esta familia, como si fuéramos un integrante más en una hermosa experiencia inmersiva, que no necesita de un derroche de efectos especiales para llevarse a cabo.
El abuelo, el padre, la madre, la hermana, el hijo, la hija, son utilizados por la directora y guionista (Simón vuelve a trabajar con Arnau Vilaró), para hablarnos sobre la guerra, la impotencia, la soledad, las decisiones, la desilusión, la falta de comunicación y lo importante del tener, especialmente un lugar para vivir y trabajar. Estos son grandes temas, pero aquí son tratados con maestría, sutileza, sensibilidad y mucha, mucha humanidad.